Capítulo XVII

Tendencias de polarización en el neoconfucianismo y la síntesis de Zhu Xi

Li, el «principio»

Con la Inscripción occidental de Zhang Zai, el ser humano se había situado de nuevo y por completo en el centro de la filosofía, aunque, al mismo tiempo, había convertido el modo de observación cuasi científico y natural de Zhou Dunyi y de Shao Yong en un modo de contemplación más filosófico y, en ocasiones, con connotaciones religiosas. Esta tendencia se prolongó de manera clara en la siguiente generación de neoconfucianos. Ésta se encuentra representada por el célebre par de hermanos de nombre Cheng Hao (1032-1085) y Cheng Yi (1033-1108), en cuyas doctrinas se hallan dispuestas ya las semillas de la polarización del neoconfucianismo, a pesar de que ambos compartan un amplio fundamento común. Su relación con los tres primeros neoconfucianos fue muy estrecha y, como sucede a menudo en la historia del pensamiento chino, muy concreta: Zhou Dunyi fue su maestro directo, Zhang Zai su tío y Shao Yong su amigo de más edad. También ellos se habían formado bajo una fuerte influencia budista y taoísta y Cheng Hao, quien —a diferencia de su hermano Cheng Yao— había iniciado una importante carrera como funcionario que lo convirtió en censor en 1069, fracasó al igual que su tío Zhang Zai con Wang Anshi.

Lo sugestivo y, a la vez, complicado de la filosofía de los hermanos Cheng consiste en gran medida en que sus escritos se transmitieron de forma conjunta, de manera que no siempre resulta reconocible claramente qué afirmación procede de qué hermano. A ello contribuyó el hecho de que Cheng Yi sobreviviese a su hermano, un año mayor que él, en más de 23 años, y que también editase su legado científico —y, con ello, a la vez su propia obra temprana—, es decir, expresado de otro modo, que la diferencia entre las concepciones de ambos hermanos refleja sencillamente un ulterior desarrollo conceptual que Cheng Yi pudo permitirse, pero no así su hermano tempranamente fallecido.

La diferenciación entre ambas doctrinas se hace todavía más difícil, porque las afirmaciones filosóficas más importantes están dispuestas de forma por completo asistemática. Asombrosamente, ello puede decirse, además, de muchos neoconfucianos y en concreto de sus representantes más relevantes, cuyas opiniones filosóficas se transmitieron en principio en colecciones de sentencias reunidas sin relación entre sí (a menudo con el título Escrito de palabras, yulu, el mismo título empleado en la década de 1960 para el Pequeño libro rojo con las «Palabras del presidente Mao», Mao zhuxi yulu). En lo que a fuentes de este tipo concierne, cuando se desea destilar de ellas un sistema filosófico consistente, puede extraerse mucho o poco, según el temperamento. Pero en todo caso ha de revelarse desde el primer momento que aquí, todavía más que en el caso de las filosofías chinas antiguas, nos tenemos que enfrentar a menudo con rompecabezas que podrían componerse de una u otra manera y que, en ocasiones, parecen deber su influencia en gran medida a su ambigüedad.

A pesar de estas dificultades fundamentales, el mérito de los hermanos Cheng es evidente, pues contribuyeron a que el concepto li, el «principio del orden», irrumpiese en el neoconfucianismo, donde de inmediato se convirtió en el concepto más importante de todos. Al igual que el caso del concepto qi, expuesto por Zhang Zai, no se trató de un descubrimiento nuevo, sino de un redescubrimiento. La palabra, escrita con el signo categórico «jade» y con un elemento fonético, tenía en su origen el significado de «líneas» o «surcos» en el jade y había asumido después también el significado de «estructura», en el sentido de una red cristalina que representa el principio inmaterial del orden de una determinada materia. El concepto se remite una vez más como término filosófico a los comentarios al Libro de las mutaciones de la época Han temprana. En éstos encontramos, por ejemplo, el pasaje:

El santo sondea el «principio del orden» hasta en sus profundidades más hondas y se abre así a la naturaleza para aprender a entender de ese modo el destino.90

En el seno de la «escuela de la Oscuridad» del siglo iii d. C., este «principio» adquiere una forma y relevancia cada vez mayores. Wang Bi (226-249), por ejemplo, que junto al Dao de jing había comentado también el Libro de las mutaciones y que había estilizado sobremanera el «No-ser» hasta convertirlo en el Ser creativo y potencial que tenía, por ello, un interés particular para las huellas inmateriales en lo material, lo expresó así:

Que las cosas sean así como son no radica en su propio poder, sino que tienen que seguir su propio «principio».91

Resulta evidente que aquí se tocan los límites entre los conceptos de «naturaleza» en el sentido del «Ser así por sí mismo» (ziran) y en el de la «naturaleza humana» (xing) y que, en cierto modo, coinciden de manera constante; sólo por esta razón, el concepto li había permanecido durante mucho tiempo en un segundo plano, eclipsado y, en buena medida, sustituido por otros conceptos, hasta que en el neoconfucianismo vivió su periodo de apogeo, al estar aún poco gastado y menos mezclado con razonamientos taoístas.

Esto se insinuó ya en los primeros neoconfucianos: Zhou Dunyi utilizó el concepto una vez, sin desarrollarlo más tarde; Shao Yong lo empleó de forma parecida a Wang Bi; y en Zhang Zai, por último, designa el «orden» ya mencionado e inherente a la «sustancia etérea», según la cual las cosas parecen congelarse cuando pasan del estado agregado del «Vacío Supremo» al del mundo visible de las formas. El historiador moderno de la filosofía, Feng Youlan que hemos mencionado en diversas ocasiones, ha comparado el concepto li con las ideas platónicas y extraído un paralelismo entre las teorías de los números de Pitágoras en Grecia y de Shao Yong en China que precedieron al concepto li y a dichas ideas, lo cual resulta, por lo demás, un tanto audaz a la vista de la concepción del concepto de principio que tuvo lugar mucho tiempo antes que la actividad de Shao Yong. Sin embargo, es importante la información que se deduce de ello, según la cual li, «principio», al igual que ziran, «naturaleza», y xing, «naturaleza humana», pueden entenderse tanto en plural como en singular, es decir, que tanto cada cosa o entidad posee su «principio» particular y sólo propio de ella, como también el Ser en su totalidad tiene un único «principio» que todo lo trasciende y que constituye el fundamento esencial del Ser.

El énfasis que se puso en esta ampliación y la consideración simultánea del concepto como absoluto, que en Zhang Zai estaba todavía ligada a la autoevolución de la «sustancia etérea», fue el logro de los hermanos Cheng. En la todavía algo sombría descripción del «principio del orden», Cheng Hao y Cheng Yi, en la medida en que los distintos escritos puedan atribuirse con seguridad a uno o a otro, apenas difieren entre sí. Sobre el «principio» en su forma plural se dice lo siguiente, en un pasaje en el que comentan una sentencia de las clásicas Memorias sobre los ritos (Liji), en las cuales el concepto aparece ya, de hecho, una vez:

[Si leemos la frase:] Los principios celestes perecen cuando uno mismo no es capaz de explorarlos, [entendemos] que los principios celestes sin excepción son perfectos en sí mismos y que no muestran el menor defecto. Por ello en la exploración de uno mismo se alcanza el estado de «verdad» (cheng).92

En otro lugar, añadido a un comentario de la época Han, leemos acerca del «principio del orden» en su forma singular que todo lo trasciende:

En todo el mundo hay solamente un único «principio del orden»; aunque se extienda por todo aquello que se encuentra entre los Cuatro Mares, sigue siendo siempre lo mismo.93 [...] El imbuido de humanidad lo llama «humanidad», el caracterizado por la sabiduría lo denomina «sabiduría» y las gentes sencillas se sirven de él día a día sin ser conscientes de ello.94

«Naturaleza humana» y «amor»

Estas pocas citas son suficientes para demostrar que el «principio del orden» se concibió no sólo como un principio cosmológico y ontológico, sino también —en este sentido, en absoluta consonancia con las concepciones de la época Han— como un principio moral. En este empleo coincidía más o menos con la concepción confuciana del excesivamente usado concepto del dao, «camino». También el dao había tenido un uso corriente tanto en su forma plural como en la singular, aunque había poseído, por su significado fundamental, un carácter más dinámico y móvil que el rígido concepto li. El desplazamiento del énfasis desde el dao hacia el li es, por ello, sintomático, en cierto sentido, de la rigidez cada vez mayor experimentada por el confucianismo en general.

Con la inclusión de categorías morales en la definición del «principio del orden» apareció lógicamente y de inmediato, el problema acerca de las relaciones que existían entre aquél y la «naturaleza humana» o el «ser humano» (xing), y sobre lo que tendría que hacer el ser humano para descubrir y desarrollar el «principio» que yacía en su seno. En la interpretación de estas cuestiones pueden señalarse ciertas diferencias reales en las concepciones adscritas a Cheng Hao y a Cheng Yi.

Según parece, Cheng Hao representó, con respecto a la problemática más antigua, la convicción de que había que decidir si la naturaleza humana era buena o mala, había que adoptar una posición abierta. Según él, podía ser ambas cosas y llegó incluso a sostener la sorprendente opinión de que incluso el «principio del orden» (que él define aquí, como hace con frecuencia en otros lugares), «principio celeste o natural del orden» (tianli), puede ser a la vez bueno y malo. Sin embargo, limita de inmediato esta aseveración diciendo que lo malo en él no es «en su origen malo» (ben e), sino malo de forma aparente o superficial. De hecho, en la naturaleza humana nos encontramos con ambos componentes. En gran medida están relacionados con la «sustancia etérea» que Cheng Hao toma de Zhang Zai y que el primero deja en su relevante posición, en la cual tiene por lo menos la misma condición que el «principio del orden». En consecuencia, y por utilizar una imagen, Cheng Hao considera que el material con el que se crea una estatua (bronce, madera, manteca o nieve) es tan inseparablemente esencial a su cualidad como lo es su figura. Para explicar la acción conjunta de la «sustancia etérea» y del «principio del orden», Cheng Hao elige, por lo demás, formulaciones muy arriesgadas con el claro objetivo de reducir por la fuerza a un común denominador las opiniones heredadas, cuyo origen y afirmaciones eran por completo diversos: «lo ya existente en el momento del nacimiento; eso es la “naturaleza humana”», dice Cheng Hao citando a Mencio, y después continúa:

Con ello hacemos referencia al hecho de que la naturaleza humana representa la sustancia etérea y a la inversa. En la sustancia etérea, que el ser humano recibe conforme al principio del orden en el momento de su nacimiento, se halla lo bueno y lo malo. La bondad pertenece por ello, sin duda, a la naturaleza humana, pero tampoco podemos sostener lo contrario de la maldad. Lo que anteriormente existe de ambos, cuando «el ser humano en el momento de su nacimiento está aún en el estado de reposo», no se puede determinar. [...] Lo que Mencio tenía en mente cuando dijo que la naturaleza humana era buena era que ésta se asemejaba de ese modo a la naturaleza del agua, que fluye hacia abajo. Toda agua es igual, pero algunas aguas fluyen de manera directa hacia el mar, sin detenerse en ninguna parte, [...] otras sin embargo se enturbian antes de haber fluido lo bastante, algunas a su vez fluyen durante mucho tiempo antes de comenzar a enturbiarse. Así, una de las aguas es más turbia y la otra menos y, sin embargo, no pueden dejar de considerarse agua debido a su turbiedad. En todo caso, el ser humano debería intentar conservarse tan puro como le fuese posible.95

Cheng Hao imbricó aquí dos imágenes por completo distintas que en su origen no tenían nada que ver entre sí: la imagen del agua que siempre fluye hacia abajo, utilizada por Mencio para demostrar la tendencia fundamental de la naturaleza humana a hacer el bien, y la del agua contaminada por su propio movimiento en el cauce que Li Ao había aducido al basarse en argumentaciones budistas. De hecho, en la práctica, Cheng Hao se encuentra particularmente próximo a Li Ao. Toma de él, o del confucionismo de la época Han temprana, el concepto de los «sentimientos» como un elemento inquietante y, por tanto, más bien negativo, que puede encubrir por principio la naturaleza humana. Pero construye esta relación recíproca sobre la interacción fundamental entre la sustancia etérea y el principio del orden, en la cual atribuye, en definitiva, siguiendo a Zhang Zai, cierta prioridad a la sustancia etérea.

Mientras consigue así que la naturaleza humana se entienda como una función de fuerzas subyacentes más elevadas, Cheng Hao utiliza, por el contrario, la más humana de todas las cualidades para designar relaciones más elevadas e incluso metafísicas. El misterioso vínculo que Zhang Zai —según parece bajo la influencia india y budista— señaló entre todos los seres y las cosas del cosmos y que enunció en su Inscripción universal, Cheng Hao lo menciona de manera audaz y sencilla como «humanidad». Con este significado originario, la «humanidad», de forma evidente, ya no tiene sentido, aunque sí con el significado algo más específico de «amor» en cuanto al amor a la humanidad, como éste aparece en oposición a la «justicia» (yi) estricta y separadora de Mencio. Para fundamentar esta ampliación del concepto en sentido cósmico, Cheng Hao se sirve de un juego de palabras en chino, a saber, del término «parálisis» que, traducida de manera literal, se dice en chino «No-humanidad» (o «No-amor», buren):

En obras médicas, las parálisis de la mano o del pie se describen como «No-amor». Se trata de una definición excelente, pues un ser humano con «amor» se siente idéntico al cielo, a la tierra y a to-dos los seres. Para él no hay nada que no sea también él mismo y, puesto que descubre todo en sí mismo, ¿con qué cosa podría no estar unido? Pero si carece de este conocimiento, tampoco existe ya ningún vínculo entre él [y las cosas], al igual que la mano y el pie, cuando les falta el «amor», no están ya impulsados por la sustancia etérea.96

Con esta estipulación del «amor» asociado a una cualidad que vincula todo lo existente y en la que, en definitiva, están incluidas también todas las demás virtudes, se determina, asimismo, la tendencia evolutiva de la ética. Ésta opera inequívocamente hacia el interior, es decir, el cultivo del «amor» o de la «humanidad» en uno mismo conduce de modo necesario a una fusión universal con el cosmos a gran y pequeña escala, que lleva consigo cualquier vínculo diferenciado y específico.

Quien se esfuerza tiene primero que adquirir el amor. Pero un ser humano con amor es idéntico a todas las demás cosas. La equidad, la decencia, la sabiduría y la fidelidad, todas son amor. Si uno reconoce esta verdad y la cultiva con veracidad y respeto, con ello todo [se consigue]. Es entonces innecesario proponer otras reglas y seguir indagando.97

El «material» y la «atención»

El modo de observar la naturaleza humana de Cheng Hao y la autoformación de la misma permiten reconocer la tendencia —con la mayor evidencia en su acrobática declaración de la naturaleza humana— a conservar la gran unidad que con tanto énfasis habían destacado los primeros neoconfucianos cosmológicos. En ello radica su empeño en mantener el «principio del orden», en gran medida oculto dentro de la «sustancia etérea» o, en todo caso, en no permitir que aparezca aislado o que lo haga lo menos posible. En su hermano Cheng Yi, no obstante, el «principio del orden» se emancipa de forma íntegra de la «sustancia etérea» y se convierte incluso en un adversario de la misma. Cheng Yi no tiene, por ello, tantas dificultades como Chen Hao para explicar la génesis del mal, pues también abandona la unidad en el fundamento de la personalidad y obtiene un concepto sencillo con el que puede entender como independientes las causas del bien y del mal. Para él, la naturaleza humana, enteramente en el sentido de Mencio, es, por principio y sin restricciones buena, pues es el producto del «principio del orden» o de los principios del orden de los que puede decirse lo mismo. La maldad ha de remitirse, por otra parte, a la distinta «capacidad» de cada ser humano singular, de manera literal, al «material» (cai) del que está constituido. Este material es, a su vez, el producto de la «sustancia etérea» que posee, en sentido ético, un carácter cuando menos indiferenciado, cuando no negativo, y es por ello responsable de las imperfecciones mediante las cuales se revela lo malo.

El significado originario de la palabra «capacidad» o «material» era «madera de construcción» —es decir, un material en pleno sentido objetivo, que en principio era independiente de lo que se deseara hacer con él. Para Cheng Yi, que pensó con perspicacia a partir del «principio del orden», en sus fundamentos resultaba indiferente para la concepción de una estatua con qué material se fabricase ésta al final, si bien el material —aunque sólo de forma secundaria— suponía, sin duda, una diferencia tremenda, si cobraba forma en bronce, madera, manteca o nieve. Los errores o fallos que podían producirse en cada diferente materialización no podían imputarse a la concepción primitiva. El pasaje decisivo de Cheng Yi dice así:

Mencio tenía razón con su constatación de que la naturaleza humana es buena [...] No hay nada en ella que no sea bueno. Todo lo no-bueno reside en el ámbito del «material». La naturaleza es idéntica al principio del orden. Es la misma de manera uniforme desde el emperador Yao hasta la persona más estúpida. Pero el «material» representa un parámetro de la sustancia etérea, en la cual hay elementos claros y turbios.98

La tendencia a la descomposición tanto de la persona humana como de todas las demás cosas y seres en una forma ideal por principio y en una materialización más o menos afortunada confirió a la concepción de Cheng Yi acerca de la educación y la formación del ser humano una orientación por entero diferente a la que había representado Cheng Hao. La confianza incondicional en el amor que todo lo vincula, que debía estar presente en la humanidad y que, por tanto, debía llegar a todo el mundo a través de un camino hacia el interior, no podía sostenerse ya con esta seductora uniformidad. La diferenciación permanente y total entre el «principio del orden» y la «sustancia etérea» instó también en sus consecuencias a una distinción entre la relación consigo mismo y con el mundo exterior en su conjunto, y, en definitiva, a una fuerte orientación hacia el exterior. Un terminus technicus que adquirió una nueva relevancia en este contexto fue la expresión «jing», ya esbozada por Cheng Hao, que significa, en realidad, «veneración» o «respeto», pero que aquí se entiende también en el sentido de «tener cuidado» o de «tomar en serio». Mientras que en Cheng Hao significaba más bien la concentración dirigida hacia el interior, en Cheng Yi está orientada hacia el exterior; se trata, en gran medida, de una concentración dirigida a la acción, basada en tomar en serio las cosas y los seres por completo distintos en su peculiaridad individual. Este hecho se deduce de manera clara de la siguiente cita de un texto:

[Alguien le preguntó a Cheng Yi] si la «investigación de las cosas» requería la respectiva investigación de las cosas individuales, o si uno no podía investigar una única cosa y alcanzar por este medio la comprensión de todas las cosas. [Cheng Yi] respondió: «¡¿Cómo podría uno entender todas las cosas de una sola vez?! [...] Hoy hay que analizar una cosa y mañana la siguiente. Sólo cuando se ha realizado esto durante mucho tiempo, se obtiene un saber libre y evidente de todas las cosas».99

Los nuevos escritos canónicos

El concepto traducido aquí como «investigación de las cosas», procede del libro La Gran Doctrina, que citamos de forma breve en una ocasión, el cual, al igual que el libro El invariable medio, era en su origen sólo un capítulo dentro del clásico ritual Liji. Estos dos pequeños escritos ocuparon cada vez más un primer plano en el transcurso de la evolución del neoconfucianismo y, durante al dinastía Song, se elevaron al rango de los llamados «Cuatro libros canónicos» (Si shu), junto con el libro «de Mencio» y las Analectas [de Confucio] —un nuevo tipo de clásicos, en los cuales se manifestó entonces el confucianismo o, de modo más exacto, el confucianismo en la interpretación de Mencio. Los primeros clásicos no habían sido «confucianos» en sentido estricto, sino que documentaron, a lo sumo, las preferencias confucianas con respecto a los escritos tradicionales más antiguos. Mientras que la aceptación del libro «de Mencio» dentro de este grupo de escritos canónicos ilustraba más bien la tendencia hacia el exterior que el confucianismo había adoptado en su reactivación, los dos pequeños escritos La Gran Doctrina (Da xue) y El invariable medio (Zhong yong) informaban acerca de una visión interior. Precisamente la concisión de ambos escritos aseguró su influencia. Sus afirmaciones esenciales se concentraron en unas pocas frases conocidas hasta el día de hoy no sólo por filósofos. En La Gran Doctrina, atribuida al alumno de Confucio, Zengzi, se encuentran los siguientes pasajes en forma de argumentación encadenada:

Quienes en la antigüedad desearon esclarecer la luminosa virtud en el imperio (o en el mundo) ordenaron primero su Estado. Si deseaban ordenar su Estado, regularon primero su familia. Si deseaban regular su familia, cultivaron primero su persona. Si deseaban cultivar su persona, enderezaron primero su corazón. Si deseaban enderezar su corazón, intentaron primero que su actitud fuese sincera. Si deseaban que su actitud fuese sincera, perfeccionaron primero su saber. Pero la perfección del saber radica en acceder a las cosas (ge wu). Sólo cuando se ha accedido a las cosas, el saber está completo. Sólo cuando el saber está completo, la actitud se torna sincera. Sólo cuando la actitud es sincera, el corazón se endereza. Sólo cuando el corazón se ha enderezado, la persona se cultiva. Sólo cuando la persona se ha cultivado, la familia se regula. Sólo cuando la familia está regulada, se ordena el Estado. Y sólo cuando el Estado esté ordenado, el imperio (o el mundo) estarán en paz.100

Los pasajes decisivos del escrito El invariable medio son, por el contrario, definiciones yuxtapuestas. En él leemos lo siguiente:

Lo que el cielo ha entregado con el destino se llama «naturaleza humana» (xing). Dejarse guiar por esta «naturaleza humana» se denomina «camino» (dao). Cultivar este «camino» significa enseñanza. Este «camino» no puede tampoco abandonarse por un solo momento; si puede abandonarse, no es el «camino». Por ello, el noble está atento a aquello que no ve y temeroso de aquello que no escucha. Nada es más visible que lo oculto, nada más reconocible que lo minúsculo. Y por eso el noble vigila su soledad. Lo que existe antes de la gestación de la alegría y de la cólera, de la preocupación y del placer, se denomina «punto medio». Lo que coordina todos [estos sentimientos] con el punto medio después de que los sentimientos se hayan generado, se llama «armonía» (he). El «punto medio» es [por tanto] la «gran raíz» (da ben) del mundo. La «armonía» es el «camino» que el punto medio tiene que transformar. Al alcanzar el «punto medio» y la «armonía», el cielo y la tierra encuentran su lugar y las Diez Mil Cosas su subsistencia.101

La estructura estricta de estos dos textos no impidió que muchos de sus pasajes más relevantes fuesen ambiguos y, por consiguiente, que de ellos pudieran hacer uso las dos tendencias del neoconfucianismo, que se perfilaron con el tiempo con rasgos cada vez más precisos.

Una de las tendencias, denominada a menudo «realista» o «racionalista», y que fue preparada por filósofos como Han Yu y, sobre todo, Cheng Yi, aunque en parte también por Zhou Dunyi, puede asociarse mejor con La Gran Doctrina. La otra posee, por el contrario, vínculos con el escrito El invariable medio. Se la ha calificado casi siempre como tendencia «idealista» o «intuicionista», fue fundamentada por Li Ao y Cheng Hao, pero en parte también por Zhang Zai, y, según parece, recibió una mayor influencia taoísta y budista que la tendencia «realista». Sin embargo, ambas podían transmutarse de manera íntegra en la tendencia opuesta. En La Gran Doctrina, este hecho se debió a la equivocidad del concepto «acceder a las cosas», equiparado a la «perfección del saber», que representa, en definitiva, el núcleo del cultivo del Yo que le sigue a continuación y que, en su última consecuencia, debe conducir a la satisfacción del mundo entero. Si bien «acceder a las cosas» podía interpretarse con mayor facilidad en el sentido de la tendencia realista como un «ocuparse de las cosas» sumamente concreto, en caso de necesidad podía extraerse de esto también una aproximación, por así decirlo, meditativa a las cosas desde el interior. De manera contraria sucede con el concepto central y, sin embargo, bastante enigmático de «vigilar la soledad» (shen du) en el escrito El invariable medio. La palabra que denota «vigilar» (shen) tiene en chino un doble sentido: significa «tener cuidado con», al igual que «prestar la debida atención a». A juzgar por otros textos en los que también aparece, podría tratarse de un terminus technicus para designar la «meditación»; la palabra «soledad» asumiría entonces el significado del Yo interior, de manera que la expresión podría traducirse como «concentrarse en su Yo interior». Según esta interpretación, el concepto encajaría de manera adecuada en un contexto que delata ciertas resonancias directas del Dao de jing y, al mismo tiempo, en la tendencia «idealista» del neoconfucianismo en general. No obstante, existieron también interpretaciones mucho más sobrias de este pasaje, que lo explicaron sencillamente con el sentido de que el noble tiene que ser en especial cuidadoso cuando está solo, es decir, cuando ya no controla su entorno. De esta forma, es evidente que el concepto podría aceptarse también sin problemas en el seno de la tendencia realista.

Zhu Xi y la gran síntesis

El representante más importante y poderoso de la tendencia realista, que, de hecho, proporcionó la interpretación que acabamos de mencionar al contenido del escrito El invariable medio y que, además, proveyó de comentarios detallados a todos los demás libros canónicos que el confucianismo utilizó para su causa, fue el erudito y político Zhu Xi (1130-1200). Se cuenta entre las más grandes figuras de la historia del pensamiento chino en su conjunto, aunque —o quizá precisamente porque—, en este sentido, resulta en cierta medida comparable a Confucio y no aportó demasiadas ideas propias al edificio intelectual que construyó, sino que reunió las ya existentes en un sistema uniforme. En este cometido no procedió de forma por completo sistemática, sino abarcadora o, por decirlo así, universalista. La extensión y el número de sus obras, algunas de las cuales las escribieron, además, sus alumnos, son abrumadores; sólo de los Escritos de sus palabras hay 140 volúmenes (chinos), conservados casi todos en estilo de pregunta y respuesta. Pero lo más relevante fueron sus comentarios, porque éstos han proporcionado hasta el presente la más autorizada interpretación de los clásicos. Zhu Xi tuvo, en este sentido, un efecto antes indirecto que directo; no se leyeron tanto sus propios escritos como los clásicos confucianos —incrementados hasta conformar los Cuatro Libros Canónicos definitivos gracias a su intervención— bajo la óptica que él estableció. Mientras que, hasta Zhu Xi, el neoconfucianismo había mostrado una estructura bastante fluida, manifestada con la mayor claridad en los escritos de los hermanos Cheng, desde la aportación de Zhu Xi, el neoconfucianismo adoptó formas cada vez más consistentes y, por último, muy rígidas. Puede que este hecho tenga relación con que Zhu Xi naciese en una época en la que, desde el año 1127, la mitad norte del imperio se había perdido ya frente a los pueblos del norte y comenzaba a atisbarse la catástrofe total, de forma que su hazaña ha de remitirse a cierta obstinación heroica con la que trató de oponer, al cada vez más menguado y desarticulado poder de China, la convicción de unos valores eternos e imperecederos.

Esta convicción se reconoce, sobre todo, en la elaboración y ampliación del concepto del «principio del orden». Si Zhu Xi pudo tomar de los hermanos Cheng la concepción de que, por una parte, cada ser, incluida cada cosa inerte, posee su propio «principio del orden» inconfundible, pero que, por la otra, también el cosmos como totalidad posee su propio «principio del orden» que todo lo trasciende, gracias a él se llevó a cabo la definitiva liberación de este principio con respecto a la «sustancia etérea» y, con ello, le confirió una dimensión absoluta. Además, no los contempló desde una perspectiva temporal y cosmológica, sino lógica y ontológica. La afirmación más relevante dice así:

Alguien opinó: Donde está el «principio del orden», está también la «sustancia etérea». En principio, no puede decirse que el uno exista antes que la otra. Zhu Xi dijo al respecto: No, en realidad existe el «principio del orden» con anterioridad. Además, no podemos sostener que hoy el «principio del orden» exista y mañana la «sustancia etérea», y que, sin embargo, tenga que preceder lo uno a lo otro.102

El «principio del orden» que todo lo abarca, idéntico a aquello que Zhou Dunyi denominó «Límite Supremo» o «Cúspide Suprema» (taiji), así como los «principios del orden» de todas las cosas individuales, son de índole metafísica —«por encima del plano de la configuración», como lo expresó Zhu Xi apoyándose en un concepto antiguo. Las cosas correspondientes son, en cambio, de índole física, a saber, «por debajo del plano de la configuración». La configuración misma tiene lugar, de manera lógica, mediante la impresión del respectivo «principio del orden» en la «sustancia etérea», dentro de la cual el reposo y el movimiento mismos, de los que emanan el yin y el yang, tienen su origen en los «principios del orden» correspondientes. En principio, la génesis visible del mundo no contradice, por tanto, y en ningún caso, al «principio del orden», aun cuando en su impresión en la «sustancia etérea» aparezcan de forma inevitable imperfecciones condicionadas por la materialización, que hacen que surja todo lo malo y negativo. Pero ello no tiene nada que ver con el hecho de que la «naturaleza» de las cosas y de los seres, de los que forma parte por encima de todo la «naturaleza humana», es en su base buena porque se corresponde con su «principio del orden». Esta instilación tiene un doble aspecto que subraya todavía más esta bondad fundamental: al mismo tiempo que el «principio del orden» individual que cada cosa recibe, ésta también adquiere una completa reproducción del gran «principio del orden» que todo lo abarca, el cual, de ese modo, por emplear una imagen de Zhu Xi (cuyo origen es, por supuesto, budista), se encuentra de nuevo indiviso en las innumerables entidades, al igual que la luna se refleja indivisa en las incontables aguas. Aquí subyace la identidad, primordial y fundamentada en la perfección de lo bueno (una especie de summum bonum), de todas las cosas y de todos los seres, y con ello también la relación interna de todos ellos.

Zhu Xi descubrió esta relación entre el ideal y la realidad también en la política y en la historia. A su juicio, si bien desde la dinastía Qin, es decir, desde la fundación del imperio chino en el siglo iii a. C., no habían gobernado más soberanos verdaderos —y ello quiere decir santos—, sino sólo «soberanos por la fuerza» (ba), constató que tanto el «principio del orden» del soberano santo como el del santo han permanecido por ello intactos. Esta convicción de la inmutabilidad y de la invulnerabilidad del «principio del orden» se incorporó del mejor modo al impulso general hacia la unificación que caracterizó al neoconfucianismo. Con Zhu Xi, este impulso condujo, además, a una particular concepción de la historia, así como a una determinada filosofía de la historia, que creyó percibir un principio del orden inmutable también por detrás de los aún bastante tortuosos acontecimientos históricos. Esta filosofía condujo no sólo a ulteriores reflexiones relativas en los filósofos neoconfucianos posteriores, sino, de forma directa, a un desplazamiento del énfasis en la historiografía china: si hasta entonces el peso principal había recaído en la historiografía dinástica, que veía el curso de la historia, en todo caso, como un ritmo palpitante, a saber, el surgimiento y la desaparición de las sucesivas casas soberanas, ahora ocupó poco a poco el primer plano de la historiografía puramente analítica, que recorría todas las épocas y que parecía demostrar en sí misma que el «principio del orden», inalterado desde siempre y para siempre, proporcionaba el paradigma. Esta concepción, que actuaba como una self-fulfilling prophecy, fue, en gran medida, corresponsable de la limitación de las posibilidades opcionales, así como de la desaceleración efectiva y relacionada con esta limitación, en la evolución de la sociedad china. Y, además, fue pronto responsable de la sensación de la cultura china con respecto a sí misma, y, en definitiva, de la imagen occidental que se tiene de ella, según la cual China, por decirlo con palabras de Leopold von Ranke, se incluyó entre los «pueblos de la paralización eterna».

El efecto fáctico de la filosofía de Zhu Xi, por dependiente que fuese aún de las corrientes anteriores, fue, de hecho, colosal e hizo época en el sentido literal de la palabra, pues China tuvo después de él una imagen diferente de la que tenía con anterioridad. Zhu Xi ejerció, asimismo, una influencia profunda en el sistema educativo. La formación del ser humano, según su opinión, se basaba tanto en el hecho de «acceder a las cosas» que se puso de relieve en La Gran Doctrina y que Zhu Xi entendía, al igual que Cheng Yi, como una investigación concreta de cada fenómeno particular, como, del mismo modo, en la «atención» (jing) también destacada por Cheng Yi, que en cierta manera representaba la contrapartida intuitiva del aumento intelectual del saber. La circunstancia de que él, pese a la prioridad del «principio del orden» o de los «principios del orden», partiese del estudio de las cosas concretas, y no del de los «principios del orden» mismos, lo fundamentó no sólo con La Gran Doctrina, sino también mediante sus propias palabras:

La razón por la cual La Gran Doctrina habla de «acceder a las cosas» y no de «acceder a los principios» estriba en el hecho de que lo último sería como si uno quisiera intentar apresar la vacuidad que precisamente no se deja capturar. [...] En consecuencia, deberíamos intentar conocer lo que está por encima del plano de las figuras a través de lo que subyace bajo el plano de las mismas.103

En la práctica, sin embargo, se emprendió el estudio de las cosas concretas de una forma extremadamente abstracta, con preferencia a través del estudio de los clásicos y de sus comentarios, que prometían haber captado la realidad de una manera única, irrepetible e insuperable. La paulatina acumulación de saber que, en definitiva, debía conducir a la perfección de la persona y a la paz no fue al final más que la acumulación de un saber libresco que más bien condujo lejos de la realidad —algo contrario quizá a lo que Zhu Xi habría deseado en un principio—, en lugar de permitir que el intelecto se abriese a ella.