Es natural creer en los grandes hombres. No nos asombraría que los compañeros de nuestra infancia se convirtieran en héroes o fueran como reyes. Toda mitología se inicia con semidioses; la circunstancia es alta y poética: es decir, su genio es lo principal. En las leyendas de Gautama los primeros hombres comieron la tierra y la encontraron deliciosamente sabrosa.
La naturaleza parece existir para los excelentes. El mundo se sostiene por la veracidad de los justos: ellos hacen saludable la tierra. Quienes viven con ellos encuentran la vida alegre y sustanciosa. La vida resulta grata y tolerable únicamente si creemos en esa sociedad y en realidad o idealmente procuramos vivir con los superiores. Damos sus nombres a nuestros hijos y a nuestras tierras. Esos nombres están grabados en las palabras del idioma; sus trabajos y efigies se hallan en nuestras casas y cada acontecimiento del día nos recuerda una de sus anécdotas.
La busca del gran hombre constituye el sueño de la juventud y la ocupación más seria del adulto. Viajamos por países extraños para encontrar sus obras y, si es posible, para entrever su persona. Pero a veces desaprovechamos esa suerte. Decís que los ingleses son prácticos, que los alemanes son hospitalarios, que el clima de Valencia es delicioso y que en las colinas del Sacramento se puede recoger oro. Sí, pero yo no viajo para encontrar gente cómoda, rica y hospitalaria, o un cielo claro, o lingotes que cuestan demasiado. Mas si existiera algún imán que señalara los países y las viviendas en que residen las personas que son intrínsecamente ricas y poderosas, lo vendería todo y compraría ese imán y hoy mismo me pondría en camino.
La raza se beneficia con su fama. El conocimiento de que en la ciudad vive un hombre que inventó el ferrocarril eleva la reputación de todos los ciudadanos. Pero las poblaciones enormes, si están compuestas de mendigos, son repugnantes, como el queso lleno de gusanos, como un hormiguero, como un montón de pulgas; cuanto mayor su número, tanto peor.
Nuestra religión consiste en amar y apreciar a esos patronos. Los dioses de la fábula son los momentos resplandecientes de los grandes hombres. Fundimos todos nuestros vasos en un solo molde. Nuestras teologías colosales del Judaísmo, el Cristianismo, el Budismo, el Mahometismo son la acción necesaria y estructural de la mente humana. El estudiante de historia es como un hombre que entra en un almacén para comprar paños o tapices. Se imagina que ha conseguido un nuevo artículo. Si va a la fábrica descubrirá que su nueva mercadería reproduce las cintas y las rosetas que se han encontrado dentro de los muros de las pirámides de Tebas. Nuestro Teísmo es la purificación de la mente humana. El hombre no puede pintar, ni hacer, ni pensar más que al hombre. Cree que los grandes elementos materiales nacieron en su pensamiento. Y nuestra filosofía encuentra su esencia reunida o distribuida.
Si ahora procedemos a investigar los servicios de diversas clases que debemos a otros, tengamos en cuenta el peligro de los estudios modernos y comencemos con la debida humildad. No debemos contender contra el amor ni negar la existencia sustancial de otras personas. No sé lo que podría sucedernos. Tenemos fuerzas sociales. Nuestro afecto a los demás crea una especie de ventaja o de adquisición que nada puede suplir. Puedo hacer por medio de otro lo que no puedo hacer solo. Puedo deciros lo que no puedo decirme a mí mismo. Los demás hombres son lentes a través de los cuales leemos en nuestra propia mente. Todo hombre busca a aquellos que poseen cualidades distintas de las suyas y buenas en su clase: es decir, que busca a otros hombres y lo más diferentes que sea posible. Cuando más fuerte es la naturaleza es tanto más reactiva. Mantengamos puras nuestras cualidades. De un genio pequeño no nos preocupemos. La diferencia principal entre los hombres consiste en si atienden o no su propio negocio. El hombre es esa noble planta endógena que crece, como la palmera, de dentro afuera. Puede desarrollar con celeridad y sin esfuerzo su propio espíritu, aunque sea imposible para otros. Le es fácil al azúcar ser dulce y al salitre ser salado. Nos tomamos un gran trabajo en acechar y atrapar aquello que debe caer por sí mismo en nuestras manos. Considero como un gran hombre al que vive en una esfera más alta de pensamiento, a la cual los hombres se elevan con trabajo y dificultad; le basta abrir los ojos para ver las cosas a la luz verdadera y en amplias relaciones, mientras los demás hombres deben hacer penosas correcciones y mantener un ojo vigilante sobre las numerosas fuentes de error. El servicio que nos presta es de esa clase. A una persona hermosa no le cuesta esfuerzo alguno grabar su imagen en nuestros ojos y no obstante, ¡cuán espléndido es el beneficio! A un espíritu prudente no le cuesta más transmitir esa cualidad a los demás hombres. Todos pueden hacer fácilmente lo que hacen mejor. Peu de moyens, beaucoup d'effet. Es grande aquel que es lo que es por naturaleza y que nunca nos recuerda a todos.
Pero debe estar relacionado con nosotros; nuestra vida debe recibir de él cierta promesa de explicación. No sé lo que quiero saber, pero he observado que existen personas que con su carácter y sus acciones resuelven problemas que yo no he tenido habilidad para plantear. Un hombre responde a alguna pregunta que no ha hecho ninguno de sus contemporáneos, y queda aislado. Las religiones y filosofías presentes y pasadas responden a preguntas muy distintas. Ciertos hombres nos impresionan como ricas posibilidades, pero son inútiles para sí mismos y para su época, fruto quizá de algún instinto que prevalece en el ambiente; no responden a nuestra necesidad. Pero los grandes están más cerca de nosotros; los conocemos a simple vista. Satisfacen la expectación y ocupan el lugar que les corresponde. Lo bueno es eficaz, fecundo: se abre por sí mismo lugar y encuentra alimento y aliados. Una manzana sana produce semilla, no así una híbrida. Cuando un hombre ocupa su lugar es constructivo, fértil, magnético, inunda a las muchedumbres con su voluntad, que de este modo se cumple. Así como el río forma sus propias orillas, así también cada idea legítima forma sus propios canales y encuentra cosechas para alimentarse, instituciones para expresarse, armas para luchar con ellas y discípulos que la siguen. El artista verdadero tiene como pedestal al planeta; el aventurero, tras años de lucha, no tiene más que la tierra que pisa con sus zapatos.
En nuestra conversación común nos referimos a dos clases de utilidad o de servicio que nos prestan los hombres superiores. La donación directa está de acuerdo con la creencia primitiva de los hombres; nos referimos a la donación directa de ayuda material o metafísica, como de salud, de juventud eterna, de sentidos refinados, de artes medicinales, de poder mágico y de profecía. El niño cree que el maestro puede venderle sabiduría. Las Iglesias creen en ese poder supuesto. Pero, hablando estrictamente, no encontramos ese servicio directo. El hombre es endógeno y se desarrolla por medio de la educación. La ayuda que obtenemos de los demás es mecánica si se compara con lo que la naturaleza descubre en nosotros mismos. Lo que aprendemos de esta manera es de ejecución deliciosa, su efecto es duradero. La verdadera ética es central y va del alma al exterior. La dádiva es contraria a la ley del universo. Servir a los demás es servirnos. Debo justificarme a mí mismo. "Acuérdate de ti mismo -dice el espíritu-. Fatuo: ¿por qué te preocupas de los cielos o de los demás hombres?" Queda por explicar la ayuda indirecta. Los hombres poseen una cualidad pictórica o representativa y nos ayudan con el intelecto. Behmen y Swedenborg observaron que las cosas son representativas. También los hombres son representativos: primero de cosas y después de ideas.
Así como las plantas convierten a los minerales en alimento de los animales, así también los hombres convierten algunas materias primas en elementos útiles para la humanidad. Los descubridores del fuego, de la electricidad, del magnetismo, del hierro, del plomo, del vidrio, del lienzo, de la seda, del algodón; los fabricantes de herramientas, el inventor del sistema decimal, el geómetra, el ingeniero, el músico no han hecho más que hallar un camino fácil para todos donde no había más que una confusión inextricable e imposible. Todo hombre está secretamente relacionado con algún sector de la naturaleza, del que es el agente e intérprete, como Linneo de las plantas, Huber de las abejas, Fries de los líquenes, Van Mons de las peras, Dalton de las formas atómicas, Euclides de las líneas y Newton del cálculo diferencial.
El hombre es un centro para la naturaleza, que sirve para relacionar todo lo existente, fluido y sólido, material y elemental. La tierra gira y llega un momento en que todas las nubes y todas las piedras coinciden con el meridiano; del mismo modo, todo órgano, toda función, todo ácido, todo cristal, todo grano de polvo se relaciona con el cerebro. Tiene que esperar mucho tiempo, pero le llega su turno. Cada planta tiene su parásito y cada criatura su amante y su poeta. Ya se ha hecho justicia al vapor, al hierro, a la madera, al carbón, a la piedra imán, a la yodina, al trigo y al algodón, pero ¡cuán pocos materiales utilizan todavía nuestras artes! La inmensa mayoría de las criaturas y de sus cualidades están aún ocultas y expectantes. Se diría que como la princesa encantada de los cuentos de hadas espera al hombre predestinado para liberarlas. Todas ellas deben ser desencantadas y aparecer a la luz del día en forma humana. En la historia de los descubrimientos, la verdad madura y latente parece haber ideado un cerebro para sí misma. El imán tuvo que hacerse hombre en un Gilbert, un Swedenborg o un Oersted antes de que las inteligencias comunes tomasen en consideración sus virtudes.
Si nos limitamos a las primeras ventajas hallaremos que en los reinos mineral y botánico existe la misma gracia serena que en manifestaciones más altas constituye el encanto de la naturaleza, como el brillo del espato, la certeza de la afinidad, la veracidad de los ángulos. La luz y las tinieblas, el calor y el frío, el hambre y el alimento, lo dulce y lo agrio, lo sólido, lo líquido y lo gaseoso nos cercan con una guirnalda de placeres y con su agradable discordia alegran nuestra vida. Los ojos repiten cada día el primer panegírico de las cosas: "Vio que eran buenas". Sabemos dónde encontrarlas; y las apreciamos más, pues las conocemos desde muchas generaciones. Tenemos también derecho a mayores ventajas. A la ciencia le falta algo hasta que se humaniza. Una cosa es la tabla de logaritmos y otra su importancia vital en la botánica, en la música, en la óptica y en la arquitectura. Hay progresos relativos a los números, a la anatomía, a la arquitectura, a la astronomía apenas sospechados en un principio, pero que luego, mediante su unión con el intelecto y la voluntad, aparecen en la vida y reaparecen en la conversación, en el carácter y en la política.
Pero de eso hablaremos más tarde. Ahora hablamos únicamente de nuestra relación con ellos en su propia esfera y de la manera como parecen fascinar y arrastrar consigo al genio que ocupa su vida en alguna de esas cosas. La posibilidad de interpretación reside en la identidad del observador con lo observado. Cada cosa material tiene su lado celestial: se traslada, a través de la humanidad, a la esfera espiritual y necesaria donde desempeña un papel tan indestructible como cualquier otro. Y todas las cosas ascienden continuamente a esos sus fines propios. Los gases se concentran en el firmamento sólido; la partícula química llega hasta la planta y crece; llega hasta el cuadrúpedo y anda; llega hasta el hombre y piensa. Pero también el distrito electoral determina el voto de su representante. No es solamente su representante, sino que participa del mismo distrito. Sólo el semejante conoce al semejante. El hombre conoce las cosas porque forma parte de ellas; acaba de salir de la naturaleza o de ser una parte de esta o aquella cosa. El cloro animado conoce al cloro y el cinc encarnado conoce al cinc. Las cualidades del hombre determinan el curso de su vida y él puede hacer públicas de diversos modos sus virtudes, porque está constituido por ellas. El hombre, hecho del polvo del mundo, no olvida su origen, y todo lo que es aún inanimado hablará y razonará algún día. La naturaleza inédita publicará todo su secreto. ¿No podríamos decir que las montañas de cuarzo se pulverizarán en innumerables Werners, Buchs y Beaumonts, y que el laboratorio de la atmósfera contiene en solución no sé qué Berzelius y Davys?
Así, nos sentamos junto al fuego y nos apoderamos de los polos de la tierra. Esta cuasi omnipresencia suple lo miserable de nuestra condición. En uno de esos días celestiales en que el cielo y la tierra se encuentran y se adornan mutuamente, parece una gran pobreza que no podamos disfrutar más que una vez de ese espectáculo: quisiéramos tener mil cabezas, mil cuerpos para poder celebrar su inmensa belleza de muchas maneras y en muchos lugares. ¿Es esto una fantasía? Pues bien, si hablamos de buena fe diremos que en realidad nos hallamos multiplicados por nuestros semejantes. ¡Con qué facilidad adoptamos sus actividades! Todo navío que llega a América sigue la ruta abierta por Colón. Toda novela es deudora de Homero. Todo carpintero que cepilla con su garlopa lo debe al genio de un inventor olvidado. La vida está coronada por un zodíaco de ciencias, tributo de los hombres que se sacrificaron para añadir su punto de luz a nuestro cielo. El ingeniero, el comerciante, el jurista, el médico, el moralista, el teólogo, todo hombre de ciencia, es un definidor y un cartógrafo de las latitudes y longitudes de nuestro mundo. Esos constructores de comunicaciones nos enriquecen. Gracias a ellos podemos extender el área de nuestra vida y multiplicar nuestras relaciones. Ganamos tanto al adquirir una nueva propiedad en la tierra vieja como al adquirir un nuevo planeta.
Somos demasiado pasivos en la recepción de esas ayudas materiales o semimateriales. No debemos ser sacos y estómagos. Para ascender un peldaño nos será más útil servirnos de quienes simpatizan con nosotros. La actividad es contagiosa. Mirando a lo que otros miran y conversando con ellos de las mismas cosas sentimos el mismo encanto que a ellos les atraía. Napoleón dijo: "No debéis pelear con demasiada frecuencia con el mismo enemigo porque le enseñaríais vuestro arte de la guerra". Si hablamos con frecuencia con un hombre de inteligencia vigorosa adquirimos muy pronto el hábito de mirar las cosas a la misma luz que él y en todas las ocasiones adivinamos su pensamiento.
Los hombres son útiles gracias a su inteligencia y a sus afectos. Considero que toda otra ayuda no es más que una falsa apariencia. Si aparentáis darme pan y fuego me doy cuenta de que pago por ello el precio justo y en final de cuentas ello me deja como antes, ni mejor ni peor; pero toda fuerza mental y moral es un bien positivo. Esa fuerza brota de vosotros, lo queráis o no, y me aprovecha sin que siquiera lo sospechéis. No puedo ni siquiera oír hablar de ninguna clase de vigor personal, de ningún gran poder de acción sin tomar una decisión. Emulamos todo lo que puede hacer el hombre. La frase de Cecil acerca de Sir Walter Raleigh: "Sé que puede trabajar terriblemente", es como una descarga eléctrica. Así sucede con los retratos de Clarendon, como, por ejemplo, el de Hampden: "que era tan trabajador y vigilante que no le podía cansar ni fatigar el más laborioso, y de tal ingenio que no le podía engañar el más sutil y astuto, y de un valor personal equivalente a sus mejores cualidades"; y el de Falkland: "que era un adorador de la verdad tan severo, que fingir le hubiera sido tan difícil como robar". No podemos leer a Plutarco sin que nos hormiguee la sangre, y hago mía la máxima del chino Mencio: "Un sabio es el maestro de cien edades. Cuando se habla de las costumbres de Lu, el estúpido se hace inteligente y el vacilante, firme".
Ésta es la moral de la biografía; sin embargo, es difícil que los hombres ya desaparecidos nos toquen tan en lo vivo como nuestros contemporáneos, cuyos nombres quizá no perduren. Porque ¿qué significa para mí aquel en quien nunca pienso? En cambio, en toda soledad hay quienes ayudan a nuestro genio y nos estimulan de manera maravillosa. El amante tiene el poder de adivinar mejor que nadie el destino del amado y de alentarlo en su tarea con heroicos incentivos. ¿Qué tiene la amistad de más notable que la sublime atracción que ejerce sobre todas nuestras virtudes? Gracias a ella ya no nos menospreciamos a nosotros mismos ni a la vida. Nos sentimos impulsados a algún fin y ya no nos volverá a avergonzar el trabajo de los obreros ferroviarios.
Aquí debemos referirnos también a ese homenaje, muy puro a mi parecer, que todas las clases sociales tributan al héroe del día, desde Coriolano y los Gracos hasta Pitt, Lafayette, Wellington, Webster, Lamartine. ¡Escuchad el clamor de la multitud! La gente no se cansa de verlo. Se complacen con ese hombre. ¡Qué cabeza, qué tronco, qué frente, qué ojos! Tiene hombros de atlante, el continente heroico, con una fuerza interna capaz de manejar esa gran máquina. Ese placer que encuentra en la plena expresión de aquello que, en su experiencia privada, es para ellos generalmente retorcido y oscuro, se eleva a una gran altura y es el secreto de la alegría que produce al lector el genio literario. Nada queda oculto. Hay fuego bastante para fundir montañas de mineral. El principal mérito de Shakespeare puede resumirse en esta frase: entre todos los hombres es quien mejor comprendió la lengua inglesa y pudo decir lo que quería. Sin embargo, esos libres canales y esas compuertas de expresión no son más que salud o una constitución física afortunada. El nombre de Shakespeare sugiere otros beneficios puramente intelectuales.
Senados y soberanos, a pesar de todas sus medallas, espadas y uniformes, no otorgan más honor que quien comunica a un ser humano pensamientos de cierta altura que revelan su inteligencia. Este honor, que es posible en el intercambio personal apenas dos veces durante toda una vida, es el tributo perpetuo del genio, pero podemos darnos por satisfechos si la oferta es aceptada de cuando en cuando a lo largo de un siglo. Los índices de los valores de la materia se degradan hasta convertirse en una especie de repostería con la apariencia de índices de ideas. El genio es el naturalista o geógrafo de las regiones suprasensibles, cuyo mapa dibuja, y al familiarizarnos con nuevos campos de actividad enfría nuestro entusiasmo por los antiguos. Aquéllos quedan aceptados inmediatamente como la realidad de la cual el mundo que hemos conocido no es más que la apariencia.
Vamos al gimnasio y a la escuela de natación para contemplar la fuerza y la belleza del cuerpo; no es menor el placer, pero sí mayor el beneficio, cuando contemplamos las hazañas intelectuales de todas clases, como las de la memoria, de las combinaciones matemáticas, del gran poder de abstracción, las transmutaciones de la imaginación, aun la variedad de aptitudes y la concentración, en cuanto esos actos revelan los órganos y miembros invisibles de la mente, que responden miembro por miembro a las partes del cuerpo. De este modo entramos en un nuevo gimnasio y aprendemos a elegir a los hombres por sus características más verdaderas; aprendemos, como decía Platón, "a escoger a aquellos que pueden, sin la ayuda de los ojos ni de ningún otro sentido, avanzar hacia la verdad y el ser". En primera línea entre esas actividades se hallan los saltos mortales, los hechizos y las resurrecciones forjadas por la imaginación. Cuando ésta se despierta se diría que el hombre multiplica su fuerza. Nos ofrece la sensación deliciosa de las magnitudes indeterminadas y nos inspira el hábito de pensar con audacia. Somos tan elásticos como el gas de la pólvora, y una frase de un libro o una palabra deslizada en la conversación dejan en libertad a nuestra fantasía y al instante nuestras cabezas se bañan en vías lácteas y nuestros pies se hunden en el abismo. Y este beneficio es real, porque tenemos derecho a esas ampliaciones y una vez que hayamos cruzado los límites nunca volveremos a ser los miserables pedantes que antes éramos.
Las altas funciones de la inteligencia están tan ligadas entre sí, que suele aparecer cierto poder imaginativo en todas las inteligencias eminentes, aun en los aritméticos de primera clase, pero especialmente en los hombres meditativos que poseen un hábito de pensamiento intuitivo. Esta clase de hombres nos es útil, puesto que poseen la percepción de la identidad y la percepción de la reacción. Los ojos de Platón, de Shakespeare, de Swedenborg, de Goethe nunca se cerraron a esas leyes. La percepción de ellas es una especie de medida de la mente. Las mentes pequeñas son pequeñas porque no pueden verlas.
Aun estos festines tienen su hartura. Nuestra complacencia en la razón degenera en idolatría de su heraldo. Especialmente cuando una inteligencia de método poderoso instruye a los hombres encontramos ejemplos de tiranía. Tales son la influencia de Aristóteles, la astronomía de Ptolomeo, el crédito de Lutero, de Bacon y de Locke; y en la religión la historia de las jerarquías, de los santos y de las sectas que han tomado el nombre de sus fundadores. ¡Oh, dolor: todo hombre es víctima de esos genios! La imbecilidad de los hombres invita constantemente a los abusos del poder. El talento vulgar se complace en deslumbrar y cegar al espectador. Pero el verdadero genio trata de defendernos de sí mismo. El verdadero genio no nos empobrece: nos emancipa y nos agrega nuevos sentidos. Si en nuestra ciudad apareciera un hombre sabio crearía en aquellos que conversaran con él una nueva conciencia de la riqueza, abriendo sus ojos a ventajas no percibidas; establecería un sentido de igualdad inmutable, tranquilizándonos con la seguridad de que no podemos ser engañados, y cada uno podría discernir los límites y las garantías de su condición. El rico se daría cuenta de sus errores y de su pobreza y el pobre de sus remedios y de sus recursos.
Pero la naturaleza produce todo eso a su debido tiempo. Su remedio es la rotación. El alma humana no sufre con paciencia a los amos y está ansiosa de cambios. Las dueñas de casa dicen de un sirviente que les ha sido útil: "Ha vivido conmigo demasiado tiempo". Somos tendencias o más bien síntomas y ninguno de nosotros es completo. Tocamos la superficie y pasamos de largo y sorbemos la espuma de muchas vidas. La rotación es la ley de la naturaleza. Cuando la naturaleza suprime a un gran hombre, la gente explora el horizonte en busca de un sucesor. Pero éste no viene ni vendrá. Su clase se ha extinguido con él. El hombre esperado aparecerá en algún otro campo completamente distinto. Ya no será un Jefferson o un Franklin, sino un gran comerciante; luego un gran constructor de carreteras; después un especialista en peces; más tarde un explorador y cazador de búfalos o un general semisalvaje del Oeste. Así nos defendemos contra los amos más duros; pero contra los mejores hay un remedio más excelente. El poder que comunican no les pertenece. Cuando nos sentimos exaltados por las ideas no se lo debemos a Platón, sino a las mismas ideas, de las cuales también Platón fue deudor.
No debo olvidar que tenemos una deuda especial con una clase única. La vida es una escala de grados. Entre fila y fila de nuestros grandes hombres hay amplios intervalos. En todas las épocas los hombres se han sometido a unas pocas personas que, ya sea por la calidad de la idea que encarnaban, ya por la amplitud de su receptividad, tenían derecho a su puesto de guías y de legisladores. Ellos nos enseñan las cualidades de la naturaleza primaria, nos dan a conocer la constitución de las cosas. Nadamos diariamente en un río de ilusiones y nos divierten realmente los castillos en el aire que embaucan a los hombres que nos rodean. Pero la vida es sinceridad. En los intervalos lúcidos decimos: "Dejadme entrar en el mundo de las realidades; ya he hecho el tonto demasiado tiempo". Queremos conocer el significado de nuestra economía y de nuestra política. Désenos la clave, y si las personas y las cosas son las partituras de una música celestial, déjesenos leer la melodía. Hemos sido engañados por nuestra razón: pero ha habido hombres cuerdos que han gozado de una existencia rica y bien coordinada. Lo que saben, lo saben para nosotros. Cada nueva inteligencia revela un nuevo secreto de la naturaleza; la Biblia no se cerrará hasta que nazca el último gran hombre. Estos hombres corrigen el delirio de los espíritus animales, nos hacen considerados y nos inducen a nuevos ideales y a la conquista de nuevos poderes. La veneración de la humanidad los elige para el puesto más alto. Lo atestigua la multitud de estatuas, cuadros y monumentos que recuerdan su genio en todas las ciudades, aldeas, hogares y barcos:
Even their phantoms arise before us,
Our loftier brothers, but one in blood:
At bed and table they lord it o'er us,
With looks of beauty and words of good.7
¿Cómo ilustrar el beneficio característico de las ideas, el servicio prestado por aquellos que introducen verdades morales en la mente común? Toda mi vida está infestada de una perpetua tarifa de precios. Si trabajo en mi jardín y podo un manzano, me entretengo bastante y podría continuar indefinidamente en la misma ocupación. Pero me doy cuenta de que ha pasado un día y que lo he invertido en una preciosa inutilidad. Voy a Boston o a Nueva York y corro de aquí para allá con mis asuntos; termino por despacharlos, pero también he despachado al día. Me aflige el pensar en el precio que he pagado por una ventaja ínfima. Me acuerdo del cuento de la piel de zapa: quien la poseía podía satisfacer sus deseos, pero con cada deseo que satisfacía perdía un pedazo de la piel. Asisto a una convención de filántropos. Haga lo que haga no puedo apartar mi vista del reloj. Pero si entre los presentes aparece algún alma benévola que sabe muy poco de personas o de partidos, de la Carolina o de Cuba, pero que anuncia una ley que ordena esos asuntos y de ese modo me asegura de la equidad que da jaque mate a todos los jugadores falsos, hace que se arruine todo egoísta y me informa de mi independencia cualesquiera que sean las condiciones del país, de la época o del cuerpo humano, ese hombre me libera y yo olvido el reloj. Me liberto de la dolorosa relación con personas. Me siento curado de mis heridas. Me he hecho inmortal al darme cuenta de que poseo bienes incorruptibles. Hay una gran competencia entre el rico y el pobre. Vivimos en un mercado en el que hay únicamente tanto trigo, tanta lana, tanta tierra; cuanto más tenga yo tanto menos tendrán los otros. Me parece que no poseo bien alguno sin violar las buenas maneras. A nadie le alegra la alegría de los demás, nuestro sistema es un sistema de guerra, de una superioridad injuriosa. Todos los niños de la raza sajona han sido educados para aspirar a ser los primeros. Ése es nuestro sistema y el hombre llega a medir su grandeza por los despechos, envidias y odios que suscita en sus competidores. Pero en los nuevos campos del genio hay lugar para todos; allí no hay egoísmos ni exclusiones.
Admiro a los grandes hombres de todas clases, a los que son grandes por sus hechos y a los que lo son por sus pensamientos. Me gustan los rudos y los suaves, los "Azotes de Dios" y los "Predilectos de la raza humana". Me gusta el primer César, y Carlos V, de España, y Carlos XII, de Suecia, Ricardo Plantagenet, en Inglaterra y Bonaparte en Francia. Aplaudo al hombre idóneo, al oficial que sirve para su oficio, a los capitanes, a los ministros, a los senadores. Me gusta un amo que se mantenga firme sobre sus piernas de hierro, bien nacido, rico, hermoso, elocuente, cargado de dones, que arrastre a todos los hombres con su fascinación y los convierta en tributarios y soportes de su poder. La espada y el bastón de mando, o los talentos equivalentes a la espada y al bastón de mando, ejecutan la obra del mundo. Pero hallo que es más grande el que puede abolirse a sí mismo y a todos los héroes, dando entrada a ese elemento de la razón con independencia de las personas: a esa fuerza sutilizadora, irresistible y ascendente que existe en nuestro pensamiento y que destruye el individualismo, ese poder tan grande que anula al potentado. Entonces se trata de un monarca que da una constitución a su pueblo; de un pontífice que predica la igualdad de las almas y dispensa a sus servidores de sus bárbaros homenajes; de un emperador que puede prescindir de su imperio.
Pero yo me proponía especificar, con alguna minuciosidad, dos o tres características de la utilidad. La naturaleza nunca escatima el opio o el calmante, sino que cuando marca a su criatura con alguna deformidad o algún defecto vierte abundantemente sobre el mal sus adormideras y el paciente camina alegremente por la vida, ignorante de su ruina e incapaz de verla, aunque todo el mundo la señale constantemente con el dedo. Los miembros indignos y perjudiciales de la sociedad, cuya existencia es una peste social, se creen invariablemente los peor tratados de todos los vivientes y nunca salen de su asombro por la ingratitud y el egoísmo de sus contemporáneos. Nuestro globo revela sus virtudes ocultas no sólo en héroes y arcángeles, sino en chismosos y amas de cría. ¿No es una rara invención la de haber dado a cada criatura la inercia conveniente, una energía conservadora y defensiva, ese odio a despertar o a cambiar? Completamente independiente de la fuerza intelectual de cada uno es el orgullo de la propia opinión, la seguridad de que tenemos razón. Hasta la anciana más decrépita y el idiota más gesticulante, utilizan el destello de percepción y el mínimo de facultades que poseen para reírse entre dientes y hacer prevalecer su opinión sobre los absurdos de todos los demás. La diferencian de mí la medida de lo absurdo. Nadie sospecha que puede estar equivocado. ¿No fue una idea brillante el hacer coherentes las cosas mediante ese betún, el más fuerte de los cementos? Pero en medio de estas autocongratulaciones pasa a nuestro lado alguna figura que el mismo Tersites podría amar y admirar. Es él quien podría indicarnos el camino que tenemos que seguir. Su ayuda es ilimitada. Sin Platón casi hubiéramos perdido nuestra fe en la posibilidad de un libro razonable. Parecemos no necesitar más que uno, pero necesitamos uno. Nos gusta asociarnos con los héroes, porque nuestra receptividad es infinita y en la compañía del grande nuestros pensamientos y nuestras costumbres se engrandecen. Todos somos ricos en aptitudes, pero muy pocos en energía. Basta con que haya un hombre sensato en una reunión para que todos se tornen sensatos; tan rápido es el contagio.
Los grandes hombres son, pues, un colirio que limpia nuestros ojos de egoísmo y nos capacita para ver a los demás hombres y sus obras. Pero hay vicios y locuras que afectan a poblaciones y épocas enteras. Los hombres se parecen a sus contemporáneos todavía más que a sus progenitores. Se observa en los matrimonios viejos o en las personas que han vivido juntas durante muchos años, que se parecen cada vez más y si vivieran bastante tiempo llegaríamos a no distinguirlos. La naturaleza aborrece esas asimilaciones, que amenazan convertir el mundo en una masa homogénea, y se apresura a romper esas aglutinaciones. La misma aglutinación se produce entre los hombres de una ciudad, de una secta, de un partido político; las ideas de la época están en el aire e infectan a todos los que lo respiran. Vistas desde algún punto elevado, esta ciudad de Nueva York, más allá esa ciudad de Londres, la civilización Occidental, parecerían un cúmulo de insensateces. Nos vigilamos el uno al otro y exasperamos por medio de la emulación el frenesí de la época. Lo que nos escuda contra los remordimientos de la conciencia es la práctica universal de nuestras insensateces, o sea la manera similar de obrar de nuestros contemporáneos. Además es muy fácil ser tan sabio y tan bueno como nuestros compañeros. Aprendemos de nuestros contemporáneos todo lo que ellos saben, sin esfuerzo y casi por los poros de nuestra piel. Lo aprendemos por simpatía o de la manera como una esposa alcanza la elevación intelectual y moral de su esposo. Pero nos detenemos donde ellos se detienen. Muy difícilmente podemos dar un paso más. Los grandes, como sostenes de la naturaleza, como figuras trascendentes, gracias a su fidelidad a las ideas universales, nos salvan de esos errores federales y nos defienden de nuestros contemporáneos. Son las excepciones que necesitamos cuando todo se parece entre sí. Una grandeza extraña es el antídoto contra las cábalas.
De este modo nos alimentamos del genio, nos aliviamos de la excesiva conversación con nuestros semejantes y penetramos jubilosamente en las profundidades de la naturaleza en la dirección que el genio nos señala. ¡Cómo nos indemniza un gran hombre de la muchedumbre de pigmeos! Todas las madres desean que su hijo sea un genio aunque todos los demás sean mediocres. Pero aparece un nuevo peligro en el exceso de influencia del gran hombre. Su atracción nos desvía de nuestro puesto. Nos convertimos en subordinados y en suicidas intelectuales. ¡Ah!, pero más allá, en el horizonte, está nuestra salvación: otros grandes hombres, nuevas cualidades, contrapeso, y frenos mutuos. Nos saciamos con la miel de cada grandeza peculiar. Todo héroe resulta fastidioso al final. Quizá Voltaire no tenía mal corazón y sin embargo, dijo del buen Jesús: "Os ruego que no me hagáis oír de nuevo el nombre de ese hombre". Se ensalzan las virtudes de George Washington. "¡Abajo George Washington!" es todo lo que gritan y la única refutación de los pobres jacobinos. Pero se trata de la defensa indispensable de la naturaleza humana. La fuerza centrípeta aumenta la centrífuga. Comparamos a un hombre con su opuesto y la salud del Estado depende de ese equilibrio.
Hay, sin embargo, un rápido límite a la utilidad de los héroes. Grandes cantidades de inutilidad nos impiden acercarnos a ellos. Son muy atrayentes y a la distancia nos parecen cosa nuestra, pero por todas partes encontramos obstáculos para acercarnos. Cuanto más nos atraen tanto más nos repelen. Hay algo que no es sólido en el bien que se nos hace. El descubridor hace para sí mismo el mejor descubrimiento. Éste tiene algo de irreal para su prójimo hasta que él también lo comprueba. Parece como si Dios invistiese a cada una de las almas que envía al mundo con ciertas virtudes y poderes no comunicables a los demás hombres y al hacerles recorrer una vez más el círculo de los seres escribiese: Intransferible - Válido sólo para este viaje en las vestiduras del alma. Hay algo ilusorio en el comercio de las inteligencias. Los límites son invisibles, pero nunca se atraviesan. Hay tal buena voluntad para impartir y tal buena voluntad para recibir, que cada una de ellas amenaza convertirse en la otra, pero la ley de la individualidad reúne su fuerza secreta: tú eres tú y yo soy yo, y así seguimos siendo.
Pues la naturaleza desea que cada cosa siga siendo la misma: y mientras los individuos luchan por crecer y excluirse, por excluirse y crecer, hasta los límites del universo y para imponer la ley de su ser a todas las demás criaturas, la naturaleza tiende constantemente a proteger a cada uno contra todos los demás. Cada uno se defiende a sí mismo. Nada más notable que la fuerza con que los individuos se defienden de los individuos en un mundo en que cada bienhechor se convierte tan fácilmente en un malhechor sin más que con mantener su actividad en los lugares en que no debe ejercerla, en que los hilos parecen estar demasiado a merced de las locuras de sus padres y en que casi todos los hombres son demasiado sociales y entrometidos. Hablamos con razón de los ángeles guardianes de los niños. ¡Cuán superiores son éstos en su seguridad de no ser víctimas de las personas peligrosas, de la vulgaridad y de las segundas intenciones! Derraman su abundante belleza sobre los objetos que contemplan. En consecuencia no se hallan a merced de los pobres educadores que somos los adultos. Si nos enojamos y los reprendemos, se olvidan pronto de ello y recuperan su confianza en sí mismos y si accedemos a sus caprichos con exceso aprenden en otra parte a limitarlos.
No debemos temer una influencia excesiva del genio. Es lícita una confianza más generosa. Servid al grande. No reparéis en humillaciones. No escatiméis los servicios que podáis prestarle. Sed los miembros de su cuerpo, el aliento de su boca. Transigid en vuestro egotismo. ¿Qué os importa ello si os hacéis más grandes y más nobles? No tengáis en cuenta el vituperio del Boswelismo: la devoción puede llegar fácilmente a ser más grande que el miserable orgullo que cuida sus faldones. Sé otro: no tú mismo, sino un platónico; no un alma, sino un cristiano; no un poeta, sino un shakespeariano. Es inútil: las ruedas de tu vocación no se detendrán ni todas las fuerzas de la inercia, del temor y hasta del mismo amor podrán contenerte. ¡Adelante, siempre adelante! El microscopio observa una mónada entre los infusorios que circulan en el agua. Al poco tiempo aparece en el animal un punto que se agranda hasta convertirse en una hendidura y al final resultan dos animales perfectos. Esta incesante separación aparece también en todo pensamiento y en la sociedad. Los hijos creen que no pueden vivir sin los padres. Pero mucho antes de que se den cuenta de ello aparece la manchita negra y la separación se ha producido. Cualquier accidente les revelará su independencia.
Pero la expresión grandes hombres es perjudicial. ¿Se trata de una casta? ¿Se trata del destino? ¿Qué sucede con la promesa de virtud? La juventud pensativa lamenta la superfetación de la naturaleza. "Vuestro héroe -dice- es generoso y bello, pero mirad a aquel pobre rústico, cuya patria es su carretilla; mirad a toda esa nación de rústicos". ¿Por qué desde los albores de la historia son las masas víctimas de los cuchillos y de la pólvora? El ideal dignifica a unos pocos caudillos que poseen sentimiento, opinión, amor, que se entregan al servicio de una causa; ellos hacen sagrada la guerra y la muerte. Pero ¿qué sucede con los desgraciados a quienes alquilan y matan? La baratura del hombre es la tragedia cotidiana. Perdemos tanto cuando los demás son bajos como cuando lo somos nosotros; pues tenemos que vivir en sociedad.
Podemos responder a esas sugestiones que la sociedad es como una escuela de Pestalozzi: todos son a su turno maestros y discípulos. Tanto nos beneficia el recibir como el dar. Los hombres que saben las mismas cosas no son por mucho tiempo la mejor compañía el uno para el otro. Pero proporcionad a cada uno de ellos una persona inteligente con otros conocimientos y será como si dejaseis caer el agua de un lago en un receptáculo situado más abajo. Parece una ventaja mecánica y es en realidad un gran beneficio para cada uno de los que conversan, pues ahora puede describirse a sí mismo su propio pensamiento. Pasamos muy rápidamente en nuestra disposición de ánimo personal de la dignidad a la dependencia. Y si aparece que alguien nunca asume la presidencia, sino que está siempre dispuesto a servir, es porque no vemos a todos los que constituyen la reunión a través de un período de tiempo lo suficientemente largo para darnos cuenta de toda la rotación de las partes. Y en cuanto a lo que llamamos las masas y los hombres vulgares, diremos que no hay hombres vulgares. Todos los hombres son a fin de cuentas de una misma categoría; y el verdadero arte solamente es posible si tenemos la convicción de que todos los talentos alcanzan alguna vez su apoteosis. ¡Juego limpio, campo abierto y los laureles más frescos para todos los que los hayan conquistado! Pero los cielos reservan un campo de acción igual a todas las criaturas. Cada cual se siente impaciente hasta que ha introducido su rayo de luz privado en la cóncava esfera y contempla su talento ennoblecido y exaltado hasta el máximo.
Los héroes del día son relativamente grandes, de un desarrollo más rápido; o son aquellos que, en el momento del éxito, poseen en su madurez una cualidad que exigen las circunstancias. Otros tiempos exigirán otras cualidades. Algunos rayos escapan al observador común y requieren una vista finamente adaptada. Preguntad al gran hombre si hay algún otro más grande. Sus compañeros lo son, pero la sociedad no puede ver, no a los menos sino a los más grandes. La naturaleza nunca envía un gran hombre al planeta sin confiar el secreto a otra alma.
De estos estudios surge un hecho grato: que hay una verdadera ascensión en nuestro amor al genio. Las reputaciones del siglo XIX serán citadas algún día para demostrar la barbarie de este siglo. El genio de la humanidad es el verdadero sujeto cuya biografía está escrita en nuestros anales. Debemos inferir muchas cosas y tenemos que llenar muchos vacíos en el informe. La historia del universo es sintomática y la vida es mnemónica. En toda la sucesión de hombres famosos ninguno es razón o iluminación o esa esencia que buscamos, sino una exhibición en alguna parte de nuevas posibilidades. ¡Ojalá pudiéramos completar algún día la inmensa figura compuesta por esas cualidades notorias! El estudio de muchos individuos nos lleva a una región elemental en la que desaparece el individuo o en la que todo alcanza a la cumbre. El pensamiento y el sentimiento que brotan de allí no pueden quedar encerrados en ningún cerco de la personalidad. Ésta es la clave del poder de los grandes hombres: su espíritu se difunde por sí mismo. Una nueva calidad de la mente viaja día y noche en círculos concéntricos desde su origen y se da a conocer por métodos desconocidos. La unión de todas las inteligencias se hace íntima; lo que admite una de ellas no puede rechazarlo ninguna otra; la menor adquisición de verdad o de energía en alguna parte beneficia tanto más a la comunidad de las almas. Si las diferencias de talento y de posición desaparecen cuando los individuos son observados durante el tiempo necesario para que cada uno de ellos realice su carrera completa, todavía más rápidamente desaparecen las injusticias aparentes cuando nos elevamos a la identidad central de todos los individuos y sabemos que están hechos de la sustancia que ordena y hace.
El genio de la humanidad es el verdadero punto de vista de la historia. Las cualidades perduran. Los hombres que las exhiben las poseen ahora más, ahora menos, y desaparecen: las cualidades subsisten en otro frente. Ninguna experiencia nos es más familiar que ésta. En otro tiempo existían fénices; ahora han desaparecido; no por eso se ha desencantado el mundo. Las vasijas en que antes se leían emblemas se han convertido en cacharrería ordinaria; pero el sentido de los emblemas es sagrado y todavía podéis leerlos en las paredes del mundo. Durante cierto tiempo, nuestros maestros nos sirven personalmente, como piedras miliarias del progreso. En un tiempo eran ángeles del conocimiento y sus figuras tocaban al cielo. Luego nos acercamos, vimos sus recursos, su cultura y sus límites, y tuvieron que ceder su lugar a otros genios. Es una suerte si unos pocos nombres permanecen tan altos que no somos capaces de leerlos desde más cerca y la época y las comparaciones no los despojan de sus resplandores. Pero al final dejaremos de buscar en los hombres la perfección y nos contentaremos con su calidad social y delegada. Todo lo que se refiere al individuo es temporal y supuesto, como el mismo individuo, que asciende desde sus limitaciones hasta una existencia católica. No comprendemos el beneficio verdadero y principal del genio mientras lo consideramos una fuerza original. En el momento en que deja de ayudarnos como una causa, comienza a ayudarnos como un efecto. Luego aparece como un exponente de una inteligencia y de una voluntad más vastas. El Yo opaco se hace transparente a la luz de la Primera Causa.
No obstante, dentro de los límites de la cultura y de la acción humanas podemos decir que existen grandes hombres para que existan hombres aun mayores. El destino de la naturaleza organizada es el perfeccionamiento, y ¿quién puede señalar sus límites? Corresponde al hombre domar al caos; esparcir por todas partes, mientras vive, las semillas de la ciencia y del canto; transformar el clima, las cosechas, los animales y los hombres, y multiplicar los gérmenes del amor y de la gracia.