Los legalistas y el fin de la era de los filósofos
La filosofía del legalismo (en chino fajia, «escuela de la Ley») opera a primera vista dentro de la historia del pensamiento chino como un fenómeno aislado: fue una ideología aceptada en toda China sólo durante la tristemente célebre dinastía Qin (221-206 a. C.); después del dramático hundimiento de esta dinastía, se convirtió en una no-filosofía universalmente proscrita. No obstante, cuando la analizamos con mayor detalle, se observa que, durante su breve periodo de apogeo y pese a su rechazo vehemente de todas las demás tradiciones, estaba en muchos aspectos estrechamente vinculada con ellas; tras su proscripción (que, por lo demás, no fue tan brusca y total como quisieron hacer creer los historiógrafos confucianos), continuó ejerciendo una considerable influencia subliminal. Como curiosidad, señalaremos que el sinólogo americano H. G. Creel denominó en cierta ocasión con énfasis al legalismo «the philosophy of counter revolution», mientras que en China a mediados de la década de 1970, durante la fase final del periodo de la «Revolución cultural», se consideró, por el contrario, la cosmovisión (en cierto sentido) más progresista de la China tradicional, y se exaltó como la tenaz antagonista del confucianismo reaccionario durante más de dos mil años.
Las raíces del legalismo son de muy diversa naturaleza, pero muy antiguas en el fondo y ampliamente ramificadas, de manera que pueden demostrarse relaciones transversales tanto con el taoísmo (en concreto con el Dao de jing) como con el confucianismo de corte xunziano que acabamos de describir. En lugar de tomar como referencia los nombres de filósofos, de los que por desgracia no se conservan escritos genuinos o sólo han sobrevivido fragmentos, dichas raíces pueden percibirse en virtud de algunos conceptos que tuvieron relación con las doctrinas de esos filósofos. En todos estos conceptos se trata de términos de filosofía política, foco del interés general de los legalistas de manera mucho más acusada que en el resto de filósofos de la China antigua. No obstante, a los legalistas no les interesaba la cuestión general acerca de cómo gobernar el mundo de la mejor manera, sino, de un modo mucho más peculiar y mediante una acción directa verdaderamente maquiavélica, saber cómo el rey podía conquistar y conservar el dominio para él solo y sin el impedimento de intereses y máximas ajenos a él.
El primer concepto —podría decirse también el primer axioma legalista— delata una considerable antigüedad por las ideas carismáticas y casi mágicas que se ocultan tras él. Se trata del muy complejo término shi < *ś1ad , que lleva consigo tanto el significado de «posición» y «situación» como el de «autoridad» y «poder», y que, además, se escribe con un signo que se emplea para la palabra (quizá emparentada) yi < *ng1iad
, «plantar». Según parece, en su origen, hacía referencia a la fuerza de crecimiento natural de las plantas, que dependía de las circunstancias en las que germinaban. Y en sentido político y filosófico, el término aludía, a su vez, a la fuerza carismática, al poder y a la autoridad que emanaba de la posición social de una persona y en particular de la del príncipe y del rey o, expresado con nuestros términos más banales, de las competencias que conllevaba un cargo. La tradición atribuyó el descubrimiento de esta interrelación al supuesto patriarca de los legalistas, el filósofo y especialista en política económica Guan Zhong (muerto en ¿645 a. C. ?). Por otra parte, los escritos que circularon bajo su nombre procedían de una época muy posterior (del siglo iv a. C. y más tarde), aunque, de hecho, contenían un ideario legalista, dentro del cual figuraba también en un lugar prominente la «autoridad», shi:
Si un soberano prudente en la cúspide del Estado posee una «autoridad» mediante la cual gobierna con seguridad absoluta, la masa de sus súbditos no se atreverá a hacer algo incorrecto […] no porque la masa ame al soberano, sino porque teme a su autoridad, que infunde respeto.47
Otro precursor de los legalistas que, asimismo, explicó el concepto de «autoridad» fue el filósofo Shen Dao (ca. 350-275 a. C.), que con anterioridad había formado parte de una rama taoísta próxima a Zhuangzi. En sus escritos, conservados únicamente de forma fragmentaria, la «autoridad» se compara con el aire y con las nubes que incluso el dragón necesitaría para poder volar. Y a la inversa, incluso los reyes perversos habrían poseído tanta «autoridad» como los buenos en razón de su posición y no, según parece, debido a su virtud.
Un segundo término, algo menos comprensible y que se relaciona con el legalismo es shu. Significa «camino», en el sentido de «método», pero también «ardid», «truco», entre otras cosas. Parece ser que se debe al filósofo y político Shen Buhai (mediados del siglo iv a. C.), si bien el libro que se le atribuye es con seguridad una falsificación o imitación muy posterior. No obstante, en los escritos de Han Feizi, el discípulo ya mencionado de Xunzi, se encuentra una cita —que, por lo demás, no aporta nada especial—, en la que se señala que Shen Buhai entendió por «“método” la reunión de conceptos y realidades, la posesión de poder sobre la vida y la muerte, y el nombramiento de los cargos de los súbditos según sus capacidades».48 En el legalismo, este concepto desempeñó al final un papel más bien subordinado, quizá por su afinidad con el concepto en definitiva mucho más importante de fa, «ley».
Fa, «ley» (cuya antigua forma escrita presenta algunos enigmas: ) significaba en China esencialmente «ley penal» y estaba en declarada oposición a li («costumbre», «ritual», «cortesía»), concepto al que ya Confucio, y muy en particular Xunzi, habían conferido un significado excepcional. El declive del sistema feudal y la expansión paralela del imperio en las antiguas tierras «bárbaras» que carecían de toda tradición conllevaron que la «costumbre», que se representaba como una ley no escrita, se conociese cada vez menos y, por tanto, fuese cada vez menos obligatoria. En compensación, se desarrollaron las leyes penales, en concreto en los estados del sur y del oeste, relativamente carentes de tradición, pero en imparable expansión hacia el exterior y que adquirieron con rapidez mayor poder. En consecuencia, el éxito del legalismo en términos generales y en su peculiar vinculación a la ley en el estado occidental de Qin (el precursor de la dinastía del mismo nombre) se había prefigurado ya de antemano. No fue sólo el mérito del noble inmigrante de otro estado, Shang Yang (otros nombres: Yang de Wei, Gongsun Yang, muerto en 338 a. C.), quien parece haberlo introducido en Qin. Cuenta la leyenda que el rey de Qin acostumbraba a quedarse dormido cuando, durante las tres audiencias, por la mañana temprano, tenía que escuchar los habituales consejos de índole moral acerca de la reordenación del Estado, pero que en la cuarta, cuando Shang Yang planteó sus planes legalistas, quedó tan fascinado que se desplazó desde su esterilla hasta la de Shang Yang.
Es evidente que estas doctrinas legalistas pertenecen sólo en parte al ámbito de la filosofía. Sin embargo, debemos mencionar sus conceptos clave para entender las connotaciones filosóficas que se derivan de ellas. Éstos son:
1) la centralización administrativa y la burocratización; 2) el énfasis en el trabajo agrícola y en el servicio militar, así como en las medidas para la regulación y el control del comercio; 3) la disolución de la macrofamilia y la implantación de grupos de vecindad con responsabilidades recíprocas; 4) la disolución de la nobleza hereditaria y del sistema feudal, junto con el mantenimiento exclusivo de la familia del soberano por completo dominante. Para conseguir estos fines, Shang Yang aconsejó la represión rigurosa de todas las virtudes éticas que los confucianos (aunque no sólo ellos) habían propagado sin descanso; para él, estas virtudes no son, según su combinación, sino los «diez males» o los «seis piojos» en el cuerpo del Estado. No sólo no propician el acatamiento de la ley, sino que incluso lo perjudican. En una antología de textos que, aunque firmada por Shang Yang, casi con seguridad no procede directamente de su mano, pero sí de la escuela legalista, encontramos al respecto estas conspicuas sentencias:
Si se emplean funcionarios virtuosos, entonces el pueblo podrá seguir amando a sus semejantes; pero si se emplean funcionarios malos, el pueblo amará las leyes […] Cuando los virtuosos ocupan los puestos dirigentes, las infracciones suelen permanecer ocultas; en cambio, cuando los ocupan los malos, se castigan los crímenes. En uno de los casos, el pueblo será más fuerte que el gobierno; en el otro, el gobierno será más fuerte que el pueblo. Por ello se dice: gobernar mediante hombres de buen corazón conduce a la anarquía y a la desintegración; gobernar con hombres malos conduce al orden y a la fortaleza.49
El imperio absoluto de la ley, que garantiza precisamente la perfidia de sus representantes, está asegurado, además, por otra peculiaridad, a saber, por su plena ausencia de diferenciación. Shang Yang hizo hincapié en que cualquier jerarquía dentro de la ley perjudicaría a la misma:
En la aplicación de la pena, una falta leve debería ser tratada, asimismo, como una falta grave, pues si no sucede así, las faltas leves no cesarán nunca y en lo sucesivo ocasionarán faltas graves. Si, por el contrario, se toman en serio las faltas más pequeñas, cesarán para siempre las sanciones mismas.50
Esta última frase insinúa, además, un giro interesante, que delata un vínculo inesperadamente estrecho del legalismo con el taoísmo. Se pone de manifiesto que, según la concepción aquí expuesta y atribuida a Shang Yang, la ley no debe imperar durante mucho tiempo con una brutalidad que haga rechinar los dientes, sino de una manera por completo serena, pasiva y reconocible desde el exterior. La ley ejercida hasta una extrema severidad se practica en el no-obrar. Lo que, por supuesto, no se dice de manera directa, pero se colige de modo evidente cuando se continúa inquiriendo, es el trasfondo de este no-obrar de la ley: el puro miedo que, al paralizar toda emoción individual, se extiende por toda la sociedad, por todo el país, y permite que la vida transcurra con una naturalidad sólo aparente, como un mecanismo de relojería.
El último y más destacado filósofo legalista, Han Feizi (muerto en 233 a. C.) desarrolló estos pensamientos y los llevó a su formulación más depurada. En Han Feizi, discípulo de Xunzi y también autor de un comentario al Dao de jing, confluyeron de forma peculiar corrientes taoístas y confucianas. También él estuvo activo en el estado occidental de Qin y sufrió, del mismo modo que Shang Yang, una muerte no natural bajo el imperio de la ley que él enalteció: encerrado en prisión por una acusación cualquiera, fue obligado a suicidarse. Resulta interesante que, al parecer, fuese tartamudo y que, por ello, ejerciese una mayor influencia por medio de la palabra escrita que a través de la hablada. Parece haber redactado, de hecho, los escritos que circularon bajo su nombre. Su principal aportación consistió no tanto en la concepción de nuevas ideas legalistas como en una gran síntesis de las mismas, que supuso la condición previa para el dominio exclusivo —aunque de corta duración— del legalismo durante la dinastía Qin.
Han Feizi tomó de Xunzi no sólo el énfasis puesto en el soberano, sino también la convicción de que la naturaleza mala del ser humano no está ínsita en él de manera absoluta, sino más bien dispuesta, por así decirlo, de forma estadística; es decir, posiblemente existan personas buenas, pero son excepciones con las que no se puede contar. Un distanciamiento ulterior y más decisivo de Han Feizi con respecto a Xunzi consistió en que aquél no buscaba la mejora del ser humano con ayuda de la equidad y del ritual, sino que se limitaba a vigilar su funcionamiento sin la menor dificultad bajo la presión de la ley:
Cuando un santo gobierna el Estado, no cuenta con personas que hagan el bien por sí mismo, sino que toma medidas que impidan a cada individuo hacer el mal. Si decidiera de modo distinto, no habría ni diez personas en el país con los que pudiera contar […] Puesto que el soberano, en tanto que administrador, tiene que ocuparse de los muchos y no de las excepciones, no se atiene a principios éticos, sino a leyes —del mismo modo que no se espera obtener troncos del todo derechos cuando se necesitan flechas, ni del todo redondos cuando se requieren ruedas.51
Han Feizi adoptó también el distanciamiento de la antigüedad que Xunzi había iniciado ya con cautela y que sólo había llevado a cabo con respecto a la antigüedad «más remota». Han Feizi intensificó el distanciamiento a tal punto que rechazó toda orientación basada en el pasado. De la antigüedad sólo era capaz de reconocer con sobriedad una única ventaja: una población menos numerosa, que en general debió hacer la vida más fácil. En toda una serie de parábolas, criticó de forma abierta lo estúpido que resultaba atenerse siempre a lo antiguo. Comienza con la parábola acerca del necio que, mientras surcaba el río, se le cayó la espada lo que provocó una hendidura en su barco y, tras horas de travesía, después de desembarcar, pretende encontrarla buscando debajo de la hendidura que dejó la espada al caer, y termina con la parábola de aquel que dibuja el contorno de su pie antes de ir al zapatero y que después, cuando en casa de éste descubre que ha olvidado el dibujo en casa y pretende regresar a buscarlo en lugar de tomar allí mismo la medida de su pie.
En cambio, en la combinación que Han Feizi realiza de los tres conceptos clave «autoridad», «artificio» y «ley» pueden reconocerse influencias más bien taoístas. Designa la «autoridad» como la fuerza interior del soberano; ésta es, como él lo expresa, su «músculo». El «artificio» y la «ley» son, en cambio, sus fuerzas externas, «indispensables como la comida y el atuendo». Un soberano que haya reunido en sí mismo todas estas fuerzas está en condiciones de retraerse por completo del gobierno: como una fuerza natural nueva y creada por el ser humano, la ley actúa enteramente por sí misma. El soberano «escucha la exposición de sus ministros como si estuviese borracho»,52 «hace de su corazón vacío la morada del “camino”»53 y acaba por convertirse «en un “ser divino” (shen) entre el cielo y la tierra.»54
Una apoteosis de la benefactora acción de la ley en la obra de Han Feizi, que de forma magnífica amplía estas ideas, quizá no se deba a su mano, sino que puede tratarse, según parece, de un añadido posterior. Pese a ello, ilustra con razón, en términos generales, la proximidad entre el legalismo y el taoísmo, la cual, dicho sea de paso, también puede demostrarse en los textos legalistas desconocidos hasta ahora y descubiertos en las tumbas abiertas en la década de 1970. En esta apoteosis, se habla de la «época de la “paz suprema”, en la cual, la ley se extiende sobre el país como el rocío de la mañana, el pueblo no se deja la vida en la lucha contra los ladrones y los guerreros valientes no pretenden alcanzar la inmortalidad». No obstante, la breve época de la dinastía Qin, que introdujo la «ley» enaltecida por el legalismo, fue, en realidad, todo menos una época de paz. En sus febriles medidas fueron extinguiéndose los últimos restos del antiguo imperio feudal y, a corto plazo, las numerosas escuelas de pensamiento que se habían originado en la era de los filósofos —todo ello simbolizado en la quema de libros de 213 a. C., que quizá no fue una mera leyenda. Cuando la dinastía Qin se extinguió en 207 a. C., tras la muerte de su primer emperador en 210 a. C., dejó tras de sí un mundo completamente transformado y en el que también la vida espiritual en su conjunto hubo de cobrar forma de nuevo.