1
Monsieur Léon Berthelini cuidaba mucho su aspecto, y adaptaba diligentemente su conducta al traje que llevara en cada momento. Su porte tenía cierto aire español y algo de bandolero con un toque de Rembrandt cuando estaba en casa. Por lo que se refiere a su físico, era decididamente bajo y tenía tendencia a engordar, su rostro era la viva imagen del buen humor; sus ojos negros, que eran muy expresivos, revelaban un corazón amable, una naturaleza alegre y vivaz y un espíritu infatigable. Si hubiera vestido el atuendo de la época uno lo habría tomado por un híbrido imposible entre un barbero, un posadero y un servicial boticario. Pero ataviado con la ultrajante intrepidez de una chaqueta de terciopelo, un sombrero de ala ancha, unos pantalones que eran más bien unas calzas de color carne, un pañuelo blanco anudado al cuello con elegancia, un mechón de rizos olímpicos sobre la frente y los pies sempiternamente embutidos en unos zapatos Molière, bastaba con echarle un vistazo para saber que uno estaba en presencia de un Gran Divo. Cuando llevaba gabán, no se dignaba meter los brazos por las mangas: lo sujetaba con un único botón sobre los hombros cuando lo echaba hacia atrás a la manera de una capa, y lo lucía con el ademán y la presencia de un Almaviva. Soy de la opinión de que monsieur Berthelini rondaba la cuarentena. Pero, glorificado con aquellas galas, tenía un corazón de niño e iba por la vida como un muchacho en plena interpretación dramática. Si, después de todo, no era un Almaviva, no era por falta de ganas. Y disfrutaba de la compensación del artista: aunque no fuese un verdadero Almaviva, a veces era tan feliz como si lo fuese.
Lo he visto adoptar un porte tan alegre y caballeroso, en momentos en que se creía a solas con su Creador, y representar su papel con tanto cuidado y energía que la ilusión llegó a causar efecto y creí implícitamente en la pose del Gran Divo.
Pero, ¡ay!, la vida no puede basarse solo en esos principios, no se puede vivir solo de Almavivería, y, después de fracasar en varios teatros, el Gran Divo se vio obligado a descender cada noche de las alturas y cantar un repertorio de media docena de canciones cómicas, tañer una guitarra, animar a un público de pueblerinos y presidir por último los misterios de una tómbola.
Madame Berthelini, que participaba con él en aquellos indignos trabajos, ocupaba tal vez una posición más alta en la escala de los seres, y disfrutaba de una dignidad natural propia. Sin embargo, su corazón no estaba tan bien templado, pues eso habría sido imposible, y había adquirido un leve aire melancólico, atractivo a su modo, aunque no tan agradable de contemplar como el espíritu boyante, íntegro e infantil de su marido.
De hecho, Berthelini flotaba como una cometa en el viento, por encima de las complicaciones terrenales. En esas esferas no eran infrecuentes las detonaciones encolerizadas, pero las nieblas sombrías y las depresiones lacrimosas eran desconocidas por igual. Un golpe propinado en la mesa, o un noble gesto imitado de Mélingue o Frederic, aliviaban su irritación como una venganza. ¡Le traía sin cuidado que se hundieran los cielos, con tal de poder interpretar su papel con decoro! Y la actitud del marido, ya que no su ejemplo, contagiaba a la mujer, pues ambos se idolatraban, y, aunque cualquiera habría dicho que transitaban por mundos diferentes, lo cierto es que recorrían el camino de la mano.
Un día monsieur y madame Berthelini se apearon en la estación de la pequeña ciudad de Castel-le-Gâchis con dos cajas y una guitarra metida en una gruesa funda, y el ómnibus les trasladó con todos sus efectos personales al hotel Cabeza Negra, un edificio sombrío y conventual ubicado en un callejón tan estrecho que habría podido resistir un asedio después de cerrar las puertas, y cuyo interior olía extrañamente a paja, chocolate y afeites femeninos. Berthelini se detuvo en el umbral con una penosa premonición. Le pareció recordar que, en algún estado anterior, había visitado una hospedería que olía de modo similar y no había sido bien recibido.
El dueño del hotel, un individuo de aspecto trágico con un gran sombrero de fieltro, se levantó de la mesita que había debajo de la repisa de las llaves y salió a recibirlos mientras se quitaba el sombrero con ambas manos.
—Saludos, caballero. ¿Puedo preguntaros cuál es la tarifa para los artistas? —preguntó Berthelini con una cortesía a la vez majestuosa e insinuante.
—¿Para los artistas? —respondió el dueño. Su semblante cambió de expresión y la sonrisa de bienvenida desapareció—. ¡Oh, artistas! —añadió en tono gélido—, cuatro francos al día.
Y les dio la espalda a aquellos clientes tan insignificantes.
Los viajantes comerciales siempre tienen descuento y, sin embargo, son bien recibidos y pueden pedir un cordero bien cebado para la cena, pero a un artista, así tenga los modales de un Almaviva y vaya vestido como Salomón en toda su gloria, se le recibe como a un perro y se le sirve como a una solterona que viaje sola.
Aunque estaba acostumbrado a los gajes de su oficio, a Berthelini le molestó la actitud del dueño.
—Elvira —le dijo a su mujer—, recuerda mis palabras: haber venido a Castel-le-Gâchis ha sido una trágica locura.
—Espera a ver lo que recaudamos —replicó Elvira.
—No recaudaremos nada —replicó Berthelini—. Solo insultos. Tengo ojo para estas cosas, Elvira, tengo el don de la adivinación, y este lugar está maldito. El dueño ha sido descortés, el comisario será brutal, el público será sórdido y tumultuoso y tú cogerás un resfriado. Hemos sido unos necios al venir, la suerte está echada…, será un segundo Sédan.
Sédan era una ciudad odiosa para los Berthelini, no solo por patriotismo (pues eran franceses y respondían al algo más modesto nombre de Duval), sino porque había sido el escenario de sus más tristes fracasos. En aquel lugar habían pasado tres semanas en prenda porque no tenían con qué pagar la cuenta del hotel, y, de no haber sido por un sorprendente golpe de suerte, todavía seguirían allí todavía. Para los Berthelini el nombre de Sédan era como mentar la soga en casa del ahorcado. El conde de Almaviva se caló el sombrero con un gesto desesperanzado e incluso Elvira sintió que estaban atrayendo la mala suerte.
—Pidamos el desayuno —dijo ella con tacto femenino.
El comisario de policía de Castel-le-Gâchis era un comisario grande y rubicundo, granujiento y sujeto a una copiosa sudoración cutánea. Y he repetido dos veces el nombre de su oficio porque era más comisario que ninguna otra cosa. El espíritu de su cargo había impregnado a toda su persona. Transportaba su barriga como si fuese algo oficial. Siempre que insultaba a un ciudadano normal y corriente tenía la sensación de estar adulando al gobierno al mismo tiempo. Su falta de dignidad y un arrogante sentido del deber lo convertían en un hombre brutal. Su oficina era una madriguera en la que los viandantes oían al pasar las groseras exclamaciones, no de la ley, sino del gusto del comisario.
En el curso de aquel día, monsieur Berthelini acudió allí seis veces en busca del permiso preceptivo para el espectáculo de la tarde, y las seis veces se encontró con que el funcionario había salido. Léon empezó a ser una figura conocida en las calles de Castelle-Gâchis, se convirtió en una celebridad local y todos le señalaban como «el hombre que estaba buscando al comisario». Los niños lo seguían y corrían tras él, del hotel a la oficina. Daba igual lo que intentara Léon, liar un cigarrillo, repantigarse, calarse el sombrero en una docena de inclinaciones diferentes: en aquellas circunstancias, era difícil interpretar el papel de Almaviva.
Al pasar junto al mercado, en su séptima excursión, le indicaron dónde estaba el comisario, con el chaleco desabrochado y las manos a la espalda, dedicado a supervisar la venta y el peso de la mantequilla. Berthelini se abrió paso entre los puestos y las cestas y se aproximó al dignatario con una reverencia que era todo un logro del arte histriónico.
—¿Tengo el honor —preguntó— de hablar con monsieur le Commissaire?
Al comisario le impresionó la nobleza de sus modales y superó a Léon en la profundidad, ya que no en lo airoso, de su reverencia.
—¡El honor es mío! —respondió.
—Soy, señor —continuó el actor ambulante—, un artista, y me he permitido interrumpiros por un asunto de negocios. Esta noche ofrezco un pequeño espectáculo musical en el café Los Triunfos del Arado… permitid que os haga entrega de este programa de mano…, y he venido a pediros la autorización necesaria.
Al oír la palabra «artista», el comisario había vuelto a ponerse el sombrero con el aire de quien, después de haber condescendido demasiado, recuerda de pronto las obligaciones de su rango.
—Luego, luego —dijo—, ahora estoy ocupado, estoy pesando mantequilla.
«¡Maldito judío!», pensó Léon.
—Permitidme, señor —prosiguió en voz alta—. He ido ya seis veces…
—Colgad los carteles si queréis —le interrumpió el comisario—. Dentro más o menos de una hora examinaré vuestros papeles en la oficina. Pero ahora dejadme, estoy ocupado.
«Pesando mantequilla —se dijo Berthelini—. ¡Oh, Francia, y para esto hicimos el 93!»
Enseguida se hicieron los preparativos: se colgaron los carteles, se dejaron programas de mano en la mesa de todos los hoteles de la ciudad y se erigió un escenario en un extremo del café Los Triunfos del Arado, pero cuando Léon volvió a la oficina, el comisario había vuelto a salir.
«Es como madame Benôiton —pensó Léon—. Fichu Commissaire!»
Y en ese momento se topó con el hombre cara a cara.
—Aquí, señor, están mis papeles —dijo—. ¿Queréis tener la bondad de comprobarlos?
Pero el comisario estaba a punto de salir a cenar.
—No es necesario —replicó—, no es necesario, estoy ocupado, me doy por satisfecho. Podéis dar vuestro espectáculo.
Y se marchó a toda prisa.
«Fichu Commissaire!», pensó Léon.
2
Asistió un público bastante numeroso y el dueño del café hizo su agosto vendiendo cerveza. Sin embargo, los Berthelini se esforzaron en vano.
Léon estaba radiante vestido de velludillo, tenía un modo canalla de fumar un cigarrillo entre cada una de las canciones que valía su peso en oro, subrayó todos los chistes para que hasta el habitante más lerdo de Castel-le-Gâchis supiera cuándo reírse, y tocó la guitarra de un modo único. De hecho, su forma de interpretar era tan elegante, florida y refinada que verle resultaba más entretenido que asistir a una comedia romántica en el teatro.
Elvira, por su parte, cantó sus canciones patrióticas y amorosas con más expresividad de lo normal: su voz tenía encanto y emoción, y, mientras la observaba con su vestido granate muy corto y escotado y con una flor roja provocativamente colocada en el corsé, Léon se repitió por enésima vez que era una de las mujeres más adorables que había visto nunca.
Pero, ¡ay!, cuando pasó con la pandereta, los jóvenes de Castel-le-Gâchis le dieron la espalda fríamente. Alguno le dio una moneda de medio céntimo y el resultado neto de la colecta no llegó ni a medio franco; el propio alcalde, después de mucho insistirle, contribuyó exactamente con dos céntimos. Los artistas empezaron a sentir escalofríos: era como si estuvieran actuando a cambio de una copa, apolo en persona se habría desmoralizado en presencia de un público semejante. Los Berthelini se esforzaron por quitarse de encima aquella impresión y echaron toda la carne en el asador: cantaron cada vez más fuerte, la guitarra sonó como si estuviera viva, y por fin Léon se levantó imponente y entonó con inimitable convencimiento su gran canción, «Y a des honnêtes gens partout!». Nunca antes había dado mayores pruebas de dominio de su arte, y eso que estaba profundamente convencido de que Castel-le-Gâchis era una excepción a la norma que ahora proclamaba tan líricamente y estaba poblado solo por ladrones y camorristas; pero, como ya he dicho, se lo tomó como un reto y la cantó como si fuese un artículo de fe, y su rostro brillaba de tal modo mientras lo hacía que cualquiera habría pensado que conseguiría hacer algunos conversos entre el público que ocupaba los bancos.
Estaba en lo más agudo de su registro, con la cabeza echada hacia atrás y la boca abierta, cuando abrieron la puerta de par en par y dos recién llegados entraron ruidosamente en el café. Eran el comisario y un guardia.
El impávido Berthelini siguió proclamando: «Y a des honnêtes gens partout!». Pero ahora tanto sentimiento produjo una audible risita entre el público. Berthelini se preguntó por qué: no conocía los antecedentes de aquel guardia, ni sabía lo sucedido con unos sellos de correos. Pero el público sí lo sabía y le divirtió mucho la coincidencia.
El comisario se sentó en una silla vacía con la misma actitud que Cromwell cuando visitaba el Parlamento y, de vez en cuando, le susurraba alguna cosa al guardia, que se quedó respetuosamente erguido a su lado. Ambos tenían la mirada fija en Berthelini, quien seguía insistiendo en su afirmación.
Estaba cantando por vigésima vez «Y a des honnêtes gens partout!», cuando el comisario se puso en pie y le hizo un gesto brutal con el bastón.
—¿Os referís a mí? —preguntó Léon interrumpiendo su canción.
—A vos os digo —replicó el potentado.
«Fichu Commisaire!», pensó Léon, y bajó del escenario y se abrió paso hasta donde se encontraba el funcionario.
—¿A qué se debe, señor —preguntó pavoneándose el comisario—, que os encuentre haciendo el saltimbanqui en un café público sin mi permiso?
—¿Sin vuestro permiso? —exclamó el indignado Léon—. Permitid que os recuerde que…
—¡Vamos, vamos! —repuso el comisario—, no quiero oír ahora vuestras explicaciones.
—Me es indiferente lo que queráis —replicó el cantante—. Pienso dároslas y no permitiré que se me silencie. Soy un artista, señor, un concepto que vos no podéis comprender. Obtuve vuestro permiso y por eso estoy aquí, ¡y ay de quien se atreva a negarlo!
—Os digo que no tenéis mi firma —gritó el comisario—. ¡Mostradme la firma! ¿Dónde está?
Esa era la cuestión: ¿dónde estaba su firma? Léon comprendió que se encontraba en un atolladero, pero su valor estuvo a la altura de la ocasión y se echó los rizos hacia atrás con un noble gesto. El comisario le dio la réplica interpretando el personaje del tirano y cuanto más avanzaba uno más retrocedía el otro: la hidalguía desafiando a la furia. El público había trasladado su interés hacia esta nueva representación, y escuchaba con la silenciosa gravedad de los franceses cuando están en presencia de la policía. Elvira había tomado asiento, estaba acostumbrada a aquellos inconvenientes y la oprimía más la melancolía que el temor.
—Una palabra más —gritó el comisario— y haré que os arresten.
—¿Arrestarme? —chilló Léon—. ¡Os desafío a que lo hagáis!
—Soy el comisario de policía —respondió el funcionario.
Léon dominó sus emociones y replicó con una sutil indirecta:
—Eso parece.
La insinuación era demasiado refinada para Castel-le-Gâchis; nadie se sonrió siquiera, y el comisario se limitó a indicarle al cantante que le acompañara a su oficina y encaminó sus orgullosos pasos hacia la puerta. No había más remedio que obedecerle, y Léon lo hizo con una apropiada exhibición de indiferencia, aunque era innegable que lo habían humillado.
El alcalde había salido con disimulo y estaba esperándolos en comisaría. Ahora bien, en Francia el alcalde es el campeón de los oprimidos. Es él quien se interpone entre su pueblo y los abusos de la policía. En ocasiones atiende a razones y el cargo no siempre le envanece de forma desmedida. Vale la pena que lo sepan todos los viajeros: cuando la suerte parece decidida y uno casi se ha resignado a la injusticia, sigue quedándole, como a los héroes de las novelas, una última trompeta que tocar, y el alcalde, un adecuado deus ex machina, todavía puede descender para librarle de los secuaces de la ley. El alcalde de Castel-le-Gâchis, aunque insensible a los encantos de la música interpretada por los Berthelini, no tenía la menor duda de quién llevaba razón en aquel asunto. Enseguida se enfrentó al comisario en términos muy duros y este, molesto por la humillación, aceptó el desafío. La discusión siguió un rato sin un vencedor claro, hasta que por fin la victoria se inclinó de tal modo del lado del comisario que el alcalde creyó necesario hacer valer su autoridad. Se había quedado sin argumentos, pero seguía siendo el alcalde. Se apartó de su interlocutor y le recomendó breve, pero amablemente, a Léon que reanudara cuanto antes su concierto.
—Se está haciendo tarde —añadió.
Léon no esperó a que se lo dijera dos veces. Volvió al café de Los Triunfos del Arado a toda prisa. Pero, ¡ay!, el público se había marchado durante su ausencia, y Elvira estaba sentada muy cariacontecida sobre la funda de la guitarra: había visto cómo se marchaba la gente en grupos de dos y de tres y el espectáculo la había desanimado un poco. Cada uno de ellos se había llevado una parte de sus ganancias en el bolsillo, y había visto cómo los gastos de alojamiento de aquella noche, del billete de tren del día siguiente, e incluso de la cena del día siguiente, habían ido saliendo uno tras otro por la puerta del café y habían desaparecido en la noche.
—¿En qué ha quedado la cosa? —preguntó lánguidamente.
Pero Léon no respondió. Estaba contemplando la escena de la derrota. Apenas si quedaba una veintena de oyentes, y no tenían un aspecto muy prometedor. La manecilla del reloj indicaba ya casi las once.
—Es una batalla perdida —dijo él, y sacó la caja con la recaudación y le dio la vuelta—. ¡Tres francos setenta y cinco! —exclamó—, ¡pero si el alojamiento nos cuesta cuatro y el billete de tren seis, y no ha habido tiempo para la tómbola! Elvira, esto es un Waterloo. —Se sentó y se mesó, desesperado, los rizos—. Oh, fichu Commissaire! Fichu Commissaire!
—Recojámoslo todo y vayámonos —replicó Elvira—. Podemos probar con otra canción, pero no sacaremos ni tres céntimos.
—¿Tres céntimos? —gritó Léon—. ¡Trescientos mil diablos! No hay un solo ser humano en esta ciudad…, ¡no hay más que perros, cerdos y comisarios! Reza al cielo para que lleguemos sanos y salvos al hotel.
—¡No empieces a imaginar cosas raras! —exclamó Elvira con un escalofrío.
Y se pusieron a recoger. Guardaron el bote de tabaco, la boquilla y los tres sobres con botones, que habrían sido los premios de la tómbola si hubiera podido celebrarse, junto con las partituras, metieron la guitarra en su funda, Elvira se echó un chal fino por el cuello y los hombros y la pareja salió del café camino del Cabeza Negra.
Cuando atravesaban la plaza del mercado, la campana de la iglesia dio las once. Hacía una noche suave y agradable y no había ni un alma en la calle.
—Todo parece tranquilo —dijo Léon—, pero tengo un presentimiento. La noche no ha acabado todavía.
3
En el Cabeza Negra no había ni un resquicio de luz, y la puerta de carruajes estaba cerrada.
—Esto es inaudito —observó Léon—. ¡Un hotel cerrado a las once y cinco! Y eso que en el café había varios viajantes de comercio hasta muy tarde. Elvira, me temo lo peor. Llamemos al timbre.
El timbre era muy potente y, como estaba debajo del arco, estremeció la casa de arriba abajo con una reverberación áspera y metálica. Su sonido acentuó el aspecto conventual del edificio; a Elvira la embargó un sentimiento gélido, unido a una sensación de oración y mortificación; Léon, por su parte, parecía estar leyendo las pautas escénicas para un sombrío quinto acto.
—La culpa es tuya —dijo Elvira—. ¡Esto es lo que pasa por imaginarse cosas!
Una vez más, Léon llamó al timbre, de nuevo su solemne tañido despertó los ecos del hotel, y, antes de que se extinguieran, una luz brilló en la puerta de carruajes y se oyó una voz estentórea que temblaba de ira.
—¿Qué ocurre aquí? —gritó el trágico hospedero a través de la reja de la puerta—. ¿Cómo os atrevéis a presentaros casi a las doce armando escándalo como prusianos a la puerta de un hotel respetable? ¡Ah! —exclamó—, ¡ahora os reconozco! ¡Unos vulgares cantantes! ¡Gente que siempre anda metida en líos con la policía! ¿Y osáis presentaros a medianoche como si fueseis señores? ¡Largo de aquí!
—Permitid que os recuerde —replicó Léon en tono alterado— que me hospedo en vuestra casa, que estoy registrado como es preceptivo y que he dejado en ella equipaje por valor de cuatrocientos francos.
—No podéis entrar a esta hora —repuso el hombre—. Esta no es una taberna de ladrones, juerguistas y organilleros.
—¡Animal! —gritó Elvira, pues lo de organilleros le tocaba en lo hondo.
—En ese caso exijo que me devolváis mi equipaje —objetó Léon con mucha dignidad.
—No sé nada de vuestro equipaje —replicó el dueño.
—¿Retenéis mi equipaje? ¿Osáis retener mi equipaje? —gritó el cantante.
—¿Quién sois? —replicó el hospedero—. Está muy oscuro…, no acierto a reconoceros.
—Muy bien…, así que retenéis mi equipaje —concluyó Léon—. Lo pagaréis caro. Os amargaré la vida con pleitos, os arrastraré de juzgado en juzgado, si todavía queda justicia en Francia haré que se cumpla. ¡Y os convertiré en el hazmerreír…, os incluiré en una canción…, una canción pegadiza, indecente y popular, que los niños cantarán en las calles y con la que os martirizarán a medianoche a través de esta reja! —Había ido elevando el tono de voz con cada frase, pues el hospedero se había ido alejando tranquilamente y cuando se apagó la última rendija de luz y sus pasos se acallaron en el interior, Léon se volvió hacia su mujer con una expresión heroica—. Elvira, ahora tengo un objetivo en mi vida: destruir a este hombre como Eugène Sue destruyó al portero. Vayamos de inmediato a la gendarmería y demos comienzo a nuestra venganza.
Cogió la funda de la guitarra que había apoyado contra el muro y se pusieron en camino muy enfadados por la ciudad silenciosa y mal iluminada.
La gendarmería estaba oculta junto a la oficina de correos al fondo de un patio muy amplio, que en parte estaba cubierto de jardines; allí estaban encerrados y sumidos en un sueño agradecido los servidores públicos. Tuvieron que insistir mucho para despertar a uno, y, cuando salió por fin a la puerta, tan solo acertó a decir que «no era asunto suyo». Léon razonó con él, le amenazó y le suplicó: «La señora Berthelini lleva un traje de noche y es una mujer de salud delicada en estado de buena esperanza»; esto último lo soltó, supongo, para impresionarle, pero el hombre siguió dándole la misma respuesta:
—No es asunto mío.
—Muy bien —dijo Léon—, en ese caso iremos a ver al comisario.
Allí fueron y encontraron la oficina cerrada y a oscuras, pero la casa estaba cerca y, poco tiempo después, Léon estaba llamando al timbre como un loco. La mujer del comisario apareció en la ventana. Era una mujer pusilánime y les informó de que el comisario todavía no había vuelto a casa.
—¿Sabéis si está en casa del alcalde? —preguntó Léon.
Ella consideró que la posibilidad no era del todo improbable.
—¿Dónde está la casa del alcalde? —preguntó.
Y la mujer le dio una información bastante vaga al respecto.
—Tú quédate aquí, Elvira —dijo Léon—, por si me lo cruzo por el camino. Si a mi vuelta no estás aquí, iré directamente al Cabeza Negra.
Y se marchó en busca de la casa del alcalde. Estuvo diez minutos deambulando por callejones sin salida, y cuando llegó eran casi las doce y media. Una tapia blanca de jardín sobre la que asomaban unos gruesos castaños, una puerta con un buzón de correos y un tirador de hierro era todo lo que se veía del domicilio del alcalde. Léon cogió el tirador con ambas manos y danzó furioso sobre la acera. El timbre, que estaba al otro lado del muro, respondió a su actividad y extendió por doquier un alarmante estruendo en el silencio de la noche.
Se abrió una ventana de una casa que había al otro lado de la calle, y una voz preguntó el motivo de aquel escándalo tan intempestivo.
—Quiero ver al alcalde —dijo Léon.
—A estas horas ya se habrá acostado —repuso la voz.
—Pues tendrá que levantarse —respondió Léon, y empezó a llamar al timbre una vez más.
—Así no conseguiréis que os oiga —le explicó la voz—. El jardín es muy grande, la casa está al otro extremo, y tanto el alcalde como su ama de llaves son sordos.
—¡Ajá! —dijo Léon haciendo una pausa—. ¿Así que el alcalde es sordo? Eso lo explica todo. —Y pensó en el concierto de esa noche con una momentánea sensación de alivio—. ¿Así que el alcalde es sordo, el jardín es muy grande y la casa está al otro extremo?
—Podríais pasaros toda la noche llamando —añadió la voz—, y nadie os oiría. Solo me impediríais descansar a mí.
—Gracias, vecino —replicó el cantante—. Os dejaré dormir.
Y volvió a toda prisa a casa del comisario. Elvira seguía paseando de aquí para allá delante de la casa.
—¿No ha venido? —preguntó Léon.
—No —replicó ella.
—Muy bien —repuso Léon—. Estoy convencido de que nuestro hombre está dentro. Acércame la funda de la guitarra. Estableceré un asedio formal, Elvira: estoy enfadado, indignado, tengo tentaciones truculentas, pero doy gracias a mi Creador porque todavía conservo el sentido del humor. Le cantaremos una serenata a ese funcionario corrupto, Elvira. Le importunaremos de lo lindo. —Abrió la funda, tocó unos acordes y adoptó una postura inequívocamente española—. Vamos, prueba la voz. ¿Estás lista? ¡Sígueme!
La guitarra sonó y las dos voces se alzaron al unísono con un volumen sorprendente cantando el estribillo de una canción del viejo Béranger:
Commissaire! Commissaire!
Colin bat sa ménagère.
Las piedras de Castel-le-Gâchis se conmovieron ante aquella audaz innovación. Hasta entonces la noche había estado consagrada al reposo y los gorros de dormir, en cambio ahora, ¿qué era esto? Una tras otra, empezaron a abrirse ventanas, se rascaron cerillas y las velas parpadearon, caras hinchadas y soñolientas se asomaron a la luz de las estrellas. Había dos personas delante de la casa del comisario, las dos muy erguidas, con la cabeza echada hacia atrás y la mirada interrogando al cielo estrellado; la guitarra aullaba, gritaba y reverberaba como media orquesta, y las voces claras y animosas arremetían contra la ventana del comisario. Todos los ecos repetían el nombre del funcionario. Parecía más un entreacto de una farsa de Molière que un episodio de la vida real en Castel-le-Gâchis.
El comisario, si no fue el primero, tampoco fue el último de los vecinos en ceder a la influencia de la música y abrió hecho una furia la ventana de su dormitorio. Estaba fuera de sí de rabia. Se inclinó sobre el alféizar desvariando y gesticulando: la borla de su gorro de dormir blanco bailaba como si estuviera viva, abría la boca de modo desmesurado y, sin embargo, su voz, en lugar de escapar de ella como un rugido, salía aguda, vacilante y estrangulada. Un rato más de serenata y estaba claro que le daría una apoplejía.
Rehúso reproducir aquí su lenguaje, pues aludió a cuestiones demasiado serias para un narrador circunspecto. Aunque era conocido por no tener pelos en la lengua y por su tendencia a emplear palabras gruesas, esa noche se superó a sí mismo de modo tan notable que una señora soltera, que, como todo el mundo, se había levantado de la cama para oír la serenata, se vio obligada a cerrar la ventana nada más oír un par de frases. Y lo que oyó perturbó de tal modo su conciencia que al día siguiente afirmó que apenas se sentía ya doncella.
Léon trató de explicar su caso, pero como respuesta solo recibió amenazas de arresto.
—¡Como baje, verá! —gritaba el comisario.
—¡Sí! —exclamó Léon—. ¡Hágalo!
—¡No lo haré!
—¡Porque no se atreve! —respondió Léon.
Al oírlo, el comisario cerró la ventana.
—Se acabó —afirmó el cantante—. Quizá no le haya gustado la serenata. Estos patanes no tienen sentido del humor.
—Vayámonos de aquí —respondió Elvira con un escalofrío—. Todo el mundo nos mira…, es desagradable y humillante. —Luego volvió a dejarse llevar por la emoción—: ¡Animales! —les gritó a los espectadores iluminados por la luz de las velas—. ¡Burros, más que burros!
—Sálvese quien pueda —dijo Léon—. ¡Ahora sí que la has hecho buena!
Y con la guitarra en una mano y la funda en la otra emprendió de modo un tanto precipitado la huida del escenario de aquella absurda aventura.
4
Al oeste de Castel-le-Gâchis cuatro hileras de tilos venerables formaban una avenida tenuemente iluminada por las estrellas con dos pasillos laterales donde reinaba una total oscuridad. Había unos cuantos bancos de piedra desperdigados entre los troncos. No soplaba nada de viento, sobre las callejuelas flotaba una atmósfera pesada y perfumada y no se movía ni una hoja. Allí llegaron por fin los Berthelini a pasar la noche, después de llamar en vano a la puerta de varias fondas. Tras una cortés discusión, Léon insistió en ofrecerle su abrigo a Elvira, y los dos se sentaron en silencio en el primer banco que encontraron. Léon lió un cigarrillo y se lo fumó mientras contemplaba los árboles y, detrás de ellos, las constelaciones cuyos nombres trataba en vano de recordar. La campana de la iglesia rompió el silencio: sonaron los cuartos con un compás leve y tintineante, luego siguió una única campanada cuyo eco se extinguió lentamente con un estremecimiento y volvió a reinar el silencio.
—La una —dijo Léon—. Faltan cuatro horas hasta que se haga de día. No hace frío, lucen las estrellas, tengo tabaco y cerillas. No exageremos, Elvira…, la situación tiene su encanto. Siento un fuego en mi interior, he vuelto a nacer. Esta es la poesía de la vida. Piensa en las novelas de Cooper, cariño.
—Léon —respondió ella enfadada—, ¿a qué viene esa sarta de tonterías absurdas y descabelladas? Pasar la noche a la intemperie…, ¡es una pesadilla! Moriremos.
—No te dejes llevar por los nervios —replicó Léon en tono apaciguador—. Aquí no se está tan mal, lo que pasa es que te preocupas más de la cuenta. Vamos, ensayemos una escena. ¿Qué te parece Alceste y Célimène? ¿No? ¿Y un pasaje de Las dos huérfanas? Vamos, te entretendrá. Te daré la réplica como nunca, siento el arte en la médula de los huesos.
—¡Calla o me volverás loca! —gritó ella—. ¿Es que eres incapaz de tomarte algo en serio? ¿Ni siquiera en esta situación tan horrible?
—¡Horrible! —objetó Léon—. Horrible no es la palabra. Dime, ¿dónde te gustaría estar? «Dites, la jeune belle, où voulez-vous aller?» —canturreó—. En fin —prosiguió, abriendo la funda de la guitarra—, te propongo otra cosa: cantemos. ¡Canta «Dites, la jeune belle»! Estoy seguro de que así te animarás, Elvira.
Y sin esperar una respuesta, empezó a tocar la melodía. Los primeros acordes despertaron a un joven que dormía en un banco cercano.
—¡Hola! —gritó el joven—, ¿quién anda ahí?
—¿De qué rey, Bezoniano? —declamó el artista—. ¡Habla o muere![1]
O, si no dijo exactamente eso, fue algo muy parecido, sacado de alguna tragedia francesa.
El joven se acercó en la penumbra. Era un tipo alto, fuerte y elegante de rostro un tanto hinchado, que vestía un traje de tweed gris y una gorra de cazador con doble visera del mismo material; llevaba además un morral colgado del brazo.
—¿También acampáis aquí? —preguntó con un marcado acento inglés—. Me alegro de tener compañía.
Léon le explicó sus desventuras, y el otro les contó que era un estudiante de Cambridge que viajaba a pie; se había quedado sin dinero y no podía pagar la pensión, llevaba ya dos noches acampando fuera, y mucho se temía que tendría que volver a hacerlo al menos otras dos.
—Por suerte hace buen tiempo —concluyó.
—Ya lo has oído, Elvira —dijo Léon—. Madame Berthelini —prosiguió— está ridículamente afectada por esta intrascendente circunstancia. A mí, en cambio, me parece novelesco y nada incómodo, o al menos —añadió acomodándose en el banco de piedra—, mucho menos incómodo de lo que habría imaginado. Pero, por favor, tomad asiento.
—Sí —replicó el estudiante sentándose—, si se está acostumbrado es más cómodo de lo que parece, la pega es que resulta condenadamente difícil encontrar un sitio donde lavarse. Pero me gustan el aire libre y las estrellas…
—¡Ajá! —exclamó Léon—. Monsieur es un artista.
—¿Un artista? —replicó el otro con una mirada inexpresiva—. ¡No que yo sepa!
—Perdonad —le interrumpió el actor—, pero lo que acabáis de decir sobre los orbes celestes…
—¡Tonterías! —repuso el inglés—. No hace falta ser un artista para que a uno le gusten las estrellas.
—No obstante, tenéis naturaleza de artista, señor…, os pido disculpas, ¿puedo preguntaros vuestro nombre sin ser indiscreto?
—Me llamo Stubbs —replicó el inglés.
—Gracias —replicó Léon—. Yo soy Berthelini…, Léon Berthelini, ex artista de los teatros de Montrouge, Belleville y Montmartre. Por humilde que os parezca ahora, he interpretado con éxito más de un papel de importancia. La prensa fue unánime al alabar mi «Diablo aullador de las montañas», en la obra del mismo nombre. Madame, a quien tengo el gusto de presentaros ahora, también es una artista, y debo añadir que mucho mejor que su marido. También es compositora: escribió más de veinte canciones exitosas para uno de los music-halls más famosos de París. Pero, por seguir con lo que estaba diciendo, monsieur Stubbs, es evidente que tenéis alma de artista, y espero que me concedáis cierto olfato en estas cuestiones. Confío en que no traicionéis vuestros instintos, y os imploro que sigáis una carrera consagrada al arte.
—Gracias —replicó Stubbs con una risita—. Pero pienso ser banquero.
—No —le interrumpió Léon—. No digáis eso. Un hombre con vuestras aptitudes no debería caer tan bajo. ¿Qué son unas pocas privaciones con tal de servir a un ideal noble y elevado?
«Este tipo está loco —pensó Stubbs—, pero su mujer es muy guapa, y, bien mirado, parece un tipo simpático.»
Lo que dijo fue diferente:
—Pensaba que habíais dicho que erais actor.
—Sí, desde luego —replicó Léon—. Lo soy o, ¡ay!, lo fui.
—¿Y queréis que yo también lo sea? —prosiguió el estudiante—. Pero, hombre, si no podría ni aprenderme el papel, mi memoria es igual que un cedazo y sé tanto de interpretación como un gato.
—Las tablas no son el único camino —repuso Léon—. Haceos escultor, bailarín, poeta o novelista; seguid, en suma, los dictados de vuestro corazón y haced algo de provecho antes de morir.
—¿Y llamáis a todo eso arte? —preguntó Stubbs.
—Pues claro —respondió Léon—. ¿Acaso no son todo ramas de la misma cosa?
—¡Oh!, no lo sabía —replicó el inglés—. Pensaba que un artista era alguien que pintaba cuadros.
El cantante lo miró con sorpresa.
—Es por la diferencia de idiomas —dijo por fin—. Esta torre de Babel… ¿Cuándo terminaremos de pagar? Si supiera hablar inglés me seguiríais mejor.
—Entre nosotros, no lo creo —replicó el otro—. Vos parecéis haber considerado mucho estas cuestiones. Yo solo admiro las estrellas y me gusta su brillo, ¡es tan alegre!, pero que me cuelguen si alguna vez se me ha pasado por la cabeza que eso pudiera tener algo que ver con el arte. No es lo mío. No soy un intelectual. Me cuesta Dios y ayuda aprobar los exámenes, ¡podéis creerme! Pero, en el fondo, no soy mal tipo —añadió al reparar, incluso bajo la tenue luz de las estrellas, en la angustia de su interlocutor—, y me gustan el teatro, la música, las guitarras y demás.
Léon tuvo la sensación de que no acababan de entenderse, así que cambió de tema.
—¿Así que viajáis a pie? —prosiguió—. ¡Qué novelesco! ¡Qué valiente! ¿Y qué os parece mi país? ¿Qué impresión os han producido estas montañas?
—Pues la verdad —empezó Stubbs…, estuvo a punto de decir que no le interesaban los paisajes, lo que no era ni mucho menos cierto, y que hacía aquello por hacer ejercicio, pero había empezado a sospechar que Berthelini prefería hablar de otras cosas y respondió de manera muy distinta—: La verdad es que me gusta mucho. Me habían contado que no era muy bonito, incluso la guía lo decía, pero no sé por qué. A mí me parece precioso…, vaya que sí.
En ese momento, de forma inesperada, Elvira estalló en llanto.
—¡Mi voz! —gritó—. Léon, si me quedo aquí más tiempo perderé la voz.
—No nos quedaremos ni un minuto más —gritó el actor—. Te encontraré un techo aunque tenga que llamar a todas las puertas o me vea obligado a incendiar la ciudad. —Y, tras pronunciar esas palabras, volvió a poner la guitarra en su sitio, la consoló con unas caricias y le ofreció su brazo—. Monsieur Stubbs —dijo quitándose el sombrero—, temo que nuestro recibimiento haya sido un tanto equívoco, pero os ruego que sigáis concediéndonos el placer de vuestra compañía. Ahora estáis un poco avergonzado, permitid que sea yo quien os lo pida. Os lo pido como un favor, no debemos separarnos tan pronto después de habernos conocido de un modo tan extraño.
—¡Oh!, bueno, ya sabe —dijo Stubbs—, nunca permitiría que un hombre como usted…
Hizo una pausa, pues tenía la sensación de no estar yendo por buen camino.
—No me gusta recurrir a las amenazas —prosiguió Léon con una sonrisa—, pero si rehusáis lo consideraré como un insulto.
«No veo cómo voy a salir de esta», pensó el estudiante, y luego, tras una pausa, respondió en voz alta y sin demasiada desenvoltura:
—De acuerdo. Me veo obligado a quedaros muy agradecido…, por supuesto.
Y los acompañó pensando: «En cualquier caso, no me parece que esté bien imponerle a nadie una obligación».
5
Léon andaba a grandes zancadas como si supiera exactamente adónde se dirigía; los sollozos de la mujer todavía eran vagamente audibles, y nadie decía una palabra. Un perro ladró furioso cuando pasaron junto a un patio; luego el reloj de la iglesia dio las dos, y muchos relojes domésticos le secundaron con voces cantarinas. Y, justo en ese instante, Berthelini reparó en una luz. Ardía en una casita a las afueras de la ciudad y el grupo se encaminó enseguida hacia allí.
—Siempre es una posibilidad —arguyó Léon.
La casa en cuestión estaba apartada de la calle, detrás de un espacio abierto, en parte jardín, en parte campo de nabos; varias dependencias se apiñaban formando un ángulo recto con la fachada a ambos lados del edificio. Uno de ellos lo habían reformado hacía poco para abrir una enorme ventana en el tejado y en la pared que daba al norte, y Léon empezó a abrigar esperanzas de que se tratase del estudio de algún artista.
—Si se trata de un pintor —dijo con una risita—, apuesto diez contra uno a que nos recibirá de maravilla.
—Yo tenía entendido que casi todos los pintores eran pobres —afirmó Stubbs.
—¡Ah! —exclamó Léon—. Vos no conocéis el mundo tan bien como yo. ¡Cuanto más pobre sea, mejor para nosotros!
Y el trío se internó en el campo de nabos.
La luz estaba en el piso de abajo, y como una de las ventanas parecía más iluminada que las otras dos, supusieron que habría una única lámpara en un rincón de la habitación, y cierto resplandor trémulo e indeciso les mostró que la chimenea encendida debía de contribuir a aquel efecto. Entonces oyeron una voz y los intrusos se detuvieron a escuchar. Su timbre era agudo e irritado, aunque con un matiz rotundo y claramente masculino. La expresión era voluble, incluso demasiado voluble para que resultase clara: un chorro de palabras que subía y bajaba, y, de vez en cuando, alguna que otra frase suelta, como si el que hablaba se regodeara en sus virtudes.
De pronto se le sumó otra voz. Esta vez femenina y, si el hombre parecía enfadado, la mujer estaba hecha una auténtica furia. Se apreciaba esa compostura totalmente inexpresiva que conocen tan bien los hombres que sufren, ese modo de hablar insípido y artificial que exhibe un espíritu equilibrado entre el homicidio y la histeria, ese tono en que las mejores mujeres a veces dedican palabras peores que la muerte a quienes más quieren. Si los huesos y el sepulcro tuvieran el don de la palabra, así, y no de otro modo, es como hablarían. Léon era un hombre valiente, y temo que un tanto escéptico (había sido educado en un país papista), pero el hábito de la infancia prevaleció y se santiguó devotamente. Había conocido a muchas mujeres en su carrera. Era evidente que su instinto no le había engañado, pues la voz masculina estalló al instante con una pasión sobrecogedora.
El estudiante, que no había comprendido el significado y la importancia de la intervención de la mujer, aguzó el oído al notar el cambio de tono del hombre.
—Me parece que se avecina una pelea —opinó.
Hubo otra réplica de la mujer, todavía tranquila, pero en voz un poco más alta.
—¿Un ataque de histeria? —preguntó Léon a su mujer—. ¿Son esas las pautas escénicas?
—¿Cómo quieres que lo sepa? —replicó Elvira en tono desabrido.
—¡Oh, mujeres, mujeres! —dijo Léon abriendo la funda de la guitarra—. Es la cruz de mi vida, monsieur Stubbs, siempre se ayudan unas a otras; se defienden entre sí, actúan como si no siguieran un patrón, dicen que es su naturaleza. ¡Incluso madame Berthelini, que es una artista dramática!
—No tienes corazón, Léon —dijo Elvira—, esa mujer está en peligro.
—¿Y el hombre, ángel mío? —inquirió Berthelini, metiendo la cabeza por la correa de la guitarra—. ¿Y el hombre, m’amour?
—Es un hombre —respondió ella.
—¿Habéis oído eso? —le preguntó Léon a Stubbs—. Fijaos en la entonación. Y ahora —prosiguió—, ¿qué vamos a ofrecerles?
—¿Es que vais a cantar?
—Soy trovador —replicó Léon—. Exijo una bienvenida a cambio de mi arte. ¿Acaso podría hacerlo si fuese banquero?
—Bueno, en ese caso no os haría falta —respondió el estudiante.
—Diantres —exclamó Léon—, aunque admito que tiene razón, Elvira, tiene razón.
—Pues claro que la tiene —replicó ella—. ¿Acaso no lo sabías?
—Cariño —respondió Léon en tono grandilocuente—. No sé nada que no sea agradable. Incluso mi conocimiento de la vida es una excelsa obra de arte. Pero ¿qué vamos a ofrecerles? Deberíamos pensar en algo apropiado.
Al estudiante se le ocurrió «Deja que los perros se deleiten», pero recordó que la poesía estaba en inglés y además no se sabía la música, así que no contribuyó con ninguna sugerencia.
—Algo que aluda a que no tenemos dónde alojarnos —dijo Elvira.
—Ya lo tengo —exclamó Léon.
Y empezó a cantar una coplilla de Pierre Dupont:
Savez-vous où gite
Mai, ce joli mois?
Elvira se le unió, y también Stubbs, con buen oído y buena voz, aunque con un conocimiento un tanto precario de la melodía. Léon y su guitarra estuvieron a la altura de la situación. El actor prodigó sus do de pecho con generosidad y entusiasmo, y, mientras miraba al cielo agitando los rizos negros según su heroica costumbre, le pareció que las mismísimas estrellas contribuían con un mudo aplauso a sus esfuerzos, y que el universo le prestaba su silencio como coro. Esa es una de las ventajas de los cuerpos celestes, que no son de nadie en concreto, y un hombre como Léon, un Endymion crónico que se las arregla para abrirse paso contra viento y marea, siempre se considera el centro del mundo.
Solo él —y hay que subrayar que era el peor cantante de los tres— se tomaba la música en serio, y juzgaba la serenata desde un elevado punto de vista artístico. Elvira, en cambio, estaba preocupada por el recibimiento que les harían, y en cuanto a Stubbs, aquello le parecía una simple broma.
—¿Sabes dónde se oculta el bello mes de mayo? —siguieron cantando los tres en el campo de nabos.
Un gran revuelo dominó a los habitantes de la casa: la luz se movió de aquí para allá, y se volvió más intensa en una ventana y más apagada en las otras; luego se abrió la puerta y un hombre, vestido con un blusón, apareció en el umbral con una lámpara en la mano. Era un tipo joven y fuerte, con la barba y el pelo revueltos, el cuello de la camisa desabrochado y el blusón manchado de pintura al óleo con un desorden arlequinesco; había un toque rural en la caída y las bolsas de los pantalones que llevaba sujetos con un cinturón.
Justo detrás de él, y por encima de su hombro, un rostro de mujer escudriñaba la oscuridad: parecía pálida y fatigada, aunque era joven todavía: exhibía una hermosura en declive y que no tardaría en desaparecer y su expresión era a la vez amarga y amable, y recordaba vagamente el sabor de ciertas medicinas. Pese a todo, no era un rostro desagradable, y daba la impresión de que, cuando la hermosura hubiera desaparecido, cierta pálida belleza ocuparía su lugar. Y, como tanto su dulzura como su aspereza parecían rasgos de juventud, era de esperar que, con los años, ambos se fundieran en un temperamento constante, animoso y nada desabrido.
—¿Qué está pasando aquí?
6
Léon se quitó el sombrero al instante. Se adelantó con su elegancia acostumbrada, fue un gesto que habría arrancado una salva de aplausos en cualquier escenario. Elvira y Stubbs avanzaron tras él, como un par de corderos de Admeto que siguieran al dios Apolo.
—Señor —dijo Léon—, sé que la hora es totalmente intempestiva y que nuestra pequeña serenata bien podría parecer una impertinencia. Creed, señor mío, que se trata más bien de una súplica. Veo que monsieur es un artista. Nosotros también lo somos y no tenemos donde pasar la noche; una es una mujer de salud delicada, en traje de noche y en estado de buena esperanza. Eso debería bastar para conmover el corazón de madame, a quien veo vagamente detrás de monsieur y cuyo rostro parece el de una persona ecuánime. ¡Ah, monsieur, madame, un gesto generoso y haréis felices a tres personas! Dos o tres horas junto al fuego, ¡os lo pido, monsieur, en nombre del Arte, y a vos, madame, en nombre de la santidad de las mujeres!
Los dos, como por consentimiento tácito, se apartaron de la puerta.
—Entrad —dijo el hombre.
—Entrez, madame —dijo la mujer.
La puerta daba directamente a la cocina de la casa, que era, al parecer, la única sala de estar. El mobiliario era austero y escaso, pero había uno o dos paisajes muy bien enmarcados en la pared, como si hubiesen estado en el jurado de una exposición y los hubieran excluido. Léon se acercó a los cuadros y representó el papel de entendido delante de cada uno de ellos con la perspicacia y la fuerza dramática que le caracterizaban. El dueño de la casa, como atraído por una fuerza irresistible, lo acompañó a ver las telas con la lámpara en la mano. A Elvira la llevaron junto al fuego, donde procedió a calentarse, mientras Stubbs se quedaba en medio de la habitación y observaba a Léon con una mirada de tibia sorpresa.
—Deberíais verlos a la luz del día —dijo el artista.
—Cuento con tener ese placer —dijo Léon—. Si me permitís la observación, domináis al dedillo el arte de la composición.
—Sois muy amable —replicó el otro—. Pero ¿no deberías acercaros más al fuego?
—De mil amores —respondió Léon.
Y el grupo no tardó en estar reunido a la mesa frente a una cena fría e improvisada, acompañada de un vino muy peleón. A nadie le gustó la comida, pero ninguno protestó: pusieron buena cara e hicieron mucho ruido con cuchillos y tenedores. Ver a Léon comerse una única salchicha fría fue como asistir a un estreno de éxito: cuando terminó había agotado la gestualidad de un magnate de la carne de ternera y tenía la expresión relajada de quien ha comido demasiado.
Como, lógicamente, Elvira se había sentado al lado de Léon, y Stubbs, no menos lógicamente, aunque creo que también de forma inconsciente, había ocupado un sitio junto a Elvira, el anfitrión y su mujer se sentaron juntos, pero no se dirigieron la palabra y ni siquiera se miraron. La interrumpida disputa perduraba en el ambiente y era evidente que, en cuanto se marchasen los huéspedes, se reanudaría con la misma amargura que antes. La conversación vagó de un tema a otro, pues el grupo había decidido por unanimidad que ya era demasiado tarde para acostarse, pero aquellos dos no conseguían relajarse: ni Goneril y Regan en plena riña fraterna habrían parecido tan enconadas.
Elvira estaba tan fatigada por todas las emociones de la noche que, por una vez, dejó de lado sus modales correctos y desenvueltos y, con toda la naturalidad del mundo, apoyó la cabeza en el hombro de Léon. El cansancio la inclinó también a la ternura y entrelazó los dedos de la mano derecha en la mano izquierda de su marido, y entornando los ojos se sumió en esa zona dorada que se extiende entre el sueño y la vigilia. Sin embargo, no perdió la conciencia de lo que ocurría a su alrededor, y notó que la mujer del pintor la miraba con una mezcla de envidia y desdén.
A Léon le entraron ganas de fumar y soltó los dedos de Elvira para liar un cigarrillo. Lo hizo con sumo cuidado para no molestarla. Pero la mujer del pintor pareció reparar en ello de un modo muy significativo. Miró al frente por un instante, y luego, con un movimiento rápido y furtivo cogió la mano de su marido por debajo de la mesa. ¡Ay! Podía haberse ahorrado tanta habilidad, pues al pobre hombre le sorprendió de tal modo esa caricia que se quedó con la boca abierta en mitad de una frase y la expresión de su rostro demostró que sus pensamientos habían ido por otros derroteros más agradables.
Si no hubiese sido tan conmovedor, habría resultado absurdamente risible. La mujer retiró la mano enseguida, pero quedó claro que no lo había logrado sin esfuerzo. El joven se ruborizó y por un momento se puso muy guapo.
Léon y Elvira observaron sus gestos y a ambos los embargó la misma emoción, pues eran dos casamenteros sin remedio, sobre todo entre quienes ya estaban casados.
—Espero que me disculpéis —dijo Léon de pronto—. No creo que sirva de nada andarse con disimulos. Antes de entrar en esta casa oímos voces que indicaban, si es que puede decirse así, una armonía imperfecta.
—Señor… —empezó el hombre.
Pero la mujer se le adelantó.
—Estáis en lo cierto —dijo—. No tengo nada de lo que avergonzarme. Si mi marido se vuelve loco, mi obligación es hacer todo lo posible para paliar las consecuencias. ¿Podrán creer, monsieur y madame —prosiguió pasando por alto a Stubbs—, que este desdichado, un pintamonas, un incompetente, indigno de llamarse a sí mismo pintor, ha recibido esta mañana una oferta estupenda de un tío mío, hermano de mi madre, y muy querido además, de un empleo de oficinista con un sueldo de casi ciento cincuenta libras al año y lo ha rechazado? ¿Y por qué? ¡En nombre del Arte, dice! Y mirad su arte… ¡miradlo! ¿Vale la pena? Preguntadle…, ¿es que alguien va a comprarlo? Y por eso, monsieur y madame, me condena a vivir una existencia deplorable, sin lujos ni comodidades en un sórdido barrio de las afueras en una ciudad de provincias. Oh, non! —gritó—, non… je ne me tairai pas… c’est plus fort que moi! Apelo a estos caballeros y a esta dama como jueces… ¿Es esto caballerosidad? ¿Es honrado? ¿Es viril? ¿No merezco algo mejor después de haberme casado con él y —añadió con un gesto brusco— haber hecho lo imposible por satisfacerle?
Dudo que jamás haya habido un grupo tan avergonzado sentado a una mesa, todos ponían cara de tontos y el que más el marido.
—Sin embargo, el arte de monsieur —dijo Elvira rompiendo el silencio— no carece de distinción.
—Tiene una distinción —respondió la mujer— que nadie comprará.
—Yo diría que un empleo de oficinista… —empezó Stubbs.
—El Arte es el Arte —le interrumpió Léon—. Yo me inclino ante él. Es todo lo bello, lo divino, es el espíritu del mundo y el orgullo de la vida. Pero…
Y el actor hizo una pausa.
—Un empleo de oficinista… —empezó Stubbs.
—Os diré lo que pasa —dijo el pintor—. Soy un artista, y, como dice este caballero, el Arte es esto y aquello, pero por supuesto, si mi mujer me va a hacer la vida imposible, prefiero arrojarme al río.
—¡Hazlo! —le espetó su mujer—. ¡No tienes valor!
—Lo que iba a decir —prosiguió Stubbs— es que uno puede trabajar de oficinista y pintar tanto como le venga en gana. Conozco a un tipo que trabaja en un banco y pinta unas acuarelas preciosas, incluso vendió una por siete libras y seis peniques.
Las dos mujeres vieron aquello como una tabla de salvación y miraron esperanzadas a sus maridos —incluso Elvira, que era ella misma una artista, pues sin duda hay algo permanentemente mercantil en la naturaleza de las mujeres—. Los dos hombres intercambiaron una mirada trágica, como la que cruzarían dos filósofos al final de una vida laboriosa reconociendo que siguen siendo un misterio para sus discípulos.
Léon se puso en pie.
—El Arte es el Arte —repitió tristemente—. No se trata de pintar acuarelas, ni de ensayar al piano. Es una forma de vida.
—¡Y, mientras tanto, uno se muere de hambre! —observó la mujer de la casa—. A mí no me parece que eso sea vida.
—Tengo una idea —estalló Léon—. Vos, madame, pasad a la otra habitación y hablad con mi mujer, y yo me quedaré aquí a discutir con vuestro marido. Tal vez no sirva de nada, pero vale la pena intentarlo.
—Lo haré encantada —replicó la joven, y encendió una vela—. Por aquí, si tenéis la bondad. —Y condujo a Elvira al dormitorio del piso de arriba—. Lo cierto es —dijo sentándose— que mi marido no sabe pintar.
—Ni el mío actuar —replicó Elvira.
—Yo habría dicho que sí —repuso la otra—, parece muy inteligente.
—Y lo es, y también una bellísima persona —afirmó Elvira—, pero no sabe actuar.
—Al menos no es un farsante como el mío, por lo menos sabe cantar.
—No conocéis a Léon —replicó su mujer con acaloramiento—. No tiene la menor intención de cantar, su gusto es demasiado refinado, solo lo hace para ganarse el pan. Y creedme, ninguno de los dos es un farsante. Son hombres con una misión…, que no pueden cumplir.
—Farsante o no —replicó la otra—, habéis estado a punto de pasar la noche a la intemperie, y a mí me aterra pasar hambre. Yo pensaba que la misión de un hombre era pensar en su mujer. Pero, por lo visto, su única misión es hacer el ganso. ¡Oh! —estalló—. ¿No os parece terrible este marido mío? Si supiera pintar no me importaría. Pero no sabe…, ¡no más que yo!
—¿Tenéis hijos? —preguntó Elvira.
—No, pero si aceptara el empleo podríamos tenerlos.
—Los niños lo cambian todo —dijo Elvira con un suspiro.
Y justo en ese momento llegó del piso de abajo un acorde de guitarra, seguido de otro y de otro, y luego se les unió la voz de Léon entonando una canción que interrumpió la conversación de las dos mujeres. La mujer del pintor parecía transpuesta; al mirarla a los ojos, Elvira vio todos los recuerdos y vivencias que brotaban de su alma con cada nota, una época de su juventud pasó delante de ella: una vasta llanura francesa, el aroma de las flores de manzano, los lejanos y brillantes meandros del río, y la presencia y las palabras del amor.
«Léon ha dado en el clavo —se dijo Elvira—. Quisiera saber cómo.»
Era evidente: Léon le había preguntado al pintor si no recordaba ninguna canción de la época en que eran novios, y, después de esperar un rato, había cantado:
O mon amante
O mon désir,
Sachons cueillir
L’heure charmante!
—Disculpad, madame —dijo la mujer del pintor—, vuestro marido canta admirablemente bien.
—Canta con sentimiento —admitió Elvira con aire crítico, aunque también estaba un poco conmovida, pues la canción estaba dirigida a ambas—, pero como un actor, no como un músico.
—La vida es muy triste —dijo la otra—, se escapa de entre los dedos.
—No estoy de acuerdo —replicó Elvira—. Creo que lo bueno perdura y se acrecienta cada día.
—Con franqueza, ¿qué me aconsejaríais?
—Con franqueza, yo dejaría que mi marido hiciera lo que quisiese. Es evidente que es un pintor refinado, no le obliguéis a ser un oficinista. Aunque solo sea porque puede llegar a ser el padre de vuestros hijos…, es mejor no estropearlo.
—Es muy buena persona —dijo su mujer.
Siguieron despiertos hasta el amanecer, disfrutando de la música y la buena compañía; y al alba, cuando el cielo estaba aún claro y temperado, se despidieron en el umbral y se desearon lo mejor para el futuro. Castel-le-Gâchis empezaba a arrojar su humo contra el áureo oriente, y el reloj de la iglesia daba las seis.
—Mi guitarra es un espíritu familiar —dijo Léon, mientras Elvira y él tomaban por el camino más recto hacia el hotel—: resucitó a un comisario, creó a un turista inglés y reconcilió a un hombre con su mujer.
Stubbs, por su parte, sacó aquella mañana sus propias conclusiones.
«Están todos locos —se dijo—, completamente locos…, pero jamás he conocido mejores personas.»