Los grandes hombres se distinguen más por su amplitud que por su originalidad. Si buscamos originalidad que consista en tejer, como una araña, la red con sus propias entrañas; en buscar arcilla, fabricar ladrillos y construir la casa, los grandes hombres no son originales. La originalidad estimable no consiste en ser diferente de los demás hombres. El héroe aparece entre la muchedumbre de los caballeros y en lo más denso de los acontecimientos; al ver lo que desean los hombres y compartiendo su deseo, les proporciona la longitud de vista y brazo necesaria para alcanzar la meta deseada. El genio más grande es el más endeudado. El poeta no es un hombre ligero de cascos que dice lo primero que se le ocurre y que como lo dice todo acaba por decir algo bueno, sino un corazón al unísono con su época y su país. En su producción nada hay de caprichoso y fantástico, sino una seriedad dulce y triste, cargada con las convicciones más arraigadas y dirigida al objetivo más preciso que conozca hombre o clase alguna en su época.
El Genio de nuestra vida deja de lado a los individuos y no quiere grandeza alguna individual, sino la general. No hay elección para el genio. Un gran hombre no se levanta una hermosa mañana y dice: "Estoy lleno de vida; me haré a la mar y descubriré un continente antártico o resolveré la cuadratura del círculo; o exploraré la botánica y encontraré un nuevo alimento para el hombre; o se me ocurre una nueva arquitectura; o preveo una nueva fuerza mecánica". No; lo que le sucede es que se encuentra en medio de la corriente de los pensamientos y de los acontecimientos, empujado hacia adelante por las ideas y necesidades de sus contemporáneos. Se halla situado en el punto en que convergen todas las miradas de los hombres en busca de un camino, y las manos de aquéllos señalan unánimemente la dirección que debe seguir. La Iglesia lo ha educado entre ritos y pompas y él sigue la sugestión que le inspira su música y construye la catedral que necesitan sus cantos y procesiones. Se encuentra con una guerra encarnizada que lo educa en los cuarteles al son de las trompetas, y él mejora la instrucción militar. Encuentra dos países que tratan a ciegas de transportar carbón, harina o pescado desde el lugar de producción al de consumo, y planea un camino de hierro. Todo maestro ha encontrado reunidos sus materiales y su poder estriba en su simpatía por el pueblo y en su amor a los materiales que forja. ¡Qué economía de fuerza y qué compensación por la brevedad de la vida! Todo lo encuentra hecho. El mundo le ha ahorrado gran parte del camino. La raza se le ha adelantado y ha nivelado las montañas, ha rellenado los valles y ha tendido puentes. Los hombres, las naciones, los poetas, los artesanos, las mujeres, todos han trabajado para él y él se aprovecha de su trabajo. Si eligiese otra cosa fuera de esa línea de tendencia, fuera del sentimiento nacional y de la historia, tendría que hacerlo por sí mismo, sus facultades se agotarían en los primeros preparativos. Casi podría decirse que la gran fuerza del genio consiste en no ser original en modo alguno, en ser completamente receptivo, en dejar que el mundo lo haga todo y en sufrir que el espíritu de la hora pase sin obstáculo a través de su mente.
La juventud de Shakespeare floreció en una época en que el pueblo inglés pedía con insistencia entretenimientos dramáticos. Pero la corte se ofendía fácilmente con las alusiones políticas e intentó suprimirlos. Los puritanos, partido creciente y enérgico, y los fanáticos de la Iglesia Anglicana, querían suprimirlos. Pero el pueblo los necesitaba. Los patios de las posadas, los corrales y los tablados improvisados de las ferias aldeanas servían de escenario a la farándula. El pueblo había tomado gusto a aquella nueva diversión y, así como ahora no podemos pensar en suprimir los diarios, aunque el partido más fuerte así lo quisiera, tampoco entonces podían el rey, el prelado o el puritano, solos o unidos, suprimir un órgano que era al mismo tiempo balada, epopeya, periódico, conciliábulo, conferencia, títeres y biblioteca. Probablemente, tanto el rey como el prelado encontraban su interés en la escena. El teatro se había convertido, por todas esas causas, en un interés nacional, no tan notorio como para que algún gran historiador pensara en estudiarlo en una historia de Inglaterra, pero no menos digno de atención, por ser barato, y sin importancia, como una panadería. La mejor prueba de su vitalidad es la multitud de escritores que surgieron súbitamente en ese campo: Kyd, Marlowe, Greene, Jonson, Chapman, Dekker, Webster, Heywood, Middleton, Peele, Ford, Massinger, Beaumont y Fletcher.
La segura influencia del teatro en la mente del público es asunto de la mayor importancia para el poeta que trabaja en él. No pierde tiempo en experimentos ociosos. Halla un auditorio preparado y expectante. Mucho más en el caso de Shakespeare. En la época en que salió de Stratford y se trasladó a Londres, muchas obras de teatro, de diferentes fechas y autores, existían en manuscritos y se representaban por turno en los escenarios. Tales eran la Historia de Troya, que el público tenía que escuchar por partes semanalmente; La muerte de Julio César y otras historias tomadas de Plutarco, de las que nunca se cansaban los espectadores; multitud de episodios de la historia de Inglaterra, desde las crónicas de Brut y Arturo hasta la época de los Enriques, que el auditorio escuchaba atentamente; y una serie de tragedias patéticas, de alegres cuentos italianos y de viajes españoles que conocían todos los aprendices de Londres. Todos esos asuntos habían sido tratados, con mayor o menor habilidad, por todos los autores teatrales y el apuntador tenía en su poder los manuscritos sucios y manoseados. Ya no es posible decir quién los escribió por primera vez. Han sido propiedad del Teatro durante tanto tiempo y tantos genios nacientes los han ampliado o alterado, insertando en ellos un monólogo o una escena entera o añadiendo una canción, que nadie puede reclamar el derecho de propiedad sobre esa obra de muchos escritores. Por fortuna, nadie desea hacerlo. Ni esas obras las quiere nadie en su forma escrita. Hay muchos espectadores, pero pocos lectores. Están mejor donde están.
Shakespeare, lo mismo que sus colegas, consideró que aquella masa de viejas comedias era un vasto depósito del cual se podía disponer libremente. De haber existido entonces el prestigio que rodea a la tragedia moderna, nada hubiera podido hacerse. La ruda sangre cálida de la viva Inglaterra circulaba por la comedia como por las baladas callejeras y dio el cuerpo que necesitaba a su vivaz y majestuosa fantasía. El poeta necesita un terreno dentro de la tradición popular en el que pueda trabajar y que además pueda mantener su arte dentro de la debida sobriedad. Se adhiere al pueblo, que le proporciona la base para su edificio, y al poner en sus manos tanta obra ya hecha, lo deja en libertad y lleno de fuerza para las audacias de la imaginación. En suma, el poeta debe a su leyenda lo que la escultura debe al templo. La escultura se desarrolló en Egipto y en Grecia en subordinación a la arquitectura. Era un ornamento de las paredes del templo, al principio nada más que un rudo relieve esculpido en los frontones, pero luego el relieve se hizo más audaz y una cabeza o un brazo sobresalían de la pared, aunque los grupos seguían dispuestos de acuerdo con el edificio, que servía también de marco para sostener las figuras. Y cuando finalmente se alcanzó la mayor libertad de estilo y de procedimiento, el genio prevaleciente de la arquitectura siguió imponiendo cierta calma y continencia en la estatua. Tan pronto como la estatua se hizo independiente y perdió su relación con el templo o el palacio, el arte comenzó a declinar; el capricho, la extravagancia y la exhibición ocuparon el lugar de la antigua sobriedad. Ese equilibrio que encontraba el escultor en la arquitectura lo encuentra la peligrosa irritabilidad del talento poético en los materiales dramáticos acumulados a los que se ha acostumbrado la gente y que poseen cierta excelencia que ningún genio solitario, por extraordinario que sea, puede tener la esperanza de crear.
En realidad, parece que Shakespeare contrajo deudas en todas direcciones y era capaz de utilizar todo lo que encontraba. Puede inferirse lo crecido de esa deuda por los cómputos laboriosos de Malone con respecto a la Primera, la Segunda y la Tercera parte de Enrique VI, obra en la cual "de sus 6 043 versos, 1 771 fueron escritos por algún autor anterior a Shakespeare, 2 373 por él mismo, a base de lo que escribieron sus predecesores, y 1 899 eran completamente suyos". Y las investigaciones demuestran que ninguno de sus dramas fue inventado completamente por él. La declaración de Malone es una pieza importante de la historia externa. En el Enrique VIII creo ver claramente la formación de la roca original en que descansan sus más bellos estratos. El original fue escrito por un hombre superior, meditabundo, pero de mal oído. Puedo señalar sus versos y conozco bien su cadencia. Véase el soliloquio de Wolsey y la escena siguiente con Cromwell, en la que -en lugar del metro de Shakespeare, cuyo secreto estriba en que es el pensamiento el que construye la armonía, de manera que leyendo el sentido se encuentra el ritmo- los versos están construidos con arreglo a un tono determinado y hasta poseen algo de la elocuencia del púlpito. Pero la obra contiene, en toda su extensión, rasgos indudables de la mano de Shakespeare y algunos pasajes, como el relato de la coronación, son como autógrafos. Lo accidental, la salutación a la reina Isabel, está escrito en mal ritmo.
Shakespeare sabía que la tradición proporciona fábulas mejores que cualquier invención. Si es cierto que no ganaba reputación de inventor, aumentaba sus recursos, y en aquella época no era tan apremiante como en nuestros días la petulante demanda de originalidad. No había literatura para la mayoría. La lectura popular, la prensa económica, eran desconocidas. Cuando un gran poeta aparece en épocas iletradas, absorbe en su esfera toda la luz que se irradia de todas partes. Su bella labor consiste en ofrecer a su pueblo toda joya intelectual, toda flor del sentimiento, y el poeta entonces no ofrecía menos su memoria que su originalidad. En consecuencia, se muestra poco escrupuloso con respecto a la fuente de sus pensamientos, ya sea la traducción, ya la tradición, ya los viajes por países lejanos, ya la inspiración; cualquiera que sea la fuente, sus obras son igualmente bien acogidas por un auditorio nada crítico. Además, toma prestado muy cerca de su propia casa. Otros hombres dicen cosas sabias tan bien como él; lo que pasa es que dicen también muchas tonterías y no saben cuándo han hablado bien. Él sabe cómo brilla la joya legítima y la coloca en el lugar más destacado dondequiera que la encuentra. Tal es quizá la afortunada posición de Homero, de Chaucer y de Saadi. Sentían que todo ingenio les pertenecía. Y son bibliotecarios e historiógrafos tanto como poetas. Cada novelista era el heredero y el dispensador de todas las novelas del mundo:
Presenting Thebes and Pelops' line
And the tale of Troy divine.14
La influencia de Chaucer es evidente en toda nuestra literatura antigua; y más recientemente, no solamente Pope y Dryden le han sido deudores, sino que en todo el conjunto de los escritores ingleses se descubren fácilmente las huellas de una deuda no reconocida. Uno se queda encantado con la opulencia que alimenta a tantos pensionados. Pero Chaucer es un gran prestatario. Chaucer, al parecer, extraía continuamente, a través de Lydgate y Caxton, de Guido di Colonna, cuya novela latina sobre la guerra de Troya era a su vez una compilación de Dares Frigio, Ovidio y Estacio. También le beneficiaron Petrarca, Boccaccio y los poetas provenzales. Su Novela de la Rosa no es más que una traducción juiciosa de la de Guillermo de Lorris y Juan de Meung; Troilo y Crésida, de Lolio de Urbino; El gallo y el zorro, de los Layes de Marie; La casa de la fama, de algún francés o italiano; y utiliza al pobre Gower como si fuera un horno de ladrillos o una cantera que le proporcionan los materiales para construir su casa. Roba y se excusa diciendo que lo que toma no tiene valor donde lo encuentra y en cambio adquiere el valor más grande donde lo deja. Prácticamente ha llegado a ser una especie de regla en la literatura que un hombre que se ha mostrado una vez capaz de escribir con originalidad quede capacitado para robar a discreción en los escritos de los demás. El pensamiento es propiedad de quien puede hospedarlo y colocarlo en el lugar adecuado. Cierta torpeza caracteriza el uso de los pensamientos prestados, pero tan pronto como aprendamos a servirnos de ellos se hacen nuestros.
Así, pues, toda originalidad es relativa. Todo pensador es retrospectivo. El miembro de la legislatura, en Westminster o en Washington, habla y vota en representación de millares de hombres. Nos expone la situación de su distrito electoral y los canales invisibles por los cuales el senador ha llegado a conocer sus necesidades y deseos, la muchedumbre de hombres prácticos y entendidos que mediante la correspondencia o la conversación le suministran pruebas, anécdotas y cálculos, y con ello despoja su actitud y su clarividencia de una parte de su grandeza. Así como Sir Robert Peel y Mr. Webster votan en nombre de millares de hombres, así también Locke y Rousseau piensan en nombre de millares de hombres. Del mismo modo, Homero, Manú, Saadi o Milton encontraron a su alrededor fuentes de las cuales bebieron: amigos, amantes, libros, tradiciones, proverbios, todos los cuales perecieron ya, pero que, una vez conocidos, reducen nuestra admiración por aquéllos. ¿Habla el bardo con autoridad? ¿Se siente superado por algún compañero? Es preciso apelar a la conciencia del escritor. ¿Hay por lo menos en su pecho un Delfos al que se pueda preguntar con respecto a cualquier pensamiento o cualquier cosa si verdaderamente es así o no lo es? ¿Es posible obtener una respuesta y confiar en ella? Todas las deudas que un hombre semejante pueda contraer con otro ingenio nunca perturbarán su conciencia de originalidad, pues los servicios que prestan los libros y las otras inteligencias son una bocanada de humo ante la realidad más personal con que está familiarizado.
Fácil es observar que lo mejor que ha escrito o hecho el genio en este mundo no es la obra de un solo hombre, sino fruto del trabajo social, en el que muchos hombres han trabajado como uno solo, compartiendo el mismo impulso. Nuestra Biblia inglesa es un ejemplo maravilloso de la fuerza y de la música del idioma inglés. Pero no fue escrita por un solo hombre ni de una vez, pues los siglos y las iglesias han contribuido a su perfección. No hubo época alguna en que no existiera traducción de ese libro. Nuestra liturgia, admirada por su energía y su pathos, es una antología de la piedad de las edades y de las naciones, una traducción de las plegarias y de las ceremonias de la Iglesia Católica, recopiladas a través de largos períodos de las plegarias y las meditaciones de todos los santos y escritores sagrados que ha habido en el mundo. Grocio hace la misma observación con respecto al Padrenuestro; dice que las cláusulas que lo componen estaban ya en uso en la época de Cristo, en sus formas rabínicas. Cristo recogió los gramos de oro. El lenguaje nervioso del derecho consuetudinario, las formas imponentes de nuestros tribunales y la precisión y la verdad sustancial de las distinciones legales son la contribución de todos los hombres de vista penetrante y de espíritu vigoroso que vivieron en los países en que gobiernan esas leyes. La traducción de Plutarco alcanza su excelencia gracias a las traducciones sucesivas. No hubo época en que no existiera alguna. Todas las frases verdaderamente idiomáticas y nacionales se conservan, y todas las demás se toman y se echan a un lado sucesivamente. Un proceso parecido a ése se ha realizado mucho tiempo antes con los originales de esos libros. El mundo se toma libertades con los libros universales. Los Vedas, las Fábulas de Esopo, los Apólogos de Pilpay, Las mil y una noches, el Poema del Cid, la Ilíada, Robin Hood, los cantos de ministriles de Escocia, no son la obra de un solo hombre. En la composición de tales obras piensa la época, piensa el mercader, el albañil, el carpintero, el comerciante, al agricultor, el petimetre; todos piensan por nosotros. Todo libro proporciona a su época una buena palabra, y también la proporciona toda ley municipal, todo comercio, toda extravagancia en boga. Y el genio universal genérico, que no siente temor ni vergüenza por deber su originalidad a esa originalidad de todos, se presenta ante las épocas posteriores como la personificación de la suya propia.
Tenemos que agradecer a las investigaciones de los estudiosos y a la Sociedad Shakespeariana el haber determinado los pasos del drama inglés desde los misterios que se representaban en los templos por los sacerdotes hasta su final separación de la Iglesia y la aparición de las obras seculares, desde Ferrex y Porrex y La aguja de la tía Gurton hasta la presentación en el escenario de las obras que Shakespeare alteró, remodeló y de las cuales se apropió finalmente. Exaltados con el éxito y aguijoneados por el creciente interés que suscitaba el problema, no dejaron un puesto de libros sin registrar, ni arcón de buhardilla sin abrir, ni legajo amarillento alguno que se descompusiera por la humedad y la polilla, tan aguda era su esperanza en descubrir si el niño Shakespeare cazaba o no en terreno vedado, si cuidaba los caballos a la puerta del teatro, si había asistido a la escuela, y por qué dejó en su testamento a Ann Hathaway, su mujer, el lecho menos bueno.
Hay algo conmovedor en la ligereza con que la pasada generación se equivoca al escoger el objeto en que se reflejan todas las luces y hacia el que se vuelven todos los ojos; en el cuidado con que registra todas las trivialidades referentes a la reina Isabel, al rey Jacobo y a los Essex, los Leicester, los Burleigh y los Buckingham, y deja pasar sin un solo comentario valioso al fundador de otra dinastía, a la causa de que aún sea recordada la dinastía de los Tudor, al hombre que lleva en sí la raza sajona por la inspiración que le alienta y de cuyos pensamientos se viene nutriendo desde hace siglos el primer pueblo del mundo. Era un dramaturgo popular y nadie sospechaba que era también el poeta de la raza humana. Y aquel secreto fue tan insospechado por los poetas y los intelectuales como por los cortesanos y los frívolos. Bacon, que hizo el inventario del entendimiento humano de su época, nunca mencionó su nombre. Ben Jonson, por mucho que forcemos sus escasas palabras de respeto y de panegírico, no sospechaba la expansividad de aquella fama cuyas primeras vibraciones experimentaba. Sin duda le pareció generoso el elogio que había hecho a Shakespeare y se consideraba a sí mismo, fuera de toda discusión, como el mejor poeta de los dos.
Si se requiere ingenio para conocer el ingenio, según dice el proverbio, la época de Shakespeare debiera haber sido capaz de reconocérselo. Sir Henry Wotton nació cuatro años después que Shakespeare y murió veintitrés años después que él, y entre los que mantuvieron correspondencia y amistad con Wotton encuentro a las siguientes personas: Teodoro Beza, Isaac Casaubon, Sir Philip Sidney, el conde de Essex, Francis Bacon, Sir Walter Raleigh, John Milton, Sir Henry Vane, Isaac Walton, el doctor Donne, Abraham Cowley, Belarmino, Charles Cotton, John Pym, John Hales, Kepler, Vieta, Alberico Gentile, Paolo Sarpi y Arminius, de todos los cuales existe alguna prueba de que se comunicaron con él, sin enumerar a muchos otros a quienes sin duda vio, como Shakespeare, Spenser, Jonson, Beaumont, Massinger, los dos Harbert, Marlowe, Chapman y otros. Desde la constelación de grandes hombres que apareció en Grecia en la época de Pericles nunca hubo un conjunto semejante de personalidades; no obstante, su genio no alcanzó a descubrir la mejor cabeza del universo. La máscara de nuestro poeta era impenetrable. La montaña no puede verse de cerca. Fue necesario que transcurriese todo un siglo para que se llegara a sospechar que tenía genio, y hasta haber pasado dos siglos después de su muerte no comenzó a aparecer crítica alguna que fuese digna de él. Hasta ahora no era posible escribir la biografía de Shakespeare. Es el padre de la literatura alemana, pues gracias a la introducción de Shakespeare en Alemania por Lessing y a la traducción de sus obras por Wieland y Schlegel se produjo el rápido florecimiento de aquella literatura. Hasta el siglo XIX, cuyo genio especulativo es una especie de Hamlet viviente, la tragedia de Hamlet no pudo encontrar lectores entusiastas. Ahora la literatura, la filosofía y el pensamiento están shakespearizados. Su mente es el horizonte más allá del cual nada vemos. Nuestros oídos han sido educados para la música por sus ritmos. Coleridge y Goethe son los únicos críticos que han expresado nuestras convicciones con la debida fidelidad, pero en todas las inteligencias cultivadas existe una silenciosa apreciación de su fuerza y de su belleza superlativas que, como el Cristianismo, califican al período.
La Sociedad Shakesperiana ha investigado en todas direcciones, ha dado a conocer los hechos erróneos, ha ofrecido dinero por cualquier información que constituyese una prueba. ¿Cuál ha sido el resultado? Fuera de algún dato importante para la historia del teatro inglés, a lo cual ya me he referido, ha recogido unos cuantos hechos referentes a la propiedad y a las transacciones del poeta con respecto a la propiedad. Parece que año tras año percibió una creciente participación en el teatro Blackfriars; su guardarropa y otras dependencias le pertenecían; compró unos terrenos en su aldea natal con sus ingresos como escritor y como accionista; vivió en la mejor casa de Stratford; sus vecinos le confiaban sus comisiones cuando iba a Londres, como préstamos en dinero y cosas parecidas; era un verdadero agricultor. Por la época en que escribía Macbeth demandó ante el tribunal municipal de Stratford a Philip Rogers por la suma de treinta y cinco chelines y diez peniques que le debía por el trigo que le había entregado en diferentes ocasiones; y en todos respectos aparece como un buen administrador, sin que se le atribuya excentricidad ni exceso alguno. Era un hombre bondadoso, y en el teatro un actor y accionista que no se distinguía de manera llamativa de los demás actores y empresarios. Admito la importancia de esta información. Merecen la pena los trabajos penosos que se han realizado para conseguirla.
Pero cualesquiera que sean las migajas de información con respecto a su condición que han salvado esas investigaciones, no pueden arrojar luz alguna sobre aquella infinita invención que es imán oculto que nos atrae hacia él. Somos unos historiadores muy torpes. Relatamos la crónica de la parentela, del nacimiento y del lugar del nacimiento, de la vida escolar, de los compañeros de escuela, de las ganancias de dinero, del matrimonio, de la publicación de libros, de la celebridad y de la muerte, y cuando agotamos nuestra charla no aparece lazo de unión alguno entre todo eso y el hijo de la diosa y parece que si hubiéramos abierto al azar el "Plutarco Moderno" y leído la biografía de cualquier otro, ella también hubiera convenido a sus poemas. La esencia de la poesía consiste en saltar, como la irisada hija de la Maravilla, desde lo invisible, para abolir el pasado y rechazar toda historia. Malone, Warburton, Dyce y Collier han malgastado su aceite. Los teatros famosos como el Covent Garden, el Drury Lane, el Park y el Tremont han aportado inútilmente su ayuda. Betterton, Garrick, Kemble, Kean y Macready consagran sus vidas a ese genio, lo coronan, lo explican, lo obedecen y lo interpretan. El genio no los conoce. Comienza la recitación, una palabra de oro salta inmortal de toda esa pintada pedantería y nos atormenta suavemente invitándonos a su morada inaccesible. Recuerdo que fui una vez a ver el Hamlet de un actor famoso, orgullo de los escenarios ingleses, y todo lo que oí y que ahora recuerdo del actor trágico fue precisamente aquello en lo que el actor no intervenía, sencillamente la pregunta que Hamlet hace al espectro:
What may this mean,
That thou, dead corse, again in complete steel
Revisit'st thus the glimpses of the moon?15
Aquella imaginación que dilata el gabinete en que escribe hasta darle una dimensión mundial, y lo llena de agentes alineados y en orden, no menos rápidamente reduce la gran realidad hasta convertirla en rayos de luna. Esos trucos de su magia nos roban las ilusiones de la labor de los actores. ¿Puede aclararme alguna biografía los lugares a que me transporta el Sueño de una noche de verano? ¿Confió Shakespeare a algún notario o registrador municipal, a algún sacristán o vicario de Stratford la génesis de esa delicada creación? El bosque de Arden, el aire ágil del castillo de Scone, el claro de luna de la quinta de Porcia, "las vastas cavernas y ociosos desiertos" del cautiverio de Othello: ¿dónde está el primo en tercer grado o el sobrino nieto, o los legajos del magistrado, o la carta privada que haya conservado una sola palabra sobre esos secretos trascendentales? En resumen, en ese drama, como en todas las grandes obras de arte -en la arquitectura ciclópea de Egipto y de la India, en la escultura de Fidias, en las catedrales góticas, en la pintura italiana, en las baladas de España y de Escocia- el genio retira tras sí la escalera cuando la época creadora llega hasta el cielo y abre camino a otra nueva que ve las obras y pregunta en vano por su historia.
Shakespeare es el único biógrafo de Shakespeare, y ni aun él puede decir nada excepto al Shakespeare que llevamos en nosotros, es decir a nuestra hora de mayor perspicacia y simpatía. No puede salir de su trípode y relatarnos anécdotas de sus inspiraciones. Leed los documentos antiguos desembrollados, analizados y comparados por los asiduos Dyce y Collier, y luego leed una de aquellas etéreas frases -aerolitos- que parecen haber caído del cielo y que no nuestra experiencia, sino el hombre que llevamos dentro, ha aceptado como las palabras del destino; y decidme si concuerdan, si los primeros explican de algún modo las últimas o cuáles proporcionan el mejor conocimiento histórico del hombre.
De aquí que aunque nuestra historia íntima sea tan magra, si contamos a Shakespeare como biógrafo en vez de a Aubrey y Rowe tendremos realmente información material, la que describe el carácter y la fortuna, la que nos importaría más conocer si hubiéramos de encontrarnos con el hombre y tuviéramos que tratar con él. Conocemos así sus convicciones sobre aquellas cuestiones que exigen una solución de nuestros corazones: sobre la vida y la muerte, el amor, la riqueza y la pobreza, los galardones de la vida y los medios con que los alcanzamos, los caracteres de los hombres y las influencias, ocultas o manifiestas, que afectan su suerte; y esos poderes misteriosos y demoníacos que desafían a nuestra ciencia y que, sin embargo, entretejen su malignidad y su don en nuestras horas más brillantes. ¿Quién ha leído alguna vez el volumen de los Sonetos sin descubrir que el poeta ha revelado en ellos, bajo disfraces que no son tales para el inteligente, la ciencia de la amistad y del amor, la confusión de sentimientos en el más susceptible y al mismo tiempo el más intelectual de los hombres? ¿Qué rasgo de sus opiniones privadas ha ocultado en sus dramas? Uno puede discernir en sus amplias descripciones del caballero y del rey las formas y las humanidades que le agradaban, el deleite que le proporcionaban las compañías de amigos, la franca hospitalidad y las dádivas cordiales. Dejemos que nos respondan en nombre de su gran corazón Timón, Warwick, Antonio el mercader. Lejos de ser Shakespeare el menos conocido, es la única persona que conocemos bien de toda la historia moderna. ¿Qué punto de moral, de costumbres, de economía, de filosofía, de religión, de gusto, de conducta en la vida no ha dilucidado? ¿Cuál es el misterio cuyo conocimiento no ha evidenciado? ¿Qué profesión o función o rama del trabajo humano no ha recordado? ¿A qué rey no ha enseñado majestad como Talma enseñó a Napoleón? ¿Qué doncella no lo ha encontrado más fino que su propia delicadeza? ¿A qué amante no ha superado con su amor? ¿A qué sabio no supera su sabiduría? ¿A qué caballero no ha instruido con respecto a la rudeza de su conducta?
Algunos críticos hábiles y juiciosos creen que no tiene valor crítica alguna de Shakespeare que no se base puramente en su mérito como dramaturgo, que se lo juzga falsamente como poeta y filósofo. Pienso tan favorablemente como esos críticos sobre su mérito como dramaturgo; no obstante, lo considero secundario. Era un hombre completo a quien le gustaba conversar, un cerebro que exhalaba pensamientos e imágenes y que al buscar una salida para ellos encontró el drama a mano. Si hubiera sido menos que eso, hubiéramos tenido que considerar lo bien que ocupó su puesto, el gran dramaturgo que era, el mejor que ha habido en el mundo. Pero sucede que lo que tiene que decir es de tal peso, que aparta en cierto modo la atención de la manera como lo dice, y es como un santo cuya biografía debe referirse en todos los idiomas, en verso y en prosa, por medio de canciones y cuadros, y resumirse en proverbios, de tal modo que la ocasión que dio a la intención del santo la forma de una conversación, o de una plegaria, o de un código legal, resulta inmaterial en comparación con la universalidad de su aplicación. Así ocurre con el sabio Shakespeare y con su libro de la vida. Él escribió las melodías para toda nuestra música moderna; escribió el texto de la vida moderna, el texto de las costumbres; dibujó al hombre de Inglaterra y de Europa, el padre del hombre de América; dibujó al hombre y describió el día y lo que se hace en él; leyó en los corazones de los hombres y las mujeres, leyó su probidad y sus segundos pensamientos y sus engaños; los engaños de la inocencia y las transiciones mediante las cuales las virtudes y los vicios se truecan en sus contrarios; podía separar la parte de la madre de la parte del padre ante el hijo, o trazar las finas demarcaciones de la libertad y del destino; conocía las leyes de la represión que constituyen la policía de la naturaleza y todas las dulzuras y todos los terrores del género humano se grababan en su mente con la veracidad y suavidad con que el paisaje se graba en nuestros ojos. Y la importancia de esta sabiduría de la vida relega a segundo término a la forma, ya sea épica o dramática. Es como si se preguntase en qué clase de papel fue escrito el mensaje de un rey.
Shakespeare se halla tan fuera de la categoría de autores eminentes como lo está de la muchedumbre. Es inconcebiblemente penetrante; los otros de modo concebible. Un buen lector puede, en cierto modo, anidarse en el cerebro de Platón y pensar desde él, pero no puede anidar en el cerebro de Shakespeare. Aún no hemos podido penetrar en él. Por sus facultades ejecutivas, por su poder de creación, Shakespeare es único. Nadie puede imaginarlos mejores. Su sutileza tenía el mayor alcance compatible con la propia individualidad, era el más sutil de los autores, y apenas relegable al ámbito de la literatura. Juntamente con la sabiduría de la vida estaba dotado de fuerza imaginativa y lírica. Vistió a las criaturas de su leyenda con forma y sentimientos como si fueran personas que hubieran vivido bajo su techo y pocos hombres reales han poseído caracteres tan distintivos como esas ficciones. Y hablaban en un lenguaje tan dulce como oportuno. Pero sus talentos nunca lo sedujeron hasta llevarle a la ostentación, ni pulsó siempre la misma cuerda. Una humanidad omnipresente coordina todas sus facultades. Dad a un hombre de talento una historia que relatar y pronto aparecerá su parcialidad. Es dueño de ciertas observaciones, opiniones y tópicos que tienen una importancia accidental y que se dispone a exhibir. Refuerza unas cosas y debilita otras, consultando, no la conveniencia de la cosa, sino su conveniencia y su fuerza. Pero Shakespeare no tiene peculiaridades ni tópicos inoportunos, sino que todo lo expone como es debido, no tiene caprichos ni curiosidades; no es un pintor de vacas, no es un vendedor de pájaros, no es un amanerado; no se descubre en él egoísmo alguno; cuenta lo grande con grandeza y lo pequeño de una manera subordinada. Es sabio sin énfasis ni petulancia; es fuerte como lo es la naturaleza, que levanta la tierra y forma las montañas sin esfuerzo y por la misma ley con que hace flotar una burbuja en el aire y le agrada lo mismo hacer lo uno que lo otro. De ahí su uniformidad de potencia en la farsa, en la tragedia, en la narración y en las canciones amorosas; mérito tan incesante que cada uno de los lectores se muestra incrédulo con respecto a la percepción de los otros lectores.
Este poder de expresión, o sea de convertir la verdad más íntima de las cosas en música y verso, hace de él el prototipo del poeta y ha planteado un nuevo problema a la metafísica. Eso es lo que lo convierte en historia natural, como una de las principales producciones del globo terráqueo, anunciadora de nuevas eras y perfeccionamientos. Las cosas se reflejan en el espejo de su poesía sin pérdida de detalles ni imperfecciones; puede pintar lo bello con precisión, lo grande con moderación, lo trágico y lo cómico con indiferencia, sin deformarlo ni favorecerlo. Lleva a cabo su potente ejecución con minuciosidad de detalles, hasta la exactitud. Dibuja una pestaña o un hoyuelo con la misma firmeza que una montaña y no obstante, esas cosas minúsculas resisten, como las cosas de la naturaleza, el examen del microscopio.
En una palabra: Shakespeare es el principal ejemplo que se puede aducir para demostrar que la mayor o menor producción, que la mayor o menor cantidad de descripciones es algo indiferente. Tenía la facultad de poder hacer un retrato. Daguerre descubrió la manera de trasladar la imagen de una flor a su placa de yodo, y luego procedió fácilmente a trasladar un millón de ellas. Siempre han existido los objetos, pero no su representación. Aquí, por fin, tenemos una representación perfecta, y ahora dejemos que el mundo de las figuras se haga retratar. No se puede dar una fórmula para crear un Shakespeare, pero está demostrada la posibilidad de convertir las cosas en canto.
Su fuerza lírica estriba en el genio de su obra. Los sonetos, aunque su excelencia se pierde en el esplendor de los dramas, son tan inimitables como estos, y no se trata del mérito de los versos, sino del mérito de la obra en conjunto. Este lenguaje de los seres poéticos es como el tono de la voz de una persona incomparable y cada una de sus cláusulas es tan improducible como un poema entero.
Aunque los diálogos de sus obras y hasta los mismos versos aislados poseen una belleza que tienta al oído a detenerse en ellos por su eufuismo, no obstante la estrofa está tan cargada de significado y tan ligada con las precedentes y las sucesivas, que el lógico se siente satisfecho. Sus medios son tan admirables como sus fines; cada una de sus invenciones subordinadas con las cuales se ayuda para relacionar algunos contrastes irreconciliables es también un poema. No se ve obligado a desmontar y seguir su camino a pie, porque sus caballos galopan con él hacia una remota dirección; siempre cabalga.
La más bella poesía fue en un principio experiencia, pero el pensamiento ha sufrido una transformación desde que era una experiencia. Los hombres cultos alcanzan con frecuencia un alto grado de habilidad para escribir versos, pero es fácil leer a través de sus poemas su biografía personal. Todo el que conozca a una persona puede darle su nombre: éste es Andrés, aquélla es Raquel. De este modo el sentido sigue siendo prosaico. Es una oruga con alas, pero todavía no es una mariposa. En la mente del poeta, el hecho ha pasado a ser por completo un nuevo elemento del pensamiento y ha perdido todo lo mudable. Esa generosidad perdura en Shakespeare. Por la veracidad y el parecido con que están trazados sus caracteres, decimos que se sabe la lección de memoria. Pero, no hay en él rasgo de egotismo.
Otra característica regia pertenece al poeta. Me refiero a su alegría, sin la cual ningún hombre puede ser poeta, porque su fin es la belleza. Ama la virtud, no porque sea una obligación, sino por su gracia; se deleita con el mundo, con el hombre, con la mujer, por la luz de belleza que en ellos resplandece. Derrama sobre el universo la belleza, el espíritu de la alegría y del júbilo. Epicuro relata que la poesía posee tal encanto, que un amante puede abandonar a su amada para compartirlo. Y los verdaderos bardos se han distinguido por su carácter firme y alegre. Homero se inunda de sol. Chaucer es alegre y erguido, y Saadi dice: "Corre por allí el rumor de que soy un penitente, pero ¿qué tengo que ver con el arrepentimiento?" No menos soberano y alegre -mucho más soberano y alegre- es el tono de Shakespeare. Su nombre sugiere la alegría y la emancipación al corazón de los hombres. Si apareciese en una reunión de espíritus humanos, ¿quién no lo seguiría? Nada toca que no adquiera salud y longevidad al contacto de su estilo de fiesta.
Ahora bien: ¿cómo juzgamos los hombres a este bardo y benefactor cuando en la soledad cerramos nuestros oídos a las reverberaciones de la fama y tratamos de hacer el balance? La soledad proporciona lecciones austeras, puede enseñarnos a prescindir de héroes y poetas, y pesa también a Shakespeare y encuentra que comparte la medianía y la imperfección de la humanidad.
Shakespeare, Homero, Dante, Chaucer vieron el esplendor de la voluntad que mueve al mundo visible; sabían que un árbol sirve para algo más que para producir frutos, y el trigo para algo más que para producir harina, y la superficie de la tierra para algo más que para que se abran en ella surcos y caminos; sabían que esas cosas proporcionan a la mente una segunda y más bella cosecha, pues son emblemas de sus pensamientos y contienen en toda su historia natural cierto comentario mudo sobre la vida humana. Shakespeare las empleó como colores para componer su cuadro. Descansó en su belleza y nunca dio el paso que parecía inevitable en tal genio, es decir, no exploró la virtud que reside en esos símbolos e imparte ese poder: ¿qué es lo que dicen ellos mismos? Convirtió los elementos que tenía a sus órdenes en entretenimientos. Era maestro en fiestas para la humanidad. ¿No es como si, mediante los poderes majestuosos de la ciencia, uno hubiese tenido en sus manos los cometas o los planetas con sus lunas y los hubiera sacado de sus órbitas para hacerlos brillar junto a los fuegos de artificios municipales en una noche de fiesta, haciendo que en todas las ciudades se anunciase: "¡Vengan a presenciar esta noche una pirotecnia muy superior a la corriente!"? ¿No valen los agentes de la naturaleza y el poder para comprenderlos más que una serenata callejera o el humo de un cigarro? No podemos menos de recordar una vez más el vibrante texto del Korán: "¿Creéis que hemos creado por broma los cielos y la tierra y todo lo que se halla entre ellos?" En lo referente al talento y a la fuerza mental, el mundo de los hombres no puede presentarnos otro igual. Pero cuando se trata de la vida y de sus materiales y de sus auxiliares, ¿qué beneficio me reporta? ¿Qué es lo que significa? No es más que una Noche de Reyes, o un Sueño de una noche de verano, o el Cuento de una noche de invierno. ¿Qué significa una descripción más o menos? Recordamos el veredicto egipcio de las sociedades shakesperianas, que dice que era un actor y un empresario jovial. No puedo casar este hecho con sus versos. Otros hombres admirables han conducido sus vidas de acuerdo en cierto modo con su pensamiento; pero este hombre la condujo en completo contraste con el suyo. Si hubiera sido menos, si únicamente hubiera alcanzado la medida común de los grandes autores, de Bacon, Milton, Tasso y Cervantes, podríamos dejar el hecho en la penumbra del destino humano; pero que aquel hombre de los hombres que dio a la ciencia del intelecto un tema más nuevo y más amplio que todos los existentes y plantó la bandera de la humanidad algunos metros más adelante en el Caos no fuese sabio para sí mismo, es algo que debe figurar en la historia del mundo, ya que su mejor poeta llevó una vida oscura y profana y empleó su genio en divertir al público.
Pues bien: otros hombres, sacerdotes y profetas, israelitas, alemanes y suecos, contemplaron los mismos objetos, vieron a través de ellos su contenido. Y ¿con qué objeto? La belleza se desvaneció inmediatamente: establecieron mandamientos, un montañoso deber que lo excluía todo, una obligación, una tristeza como de montañas apiladas cayó sobre ellos, y la vida se hizo espectral, sin alegría, como una peregrinación, una prueba, bloqueada por historias como la caída y la maldición de Adán, con días de Juicio Final, purgatorios y fuegos del infierno, y en ellos se hundieron el corazón del vidente y el corazón del oyente.
Se puede conceder que se trata de semiopiniones de semihombres. El mundo espera todavía su poeta-sacerdote, un reconciliador, que no bromee con Shakespeare el actor, que no ande a tientas entre las tumbas con Swedenborg el llorón, pero que vea, hable y actúe con la misma inspiración. Pues el conocimiento dará más brillo a los rayos del sol, lo justo es más hermoso que el sentimiento privado y el amor es compatible con la sabiduría universal.