Todo hecho se relaciona por un lado con la sensación y por el otro con la moral. El juego del pensamiento consiste, cuando aparece uno de esos lados, en encontrar el otro; dado el lado de arriba encontrar el de abajo. Nada es tan delgado que no tenga dos caras, y cuando el observador ha visto el anverso, da vuelta al objeto para ver el reverso. La vida es un juego a cara o cruz. Nunca nos cansamos de este juego, porque siempre sentimos un ligero estremecimiento de sorpresas a la vista de la otra cara, ante el contraste de las caras. El hombre se engríe con el éxito y piensa en lo que significa su buena suerte. Realiza un negocio en la calle, pero ocurre que él también es comprado y vendido. Ve la belleza de un rostro humano y busca la causa de esa belleza, que debe ser aun más bella. Construye su fortuna, mantiene las leyes, ama a sus hijos, pero se pregunta a sí mismo: ¿Por qué? y ¿Para qué? Esa cara y esa cruz se llaman en lenguaje filosófico Infinito y Finito, Relativo y Absoluto, Aparente y Real, y otros muchos bellos nombres.
Todo hombre nace con una predisposición para el uno o el otro de esos aspectos de la naturaleza y fácilmente ocurre que los hombres se consagren al uno o al otro. Unos hombres perciben la diferencia y son expertos en hechos y superficies, en ciudades y personas y en la ejecución de ciertas cosas: son los hombres de talento y de acción. Otros hombres perciben la identidad y son hombres de fe y de filosofía, hombres de genio.
Ambas clases de hombres van demasiado lejos. Plotino sólo cree en los filósofos, Fenelón en los santos, Píndaro y Byron en los poetas. Léase el altivo lenguaje con que Platón y los platónicos hablan de todos los hombres que no se consagran a sus brillantes abstracciones; los consideran ratas y ratones. La clase literaria es por lo general orgullosa y exclusiva. La correspondencia de Pope y Swift describe como monstruos a los hombres que los rodean, y la de Goethe y Schiller, en nuestra propia época, no es mucho más benévola.
Es fácil ver cómo se produce esa arrogancia. El genio es genio por la primera mirada que arroja sobre un objeto ¿Es creador su ojo? No se detiene en ángulos y colores, observa la finalidad y luego menosprecia el objeto real. En los momentos de inspiración su pensamiento disuelve las obras del arte y de la naturaleza en sus causas, de modo que esas obras aparecen pesadas e imperfectas. Posee una concepción de la belleza que no puede corporizar el escultor. El cuadro, la estatua, el templo, el ferrocarril, la máquina a vapor, han existido primero en la mente de un artista, sin el defecto, el error o el desgaste que perjudican a los modelos ya ejecutados. Lo mismo sucede con la Iglesia, el Estado, el colegio, los tribunales, los círculos sociales y todas las instituciones. No es extraño que esos hombres, recordando lo que han visto y lo que han esperado de las ideas, afirmen desdeñosamente la superioridad de las ideas. Habiendo visto alguna vez que el alma feliz posee todas las artes en potencia, dicen: ¿Por qué molestarnos con realizaciones superfluas? Y como mendigos soñadores, suponen que hablan y actúan como si esos valores hubiesen sido ya sustanciados.
Por otra parte, los hombres dedicados al trabajo, al comercio y al lujo -el mundo animal, incluyendo en él al filósofo y al poeta- y el mundo práctico -incluyendo en él los trabajos penosos a los que tampoco pueden sustraerse el filósofo y el poeta- pesan mucho en el otro lado. El comercio de nuestras calles no cree en causas metafísicas, no piensa en la fuerza que obligó a los comerciantes y a un planeta comercial a existir; no piensa más que en algodón, azúcar, lana y sal. Los puestos de guardia, en los días de elección, no se ablandan por ninguna duda sobre el resultado de la votación. La caliente vida fluye en una sola dirección. A los hombres de este mundo, a la energía y a la fuerza animal, a los hombres de facultades prácticas, en tanto se encuentran sumergidos en ella, les parece que el hombre de ideas ha perdido la razón. Sólo ellos tienen razón.
Las cosas siempre traen consigo su propia filosofía, que es la prudencia. Ningún hombre adquiere una propiedad sin adquirir también con ella un poco de aritmética. En Inglaterra, la nación más rica que ha existido nunca, la propiedad tiene más importancia que en cualquier otro país en comparación con la habilidad personal. Después de comer, un hombre cree menos y niega más; las verdades han perdido algo de su encanto. Después de comer, la aritmética es la única ciencia, las ideas son perturbadoras, incendiarias, locuras de jóvenes, repudiadas por la porción más sólida de la sociedad y se llega a valorizar a un hombre por sus cualidades atléticas y animales. Spencer refiere que Mr. Pope se hallaba un día en compañía de Sir Godfrey Kneller cuando llegó su sobrino, un comerciante de Guinea. "Sobrino -dijo Sir Godfrey- tienes el honor de ver a los dos hombres más grandes del mundo". "No sé lo grandes que puedan ser ustedes -replicó el comerciante de Guinea-, pero no me gusta su aspecto. He comprado muchas veces a hombres mucho mejores que ustedes, todo músculos y huesos, por diez libras". Así, los hombres sensuales se vengan de los profesores y devuelven desprecio por desprecio. Los primeros han saltado a conclusiones todavía no maduras y dicen más de lo que es cierto; los otros se divierten con el filósofo y juzgan al hombre por el peso. Creen que la mostaza pica la lengua, que la pimienta es caliente, que los fósforos de fricción son incendiarios, que hay que evitar los revólveres y que los tirantes sostienen los pantalones; que en un cajón de té hay mucho sentimiento y que un hombre será elocuente si se le da buen vino. Si eres tierno y escrupuloso debes comer más pasteles rellenos. Sostienen que Lutero tenía mucha razón cuando dijo:
Wer nicht liebt Wein, Weib, und Gesand,
Der Bleit ein Narr sein Leben lang.12
y cuando aconsejó a un joven estudiante, perplejo con la predestinación y el libre albedrío, que se emborrachase. "Los nervios -dice Cabanis- son el hombre". Mi vecino, un alegre granjero, piensa cuando está en la taberna que el dinero es útil y se apresura a gastarlo. "Por mi parte -dice-, resbala por mi garganta y lo aprovecho así".
Lo inconveniente de esa manera de pensar estriba en que conduce a la indiferencia y de allí al fastidio. La vida nos devora. Pronto seremos un cuento. Serenémonos: todo será uno dentro de cien años. La vida es tolerable, pero nos alegraría abandonarla y todos se alegrarán de que nos vayamos. ¿Por qué, pues, irritarnos y afanarnos? Nuestra carne tendrá mañana el mismo gusto que ayer y al final podemos cansarnos de ella. "¡Ah! -dijo mi lánguido caballero de Oxford- nada hay nuevo ni cierto, y eso no importa".
Con un poco más de amargura, el cínico se lamenta: nuestra vida es como un asno al que se conduce al mercado tras un haz de hierba colocado ante él; no ve más que el haz de hierba. "Causa tanta molestia venir al mundo -dijo Lord Bolingbroke- y mucha más salir de él, que casi no vale la pena estar aquí". Conocí a un filósofo de esta índole que acostumbraba resumir su experiencia de la naturaleza humana diciendo: La humanidad es canalla. Y el corolario natural sería seguramente: "El mundo vive de patrañas, y así vivo yo".
Mientras el abstraccionista y el materialista se exasperan mutuamente y el burlón expresa lo peor del materialismo, surge un tercer partido que ocupa la línea divisoria entre ambos: el de los escépticos. Considera que aquellos dos son erróneos por su extremismo. Se afana por asentarse como el fiel de la balanza. No quiere ir más allá del límite debido. Observa la unilateralidad de esos hombres de la calle; no quiere ser un gibeonita; es partidario de las facultades intelectuales, de la sangre fría y de todo lo que sirve para mantener la serenidad; no desea una laboriosidad imprudente, un egoísmo no recompensado, un gasto inútil del cerebro. ¿Soy un buey o un carro? Eres ambas cosas en último término, responde. Quienes lo queréis todo sólido, los que queréis un mundo de lingotes de plomo, os engañáis groseramente. Os creéis arraigados en un suelo de diamante y, sin embargo, si ponemos al descubierto los últimos hechos de nuestro conocimiento, vemos que giráis como las burbujas en el río, no sabéis a donde vais ni de dónde venís y estáis hundidos y envueltos en ilusiones.
El escéptico no será traicionado por libro alguno ni se envolverá en una toga. Los estudiosos son sus víctimas; son flacos y pálidos, tienen los pies fríos y la cabeza caliente, sus noches son insomnes, sus días un temor de que los interrumpan; pálidos, escuálidos, son hambre y egoísmo. Si uno se acerca a ellos y observa las fantasías que acarician, advertirá que son idealistas y que pasan sus días y sus noches soñando sueño tras sueño, en espera del homenaje de la sociedad por algún precioso esquema construido a base de una verdad, pero carente de proporción en su presentación o de justeza en su aplicación y de toda energía de voluntad en el autor para darle cuerpo y vitalizarlo.
Veo claramente, dice, que no puedo ver. Sé que la fuerza humana no está en los extremos, sino en la evitación de los extremos. Yo al menos evitaré la debilidad de filosofar más allá de mis capacidades. ¿A qué fingir facultades que no tenemos? ¿A qué fingir seguridades que no tenemos con respecto a la otra vida? ¿A qué exagerar el poder de la virtud? ¿A qué ser un ángel antes de tiempo? Esas cuerdas, demasiado tirantes, se romperán. Si es cierto que existe el deseo de inmortalidad, pero no la prueba de ella, ¿por qué no decirlo? Si hay pruebas que se contradicen, ¿por qué no suspender el juicio? Me cansan esos dogmáticos. Me cansan esos rocines de la rutina que niegan los dogmas. Ni afirmo ni niego. Estoy aquí para estudiar el caso. Estoy aquí para considerarlo. Me esforzaré por equilibrar la balanza. ¿De qué sirve subir a la cátedra y exponer volublemente teorías sobre la sociedad, la religión, la naturaleza, cuando sé que se me pueden hacer objeciones prácticas irresolubles para mí y para mis colegas? ¿Por qué mostrarme tan locuaz en público cuando cada uno de mis vecinos puede clavarme en mi asiento exponiendo argumentos que no puedo refutar? ¿Por qué pretender que la vida es un juego tan simple cuando sabemos lo sutil y evasivo que es este Proteo? ¿Por qué pensar en encerrar todas las cosas en una estrecha jaula cuando sabemos que no se trata solamente de una o dos cosas, sino de diez, de veinte, de un millar de cosas distintas? ¿Por qué imaginarnos que toda la verdad está en nuestro poder? Hay muchos argumentos en favor de todas las causas.
¿Quién podrá impedir un prudente escepticismo viendo que no hay una sola cuestión práctica a la que se pueda hallar algo más que una solución aproximada? ¿No es el matrimonio un problema abierto a la discusión cuando se alega, desde el comienzo del mundo, que quienes pertenecen a dicha institución quieren salir y quienes están fuera quieren entrar? La contestación de Sócrates a quien le preguntó si debía elegir esposa es aún razonable: "Que la escogiese o no, llegaría a arrepentirse". ¿No es el Estado un problema? Toda sociedad está dividida en sus opiniones acerca del Estado. Nadie lo quiere, muchos lo aborrecen y sufren escrúpulos de conciencia con respecto a la lealtad que se le debe guardar; su única justificación es el temor a que sea peor la anarquía. ¿Sucede otra cosa con la Iglesia? O, para referirnos a uno de los problemas que tocan más de cerca a la humanidad, ¿debe aspirar el joven a ocupar un puesto dirigente en las leyes, en la política o en el comercio? No se pretenderá que el éxito en cualquiera de esas actividades coincida enteramente con lo mejor y más íntimo de su inteligencia. ¿Debe entonces cortar los lazos que le unen al estado social y lanzarse al mar sin más guía que su genio? Hay mucho que decir en pro y en contra. Recordad el problema que provoca la disputa entre los partidarios de la "libre competencia" y los amigos del "trabajo atrayente y asociado". Las inteligencias generosas abrazan la causa del trabajo compartido por todos; es el único honrado; ningún otro ofrece seguridades. La fuerza y la virtud vienen solamente de la cabaña del pobre; no obstante, en la otra parte se alega que el trabajo perjudica la forma y destruye el espíritu del hombre y los trabajadores gritan al unísono: "¡Nosotros no pensamos!" ¡Cuán indispensable es la cultura! No puedo perdonaros la falta de conocimientos; y, no obstante, la cultura destruiría instantáneamente la belleza primordial de la espontaneidad. La cultura es excelente para un salvaje, pero una vez que haya leído el libro ya no podrá dejar de pensar en los héroes de Plutarco. En suma, puesto que la verdadera fortaleza de pensamiento consiste "en no dejar que lo que conocemos sea estorbado por lo que no conocemos", debemos asegurarnos aquellas ventajas que podemos alcanzar y no arriesgarlas tratando de apoderarnos de lo etéreo e inasequible. ¡Nada de quimeras! salgamos afuera, entreguémonos a los negocios, aprendamos, adquiramos, poseamos y ascendamos. "Los hombres son una especie de plantas que se mueven y, como los árboles, reciben del aire una gran parte de su alimento. Si se quedan demasiado en casa, languidecen". Vivamos una vida robusta, viril, conozcamos lo que sabemos con certidumbre, que lo que poseamos sea sólido, en sazón y que nos pertenezca. Más vale mundo en mano que ciento volando. Vivamos con hombres y mujeres reales, y no con espectros.
Tal es el verdadero terreno en que se coloca el escéptico: el de la consideración y la reserva, de ninguna manera el de la incredulidad, de ninguna manera el de la negación universal, el de la duda universal, el de dudar hasta de que duda; y menos que nada el de la burla y la befa licenciosa de todo lo que es estable y bueno. No son esos sus modos como tampoco lo son los de la religión y la filosofía. Es el meditador, el prudente, el que calcula sus fuerzas, el que economiza sus medios, el que cree que un hombre tiene demasiados enemigos y por eso debe evitar el serlo de sí mismo; que no podemos atribuirnos demasiadas ventajas en este conflicto desigual, con fuerzas tan vastas e incansables en uno de los lados, y el pequeño, orgulloso, vulnerable caballerete que es el hombre, presuntuoso pigmeo que arrostra todos los peligros, por el otro. Es una posición adoptada para poder defenderse mejor, para gozar de mayor seguridad, posición que puede sostenerse; y es la que ofrece más oportunidades y más amplia esfera de actividad, de la misma manera que cuando construimos una casa lo general es edificarla ni demasiado alta ni demasiado baja, para que esté al abrigo del viento, pero fuera del alcance del barro.
La filosofía que necesitamos es una filosofía variable y movediza. Los esquemas espartanos y estoicos son demasiado rígidos para nuestro propósito. La teoría de un San Juan sobre la no resistencia parece, por otra parte, demasiado inconsistente y etérea. Necesitamos una armadura de acero elástico, fuerte como lo primero y flexible como lo segundo. Necesitamos un buque para surcar las olas que nos envuelven. Un edificio angular y dogmático quedaría deshecho y reducido a escombros en medio de esta tormenta de tantos elementos. No, debe ser fuerte y adecuado a la forma del hombre, para que éste pueda vivir en él; de la misma manera que la concha es la arquitectura propia de una casa que tiene sus cimientos en el mar. El alma del hombre debe ser el modelo de nuestro diseño, así como el cuerpo del hombre es el modelo conforme al cual se construye una casa. La adaptabilidad es la peculiaridad de la naturaleza humana. Somos términos medios áureos, estabilidades volantes, errores compensados o periódicos, casas fundadas en el mar. El escéptico prudente desea ver de cerca la mejor partida a cargo de los mejores jugadores, lo que hay de mejor en el planeta, el arte y la naturaleza, los lugares y los acontecimientos, pero principalmente hombres. Todo lo que es excelente en la humanidad -una forma graciosa, un brazo de hierro, labios de persuasión, un cerebro ingenioso, una persona hábil para jugar y ganar: eso es lo que quiere ver y juzgar.
Las condiciones para que uno sea admitido a presenciar ese espectáculo son: que tenga cierta manera sólida e inteligible de vivir de lo suyo, algún método que le permita hacer frente a las necesidades inevitables de la vida humana, pruebas de que haya jugado con habilidad y buen éxito, de que haya manifestado la ecuanimidad, la fuerza y el conjunto de cualidades que, entre sus contemporáneos y connacionales, le otorguen derecho a la amistad y la confianza. Pues los secretos de la vida no se ponen de manifiesto sino mediante la simpatía y la igualdad. Los hombres no se confían a los niños o a los mequetrefes o a los pedantes, sino a sus iguales. Una prudente limitación, según la expresión moderna; una posición entre los extremos que posea una cualidad positiva; un hombre cabal y suficiente, que no sea sal o azúcar, sino que esté lo suficientemente relacionado con el mundo como para saber enfrentar París a Londres, y que al mismo tiempo sea un pensador vigoroso y original al que no puedan intimidar las ciudades, sino que más bien se sirva de ellas: tal es la persona adecuada para ocupar ese terreno de la especulación.
Esas cualidades se encuentran en el carácter de Montaigne. Y no obstante, como la estimación personal que siento por Montaigne pudiera ser indebidamente grande, quiero ofrecer, bajo el escudo de este príncipe de los egoístas, una explicación por haberlo elegido como el representante del escepticismo, una o dos palabras para explicar cómo se inició y creció mi afecto por ese admirable chismoso.
Un tomo desparejo de la traducción que hizo Cotton de los Ensayos estaba entre los que me quedaron, cuando niño, de la biblioteca de mi padre. Allí permaneció olvidado durante largo tiempo, hasta que muchos años después, al salir nuevamente del colegio, leí ese libro y me procuré los restantes volúmenes. Recuerdo el deleite y la admiración que me produjeron. Me parecía que yo mismo había escrito aquel libro en una vida anterior, con tanta sinceridad hablaba a mi pensamiento y a mi experiencia. Hallándome en París en 1883, sucedió que, en una visita al cementerio del Père La Chaise, llegué a la tumba de Auguste Collignon, que murió en 1830 a los sesenta y ocho años y que, según el monumento, "Vivió para obrar bien y adquirió su virtud en los Ensayos de Montaigne". Algunos años más tarde, trabé amistad con un culto poeta inglés, John Sterling, y por la correspondencia que luego mantuvimos me enteré de que, guiado por el cariño que sentía por Montaigne, había ido en peregrinación hasta su castillo, que todavía se eleva cerca de Castellan, en el Perigord, y copiado de las paredes de la biblioteca las inscripciones que Montaigne había escrito en ellas doscientos cincuenta años atrás. Ese diario del señor Sterling, publicado en el Westminster Review, fue reimpreso por el señor Hazlitt en los Prolegomena de su edición de los Ensayos. Supe con placer que uno de los autógrafos de William Shakespeare recientemente descubiertos se hallaba en un ejemplar de la traducción de Montaigne por Florio. Es el único libro que sabemos con certeza que figuraba en la biblioteca del poeta. Y, por rara casualidad, el ejemplar duplicado de Florio que adquirió el Museo Británico con objeto de proteger el autógrafo de Shakespeare (según me informaron en el mismo Museo) llevaba el autógrafo de Ben Jonson en la guarda. Leigh Hunt refiere que Montaigne era el único gran escritor del pasado que Lord Byron leía con declarada satisfacción. Otras coincidencias, que no es necesario mencionar aquí, concurrieron para hacer de aquel viejo gascón algo nuevo e inmortal para mí.
En 1571, al morir su padre, Montaigne, que tenía treinta y ocho años de edad, se retiró de su profesión de abogado en Burdeos y se estableció en su finca. Aunque había sido un hombre inclinado a los placeres, y a veces cortesano, se renovaron en él los hábitos de estudio, y le agradaban la moderación, la seriedad y la independencia de los caballeros provincianos. Tomó en serio la administración de sus propiedades e hizo que sus granjas produjesen todo lo posible. Hombre recto y sincero, que no quería engañar ni ser engañado, era estimado en la región por su buen sentido y su probidad. Durante las guerras civiles de la Liga, que convirtieron las casas en fortines, Montaigne mantuvo abiertas sus puertas y no puso defensa alguna en su casa. Todos entraban y salían libremente, pues su valor y honradez eran universalmente estimados. Los señores y la clase media de la vecindad le llevaban sus joyas y documentos para que los guardase a salvo de todo peligro. Gibbon estima que en aquellos fanáticos tiempos sólo hubo dos hombres liberales en Francia: Enrique IV y Montaigne.
Montaigne es el más franco y honesto de todos los escritores. Su libertad francesa llega a la grosería, pero se anticipó a toda censura por la generosidad de sus confesiones. En su época se escribían los libros únicamente para uno de los sexos y casi todos estaban escritos en latín, de manera que en un humorista estaba permitida cierta desnudez en las descripciones que no consienten las costumbres de nuestra literatura, dedicada igualmente a ambos sexos. Pero aunque la franqueza bíblica, acompañada de una ligereza nada canónica, pueden cerrar sus páginas a muchos lectores sensitivos, la falta es, no obstante, superficial. Alardea de ello, saca de ello el mejor partido posible; nadie es capaz de pensar o de decir de él cosas peores que las que él mismo dice. Pretende tener todos los vicios y dice que si posee alguna virtud la posee a hurtadillas. En su opinión no hay hombre que no haya merecido que le ahorquen cinco o seis veces, y no hace excepción en su favor. "Pueden contarse de mí -dice- cinco o seis historias tan ridículas como lapsus de cualquier hombre viviente". Pero con toda su franqueza verdaderamente superflua, en la mente de todos sus lectores se intensifica el convencimiento de su invencible probidad.
"Cuando me confieso de la manera más estricta y religiosa, descubro que la mejor virtud que poseo lleva en sí cierto matiz de vicio, y temo que Platón, en su purísima virtud (yo, que soy un amante de la virtud tan sincero y perfecto como otro cualquiera) si hubiera acercado el oído a su corazón y hubiera escuchado, habría oído el discordante sonido de la impureza humana, pero débil y remoto, y sólo perceptible por él."
Se observa en él cierta impaciencia y cierto fastidio ante un pretexto o excusa de cualquier clase. Había vivido en los tribunales el tiempo suficiente para sentir un disgusto furioso por las apariencias, se permitía proferir de vez en cuando maldiciones y juramentos, le gustaba conversar con marineros y gitanos y emplear términos y dichos callejeros; había vivido encerrado en su casa hasta hartarse, por lo que ahora quería vivir al aire libre aunque lloviesen balas. Había visto a tantos caballeros de larga toga que ahora deseaban vivir entre caníbales y se ponía tan nervioso ante la vida ficticia, que opinaba que el hombre es tanto mejor cuanto más bárbaro. Le gustaba andar a caballo. Podéis estudiar teología, gramática y metafísica en otra parte. Pero dondequiera que sea, esos estudios tendrán el sabor de la tierra y de la vida real, dulce, amargo o picante. No titubea en entreteneros con el relato de su enfermedad, y en su viaje a Italia casi no se ocupa de otra cosa. Adoptó y mantuvo esa posición de equilibrio. Dibujó sobre su nombre un emblemático par de platillos de balanza y escribió debajo: Que sais-je? Al mirar su retrato en la anteportada de su libro me parece que le oigo decir: "Podéis bromear si lo queréis; podéis burlaros y exagerar. Yo estoy aquí para decir la verdad, y todos los estados, iglesias, beneficios y reputaciones personales de Europa no me harían exagerar el hecho crudo tal como lo veo; prefiero murmurar y escribir en prosa pesada sobre lo que conozco con seguridad, como mi casa y mis trojes, mi padre, mi esposa y mis arrendatarios, mi vieja y limpia calva, mis cuchillos y tenedores, lo que como y lo que bebo y otras bagatelas por el estilo, que escribir, con una fina pluma de ave, una hermosa fábula. Me gustan los días grises, el otoño y el invierno. Yo mismo soy gris y otoñal y me gustan la ropa de casa y los zapatos viejos que no aprietan los pies, así como viejos amigos que no me molesten y hablen de temas sencillos que no me obliguen a devanarme los sesos. Nuestra condición de hombres es peligrosa y bastante insegura. Uno no puede estar seguro de sí mismo y de su fortuna ni una sola hora, pues puede ser víctima de cualquier situación lamentable y ridícula. ¿Por qué he de baladronar y hacerme el filósofo en vez de lastrar lo mejor que pueda este globo que danza? Por lo menos de ese modo vivo dentro de mi círculo, me mantengo presto para la acción y podré terminar mi vida con decencia. Si hubiera algo de ridículo en esa vida, la culpa no es mía; habrá que atribuirla al destino y a la naturaleza."
Por eso los Ensayos son un soliloquio entretenido sobre todos los temas que se le ocurren al azar; lo trata todo sin ceremonia, pero con sentido masculino. Ha habido hombres con discernimiento más profundo, pero pudiera decirse que nunca ha habido un hombre con tal abundancia de pensamientos. Montaigne nunca es tedioso, nunca insincero, y posee el genio de hacer que el lector se interese por todo lo que a él le interesa.
La sinceridad y la medula del hombre aparecen en sus frases. No conozco otro libro que parezca menos escrito. Es el lenguaje de la conversación trasladado a un libro. Si cortáis sus palabras, sangrarán; son vasculares y vivas. Experimentamos el mismo placer que escuchando las palabras necesarias de un hombre, referentes a su trabajo, cuando alguna circunstancia excepcional da una importancia momentánea al diálogo. Pues los herreros y los carreros no vacilan en su manera de expresarse: su explicación es como una lluvia de balas. Son los hombres de Cambridge quienes se corrigen a sí mismos y se repiten a cada media frase, y además se preocupan demasiado de las palabras y se desvían del tema de la conversación. Montaigne habla con agudeza, conoce el mundo y los libros y a sí mismo, y usa el grado positivo; nunca grita, ni protesta, ni ruega; no hay en él debilidad, ni convulsiones, ni superlativos; no quiere salirse de sí mismo, ni hacer cabriolas, ni aniquilar el espacio y el tiempo. Es fuerte y sólido, goza de todos los momentos del día, le gusta el dolor, porque le hace sentirse a sí mismo, y darse cuenta de las cosas, de la misma manera que nos pellizcamos para saber si estamos despiertos. Se sostiene siempre en el mismo plano, rara vez se eleva o desciende; le gusta sentirse en suelo firme y con las piedras bajo sus pies. Sus escritos carecen de entusiasmo y de aspiración; se siente satisfecho, se respeta a sí mismo y quiere ir por medio del camino. Sólo hay una excepción: su amor a Sócrates. Al hablar de él, sus mejillas enrojecen y su estilo se eleva hasta la pasión.
Montaigne murió de una angina a los sesenta años, en 1592. Cuando se sintió morir hizo que oficiasen una misa en su habitación. Se había casado a la edad de treinta y tres años. "Pero -dice- si hubiera podido hacer mi voluntad no me hubiera casado con la misma Sabiduría aunque ella me hubiera tomado por esposo. Pero es demasiado difícil evadirse de ese lazo, pues los usos y costumbres de la vida lo requieren. La mayoría de mis acciones se guiaron por el ejemplo y no por la elección". A la hora de la muerte concedió la misma importancia a la costumbre. Que sais-je? ¿Qué sé yo?
El mundo ha otorgado una gran acogida a ese libro de Montaigne, traduciéndolo a todas las lenguas e imprimiendo setenta y cinco ediciones en Europa. Además ha tenido una circulación bastante selecta, pues lo leen los cortesanos, los soldados, los príncipes, los hombres de mundo y los hombres de ingenio y generosidad.
¿Diremos que Montaigne ha hablado sabiamente y que ha dado la expresión justa y permanente de la inteligencia humana sobre la conducta de la vida?
Somos creyentes por naturaleza. Únicamente nos interesa la verdad, o sea la relación entre la causa y el efecto. Estamos convencidos de que hay un hilo que ensarta todas las cosas; todos los mundos están ensartados en él, como las cuentas de un rosario, y los hombres, los acontecimientos y la vida llegan hasta nosotros únicamente gracias a ese hilo; pasan y repasan, sólo para que podamos conocer la dirección y la continuidad de esa línea. Un libro o una afirmación que trate de demostrar que no existe dicha línea, sino el azar y el caos, una calamidad surgida de la nada, una prosperidad sin explicación, un héroe nacido de un loco, un loco nacido de un héroe, nos desalienta. Visible o invisible, creemos que ese lazo existe. El talento establece lazos falsos; el genio halla los verdaderos. Prestamos atención al hombre de ciencia porque adivinamos la sucesión de los fenómenos naturales que nos revela. Amamos cuanto afirma, relaciona y conserva, y odiamos todo lo que dispersa o destruye. Aparece un hombre cuya naturaleza es conservadora y constructiva a los ojos de todos los demás hombres; su presencia supone una sociedad bien ordenada, la agricultura, el comercio, las grandes instituciones y el imperio. Si nada de eso existiera, comenzaría a existir gracias a sus esfuerzos. En consecuencia, alegra y conforta a los hombres, que de modo inmediato sienten todo eso en él. El no conformista y el rebelde dicen toda clase de cosas incontrovertibles contra la república existente, pero nuestro sentido descubre que carecen de plan propio para manejar la casa o el Estado. Por lo tanto, aunque la ciudad y el Estado y la manera de vivir que propone nuestro consejero puedan significar una prosperidad muy modesta o añeja, los hombres lo apoyan con razón y rechazan al reformador que no trae consigo más que el hacha y la piqueta.
Pero aunque somos conservadores y causalistas por naturaleza y rechazamos la incredulidad acre y triste, la clase de los escépticos que representa Montaigne tiene razón y todos los hombres pertenecen a ella durante cierto tiempo. Toda inteligencia superior pasará por esa región de equilibrio: mejor dicho, sabía aprovechar los frenos y equilibrios de la naturaleza como un arma natural contra la exageración y el formulismo de los fanáticos y estúpidos.
El escepticismo es la actitud que asume el estudioso en relación con los casos particulares que adora la sociedad, pero que ve que son venerables únicamente en su tendencia y espíritu. El lugar que ocupa el escéptico es el vestíbulo del templo. La sociedad no quiere que sople el viento de las disputas contra el orden existente. Pero el interrogarse y discutir las costumbres es una etapa inevitable en el desarrollo de toda inteligencia superior y es la prueba de su percepción de ese poder fluido que sigue siendo el mismo a pesar de todos los cambios.
La inteligencia superior se encontrará igualmente de punta con los males de la sociedad y con los proyectos que se ofrecen para remediarlos. El escéptico prudente es un mal ciudadano; no es conservador, ve el egoísmo de la propiedad y la modorra de las instituciones. Pero no es apto para trabajar con ninguno de los partidos democráticos constituidos hasta ahora, porque todos los partidos quieren que todo el mundo se les entregue y él ve fríamente el patriotismo popular. Su política es la del Viaje del alma de Sir Walter Raleigh, o la de Krishna en el Bhagavat cuando dice: "Nadie es digno de mi amor o de mi odio", mientras condena la ley, la física, la teología, el comercio y las costumbres. Es un reformador, mas no es por ello un miembro mejor de la asociación filantrópica. Resulta que no es el campeón del obrero, del pobre, del prisionero o del esclavo. Sabe que nuestra vida en este mundo no es de tan fácil interpretación como aseguran las iglesias y los libros de escuela. No quiere tomar partido contra esas benevolencias, representar el papel de abogado del diablo ni proclamar las dudas y desdenes que le oscurecen el sol. Pero afirma que hay dudas.
Me propongo aprovechar la ocasión y celebrar el día de San Miguel de Montaigne relatando y describiendo esas dudas y negaciones. Quiero cazarlas en sus agujeros y solearlas un poco. Debemos hacer con ellas lo que hace la policía con los pícaros redomados, que son expuestos al público en la comisaría. No serán ya tan formidables una vez que hayan sido identificadas y registradas. Pero me imagino honestamente que se hará justicia a sus temores. No haré objeciones ociosas con el único propósito de refutarlas. Escogeré las peores que encuentre, triunfe yo o triunfen ellas.
No quiero destacar el escepticismo del materialista. Sé que la opinión del cuadrúpedo no prevalecerá. Carece de importancia lo que piensan los murciélagos y los bueyes. El primer síntoma peligroso que observo es la veleidad del intelecto, como si fuese fatal para la buena fe el saber mucho. El conocimiento consiste en saber que no podemos saber. El obtuso ruega; los genios son burlones sutiles. ¡Cuán respetable es la buena fe en todos los terrenos! Pero el intelecto la mata. Más aun: San Carlo, mi sutil y admirable amigo, uno de los hombres de más penetración, halla que toda ascensión directa, aun la de la piedad más excelsa, lleva a ese horrible discernimiento y rechaza al adepto, dejándole huérfano. Mi sorprendente San Carlo creía que los legisladores y los santos se hallaban infectados. Encontraron vacía el arca, vieron y no quisieron hablar y trataron de apartar a sus discípulos cercanos diciéndoles: "A vosotros toca obrar, obrar, queridos compañeros". Por malo que fuera para mí este descubrimiento de San Carlo, esta helada de verano, este bofetón de una novia, había aun otro peor: la saciedad de los santos. En la montaña de la visión, antes de levantarse del suelo donde se hallaban de rodillas, dicen: "Descubrimos que nuestra devoción y nuestra beatitud son parciales y deformadas: debemos volar en busca de alivio hacia el Intelecto sospechoso y vilipendiado, hacia el Entendimiento, el Mefistófeles, hacia la gimnasia del talento".
Éste es el primer duende, y aunque ha sido objeto de muchas elegías en nuestro siglo XIX, por parte de Byron, de Goethe y de otros poetas menos famosos, para no mencionar a muchos observadores privados distinguidos, confieso que no afecta mucho a mi imaginación, pues parece ser como un destrozo de casas de juguete y de puestos de loza. Lo que agita a la Iglesia de Roma, o a la de Inglaterra, o de Ginebra o de Boston, puede estar muy lejos de afectar a cualquier principio de fe. Creo que el intelecto y el sentimiento moral son unánimes y que, aunque la filosofía extirpa los espantajos, no obstante proporciona los frenos naturales para el vicio y da polaridad al alma. Creo que cuanto más sabio es un hombre más estupenda encuentra la economía natural y moral y se eleva a una confianza más absoluta.
Existe la fuerza de las diferentes disposiciones de ánimo, cada una de las cuales no reconoce más que su propio tejido de hechos y de creencias. Existe la fuerza de los caracteres, que modifican evidentemente las disposiciones y los sentimientos. Las creencias y las incredulidades son al parecer estructurales. Y tan pronto como cada uno de los hombres alcanza el equilibrio y la vivacidad que permiten que se ponga en marcha toda la maquinaria, ya no necesita de ejemplos extremados, sino que alternará rápidamente todas las opiniones de su vida. Nuestra vida es como el tiempo en el mes de marzo: agitado y sereno en el término de una misma hora. Partimos austeros, decididos, creyendo en los férreos eslabones del Destino, y no volveríamos sobre nuestros pasos ni siquiera para salvar nuestra vida; pero un libro, una estatua o nada más que el sonido de un nombre produce una descarga eléctrica en nuestros nervios y de pronto creemos en la voluntad; entonces nos parece que el anillo de nuestro dedo es el sello de Salomón, que el destino es para los imbéciles y que todo es posible para una inteligencia decidida. Más tarde, una nueva experiencia da un nuevo giro a nuestros pensamientos; el sentido común reasume su tiranía y decimos: "¡Bien!; después de todo, el ejército es la puerta de la fama, de los buenos modales y de la poesía, y observad que, en general, el egoísmo planta mejor, poda mejor, comercia mejor y forma el mejor ciudadano". Las opiniones de un hombre sobre el bien y el mal, sobre el destino y la causalidad ¿están acaso a merced de un mal sueño o de una indigestión? Su creencia en Dios y en el Deber ¿no es más profunda que el estado de su estómago? Y ¿qué garantía tenemos de la durabilidad de sus opiniones? No me gusta la celeridad de los franceses para crear una nueva Iglesia o un nuevo Estado cada semana. Ésta es la segunda negación y la dejaré pasar por lo que quiera. En cuanto afirma la rotación de estados de la mente supongo que sugiere su propio remedio, especialmente cuando se refiere a los períodos más grandes. ¿Cuál es el promedio de muchos estados, de todos los estados? ¿Afirma algún principio la voz general de las edades, o es que no se puede descubrir comunidad alguna de sentimiento en las distintas épocas y los distintos lugares? Y cuando muestra la fuerza del propio interés, la acepto como parte de la ley divina y debo reconciliarlo con el ideal lo mejor que pueda.
La palabra Hado o Destino expresa el sentimiento de la humanidad en todas las épocas: que las leyes del mundo no siempre nos protegen, sino que con frecuencia nos hieren y nos trituran. El Destino, en la forma de Kinde o naturaleza, crece sobre nosotros como hierba. Pintamos al Tiempo con una guadaña; al Amor y a la Fortuna, ciegos; y al Destino, sordo. Nuestro poder de resistencia es demasiado pequeño contra esa ferocidad que nos muerde. ¿Qué podemos hacer para afrontar esas fuerzas inevitables, victoriosas y maléficas? ¿Qué puedo hacer contra la influencia de la raza en mi historia personal? ¿Qué puedo hacer contra los hábitos hereditarios y constitucionales, contra la escrófula, la linfa y la impotencia? ¿Qué contra el clima, contra la barbarie, en mi país? Puedo razonarlo o negarlo todo menos ese Vientre perpetuo que quiere y debe alimentarse y que yo no puedo hacer respetable.
Pero la principal resistencia que encuentra el impulso afirmativo y que incluye a todas las demás se halla en la doctrina de los Ilusionistas. Circula el rumor doloroso de que hemos servido de ejemplares de experimentación en los actos principales de la vida y que el libre albedrío no es más que el nombre más vacuo. Hemos sido empapados y narcotizados con el aire, con el alimento, con la mujer, con los hijos, con las ciencias, con los acontecimientos, que nos dejan exactamente en el mismo estado en que nos encontraron. Los hombres se quejan de que las matemáticas dejan a la inteligencia tal como la encuentran; lo mismo sucede con todas las ciencias, y lo mismo con todos los acontecimientos y acciones. Encuentro que un hombre que ha estudiado todas las ciencias sigue siendo tan patán como antes, y a través de todos los oficios, doctos, civiles y sociales, se puede descubrir al niño. No por eso estamos menos necesitados de dedicar a ellos nuestra vida. En realidad, podemos llegar a aceptar como la regla fija y la teoría de nuestro estado de educación que Dios es una sustancia y que su método es la ilusión. Los sabios orientales reconocían a la diosa Yoganidra la gran energía ilusoria de Vishnu, por quien es engañado el mundo entero.
¿O debo decirlo de este otro modo? Lo asombroso de la vida es la ausencia de toda apariencia de reconciliación entre la teoría y la práctica. La razón, la preciosa realidad, la Ley, son comprendidas de vez en cuando, en un momento sereno y profundo, entre el barullo de preocupaciones y de trabajos que no tiene relación directa con ellas; luego se pierden durante meses o años, y luego vuelven a encontrarse durante un intervalo para perderse de nuevo. Si computamos el tiempo observaremos en cincuenta años media docena de horas razonables. Pero ¿de qué sirven esas preocupaciones y trabajos? No vemos método en el mundo, sino ese paralelismo entre lo grande y lo pequeño, que nunca reaccionan el uno sobre el otro, ni descubren la menor tendencia a converger. Las experiencias, las fortunas, los gobiernos, las lecturas, los escritos no vienen al caso, como cuando un hombre entra en nuestra habitación no podemos adivinar si se ha alimentado de ñame o de carne de búfalo, ha conseguido tener los huesos y los músculos que deseaba a base de arroz o de nieve. Tan grande es la desproporción entre el cielo de la ley y la hormiga que labora bajo él, que el hecho de que sea un hombre de mérito o un imbécil no tiene tanta importancia como decimos. ¿Añadiré, como un juego de manos de este encantamiento, la sorprendente ley de no intercambio que hace imposible toda cooperación? El espíritu joven anhela entrar en la sociedad. Pero todos los caminos de la cultura y de la grandeza conducen al encierro solitario. Se ha visto frustrado muchas veces, no espera que su aldea muestre simpatía por su pensamiento, y por eso va a exponerlo a los elegidos y los inteligentes, pero no encuentra en ellos comprensión, sino mera interpretación, disgusto y burla. Los hombres son extrañamente inoportunos y hacen mal uso de las cosas y la excelencia de cada uno es un inflamado individualismo que los separa entre sí más todavía.
Ahí están esas y otras enfermedades del pensamiento que nuestros maestros ordinarios no intentan extirpar. ¿Deberemos decir por eso y porque una buena naturaleza nos inclina del lado de la virtud, que no hay dudas y mentir en nombre de la justicia? ¿Debemos vivir la vida valiente o cobardemente? La satisfacción de las dudas ¿no es esencial para toda virilidad? ¿El nombre de la virtud servirá de barrera para lo que es verdaderamente virtud? ¿No podéis creer que un hombre de costumbres francas y rudas pueda encontrar poco de bueno en el té, los ensayos y el catecismo y necesite una instrucción más áspera, necesite de otros hombres, del trabajo, del comercio, de la agricultura, de la guerra, del hambre, de la abundancia, del amor, del odio, de la duda, del terror, para que las cosas se le presenten claras, y que no tiene derecho a insistir en que se le convenza a su manera? Cuando esté convencido, valdrá la pena.
La fe consiste en aceptar las afirmaciones del alma; la incredulidad, en negarlas. Algunas inteligencias son incapaces de escepticismo. Las dudas que declaran mantener son más bien una cortesía o acomodación a lo que dicen comúnmente sus compañeros. Pueden entregar el bien a la especulación, pues están seguros de no perderse en ella. Una vez admitidos en el cielo del pensamiento, no vuelven a caer en la noche, pues del otro lado reciben una invitación infinita. Hay otro cielo dentro de cada cielo y otro firmamento sobre cada firmamento, y están circundados de divinidades. Hay otros para quienes el cielo es de bronce y se cierra sobre la superficie de la tierra. Es una cuestión de temperamento o de una inmersión mayor o menor en la naturaleza. La última clase está reducida a una fe refleja o parásita, no a una visión de las realidades, sino a una confianza instintiva en los videntes y creyentes de las realidades. Las maneras y los pensamientos de los creyentes los sorprenden y los convencen de que aquéllos han visto algo que a ellos se les oculta. Pero su hábito sensual fijará al creyente en su última posición, mientras él avanza de una manera al parecer inevitable, y al poco tiempo el incrédulo, por amor a la fe, quema al creyente.
Los grandes creyentes han sido considerados siempre como infieles, irrazonables, fantásticos, ateos y en realidad hombres sin importancia. El espiritualista se ve arrastrado a expresar su fe mediante una serie de escepticismos. Las almas caritativas llegan con sus proyectos y piden su cooperación. ¿Cómo puede titubear? La simple urbanidad y cortesía exige que nos pongamos de acuerdo con los demás en todo lo posible y que convirtamos nuestras máximas en algo auspicioso, y no glacial y siniestro. Pero se ve obligado a decir: "¡Oh!, estas cosas serán como deban ser; ¿qué puedo hacer yo? Esas maldades y crímenes particulares son las hojas y el fruto de esos árboles que vemos crecer. Es inútil quejarse de la hoja o de la baya; si las cortamos, el árbol producirá otras igualmente malas. Hay que comenzar la cura por la raíz". Las generosidades del día resultan para él un elemento refractario. Los problemas del pueblo no son los suyos, los métodos del pueblo no son los suyos, y contra todos los dictados de la buena naturaleza se ve obligado a decir que no encuentra placer en ellos.
Hasta las doctrinas caras a la esperanza del hombre, como la de la divina Providencia y la de la inmortalidad del alma, no pueden exponerlas sus semejantes de modo que él pueda afirmarlas. Pero niega con exceso de fe y no por defecto. Niega por honestidad. Prefiere que le atribuyan la imbecilidad del escepticismo y no la falsedad. Creo, dice, en el fin moral del universo; existe hospitalariamente para la felicidad de las almas; pero vuestros dogmas me parecen caricaturas. ¿Por qué fingiré creer en ellos? ¿Dirá alguien que esto es ser frío e infiel? No lo dirán el sabio y el magnánimo. Estos se regocijarán en su buena voluntad perspicaz, que puede abandonar al adversario todo el terreno de la tradición y de la fe común, sin perder un ápice de fuerza. Mira hasta el fin de toda transgresión. George Fox vio "que existía un océano de oscuridad y de muerte, pero también un océano infinito de luz y de amor que fluía sobre el de la oscuridad".
La solución final en que se pierde el escepticismo es el sentimiento moral, que nunca pierde su supremacía. Pueden probarse con seguridad todos los estados de ánimo y puede concederse su peso a todas las objeciones; el sentimiento moral pesa más que todas ellas. Es la gota de agua que equilibra el océano. Juego con la miscelánea de los hechos y adopto esas opiniones superficiales que llamamos escepticismo; pero sé que se me aparecerán pronto en un orden que hace imposible el escepticismo. Un pensador debe sentir que el pensamiento es el origen del universo, que las masas de la naturaleza ondulan y fluyen.
Esta fe aprovecha a todo el problema urgente de la vida y de los objetos. El mundo está saturado por la divinidad y la ley. Está satisfecho con lo justo y lo injusto, con los tontos y los locos, con el triunfo de la locura y del fraude. Puede contemplar con serenidad el abismo que se abre entre la ambición del hombre y su capacidad de actuación, entre la demanda y la oferta de poder, que constituye la tragedia de todas las almas.
Charles Fourier declaró que "las atracciones del hombre son proporcionadas a sus destinos"; en otras palabras, que todo deseo predice su propia satisfacción. No obstante, la experiencia demuestra lo contrario: la incompetencia de su poder es lo que apesadumbra universalmente a las inteligencias jóvenes y ardientes. Acusan a la divina Providencia de cierta parsimonia. Ella ha mostrado los cielos y la tierra a todas las criaturas y las ha llenado con el deseo de poseerlo todo, un deseo ardiente, infinito, un hambre como de espacio que sólo puede satisfacerse con planetas, un grito de hambre, como el de los demonios por las almas. Y luego, para satisfacerlas, administra a cada hombre una simple gota, una burbuja de rocío de poder vital por día, una copa tan grande como el espacio y en esa copa una sola gota del agua de la vida. Cada hombre despierta por la mañana con un apetito capaz de devorar el sistema solar como si fuera un panal, con un espíritu ilimitado para la acción y la pasión: puede posar su mano en la estrella de la mañana, puede discutir sobre la gravitación y la química, pero al primer movimiento para probar su fuerza, sus manos, pies y sentidos lo abandonan y no quieren obedecerlo. Es un emperador abandonado por sus súbditos, reducido a pedir limosna, o arrojado entre una turba de emperadores que piden limosna: y no obstante, las sirenas cantan: "Las atracciones son proporcionadas a los destinos". En cada casa, en el corazón de cada novia y de cada niño, en el alma del anheloso santo se encuentra ese abismo entre la promesa más amplia de poder ideal y la ruin experiencia.
La naturaleza expansiva de la verdad viene en nuestra ayuda, elástica, imposible de circundar. El hombre se mantiene con generalizaciones más amplias. La lección de la vida consiste prácticamente en generalizar, en creer lo que los años y los siglos dicen contra las horas, en resistir la usurpación de los detalles, en penetrar en su sentido universal. Las cosas parecen decir una cosa y dicen la contraria. La apariencia es inmoral; el resultado, moral. Las cosas parecen tender hacia abajo, para justificar el desaliento, para estimular a los bribones, para vencer al justo; y la causa de la justicia es llevada a buen término tanto por los pícaros como por los mártires. Aunque los pícaros vencen en toda lucha política, aunque la sociedad parezca pasar de manos de un grupo de criminales a manos de otro grupo de criminales tan pronto como cambia el gobierno, y aunque la marcha de la civilización es una serie de felonías, no obstante se satisfacen de algún modo los fines generales. Vemos que se producen forzadamente acontecimientos que parecen retardar o retrogradar la cultura de las edades. Pero el espíritu del mundo es un buen nadador y no pueden ahogarle las tormentas y el oleaje. Se burla de las leyes, y de ese modo, a través de toda la historia, el cielo parece gustar de recursos humildes y pobres. A través de los años y de los siglos, a través de los malos instrumentos, a través de las fruslerías y de los átomos, fluye irresistiblemente una tendencia benéfica.
Dejad que un hombre aprenda a mirar lo permanente en lo mudable y efímero, dejad que aprenda a soportar la desaparición de las cosas que estaba acostumbrado a venerar, sin perder su veneración; dejad que aprenda que se halla aquí, no para trabajar, sino para que en él se trabaje; y que, aunque un abismo se abra bajo otro abismo y una opinión desplace otra opinión, todas están contenidas en la Causa Eterna.
If my bark sink, 'tis to another sea13