La penetración del budismo
La amplia zona de penumbra que podemos constatar desde los primeros indicios de una silenciosa infiltración budista en el seno de la filosofía china autóctona hasta la «conquista» real de ésta en la segunda mitad del siglo iii d. C. constituye un fenómeno muy peculiar. Fue una conquista tan pacífica que resulta difícil decir cuándo empezó en realidad. Si la historia de la filosofía china se lee hacia atrás, a partir del mencionado siglo iii, en el cual el budismo se manifiesta abiertamente en pensadores sin lugar a dudas chinos, para localizar las raíces de esta nueva corriente, podremos, para nuestra sorpresa, remontarnos hasta la época Han, es decir, hasta el siglo ii a. C. A pesar de la situación hasta cierto punto aislada de China, de la que ya hemos hablado antes, las fronteras con India a través de Asia central no estaban en absoluto herméticamente cerradas. En especial, en la época que se inicia en la segunda mitad del siglo ii a. C., cuando el emperador Han Wudi (reinado, 140-86 a. C.) ya había extendido el imperio hasta penetrar en buena parte de Asia central.
En el ámbito religioso, que siempre ejerce cierta influencia en el filosófico (aun cuando en los planteamientos se intente separar ambos planos de forma un tanto violenta), los vínculos son, según parece, todavía más antiguos. Así, por ejemplo, en el taoísmo religioso, cuyas raíces se remontan casi con seguridad hasta la primera mitad del siglo i a. C. (y por ello anterior al taoísmo filosófico) y que, en sentido estricto, no podrían catalogarse en absoluto como meramente «taoístas», se hallan formas de meditación y prácticas de yoga que ponen de manifiesto una semejanza tan grande con las correspondientes tradiciones en India, que apenas es posible concebirlas como desarrollos que hayan tenido lugar con plena independencia unos de otros. En el caso de los escritos filosóficos, tales relaciones no pueden demostrarse hasta mucho más tarde y son mucho menos evidentes, pues el medio del lenguaje y de la escritura eran mucho más difíciles de analizar.
En algunos pasajes del Zhuangzi, pueden, no obstante, establecerse con facilidad relaciones con el budismo, sobre todo en aquellos pasajes que proceden de las partes del libro redactadas en último lugar. Este texto extraordinariamente complejo, que para su génesis precisó unos cuantos siglos (entre ca. 400 y 100 a. C.), constituyó un puente natural a través del cual el budismo estuvo en condiciones de penetrar en el desconocido ambiente chino, siempre que el escrito no se hubiese gestado ya quizá en algunas de sus fases bajo la influencia budista. En términos más generales, esta función de puente fue ejercida también por el taoísmo, pues, a diferencia de todas las demás cosmovisiones originariamente chinas, el taoísmo poseía, junto con la actitud quietista e insumisa que representaba y que originó toda una ideología anacorética, un impulso pesimista con el que el budismo pudo conectar bien. Este impulso se refería, por supuesto, sólo a la sociedad, a su organización y a su defectuosa planificación, no a la naturaleza en su conjunto, cuya plenitud vital tenía que desarrollarse precisamente a través de dicha insumisión —el establecimiento de un objetivo por entero distinto a los objetivos budistas. De todas maneras, este impulso llegaba tan lejos como para negar la superioridad del ser humano en el seno de la naturaleza y, con ello, de forma indirecta también una cualidad particular e inherente sólo a él, la naturaleza de un Yo capaz de reflexión: un pensamiento que el budismo podía adoptar sin esfuerzo y desarrollar todavía más bajo su propio concepto.
Por el contrario, no sólo existían en la filosofía china ciertas ventajas que favorecieron el éxito del budismo, sino también determinados huecos que éste puso de manifiesto. De las tres cuestiones filosóficas fundamentales referidas al ser humano: «¿Qué puedo saber?», «¿Qué debo hacer?», ¿Qué puedo esperar?», la filosofía china se había ocupado casi siempre sólo de la segunda, concerniente a la ética, al ritual y a la dirección del Estado (o, en el taoísmo, de la impresión en negativo de la misma, es decir, del rechazo de todos estos objetivos establecidos). El budismo, con su fuerte orientación hacia la teoría del conocimiento y la metafísica ontológica, gozaba de todas las condiciones previas para rellenar y desarrollar estos ámbitos filosóficos ausentes o sólo parcialmente cultivados. En tanto que el imperio Han insistió en el esplendor y la gloria, la necesidad de tratar tales cuestiones había tenido una importancia secundaria; tras el hundimiento de este imperio y el subsiguiente desbarajuste político, estas cuestiones ocuparon cada vez más un primer plano. Ya la «escuela de la Oscuridad», que, si bien se subsume con frecuencia bajo el término genérico «neotaoísmo», representó en realidad más bien una asociación de taoísmo y confucianismo y agradeció en gran medida su florecimiento a estas circunstancias. Y en ella puede constatarse ya, además, una directa influencia budista.
Por consiguiente, puede decirse que la relación entre el budismo y el pensamiento chino independiente estuvo caracterizada tanto por los paralelismos como por los contrastes entre ambos, propiciados de distinta manera. Dos factores externos tuvieron, por el contrario, un efecto más bien inhibidor. Uno de ellos lo constituyó, en primer lugar, el idioma extranjero empleado en todos los textos budistas. Esta circunstancia sólo pudo superarse a medias y de forma muy gradual mediante un trabajo de traducción casi increíble, sin que, no obstante, pudieran obviarse del todo los elementos extraños de la terminología debidos a la peculiaridad de la lengua y de la escritura chinas; las expresiones en sánscrito y pali sólo pudieron traducirse cuando su alteración no fue reconocida en el ambiente lingüístico chino, cuando se ignoró o incluso cuando se propició, lo cual, ciertamente, ocurrió en los primeros periodos, aunque no en épocas posteriores.
El otro obstáculo lo representó la institución del monacato, estrictamente contrario tanto al confucianismo de orientación familiar como al taoísmo próximo a la naturaleza (cuyos eremitas no vivían al principio en modo alguno en el celibato), y del mismo modo opuesto, por su carácter elitista, a las aspiraciones del Estado. Uno de los debates más célebres y acalorados en los primeros tiempos del budismo en China, en el año 340, giró en torno a la cuestión de si los monjes tenían que ejecutar o no el kotau* delante de los soberanos. Más tarde, se discutió también con frecuencia cada vez mayor si los monasterios budistas podían reivindicar el derecho a la exención de impuestos, un problema que, debido al tamaño de aquéllos y al hecho de que los monasterios estuviesen mezclados con el resto de la sociedad, contribuyó sobremanera a la aparición de movimientos antibudistas. Ambos factores ocasionaron que el budismo fuese siempre percibido como una especie de cuerpo extraño en el seno de la cultura china. No obstante, en los periodos de dispersión y fuerte inmigración de tribus no chinas, entre los siglos iv y vi, esta circunstancia no desempeñó todavía un papel determinante; incluso durante la dinastía Tang (618-907), que mostró una actitud muy cosmopolita, la influencia de dichos factores fue aún muy secundaria. Pero en la dinastía Song (960-1280), que en numerosos ámbitos pretendió una restauración y con ello un restablecimiento de lo genuinamente chino, al budismo le resultó difícil poder liberarse de la mala reputación de ser algo extranjero. De este modo y de forma inevitable, el budismo se apartó cada vez más de la sociedad.
Pese a todo, la penetración del budismo supone para la historia completa de la filosofía china una especie de línea divisoria de aguas y no un mero episodio: mientras que, con anterioridad, los distintos sistemas filosóficos, por intesa que fuese la controversia entre los mismos, habían permanecido en cierta medida «entre conocidos», a partir de ahora tenían que reaccionar por principio a un sistema diferente. Ya sea que lo aceptasen sólo en su forma externa y lo adaptasen de manera interna durante la asimilación, o, por el contrario, lo rechazasen en su forma externa y ellos mismos modificasen a la defensiva su orientación interna —en ambos casos, el encuentro dejó huella. Formulado de manera esquemática, 1) el llamado «neo-taoísmo», incluida la «escuela de la Oscuridad»; 2) después, las distintas formas de budismo chino y, 3) por último, el llamado «neoconfucianismo» en su versión «realista» e «idealista» acabarían por reflejar diversas formas de discusión y confrontación con el budismo.
No obstante, estas disputas pueden también ponerse en relación con el segundo encuentro que China ha soportado con un sistema de pensamiento extranjero: el contacto con el pensamiento —dicho sea del modo más general— europeo y norteamericano. Empezó alrededor del siglo xvii (y, en realidad, menos por el conocimiento del cristianismo que por la divulgación de la ciencia natural occidental, la cual, desde un punto de vista chino, representa en sí misma un completo y genuino sistema de pensamiento). Este encuentro, por supuesto, todavía hoy no ha concluido. Pero ha conducido ya de forma evidente a interacciones semejantes entre las corrientes chinas y no chinas, como antes sucedió en el encuentro con el budismo. Este encuentro es mucho más intrincado en la medida en que no sólo el complejo sistema de la filosofía «occidental» es incomparablemente más heterogéneo que el budismo, sino porque, en este estadio, del lado chino se aportó también el budismo: un grupo de filósofos chinos modernos, que han analizado la filosofía occidental y que han reaccionado a ella, se sintieron significativamente próximos al budismo.
Lo decisivo del encuentro con el budismo no fue, sin embargo —como quizá en cualquier cruce de dos sistemas cósmicos e ideológicos fundamentalmente distintos—, la nueva respuesta a antiguas preguntas, sino la aparición repentina de preguntas completamente nuevas. La solución de estas nuevas preguntas resultó ser tan diferente en el budismo antes y después de su penetración en China que, visto de manera superficial, algunas cuestiones parecieron desvanecerse en muchos sentidos. Y, sin embargo, enriquecieron el pensamiento chino de manera inimaginable, tanto en sentido cuantitativo como cualitativo: cuantitativo, en la medida en que el marco de pensamiento se amplió muchísimo con la introducción de unas dimensiones colosales del tiempo y el espacio; cualitativo porque el pensamiento alcanzó un nivel de abstracción mucho más elevado que el mantenido hasta entonces. La labor en verdad revolucionaria fue la ejercida por los traductores de los textos indios originales, que tuvieron que transmitir razonamientos muy difíciles desde una lengua adecuada a ellos y extremadamente diferenciada hasta otro idioma que, por su forma más sencilla y tosca, podía considerarse inadecuado para ello. Numerosos textos se tradujeron en repetidas ocasiones y en parte por los más célebres maestros budistas; en sus distintas versiones pueden detectarse a menudo los asombrosos progresos de los pensadores chinos en su comprensión del budismo.
Algunas leyendas chinas de índole piadosa han estipulado que el origen del budismo en China ha de situarse en diversos momentos de la dinastía Han. Una leyenda muy posterior hace que se remonte incluso al periodo de gobierno de Qin Shihuangdi. No obstante, la leyenda más influyente fue la narración del sueño del emperador Han, Mingdi (reinado, 58-75). Según parece, una noche vio levitar alrededor de su palacio a un ser divino de color dorado. A la mañana siguiente, un intérprete de sueños le explicó que se trataba de aquel eminente santo indio conocido como «Buda», que era capaz de volar y cuyo cuerpo estaba revestido de un halo dorado. Acto seguido, el emperador envió una embajada hacia el oeste y al regreso de ésta recibió el célebre Sutra en 42 secciones, depositado después en un templo delante de las puertas de la capital Luoyang.
Esta leyenda pudo revalorizar el prestigio de la comunidad budista de Luoyang, una de las más antiguas de China, aunque de ningún modo la única; otras se encontraban en la región del norte de China, algo más hacia el este, en la ciudad de Pengcheng, y en el sur de China, en el área del actual Cantón. Al parecer, en su origen en la época Han, estas comunidades budistas no estaban en su mayoría formadas por chinos, sino por personas de distinto origen que por uno u otro motivo residían en China; sólo gradualmente emanó de ellos la fe budista y fue adoptada por la población china. A partir de la biografía del célebre traductor budista Zhi Quian (Zhi Yue, Zhi Gongming), un miembro del pueblo Yuezhi, activo en el transcurso del siglo ii al siglo iii, se infiere que ya entonces, entre estas comunidades, circulaba una enorme cantidad de textos budistas. No obstante, sólo se habían traducido en un mínimo porcentaje y sólo después de su traducción, primero muy inexperta y limitada a secciones breves, empezaron a ser efectivos en la historia del pensamiento chino. Por otra parte, una puerta adicional de acceso del budismo parecen haber sido los propios chinos desplegados en las guarniciones de Asia central, donde entraron en contacto con budistas. Una verdadera misión por parte de monjes budistas extranjeros o también de budistas chinos en peregrinación hacia el oeste tuvo lugar sólo en la fase última y, hasta cierto punto, tardía de este desarrollo prolongado.
Estas circunstancias particulares explican también por qué el budismo, visto desde el exterior, apareció al principio en la filosofía china con una forma sumamente imprecisa y durante mucho tiempo sólo pudo considerarse una variante del taoísmo. El ocultamiento y los equívocos expresados aquí fueron ocasionados al inicio por la pura incapacidad de los creyentes budistas de deslindar con claridad la doctrina budista de la taoísta. La culpa de ello la tuvo, en primer lugar, la práctica —muy comprensible por motivos de propaganda— de no transliterar todos los términos budistas, es decir, de no mantenerlos como extranjerismos, sino de traducirlos íntegramente. Para ello se hizo un uso forzado y preferente de conceptos taoístas que, a pesar de todas sus diferencias, parecían ser los más cercanos a los términos budistas. A esta identificación tan cuestionable de los conceptos se le puso el nombre de ge yi (más o menos, «acercamiento» de conceptos). Sin embargo, con el tiempo, se vio cada vez más como una mera solución de emergencia y se sustituyó, en parte, por un aparato conceptual aún traducido, pero de forma más limitada, precisa y definida, y en parte, por la simple transliteración. En algunos casos, no obstante, se recurrió de nuevo de manera intencionada al empleo de términos taoístas introducidos en la antigüedad, con el fin de abarcar un público más amplio que se hubiese sentido intimidado por un lenguaje técnico demasiado limitado.
Un recurso paralelo a este ingenioso procedimiento, aunque a un nivel más llano y popular, lo aportaron los taoístas que presentaron, en torno al año 300, un escrito con el título [Laozi] convierte a los bárbaros ([Laozi] hua hu jing) de la pluma del maestro taoísta de nombre Wang Fou (alias Ji Gong), cuya idea fundamental aparece ya en un documento del año 166: a saber, que Buda no era otro que Laozi, quien, tras la despedida de China descrita en su legendaria biografía para partir de viaje hacia el oeste a través de las montañas (viaje durante el cual se dice que regaló el Dao de jing al vigilante de la torre fronteriza), empezó a ejercer influencia en India como redentor.
Todos estos ardides recíprocos no pudieron encubrir con el tiempo la comprensión de que el budismo era, en todo caso, una cosmovisión sui géneris. A la precisión de los conceptos necesarios contribuyeron en particular las Conversaciones puras mencionadas con anterioridad y muy al uso en el siglo iii, aquellos diálogos ingeniosos, que al inicio empleaban una caracterización rápida de ciertas personalidades y con los que entonces solía distraerse la clase alta. La disputa en forma de diálogos escritos o de intercambio de correspondencia fue, por ello, característica de la presentación y defensa de la doctrina budista en el ambiente chino (y, dicho sea de paso, hasta cierto punto también de los escritos filosóficos taoístas de esta época).
Por otra parte, también era nueva la clase instruida que participó en estas discusiones: si hasta entonces habían sido sólo literatos (y con ellos funcionarios reales o impedidos), ahora, repentinamente, entraron en escena también los monjes; al principio se trataba de extranjeros que habían estudiado a fondo la literatura china, pero con el tiempo intervinieron cada vez con mayor frecuencia chinos nativos. Asociado a ello estuvo el hallazgo de una distinción que hasta entonces no se había perfilado de forma natural: la diferenciación entre monacato y laicado, según la cual la doctrina se vivía en cierta medida a priori en dos planos distintos y que, en definitiva, condujo a dos formulaciones previas distintas. Esta distinción desempeñó un papel importante en el ámbito religioso. Pero, quizá, también tuvo su efecto en el ámbito filosófico en tanto en cuanto, por una parte, evocaba la problemática de una salvación quasi elitista y, en principio, referida sólo a la comunidad monástica y, por otro lado, propiciaba el pensamiento de una división o estratificación más o menos múltiple de la verdad. Ambos aspectos eran ya considerablemente relevantes en el budismo temprano, antes de su penetración en China; pero en este país desarrollaron una dinámica propia y muy singular.
La separación que acabamos de abordar entre un ámbito «religioso» y otro «filosófico» dentro del budismo exige, por lo demás, un par de reflexiones adicionales, que han de añadirse a las expuestas con anterioridad acerca de la relación entre filosofía y religión en China. Hemos visto que ciertos historiadores de la filosofía china, por regla general más cercanos al confucianismo, tendieron a minimizar el significado de la religión dentro de la filosofía china y a considerar la esencia del pensamiento chino en su sentido más general como una esencia predominantemente referida al ser humano y humanista; en su opinión, a diferencia del pensamiento occidental, en el chino no habrían tenido especial relevancia los sistemas de pensamiento metafísicos ni los de las ciencias naturales. No obstante, esta opinión tendría que modificarse mediante la constatación de que el momento religioso, si nos proponemos definirlo en términos muy generales como la creencia en poderes sobrenaturales (no necesariamente antropomórficos) y en su influencia en el mundo natural y humano, también fue relevante en China, cuando menos en la fase inicial de los sistemas filosóficos y que siguió siendo bastante influyente pese a todas las racionalizaciones en el curso de su desarrollo ulterior. De ello dan testimonio, incluso en el confucianismo, numerosos rituales como, por ejemplo, los sacrificios. Estrictamente, resulta del todo imposible en el taoísmo hacer que se desvanezca el aspecto religioso en el tratamiento de la filosofía. Así, por ejemplo, sería realmente necesario examinar también los métodos taoístas de prolongación de la vida muy desarrollados en el marco de la filosofía de la época Han; o, en la filosofía Wei Jin de los siglos iii y iv, estudiar al erudito Ge Hong (284-363), quien, en la obra principal que lleva por título su sobrenombre, Maestro que abraza la simplicidad (Bao pu zi), fundamentó la alquimia y el arte de la pintura de talismanes en una sección esotérica, y la filosofía de una vida eremítica en cierto modo devota con el Estado, entre otras cosas, en una sección exotérica. En casos como éstos, resulta sencillamente impracticable la separación entre elementos «religiosos» y «filosóficos». En consecuencia, numerosos escritos pueden leerse, interpretarse y clasificarse de diversas maneras, de forma religiosa, sin duda, o filosófica, y así se ha hecho, en efecto, en China y, en ocasiones, con posterioridad, también en Occidente: el Dao de jing de Laozi ofrece, en este sentido, el mejor ejemplo y a menudo el más arriesgado.
A pesar de todas estas circunstancias, la extendida tendencia a considerar secundario en China el elemento religioso en su totalidad o, en el mejor de los casos, como un acervo general degenerado en «religión popular», tiene una causa real. Quizá radique en que nosotros estamos acostumbrados a pensar, en primera instancia, en religiones redentoras cuando hablamos de religiones, las cuales quizá representen las religiones por excelencia. Dicho con reservas, parece, en efecto, que éstas no han existido en China sin el concurso de influencias externas.
Lo esencial de una religión redentora consiste, de hecho en la premisa de que una «redención» es absolutamente necesaria, en la aceptación, por tanto, de que el mundo de los seres humanos o también el mundo en general manifiestan un defecto originario o adquirido y, en consecuencia, ese mundo tendría que transformarse o reorganizarse desde su fundamento. De esta óptica, en gran medida familiar en el pensamiento occidental, pero que en absoluto puede, por ello, considerarse evidente, se deducen necesariamente dos consecuencias: por una parte, la idea de otro mundo distinto al mundo en que vivimos adquiere de súbito un peso inaudito. Este «otro mundo» puede ubicarse en un más allá trascendente, por detrás o por encima de las cosas, o (incluso simultáneamente) en un futuro determinable o indeterminable; la representación del tiempo adquiere así, por regla general, un punto final, se vuelve más fluida y aerodinámica. Por otra parte, la existencia aquí y ahora, precisamente por requerir hasta ese extremo una redención, aparece vista en este momento desde cierta distancia. Posee un carácter provisional y, por ello, en ocasiones irreal en sí misma, porque todo depende del mundo en definitiva verdadero, que se encuentra después o por detrás. Todas las decisiones, aunque también todos los fenómenos, adquieren su significado real sólo en relación con este mundo verdadero y no con su entorno visible e inmediato.
Una actitud religiosa fundamental como ésta, que tiende a distanciarse del mundo terrenal y a aproximarse al más allá, no se ha manifestado en China en modo alguno a partir de fuentes propias. Esto no significa, por supuesto, que no se hubiese pensado en la relación de oposición entre un mundo terrenal y un más allá, sino solamente que el énfasis nunca se puso en principio de manera tan unilateral en el «otro mundo». El llamado sentido chino de la realidad, tan alabado o criticado y, en todo caso, empleado hasta la extenuación, se puso, por tanto, de manifiesto, dicho de forma abreviada, en el hecho de que los pensadores chinos, incluso en el ámbito religioso, no vieron ninguna necesidad o posibilidad auténtica de transformar el mundo en su totalidad, así como de anhelar o esperar su transformación. Lo aceptaron en lo esencial como es o como les parecía que era. Se esforzaron por entenderlo bien —ya se tratase de la comunicación con los seres humanos y las fuerzas naturales o con los dioses y los espíritus.
Sobre este telón de fondo podemos reconocer, de hecho, la formidable revolución que el budismo representó para el conjunto de la vida intelectual china. Por este motivo, las cosmovisiones chinas de antigua tradición no sólo se vieron enriquecidas con una nueva visión, sino que toda la óptica del pensamiento chino se transformó, aunque en parte sólo lo fuese de manera temporal y en ciertos aspectos. Huellas de esta transformación pueden constatarse, o por lo menos conjeturarse, en casi todos los textos religiosos y filosóficos a partir aproximadamente del siglo iv, incluso en aquellos que opusieron resistencia al budismo. En este sentido, el fuerte énfasis que se puso en general en la vida religiosa supuso uno de los fenómenos más sobresalientes.