Cosmología y el redescubrimiento del ser
La actitud antibudista que hemos encontrado en Han Yu y Li Ao no era en absoluto una actitud personal, sino que tenía razones más profundas que estaban en relación con una reorientación integral de la cultura y el Estado. Han Yu tuvo incluso que defenderse en repetidas ocasiones de su vida posterior frente a compañeros de estudios, pues él mismo tenía una estrecha amistad con seguidores del budismo. En consecuencia, su intención primordial no fue el rechazo de la cosmovisión budista, sino el objetivo de permitir que el Reino del Medio (China) hallase de nuevo en sí mismo su centro. De hecho, la actitud cosmopolita de la dinastía Tang y el dominio extranjero en el norte de China que la precedió habían desplazado el peso no sólo en la vida intelectual, sino también política, a los confines del imperio, e incluso más allá de éstos. Esto era cierto en el sentido más literal, en la medida en que los ejércitos que combatían en las fronteras se reclutaban en gran parte entre las tribus no chinas. Al igual que la conquista intelectual de China por el budismo en los siglos iii y iv fue seguida muy pronto de una conquista militar (aunque no existía, por supuesto, ninguna relación inmediata entre estas dos «conquistas»), la expulsión del budismo estaba, a la inversa, ligada a un reconocimiento de todo el pasado chino y a una especie de limpieza con respecto a todas las influencias políticas foráneas. En todo caso, al final se demostraría que la falta de transigencia en este retroceso de la atención hacia el núcleo de China no sólo hubo de pagarse con un debilitamiento considerable en política exterior, sino que, como consecuencia de este «todo o nada», se llegaría, por último, a la pérdida de todo el imperio: después de que la dinastía Song, poco después de su fundación en 960, apenas lograra defenderse con eficacia de los pueblos extranjeros del norte, y tan sólo fuese capaz de comprarles la paz con tributos (pagando con ello, entre otras cosas, su armamento), empezó perdiendo de nuevo la mitad norte del imperio (incluso bastante más que entre los siglos iv y vi) en 1126 y al final, en 1280, con la derrota frente a los mongoles, la totalidad de su territorio —una conmoción de la cual China casi podría decirse que nunca se repuso del todo, psicológicamente hablando.
No obstante, China vivió con anterioridad, bajo la dinastía Song, un reflorecimiento sin precedentes de la propia cultura que, bajo el impacto del budismo y de las influencias culturales ajenas a China que penetraron con él, había pasado por completo a un segundo plano; un florecimiento al que le quedaría muy bien el calificativo de «Renacimiento». Si bien se trataba de un apogeo tardío, poseía por ese motivo una fragancia muy particular, otoñal. Si la época Tang se había apasionado sobre todo por los países extraños y remotos, así como por sus curiosidades, la época Song sintió verdadera fascinación por el encanto de la propia cultura antigua. Este hecho se puso de manifiesto, por ejemplo, en la compilación de enciclopedias colosales, en las cuales se intentó conservar el saber heredado, o en la pasión coleccionista, cada vez más extendida, por las antigüedades de toda índole concebible. El retorno a la propia tradición intelectual en la filosofía fue, por tanto, sólo parte de una reorientación mucho más fundamental, en la que resulta imposible comprobar dónde comenzó en sentido estricto. La expresión «neoconfucianismo», acuñada en la sinología occidental para este entramado extremadamente complejo que se estableció en China en lugar del budismo a partir del siglo x, no tiene en chino ninguna formulación correspondiente. La terminología china emplea, en su lugar, palabras que, o bien se limitan a designar los periodos («doctrina Song», Songxue), o bien los formulan de manera muy general («doctrina del camino», Daoxue), o bien mencionan determinada tendencia dentro del neoconfucianismo poniendo de relieve un concepto, como por ejemplo, «doctrina del principio», Lixue, «doctrina de la mente (corazón, conciencia), Xinxue, o «doctrina de la esencia y el principio», Xingli xue. Las últimas mencionadas son dignas de nuestra atención en la medida en que ilustran el hecho de que ciertos conceptos antiguos, que en la época prebudista sólo tenían una relevancia secundaria, en el neoconfucianismo pasaron a ocupar un primer plano. Sin embargo, para su exposición en una lengua occidental, la expresión colectiva «neoconfucianismo» resulta muy cómoda y por completo aplicable cuando uno permanece consciente de sus limitaciones.
Puede darse por supuesto que, en el ámbito filosófíco, la filosofía de la época Han volvió a resurgir por este camino de retorno al pasado, en concreto la de la época Han temprana, es decir, la de los siglos ii a i a. C., que según los intérpretes del siglo xix, a diferencia de la «escuela del Texto Antiguo» emergente a partir del nacimiento de Cristo, había representado una interpretación religiosa del confucianismo o una que incluía el componente religioso. La religiosidad no sólo había consistido en que Confucio apareciese en ella como una especie de redentor del mundo de dimensiones únicas, sino, sobre todo, en el estrecho vínculo entre el ser humano y el cosmos. En sí, este vínculo entraba en contradicción con la doctrina originaria de Confucio que buscaba más bien determinar con exactitud el terreno de lo humano, así como consolidarlo y protegerlo contra la irrupción de factores inhumanos (incluidos, por así decir, los sobrehumanos de los espíritus y demonios). No obstante, dicho vínculo podía apoyarse de nuevo con razón en el humanismo confuciano, en la medida en que, de cierta manera, atribuía de súbito a la naturaleza humana proporciones cósmicas: si entre el ser humano y la naturaleza dominaba un sistema consistente de relaciones que, si bien, con frecuencia, permitía que las personas con gran dificultad sólo detectasen las reacciones de la naturaleza en sus acciones, también les daba la oportunidad, en virtud de su conocimiento, de influir en los acontecimientos naturales, en el «cielo», por no decir que podrían manipular a este último. Es seguro que en este sistema de pensamiento, vinculado por encima de todo al nombre de Dong Zhongshu (179-104 a. C.), penetraron también numerosas influencias taoístas, aun cuando los textos en los que se apoyó fueran el Libro de las mutaciones y los Anales de las primaveras y otoños, cuya edición se atribuye a Confucio. El éxito conseguido se debió, sin duda, al hecho de que incluyese la naturaleza, que como tal era el dominio del taoísmo. Pero este doble papel que el confucianismo había desempeñado en la época Han temprana lo hizo ahora atractivo como modelo provisional para el confucianismo que se estaba formando de nuevo durante la dinastía Song y que tenía que hacer frente a un budismo del mismo modo pensante en proporciones cósmicas (aunque en sentido estricto orientado únicamente a la redención del ser humano). De hecho, el particular interés cósmico es, por ello, un rasgo característico inequívoco del neoconfucianismo temprano, así como su proximidad a las doctrinas taoístas, relacionada con dicho interés. Sólo poco a poco la atención se desplazó de nuevo hacia las cuestiones ontológicas: se repitió, por tanto, a un nivel más elevado, el mismo proceso que pudimos constatar ya en la época Han y poco después.
El primer neoconfuciano para el que resulta del todo adecuada esta determinación del interés cósmico y de la influencia taoísta fue el erudito Zhou Dunyi (1017-1073). Por ello se le ha calificado en ocasiones de forma un tanto exagerada como el «fundador» del neoconfucianismo. Pero como todos los primeros neoconfucianos, su interés se dirige más bien desde la naturaleza hacia el ser humano y no desde el ser humano hacia la naturaleza, como había hecho con anterioridad Dong Zhongshu. Así, resulta no sólo un simpático arabesco de su biografía, sino también un factor pleno de sentido, que se hable en ella de su inusual amor por la naturaleza que, según parece, se puso de manifiesto en el hecho de no haber permitido jamás que se segase el prado que aparecía en el campo visual de la ventana de su estudio.
El núcleo de su doctrina no lo conforma ningún escrito, sino un diagrama que, al parecer, le regaló un sacerdote taoísta en su época temprana, cuando se interesaba aún por el taoísmo. Este diagrama estaba todavía comprendido en el canon taoísta en la versión de la primera mitad del siglo viii. El taoísmo religioso trabajó (y así lo hace hasta el día de hoy) sobremanera con «diagramas» que, a su vez, transmiten conocimientos transverbales y que pueden servir como talismanes. Pero tales diagramas, como ya hemos leído antes en la mención de las llamadas «tablas» de los ríos Huanghe y Le, fueron típicos de la filosofía de la época Han temprana; en consecuencia, aquí convergen todas las influencias. También el diagrama de Zhou Dunyi se denomina «Tabla», la «Tabla del Límite Supremo» (de manera literal: de la «Cúspide Suprema», taiji tu). Nos hemos encontrado ya una vez con este concepto en el estudio de los comentarios al Libro de las mutaciones, redactados en los siglos ii y i a. C. En un pasaje de los mismos, aquello que (lógica o cronológicamente) debía preceder a las fuerzas del yin y el yang se denominaba «Cúspide Suprema». Zhou Dunyi añadió a estos diagramas un texto aclaratorio (Taiji tu shuo) que comienza así:
¡Lo ilimitado (wuji) y, sin embargo, el Límite Supremo (yaiji)! Mediante el movimiento crea el yang y, cuando este movimiento ha alcanzado su punto culminante, entonces le sigue el reposo; y mediante [su] reposo crea el yin y, cuando este reposo ha alcanzado, a su vez, su punto culminante, entonces retorna al movimiento. De este modo, el reposo y el movimiento se generan de manera mutua y sucesiva.86
Lo decisivo de este texto es la ecuación que se encuentra justo al principio, pues lo «ilimitado» es, de forma inequívoca, un concepto taoísta, que (quizá como epíteto del «camino») aparece ya en el Dao de jing. Con ello no sólo se empleó de forma sencilla un concepto fundamental taoísta, sino que también se despojó al No-ser, por el que —de forma por completo distinta— se habían interesado primero los taoístas y después los budistas frente a los confucianos (o expresado de forma más general: frente a la corriente principal, terrenal, humanista y consciente del entorno social del pensamiento chino), de su carácter amenazante. Al mismo tiempo, este carácter terrenal recibió también un matiz diferente y mucho más diferenciado.
Esto se expresó también en el hecho de que las dos fuerzas fundamentales, yin y yang, calificadas por lo demás (al igual que los cinco elementos que aparecen en el diagrama y en la explicación del mismo) como «fluidos» o «fuerzas efectivas» (qi), se identificaron con el «movimiento» y el «reposo» —una equiparación que, si bien puede deducirse del Libro de las mutaciones, en él jamás se enfatizó en tal medida. Que, junto al ideario taoísta, se infiltrase, asimismo, parte del budista es algo que puede detectarse en el hecho de que el estado de reposo goce de una evidente prioridad frente al estado de movimiento, en todo caso en lo que concierne al ser humano. Después de que, en las explicaciones del diagrama, el ser humano se determine en primer lugar como el ser vivo más excelente en virtud de su inteligencia y de su conciencia, el texto afirma lo siguiente sobre el santo, que representa la forma más elevada del ser humano:
El santo se organiza según el punto medio, y la rectitud, según la humanidad y la equidad, y él elige [el estado de] reposo como principio, con el cual establece la medida suprema de la humanidad. Y así es [como dice el Libro de las mutaciones en sus comentarios] su virtud idéntica al cielo y a la tierra, su fuerza resplandeciente comparable al sol y a la luna, su obrar en consonancia con las Cuatro Estaciones y su relación con la felicidad y la infelicidad en armonía con los espíritus.87
Zhou Dunyi caracteriza el «estado de reposo» de forma expresa como un estado «sin deseo» (wu si). No deben verse en este juicio en modo alguno matices budistas, pues desde que Dong Zhongshu, en la dinastía Han temprana, había distinguido los «sentimientos» (qing) como la causa que ensombrecía la buena naturaleza humana, aquéllos y ésta tenían con su avidez conjunta un mal renombre. Inequívocamente budista suena, por el contrario, el concepto ji, introducido por Zhou Dunyi, que podría traducirse como «semilla del movimiento». Esta especie de semillas son las responsables de que el estado de reposo, llamado también por Zhou el estado de la «verdad» (cheng), se desvanezca una y otra vez en la agitación. El paralelismo con las «simientes» de la doctrina budista Weishi, que «la conciencia memoria» agitaba constantemente, no puede soslayarse.
Si uno observa la doctrina de Zhou Dunyi en su totalidad, se preguntará quizá en qué medida ha de definirse como «confuciana». Si prescindimos del hecho de que los conceptos «confuciano», «taoísta», etcétera son, de todos modos, tan enormemente imprecisos que pueden, en todo caso, designar una tendencia fundamental, la respuesta es que resulta preciso distinguir entre el contenido de una teoría y su justificación. Lo decisivo de los primeros neoconfucianos fue que ellos —por muy influidos que estuviesen también por ideas taoístas y budistas— recurrieron para sus argumentaciones a escritos clásicos que el confucianismo había utilizado ya desde sus primeros tiempos, con lo que se otorgaba un peso particular al Libro de las mutaciones y a los comentarios a éste elaborados en los siglos ii y i a. C.
Todo ello puede decirse también de Shao Yong (1011-1077), el segundo filósofo neoconfuciano temprano, que trató de la misma manera cuestiones cosmológicas y que fue contemporáneo inmediato de Zhou Dunyi. Sus especulaciones numerológicas sobre la estructura del cosmos serían por lo menos tan importantes para el taoísmo, en especial para el arte adivinatorio taoísta, como para la concepción confuciana de la naturaleza; hasta el día de hoy se le ha considerado el presunto autor, o cuando menos el antecesor, de un sinnúmero de escritos que circularon en este ámbito. El filósofo y político chino moderno Carsun Chang lo bautizó, en cambio, como el «Pitágoras chino» lo que lleva parte de razón; sólo es preciso ser consciente de que el concepto de «número» (shu) significaba también en China desde los primeros tiempos y, quizá más que en Occidente, «el destino predecible». En todo caso, en Shao Yong, este pensamiento era claramente prioritario. Resulta legítimo, por ello, que el Libro de las mutaciones desempeñase en su doctrina un papel todavía más destacado que en la de Zhou Dunyi. Mientras que para Zhou, el fundamento primigenio del universo, que él creía haber reconocido en la identificación del «Límite Supremo» y de la «ausencia de límite», estaba en definitiva en el centro del interés, para Shao Yong (mucho más terrenal) el centro era el despliegue y el latido del universo mismo. Y mientras que Zhou Dunyi se concentró más en el texto y, sobre todo, en los comentarios al Libro de las mutaciones, a Shao Yong le fascinó el sistema numerológico dispuesto en los hexagramas y trigramas.
Con este propósito, pudo recurrir también a especulaciones similares de la época Han temprana, y a las de Dong Zhongshu en particular. No obstante, las transformó de manera considerable y les confirió, en conjunto, una dimensión mucho mayor. Entre los numerosos sistemas numerológicos propuestos por Shao Yong (a menudo en forma de tablas e incluyendo los propios hexagramas), hay dos que se prestan muy bien para poner esto de manifiesto: uno se ocupa de la génesis del cosmos y el otro del cálculo de las edades del universo.
En los comentarios al Libro de las mutaciones de la época Han temprana, se había estudiado ya en detalle la transición desde la oposición de un solo trazo entre el yin y el yang, pasando por las cuatro combinaciones de dos trazos identificadas con las Cuatro Estaciones, hasta las ocho combinaciones de tres trazos, los ocho trigramas considerados, a su vez, equivalentes a las figuraciones fundamentales de cielo, tierra, trueno, agua, montaña, viento, fuego y mar. Shao Yong retomó este pensamiento, pero lo llevó decididamente más allá, en concreto mediante nuevas duplicaciones, hasta llegar a los 64 hexagramas; pero imaginó que estos mismos (por así decirlo, en el sentido de una división celular) implicaban muchas más cosas. Al mismo tiempo, transformó las identificaciones de las distintas combinaciones de trazos. Para ello, fue decisivo que desplazase de manera directa las fuerzas yin y yang desde su posición primaria hasta ubicarlas detrás de la «Cúspide Suprema» y que en su lugar —algo ya insinuado por Zhou Dunyi— situase el par de contrarios «reposo» (jing) y «movimiento» (dong). El yin y el yang no aparecen hasta el siguiente nivel, como fuerzas fundamentales y responsables de la génesis de los fenómenos celestes, mientras que de forma paralela a ellas, las fuerzas fundamentales «blandura» y «dureza» engendran las figuras de la tierra. Así resulta el esquema siguiente:
Taiji: la Cúspide Suprema
El despliegue de la «Cúspide Suprema» en un aspecto activo y otro latente fue, en muchos sentidos, más satisfactorio, por ser mejor concebible, que el despliegue originario en las fuerzas mucho más abstractas del yin y el yang. La orientación del ser humano o de su figura ideal, el santo, según el «reposo», que se encuentra también en Shao Yong, obtuvo del mismo modo su justificación teórica de una sola vez mediante la atribución del «reposo» a la tierra, el ámbito vital del ser humano.
En lo referente al cálculo de las edades de la tierra, el otro concepto importante, Shao Yong se apoyó en un esquema que los comentadores de la época Han habían construido por medio de la estructura en doce hexagramas escogidos para el transcurso del año en doce meses. La idea de calcular de forma análoga el transcurso de una edad del universo se basó, sin duda, en concepciones budistas, aun cuando los kalpa budistas poseyeran dimensiones muchísimo mayores que las concebidas por Shao Yong. Los dos elementos numéricos sobre las cuales construyó sus cálculos Shao Yong fueron los números 12 y 30. El 12 se deduce naturalmente de los doce meses del año y el 30 de los días del mes. Según la concepción de Shao Yong, ahora había que imbricar y multiplicar entre sí tres ciclos de 12 veces 30, empezando por el simple ciclo anual, para determinar la duración de una edad del universo, de esta manera: un «periodo solar» —como denominó a una edad completa del universo— se compone de 12 «periodos lunares» de 30 «periodos astrales» cada uno; un «periodo astral» está constituido, a su vez, de 12 «periodos zodiacales» de 30 años cada uno, y un año de 12 meses de 30 días cada uno. De este modo, llegamos al cálculo: (12 x 30) x (12 x 30) = 129.600 años (o bien [12 x 30] x [12 x 30] x [12 x 30] = 46.656.000 días). Los 12 periodos lunares (de 10.800 años cada uno), de los que podría componerse un periodo solar o una edad del universo, se simbolizaron mediante los siguientes hexagramas, utilizados ya para el transcurso del año en la época Han:
En el primer periodo lunar (que, según los cálculos, tendría que haberse iniciado en el año 67017 a. C.) se originó el cielo, en el segundo la tierra y en la mitad del tercero (es decir, unos 40.000 años a. C.) los seres vivos. En el sexto, que según la completa numeración yang en trazos señala el punto culminante del ciclo, gobernó el emperador santo Yao; en el séptimo vivimos nosotros mismos. El final de los seres vivos se espera para la mitad del undécimo periodo lunar (es decir, unos 46.999 años d. C.) y el fin del mundo al final del duodécimo, en el año 62583 d. C.
El hecho de que esta edad del universo (la cual, según su disposición, no parece haberse concebido como un acontecimiento único e irrepetible) girase precisamente en torno a la época de gobierno del emperador Yao muestra que, a pesar del cálculo cosmológico en apariencia ajeno a la humanidad, el ser humano se situó en el centro neurálgico del universo, y, en concreto, el ser humano como santo. También aquí empleó Shao Yong cálculos que, según un sistema decimal (que empleó por lo demás para todo tipo de especulaciones), parecía demostrar que un ser humano era tan valioso como 10.000 seres comunes y un santo, a su vez, tanto como 10.000 seres humanos. Aunque el ensamblaje del orden humano y del orden cósmico no se vio ya de un modo tan mecánico como durante la dinastía Han, el ser humano no retrocedió bajo ningún concepto por detrás de los acontecimientos naturales.
La transición de una forma de filosofar más cosmológica a otra más ontológica, en la cual el ser humano constituyese, asimismo, el punto clave del interés, fue preparada por un tercer filósofo que también perteneció a esta generación, Zhang Zai (de apodo Hengqu, 1020-1077). Resulta notable que él al final de su vida tuviese que sufrir bajo una tendencia política (perdió todos sus altos cargos), que utilizó entonces contra determinados puntos relevantes del confucianismo, la argumentación práctica contra el budismo y el taoísmo aplicada por los confucianos desde Han Yu. Esta tendencia, unida al nombre de Wang Anshi (1021-1086), no pudo imponerse finalmente (según la opinión de la mayoría de los historiadores chinos modernos, este hecho perjudicó muchísimo el desarrollo dinámico de China después de este periodo), aunque ocasionó, mucho tiempo después de la muerte de Wang Anshi, un duro forcejeo entre los partidos. Para este contexto tiene importancia el hecho de que, ya en este momento temprano, existieron, de todo punto, confucianos —Wang Anshi se consideró de manera indiscutible uno de ellos— que reconocieron el compromiso por lo menos tácito que el neoconfucianismo había contraído con el budismo y el taoísmo (como el confucianismo de la época Han temprana lo había contraído ya con el taoísmo sobre la base común del Libro de las mutaciones). Esta distancia de Wang Anshi estaba quizá tan justificada con respecto de Zhang Zai, quien se había dedicado al principio al estudio del budismo y del taoísmo tanto como del confucianismo, como respecto de Zhou Dunyi y Shao Yong, en los cuales se había demostrado lo mismo. A pesar de todo, Zhang Zai ha disfrutado en la China del siglo xx de una estima particular, porque salió de las sombras de las especulaciones pseudocientíficas que habían determinado aún las teorías cosmológicas de Zhou Dunyi y, sobre todo, de Shao Yong con un elaborado sistema filosófico, aunque al mismo tiempo estuvo todavía demasiado cerca de dichas teorías como para que este sistema pueda calificarse como un pensamiento «materialista».
Esta caracterización de Zhang Zai se debió a la acuñación de un concepto que había acompañado a la filosofía china desde hacía mucho tiempo (y no sólo a ésta, sino también a la religión, a la psicología y a la ciencia natural en su sentido más amplio, incluida la medicina). Se trata del concepto qi, que ya hemos encontrado en un par de ocasiones y para el que han sido precisas diversas traducciones. Así, por ejemplo, en Mencio estaba provisto de un atributo, la «fuerza vital desbordante» (haoran zhi qi) y, como hemos visto en el caso de Zhou Dunyi, era el término colectivo para las fuerzas fundamentales del yin y el yang, así como para los cinco elementos. La palabra se escribe con un signo, cuya parte integrante más antigua y, que en su origen figuraba aislada, permite reconocer aún el dibujo de una nube y hace referencia al significado fundamental «aliento» o «vapor». El término siguió evolucionando, no obstante, como terminus technicus de muy diversa índole. A este fenómeno intentó hacer justicia el escrito (como suele ocurrir con otras evoluciones terminológicas) mediante el añadido de «signos de clases» diferenciados, para el empleo de la palabra en su significado más antiguo y concreto mediante el añadido del signo «agua»
, y para el significado más técnico mediante el añadido del signo «arroz»
. Sin embargo, ello no impidió que el término siguiese portando consigo toda una gama de significados: desde «aliento», «fluido», «éter», pasando por «fuerza fundamental», «fuerza efectiva», hasta «sustancia» o «materia». En el caso de Zhongshu, se describe el qi, por ejemplo, como una sustancia transparente e incolora que envuelve a los seres humanos del universo, al igual que el agua lo hace con los peces —un significado que es, de nuevo, difícilmente compatible con otros significados.
Sin embargo, en Zhang Zai, el qi, la sustancia etérea (como quizá ha de traducirse el término en su caso para poder abarcar un campo semántico lo bastante amplio), adquiere de manera repentina una connotación que todo lo cubre. Equiparó esta sustancia etérea con todos los conceptos que hasta entonces habían designado la entidad suprema, inmanente o trascendente, en cualquiera de sus variedades: con «Doctrina Suprema» (taixu), con «camino» (dao) o del modo más inconfundible con «Cúspide Suprema» (taiji). De manera aún más decisiva que en Zhou Dunyi y Shao Yong, desaparece en Zhang Zai la concepción del No-ser, que en Zhou Dunyi se expresó, en todo caso, mediante el empleo del epíteto «lo ilimitado» para la «Cúspide Suprema» y que apareció de forma indirecta en Shao Yong mediante la descripción de una génesis y descomposición preprogramada del universo. Para Zhang Zai, en cambio, no hay ninguna génesis del Ser y por ello tampoco la tan difícil mediación entre el No-ser y el Ser. En su lugar, sólo enuncia el postulado de que el universo existe como algo inmutable, pero en dos estados agregados: en uno de la amorfia, que denomina el «Vacío Supremo», y en otro de lo conformado, que es el mundo visible. Ilustra esto con una imagen que demuestra que, de hecho, pensó en algo semejante al cambio de un estado agregado. Escribió:
La condensación de la sustancia etérea a partir del estado del «Vacío Supremo» y su redisolución en él se asemeja a la congelación del hielo y a su derretimiento en agua. Tan pronto como reconozcamos que el «Vacío Supremo» no representa otra cosa que la sustancia etérea visible, [entenderemos] que no hay ningún No-ser.88
Por esta razón, dicha constatación, que se mueve ante todo en el ámbito cosmológico, no es idéntica a las opiniones acerca del No-ser que Xiang Xiu y Guo Xiang habían formulado en la «escuela de la Oscuridad» en el cambio del siglo ii al siglo iii. Y, sin embargo, surgen ciertos paralelismos: si bien el Ser como sustancia puede sufrir infinitas transformaciones y reconfiguraciones, Xiang Xiu y Guo Xiang habían dicho que nunca se convertía en No-ser. Pero incluso en el libro Zhuangzi, que ellos comentaron, se habla en un pasaje de un «creador de las cosas» imaginario como de un herrero que funde una y otra vez las cosas fundidas y forjadas por él para crear cosas nuevas. Como casi todos los pensamientos del neoconfucianismo, también el de la sustancia etérea y la consecuente exclusión del No-ser no era en principio algo nuevo, sino sólo nuevo por el énfasis que se puso en ello y por el vínculo establecido. De ello formaba parte, en particular, el hecho de que el cambio repentino del estado agregado de Zhang Zai no se concibiese como algo irregular, sino determinado por una legalidad consistente e inherente a la sustancia etérea misma, sobre la cual hablaremos muy pronto en nuestro subsiguiente estudio del neoconfucianismo.
La concepción de una sustancia etérea creadora del universo entero en sus innumerables configuraciones tuvo consecuencias profundas sobre la situación del ser humano en el mundo. Vinculó al ser humano e incluso lo identificó con todo el cosmos restante, con el que se sentía próximo en cuerpo y alma. De este conocimiento surgió un pequeño escrito (estrictamente hablando, un capítulo de una obra más extensa), en el que Zhang Zai expresó en palabras la quintaesencia de su doctrina del individuo singular. También aquí pueden suponerse, quizá, influencias budistas y brahmánicas. No obstante, el escrito, conocido como Inscripción occidental, está concebido de un modo tan inequívocamente chino que, precisamente debido a su calidez inherente, se convirtió en uno de los textos más célebres de la literatura china. Las primeras y las últimas frases, que son a la vez las más relevantes, dicen así:
El cielo es mi padre y la tierra mi madre, e incluso un ser tan pequeño como yo encuentra un lugar familiar en su centro. Por consiguiente, contemplo [todo] lo que atraviesa el cosmos como mi propio cuerpo y [todo] lo que gobierna el cosmos como mi propia naturaleza. Todos los seres humanos son mis hermanos y hermanas y todas las cosas mis compañeras [...] La propiedad, el honor y la felicidad sirven para enriquecer mi vida; la pobreza, una baja posición y la infelicidad para su consumación. En la vida quiero seguir y servir [al cielo y a la tierra], en la muerte encontraré mi paz.89