La reforma confuciana
Si abarcamos con la vista los apenas mil años de historia de la hegemonía ideológica del budismo en China, podemos dividirla de manera esquemática y a grandes rasgos en tres periodos: el periodo del budismo temprano, desde el siglo i al siglo iii, en el cual el budismo se infiltró cada vez más en la filosofía china autóctona y, al final, la conquistó desde dentro; más tarde, el periodo de apogeo budista, entre los siglos iv y vii, en el cual casi toda la vida intelectual estuvo caracterizada por el budismo; y finalmente, el periodo del budismo tardío, en el que éste fue cada vez más impugnado desde fuera y en su interior mismo se infiltraron sistemas de pensamiento chino. En conjunto, puede también constatarse un proceso progresivo de asimilación de elementos chinos que, si bien, al final, no supuso la total destrucción de la doctrina, sí implicó su aplanamiento y debilitación, que dentro de la elite instruida se puso de manifiesto en gran medida en una especie de conciliación con las otras dos principales cosmovisiones, el confucianismo y el taoísmo, así como en la simultánea supresión de los componentes religiosos en las clases populares.
Este cambio paulatino no se produjo por casualidad, sino que estaba prefigurado ya de antemano en las doctrinas budistas fundamentales, las cuales mostraban una visión del mundo del todo pesimista y, por tanto, sólo con relativa dificultad y de manera muy indirecta podían ocupar una posición en realidad justificable en el tejido del Estado chino. Resulta así lógico que la época de apogeo del budismo coincidiese con una etapa que se extendió entre dos dinastías, entre la de los Han (206 a. C. – 220 d. C.) y la de los Tang (618-906), cuando el imperio se encontraba por completo fragmentado: más de la mitad del país y, en concreto, los antiguos territorios medulares del norte se habían perdido. En estas regiones del norte, no menos que en las todavía chinas del sur, se sucedieron en una frenética secuencia numerosas dinastías, que con sus disputas asolaron el país y que sólo con dificultad permitieron que surgiese el pensamiento de que el mundo de Aquí y Ahora fuese un lugar de permanencia y de felicidad. Por último, la soberanía del estado se hallaba también allí donde era capaz de imperar, en permanente competencia con otros poderes que escapaban, en gran medida, a su control: tropas auxiliares en el extranjero, camarillas de aristócratas y monasterios, por sólo mencionar los más importantes. Siguió siendo así todavía durante la dinastía Tang, bajo la cual, no obstante, comenzó a mostrarse en el siglo ix cierta resistencia contra el budismo en tanto que fuente presunta o efectiva de los males —un acto de fuerza que no produciría un efecto hasta la dinastía Song (960-1280), la cual, poco después, sucedería a la Tang.
El budismo en China floreció, pues, expresado de forma algo exagerada, sobre el suelo de la experiencia del dolor y del pluralismo, las dos ideas que ocupaban también el centro de la doctrina budista. El movimiento contrario al budismo, el cual, si bien se derivó en parte del taoísmo, en lo esencial estuvo abanderado por el confucianismo (que, dicho sea entre paréntesis, en esta ocasión intentó relacionar el taoísmo con el budismo e impugnarlo igualmente), y por ello se basó en la concepción opuesta: por un lado, en esforzarse por llegar a un dominio concreto de la existencia y, por otro, en el ideal de «unidad» en todos los ámbitos concebibles —ya fuese, a gran escala, la unificación espacial del imperio y la institución temporal de los funcionarios bajo un único soberano, o la fidelidad de una mujer a un único esposo («viuda casta»). En la práctica, la lucha contra el budismo se llevó a cabo, por una parte, de manera muy directa, mediante persecuciones dirigidas sobre todo contra los monasterios y que en el año 845, durante la segunda mitad de la dinastía Tang, alcanzaron su punto culminante. No menos de 4.600 monasterios y 40.000 sagrarios fueron destruidos entonces y 260.000 monjes y monjas fueron reducidos al laicado por la fuerza. Por otra parte, se fomentaron también las fuerzas antibudistas, en concreto por medio de la progresiva desarticulación del sistema de exámenes estatales y mediante la institución de academias que poco a poco disputaron a los monasterios el rango de centros de enseñanza espiritual. En este contexto, ha de pensarse en la primera impresión de los clásicos (Nueve Clásicos) en el año 932. Tuvo lugar en época asombrosamente tardía —sobre todo si se piensa que la invención de la impresión tipográfica se remonta, en todo caso, al siglo viii y que hasta entonces había beneficiado al budismo, hasta el punto de que, en el fondo, había surgido a través de éste: en concreto, mediante la promesa de una mejora del karma en la reproducción múltiple de los escritos sagrados. La impresión tipográfica de los clásicos confucianos llegó, no obstante, en un periodo lo bastante temprano como para fortalecer del modo más efectivo el movimiento confuciano contrario al budismo.
La reconquista de China por una cosmovisión china supuso, pues, un largo proceso cuya duración fue por entero adecuada a esta reorientación. Si en el siglo iii el pensamiento chino, como puede detectarse en las doctrinas de la «escuela de la Oscuridad», había adquirido poco a poco una mayor capacidad de abstracción (y en igual medida había perdido, por lo demás, nitidez y capacidad de aplicación en el estado y en la sociedad), hasta que, en el periodo auténticamente budista, el mundo real había desaparecido casi por completo y sólo había quedado el interés por su disolución, de igual modo, en este momento se encauzó todo en la dirección opuesta: las cuestiones de la vida social ocuparon cada vez más el centro, el argumento histórico volvió a adquirir peso en la argumentación y también el lenguaje de nuevo fue más sencillo y conciso —en pocas palabras: todos los rasgos de la filosofía china que, según la actitud, se habían valorado de forma positiva o negativa, y que ya habíamos descrito con anterioridad, salieron lentamente a la luz.
Esto no significó, sin embargo, que el pensamiento hubiese sencillamente regresado al momento alcanzado con la penetración del budismo. La peculiar excursión a otro mundo —en concreto, a uno caracterizado por la cultura india—, que al mismo tiempo había sido un viaje hacia el exterior del mundo del Aquí y el Ahora, no había dejado en absoluto intacto al pensamiento chino, por mucho que éste porfiara ahora por acordarse de sus auténticas raíces. El budismo lo había desposeído de buena parte de su sencillez e ingenuidad y lo había dotado de una precisión y una capacidad de discernimiento mucho mayores. La filosofía china posbudista, en su contenido y en sus métodos, puede describirse en gran medida como un compromiso entre estas dos tendencias. Por esta razón, se encuentran también influencias directas del budismo junto a otras indirectas y contradictorias, es decir, aquellas surgidas a partir de una reacción adversa. De estas últimas formaba parte, sobre todo, la tendencia ya mencionada a la idealización de la unidad y la uniformidad, quizá surgida del trauma de siglos de desintegración política, espiritual e incluso ideológica, que parecía seguir corroyendo el interior del budismo debido a sus innumerables escuelas diferentes. Pero de ella forma parte también cierta desconfianza frente a las dimensiones demasiado grandiosas del tiempo y del espacio con las que el budismo había tratado siempre de manera tan pródiga, aunque también con aquellas dimensiones inabarcables desde un punto de vista conceptual —una inclinación que desde entonces ha caracterizado con frecuencia la persistencia de la filosofía china en vías estrechas y, con ello, junto con la predilección por la unificación y la equiparación, en cierta disposición a la simplificación y al anquilosamiento que ocasionaron que la inteligencia china se resintiese cada vez más a partir del siglo xvii.
En lo que concierne a las influencias directas del budismo, éstas son muy diversas y, a la vez, difíciles de aislar. Se ponen de manifiesto, por ejemplo, en un discurso muy transformado con respecto al pasado, en el cual se hizo un énfasis particular en el diálogo, así como —a pesar del retorno generalizado a una aplicación práctica de la filosofía— en una capacidad de teorizar considerablemente intensificada y en un mayor placer por teorizar. En los contenidos, las influencias budistas pueden comprobarse, de alguna forma, en casi todas partes. Aquí, quisiéramos resaltar en particular dos momentos, entre otros posibles: 1) la concepción nueva o, cuando menos, el nuevo énfasis que se puso en la relación recíproca entre un plano ideal de los principios y un plano concreto de las realidades, que se insinúa en ocasiones como un eco de la teoría budista del dharma; y 2) la convicción de una identidad incondicionada entre el fundamento originario del Yo y el del universo, que no sólo es reconocible, sino que también puede experimentarse en la meditación, lo cual fue defendido de forma semejante, sobre todo, por la escuela Tiantai, pero también por el budismo Chan. Ambas ideas fueron muy relevantes para el neoconfucianismo en sus más diversas variantes.
La reactivación del confucianismo resultó ser, no obstante, una tarea casi irresoluble por diversas razones. Por una parte, el confucianismo, en tanto que cosmovisión, no estaba en absoluto definido con precisión en la dinastía Tang, sino que pervivía sólo como un código moral de la clase ilustrada, cuya orientación podía, además, ser por completo budista. La tradición confuciana no era, por otra parte, en modo alguno, uniforme: en primer lugar, existía la división entre la opinión doctrinal de Mengzi y la de Xunzi ya en la época previa a los Han; a continuación, la controversia entre la escuela del Texto Nuevo y la del Texto Antiguo durante la época Han e inmediatamente después; y, por último, la peculiar mezcla de elementos confucianos, taoístas y, según parece, del budismo temprano en las diversas formas de la «escuela de la Oscuridad», que por lo menos de cara al exterior se manifestaba como confuciana. Además, el lenguaje técnico, que (de forma comparable al latín) se había separado ya de la lengua hablada desde el nacimiento de Cristo, aproximadamente —o mejor dicho: se había quedado por detrás de éste—, había tomado de manera directa o indirecta tantos elementos del budismo que resultaba difícil expresar todavía en él de alguna manera las ideas confucianas fundamentales. En consecuencia, se trató primero de restablecer el confucianismo de algún modo como filosofía global; en segundo lugar, de conferirle una dirección inequívoca, lo que implicaba, en la práctica, la selección de obras canónicas; y, en tercer lugar, de encontrar un lenguaje, o de reencontrarlo, en el que pudieran expresarse las máximas confucianas.
La tendencia antibudista empezó, no sin lógica interna, por la última de las tres tareas mencionadas, la transformación del lenguaje escrito. Éste había adoptado —cuando menos, en parte, bajo la influencia budista, es decir, de India y de Asia central— un carácter elocuente y recargado, que, entre otras cosas, trabajaba siempre con frases paralelas y que, sin duda, evidenciaba a menudo un alto nivel artístico, pero que, con frecuencia, se deleitaba en sus meras formulaciones preciosistas. Era más el estilo de los poetas que el de los funcionarios de la administración, gracias a los cuales los confucianos dominaban la escena a su conveniencia. A mediados del siglo viii, es decir, alrededor de un siglo después de la gran persecución contra los budistas, se inició entre los intelectuales la tendencia a rechazar el elegante estilo escrito dominante y a sustituirlo por otro mucho más escueto, menos poético y a la vez con una forma gramatical mucho más acentuada. Estos esfuerzos circularon con el nombre «Movimiento del estilo antiguo» (guwen), justificado en la medida en que, al elegir este estilo más sencillo, se recurría a la lengua de los siglos i al iv a. C. A este retroceso hacia la época prebudista del pasado más remoto iba también asociado de inmediato el retorno a la filosofía y la ideología chinas autóctonas y prebudistas. Dicha asociación o, mejor incluso, identidad del movimiento literario y lingüístico, así como del movimiento ideológico y político, parece, por lo demás, ser típica de China. Se ha repetido en diversas ocasiones también en época moderna, sobre todo en 1917 en la llamada «Revolución literaria», en la que se sustituyó de forma definitiva la arcaica «lengua escrita» por la lengua coloquial hablada, en gran medida con el objetivo declarado de provocar una subversión total del sistema de valores confuciano. Hacia finales de la dinastía Tang, la exigencia de un renacimiento del viejo estilo literario, por así decirlo, no adulterado e inconfundible, fue en todo caso de la mano de la exigencia de una reactivación de los antiguos ideales chinos y del exterminio de toda influencia foránea.
La figura determinante de este forcejeo creciente que terminó por transformar la totalidad de la filosofía china fue Han Yu (768-824). Fue político antes que literato o filósofo. En su posición como censor, que exigía la crítica de los más altos representantes del Estado e incluso del emperador, y que, por ello, representaba una ocupación con peligro de muerte, tuvo que enfrentarse de por sí con cuestiones ideológicas, deber que cumplió con especial resolución. Su escrito más célebre, que en su formulación supuso un ejemplo iluminador para el «estilo antiguo» y que con estas características aparece en todas las antologías relevantes, fue un memorándum dirigido al emperador, en el que lo criticaba con vehemencia por haber presenciado desde su tribuna una procesión solemne con ocasión del traslado de una reliquia, en concreto de un hueso de Buda, que incluso se había llevado a palacio para su adoración. En este escrito, que a Han Yu casi le costó la cabeza y que, en todo caso, conllevó la pérdida de su puesto y un largo destierro, se encuentran ya las objeciones más importantes contra el budismo que más tarde se elevaron contra él: el extrañamiento con respecto a la propia cultura y el distanciamiento con respecto al mundo, manifestado en la holganza monástica, la no-aceptación de la familia e incluso la mutilación voluntaria. Un pasaje del memorándum decía así:
Buda fue un bárbaro que no hablaba chino y que llevaba ropajes con otro corte. Así, sus palabras no se acuñaban al modo de nuestros antiguos reyes y el estilo de su atuendo no se correspondía con los preceptos de aquéllos. No entendía ni los deberes entre soberano y súbdito, ni los sentimientos entre padre e hijo. Si hoy todavía estuviese vivo y, enviado por su soberano, llegase a nuestra corte, nuestra majestad se dignaría a recibirlo, pero ya no al modo de una audiencia en la Sala Xuanzheng, ni con un banquete en la sala de invitados, ni con la entrega de un traje. Después, lo haríais escoltar hasta la frontera, pero nunca permitiríais que engatusara al pueblo. ¿Cómo puede ser entonces que, en todo el mundo, ahora que está muerto hace mucho tiempo, sus huesos podridos se reciban en los palacios con todos los honores? ¿No dijo Confucio: «Respetad a los espíritus y a los demonios, pero manteneos alejados de ellos?» [...] Pero vos, eterna majestad, habéis propiciado incluso de manera incomprensible que nos trajeran esta cosa repugnante y la habéis contemplado con vuestros propios ojos [...] Su servidor se siente profundamente avergonzado por ello y le pide entregar este hueso a las autoridades competentes para que sea arrojado al fuego y al agua, de manera que el mal desaparezca y el mundo sea liberado de la ofuscación [...] Pues si Buda poseyó, de hecho, poderes sobrenaturales y era capaz emitir una maldición, ¡que ésta caiga sobre mí, servidor de su majestad, quien invoca al alto cielo como testigo de que no me arrepiento de ninguna de mis palabras!81
Mientras que este memorándum contra el hueso de Buda tiene aún el carácter de un panfleto político, otros escritos de Han Yu, del mismo modo redactados en el «estilo antiguo», permiten reconocer ya una distancia filosófica y, con ello, un esfuerzo por proporcionar efectivamente al confucianismo algo semejante a un nuevo contenido y una tradición sólida. En su escrito sobre la «fundación del camino» (Yuan dao), entabló una polémica no sólo contra el budismo, sino también contra el taoísmo, que asimismo creía reconocer como algo ajeno a la cultura china; de hecho, el taoísmo apenas había utilizado el argumento nacional en sus disputas en competencia con el budismo, sino que, por el contrario (como pudimos advertir en el escrito mencionado con anterioridad, Laozi convierte a los bárbaros), había intentado deducir el budismo a partir de su propia doctrina. En cambio, Han Yu emprendió en su viraje contra el budismo la tarea de conquistar en cierta manera conceptos taoístas, pero relativizándolos al mismo tiempo con el fin de conferir a la caracterización del confucianismo una base más amplia. En las primeras sentencias de su ensayo, Han Yu escribió:
Amar de forma universal significa «humanidad» (ren), hacer lo correcto en los actos significa «equidad» (yi). Proceder en razón de una máxima significa «camino» (dao), ser suficiente para sí mismo y no depender de algo exterior significa «fuerza vital» (de). «Humanidad» y «equidad» son, por tanto, conceptos consistentes; «camino» y «fuerza vital» son, por el contrario, posiciones vacías, pues existe el «camino» del «noble» como el «camino» del «ordinario»; y la «fuerza vital» [puede] contener tanto algo funesto como algo venturoso.82
Han Yu se esforzó por rellenar de nuevo con contenidos confucianos estas expresiones del «camino» y de la «fuerza vital», «vacías» o relativas, por principio, según su parecer, y por liberarlas de su significado taoísta. A este respecto, elaboró al final una descripción del escueto y regulado sistema de valores de la antigüedad, que Confucio había hecho suyo:
Esto es lo que yo llamo el «camino», no lo que los taoístas y budistas denominan el «camino». [El santo] Yao se lo enseñó al [santo] Shun, quien a su vez lo enseñó al [santo] Yu, éste al rey Tang y éste, por último, a los reyes Wen y Wu y al duque de Zhou. Estos hombres lo enseñaron al maestro Confucio y éste al maestro Mencio. Pero cuando Mencio murió, ya no se transmitió más. Xunzi y Yang Xiong comprendieron partes del mismo, pero carecían de profundidad de entendimiento [...] ¿Qué debe, por tanto, hacerse? Yo sostengo: hasta que no se supriman [el taoísmo y el budismo], el «camino» no [podrá] ejercer su soberanía.83
Lo llamativo de este texto es, en gran medida, la línea tradicional que se manifiesta ya de modo evidente en el elogio de Mencio y el menosprecio de Xunzi y de Yang Xiong —aquí se prefiere de manera inequívoca la tendencia, expresada de forma algo abreviada, «idealista» del confucianismo a la «naturalista». Ésta puede encontrarse también en el gran interés que Han Yu dedicó a la cuestión de la naturaleza humana (xing), debido a la cual se habían dividido las opiniones de Mencio y de Xunzi; si según el parecer de Mencio, el ser humano era bueno en el fondo, Xunzi sostenía lo contrario. Han Yu adopta en un ensayo sobre este asunto una posición intermedia, no en la formulación (representada en su época, por lo demás, por Yang Xiong) de que el ser humano esté completamente abierto a ambas facetas, sino en la idea de que desde el nacimiento existen personas buenas, intermedias y malas, según se hayan formado y llevado las cinco virtudes fundamentales a una armonía mutua: humanidad, moral, franqueza, equidad y sabiduría.
En la discusión de esta relación recíproca, que sirve, en definitiva, para aclarar los orígenes del mal, se habla en repetidas ocasiones de la «fusión» de estas virtudes fundamentales y, en este sentido, de la perniciosa influencia de los «sentimientos», una formulación que, en ocasiones, recuerda al ideario budista. Ésta aparece también en un célebre alumno de Han Yu, muchísimo más filosófico, de nombre Li Ao (alrededor de 798), activo, asimismo, como precursor del neoconfucianismo. En sus escritos, se analiza la esencia de la naturaleza humana de un modo aún más exhaustivo que en Han Yu. Por completo en el sentido de Mencio, atribuye a esta naturaleza una disposición fundamental absolutamente buena. Sin embargo, la ve en confrontación con los llamados «sentimientos» o afectos (qing), caracterizados por el placer o la codicia y que en sí son capaces de corromper la naturaleza buena. Esta catalogación negativa del placer parece muy budista, pero se encuentra ya, como podemos recordar, en las especulaciones del filósofo de la época Han temprana Dong Zhongshu, cuyo propósito había sido la unión del ser humano y la naturaleza, de la ética y la cosmología. A su juicio, el ser humano, junto con su cuerpo, se componía de la disposición natural buena por principio y de la disposición sentimental tendente a menudo al mal, al igual que la naturaleza («cielo») portaba consigo tanto el luminoso yang como el oscuro yin.
Si no se quiere defender la apenas sostenible opinión de que también en Dhong Zhongshu se introdujeron retazos de pensamiento budista (o indio en general), entonces esta concepción es también de origen chino. Sin embargo, Li Ao la interpreta de una manera que delata una innegable influencia budista. Este hecho se descubre en concreto cuando describe la esencia de los sentimientos en su relación con la disposición natural. Lo que le importa no es el aniquilamiento, ni siquiera el auténtico combate contra estos sentimientos, sino sólo su «sosiego», de manera que la naturaleza no se oscurezca, sino que salga de nuevo a la luz con plena claridad. No obstante, naturaleza y sentimientos se condicionan mutuamente como el río y el cauce, como explicó en un ensayo en tres partes sobre el «Retorno a la naturaleza [humana]»; la aparente contaminación del agua sólo ocurre cuando ésta fluye tan agitada que se arremolinan la arena y el fango.
Li Ao definió el estado de tranquilidad como el estado de la «verdad» (cheng). Este concepto ha aparecido ya al estudiar la doctrina de Mencio. En ella designaba una especie de certidumbre mística del Ser, como se expresa, por ejemplo, en la sentencia:
Todas las cosas están íntegramente presentes en nosotros mismos. Por ello, no hay mayor alborozo que cuando uno encuentra la «verdad» en el examen de uno mismo.84
El concepto de «verdad» en esta acuñación específica se halla, incluso, con cierta anterioridad en dos capítulos de los clásicos rituales procedentes, quizá, del siglo iv a. C., en los cuales se reunieron idearios muy heterogéneos. Estos dos capítulos, de los cuales uno se titula La Gran Doctrina (Da xue) y el otro El invariable medio (Zhong yong), fueron literalmente redescubiertos por Han Yu y Li Ao con los ojos agudizados por su experiencia con el budismo, y en la dinastía Song se revelaron como escritos independientes. No obstante, lo decisivo es la interpretación más exhaustiva de este estado de la «verdad», apenas concebible sin el encuentro con el budismo —o con más precisión: sin el encuentro con el budismo Chang. Es más que la vivencia de la fusión armónica con el mundo entero, como se dice que Mencio la concibió. Parece más bien tener un estrecho vínculo con aquellas formas de iluminación que encontramos en la meditación budista. En esta dirección apunta, en todo caso, un pasaje del ensayo de Li Ao sobre el «Retorno a la naturaleza [humana]», en el que se dice:
Cuando uno, en el estado de sosiego, reconoce que ningún pensamiento ocupa la mente, esto significa el ayuno de la misma. Pero, cuando uno comprende [además] que en su origen ningún pensamiento ocupa la mente, sino que ésta está completamente libre tanto del sosiego como de la actividad, este hecho significa [el estado] de la verdad absoluta, como se dice asimismo en el Libro sobre el «Ejercicio del medio»: «La obtención de la verdad significa iluminación».85
Con las doctrinas de Han Yu y de Li Ao, el neoconfucianismo quedó prefigurado en muchos aspectos —en gran medida con el doble aspecto de una vía de acceso práctica y religiosa, defendida por Han Yu, y de una meditativa y lindante con la religión, destacada por Li Ao. En este doble aspecto estaba contenida ya, hasta cierto punto, la polarización que acabaría por ser característica dentro del neoconfucianismo.