Esa tarde, el señor Utterson volvió a su casa de soltero muy consternado y se sentó a cenar casi sin ganas. Los domingos tenía la costumbre de sentarse en su escritorio junto al fuego al terminar la comida, y leer un libro de árida teología hasta que el reloj de un campanario cercano daba las doce, momento en que, muy edificado y solemne, se iba a dormir. Esa noche, no obstante, en cuanto quitaron la mesa, cogió una vela y entró en su despacho. Allí abrió la caja fuerte, sacó del fondo un sobre donde se leía «Testamento del doctor Jekyll», y se sentó con aire apesadumbrado a estudiar su contenido. El testamento era hológrafo, pues, aunque había aceptado encargarse de su custodia, el señor Utterson no había querido ayudar a redactarlo. En él se disponía, no solo que, en caso de fallecimiento de Henry Jekyll, doctor en medicina, doctor en derecho, miembro de la Sociedad Real, etc., etc., todas sus posesiones fuesen a parar a manos de «su amigo y benefactor Edward Hyde», sino que además, en caso de «desaparición o ausencia inexplicada del doctor Jekyll por un período igual o mayor a tres meses», el citado Edward Hyde se hiciera sin más con todos los bienes del mencionado Henry Jekyll, libres de cargas y obligaciones, salvo el pago de algunas sumas sin importancia a los sirvientes del médico. Hacía mucho tiempo que aquel documento llevaba al abogado por la calle de la amargura. Le irritaba como letrado y como persona amante de la sensatez y el sentido común, para quien cualquier cosa irregular pecaba de inmodestia. Si lo que había acrecentado hasta entonces su indignación había sido ignorar quién pudiera ser el señor Hyde, ahora, por un inesperado giro de los acontecimientos, lo que le irritaba era saberlo. Mal estaba que aquel nombre no fuese más que un nombre del que no podía averiguar nada, pero mucho peor era que empezase a revestirse de atributos odiosos, y que, de la bruma cambiante e insustancial que lo había cegado tanto tiempo, surgiera de repente la súbita y clara figura de un enemigo.
—Pensaba que era una locura —dijo al volver a meter el execrable documento en la caja—, y ahora empiezo a temer que sea una deshonra.
Luego apagó la vela, se puso un abrigo y se dirigió a Cavendish Square, esa ciudadela de la medicina, donde su amigo, el gran doctor Lanyon, tenía su consulta y recibía a una multitud de pacientes. «Si alguien sabe algo, tiene que ser Lanyon», pensó.
El solemne mayordomo lo conocía y le recibió con suma amabilidad: en lugar de hacerle esperar, lo condujo directamente al comedor, donde encontró al doctor Lanyon solo y saboreando una copa de vino. Era un caballero rubicundo, cordial, de aspecto muy elegante y saludable, con un mechón de pelo prematuramente cano y ademanes ruidosos y decididos. Al ver al señor Utterson, saltó de la silla y le estrechó las dos manos. Tanta cordialidad por su parte parecía un poco histriónica, pero en el fondo era sincera, porque ambos eran viejos amigos, antiguos compañeros del colegio y la facultad, se respetaban mucho y, cosa que no siempre ocurre, disfrutaban mutuamente de su compañía.
Después de charlar un rato, el abogado sacó a colación el asunto que tan desagradablemente le preocupaba.
—Creo, Lanyon —dijo—, que tú y yo debemos de ser los dos amigos más antiguos de Henry Jekyll.
—¡Ojalá no lo fuésemos tanto! —se rió el doctor Lanyon—. Aunque supongo que lo somos. ¿Por qué lo dices? Últimamente lo veo muy poco.
—¿Ah, sí? —respondió Utterson—. Pensaba que teníais cosas en común.
—Y las teníamos —replicó él—. Pero hace más de diez años que Henry Jekyll se volvió demasiado fantasioso para mi gusto. Empezó a torcerse, digamos intelectualmente; y, aunque, por supuesto, seguí interesándome por él, en nombre de los viejos tiempos como suele decirse, lo he visto y lo veo poquísimo. Semejante galimatías científico —añadió de pronto el médico tiñéndose de púrpura— habría bastado para distanciar a Damon y Pythias.
Aquel leve arrebato de cólera tranquilizó un poco al señor Utterson. «Solo han discutido por alguna cuestión científica», pensó; y como no era hombre que se dejase arrastrar por la pasión científica (salvo en lo relativo a los traspasos de propiedades), incluso se dijo: «¡No ha sido por nada grave!». Dejó pasar unos segundos para que su amigo recobrase la compostura, y luego abordó la cuestión que había ido a tratar:
—¿Alguna vez te has topado con un protegido suyo…, un tal Hyde?
—¿Hyde? —repitió Lanyon—. No, desde que lo conozco nunca he oído hablar de él.
Y esa fue toda la información que el abogado se llevó consigo a su cama grande y sombría, donde no paró de dar vueltas hasta la madrugada. Fue una noche de escaso reposo para su imaginación atribulada, que se debatía asediada de preguntas en una negra tiniebla.
Dieron las seis en el campanario que había cerca del domicilio del señor Utterson, y todavía seguía hurgando en aquel misterio. Hasta entonces le había intrigado solo desde el punto de vista intelectual, pero ahora también su imaginación estaba interesada o más bien cautivada, y mientras yacía y se agitaba en la densa oscuridad de la noche y la habitación encortinada, le pareció que la historia del señor Enfield se desarrollaba ante sus ojos como una serie de imágenes pintadas en un pergamino. Veía el vasto paisaje de las farolas de una ciudad en plena noche, luego la figura de un hombre que andaba deprisa, luego a una niña que llegaba corriendo de casa del médico, y, cuando los dos se chocaban, aquel monstruo implacable la pisoteaba y seguía su camino sin inmutarse siquiera por sus gritos. O bien veía una habitación de una casa lujosa, donde su amigo dormía y sonreía en sueños, de pronto la puerta de la habitación se abría, apartaban las cortinas de la cama, despertaban al durmiente y… ¡Ved! A su lado había una figura que tenía potestad, incluso a una hora tan intempestiva, para obligarlo a levantarse y hacer lo que le pidiera. La figura de aquellas dos escenas acosó al abogado toda la noche, y, cuando conseguía quedarse adormilado, era solo para verlo escabullirse aún más furtivamente entre las casas dormidas, o moverse más y más deprisa, hasta casi producir vértigo, por los anchos laberintos de la ciudad iluminada por las farolas, y pisotear a una niña en cada esquina y dejarla gritando. Y, sin embargo, la figura no tenía un rostro reconocible; ni siquiera en sueños tenía cara, o, si la tenía, resultaba desconcertante pues se le emborronaba cada vez que la miraba. Así fue como despertó y se afianzó en la imaginación del abogado una curiosidad inmensa y casi incontrolable por contemplar las facciones del auténtico señor Hyde. Pensaba que si pudiera echarle la vista encima, aunque fuese una sola vez, el misterio se aclararía y tal vez se disiparía, como ocurre con muchas cosas extrañas cuando se examinan con cuidado. Podría averiguar el motivo de la extraña preferencia o servidumbre (llámese como se quiera) de su amigo e incluso de las sorprendentes cláusulas del testamento. Y seguro que sería un rostro digno de ver: el rostro de un hombre sin entrañas ni compasión, capaz de inspirarle al impasible Enfield un odio duradero con solo mirarlo.
A partir de ese día, el señor Utterson empezó a rondar la puerta del callejón. Por la mañana, antes de las horas de oficina; a mediodía, cuando tenía más trabajo y disponía de menos tiempo; por la noche, bajo la faz brumosa de la luna; con cualquier luz y a todas las horas, solitarias o concurridas, se encontraba el abogado en su puesto.
«Si él se dedica a esconderse —se decía—, yo me dedicaré a buscarlo».[1]
Y por fin su paciencia se vio recompensada. Hacía una noche fría pero sin lluvia; las calles estaban tan limpias como el suelo de un salón de baile; las farolas, inmóviles en el aire tranquilo, proyectaban un dibujo constante de sombras y luces. A las diez en punto, cuando cerraban las tiendas, el callejón se quedaba muy solitario, y a pesar del sordo y sempiterno rugido de Londres, también muy silencioso. Hasta los sonidos más leves llegaban muy lejos, los ruidos domésticos de las casas a ambos lados de la calle se oían con claridad, y el rumor de los pasos de los transeúntes les precedían un largo rato. El señor Utterson llevaba varios minutos en su puesto cuando oyó unas pisadas rápidas y extrañas que se aproximaban. En el curso de sus patrullas nocturnas se había acostumbrado al extraño efecto por el que el andar de una persona concreta destaca de pronto entre el vasto zumbido y el estrépito de la ciudad cuando todavía se encuentra muy lejos. Sin embargo, nunca le había llamado la atención de un modo tan claro y poderoso, y cuando se ocultó en el umbral de una casa lo hizo con un intenso y supersticioso presentimiento de triunfo.
Los pasos se acercaron rápidamente y se volvieron más ruidosos al doblar la esquina. El abogado se asomó desde su escondite y pronto pudo ver con qué clase de hombre tenía que vérselas. Era bajo e iba vestido con suma sencillez, y su aspecto, incluso desde lejos, producía una insólita repulsión en cualquiera que lo observara. Fue directo a la puerta, cruzando la calle para ahorrar tiempo, y al acercarse sacó una llave del bolsillo como quien llega a su casa.
El señor Utterson se adelantó y le tocó en el hombro al pasar.
—¿No es usted el señor Hyde?
El señor Hyde se encogió y tomó aliento con un siseo. Pero su temor fue solo momentáneo, y, aunque no miró al abogado a la cara, respondió con bastante frialdad:
—Lo soy. ¿Qué quiere?
—Me ha parecido que se disponía usted a entrar —respondió el abogado—. Soy un viejo amigo del doctor Jekyll, el señor Utterson de Gaunt Street, seguro que le habrá hablado de mí, y, al encontrarle tan oportunamente, he pensado que me permitiría acompañarle.
—El doctor Jekyll no está en casa, ha salido —replicó el señor Hyde soplando en el cañón de la llave. Y de pronto, pero todavía sin levantar la mirada, preguntó—: ¿De qué me conoce usted?
—¿Podría hacerme un favor? —replicó el señor Utterson.
—Con mucho gusto —repuso el otro—. ¿De qué se trata?
—¿Me permite que le vea la cara? —preguntó el abogado.
El señor Hyde pareció dudar, y luego, como impulsado por una súbita reflexión, levantó la cabeza con aire desafiante y los dos se miraron fijamente a los ojos durante unos segundos.
—Ahora podré reconocerle —dijo el señor Utterson—. Puede que me sea útil.
—Sí —respondió el señor Hyde—, yo también me alegro de que nos hayamos conocido; y à propos, querrá usted saber mi dirección.
Y le dio un número de una calle en el Soho.
«¡Dios mío! —pensó el señor Utterson—. ¿Será posible que él también haya estado pensando en el testamento?»
Pero se guardó sus pensamientos para sí y se limitó a musitar su agradecimiento por las señas.
—Y ahora —insistió el otro—, ¿de qué me conoce?
—Me lo habían descrito.
—¿Quién?
—Tenemos amigos comunes —respondió el señor Utterson.
—¡Amigos comunes! —repitió el señor Hyde con aspereza—. ¿Quiénes?
—Por ejemplo, Jekyll —respondió el abogado.
—¡Él no le ha hablado de mí! —gritó el señor Hyde rojo de furia—. No le creía a usted capaz de mentir.
—Vamos —dijo el señor Utterson—, ese no es un lenguaje apropiado.
El otro hizo una mueca, soltó una salvaje carcajada, y, acto seguido, abrió la puerta con una rapidez extraordinaria y desapareció dentro de la casa.
El abogado se quedó un rato donde lo había dejado el señor Hyde, convertido en la viva imagen de la inquietud. Luego empezó a andar calle arriba, deteniéndose cada uno o dos pasos y llevándose la mano al entrecejo como si estuviera sumido en la más profunda perplejidad. El problema que estaba considerando mientras andaba era de los que rara vez tienen solución. El señor Hyde era pálido y desproporcionado, daba impresión de deformidad sin tener ninguna malformación concreta, tenía una sonrisa desagradable, había tratado al abogado con una siniestra mezcla de cobardía y audacia, y hablaba con voz áspera, susurrante y entrecortada; todo eso iba en su contra, pero no bastaba para explicar el insólito asco, odio y temor que había inspirado en el señor Utterson. «Tiene que haber algo más —se decía el perplejo caballero—. Hay algo más, que no acierto a describir. ¡Dios mío! ¡Si apenas parece humano! ¿Acaso es una especie de troglodita? ¿Será la vieja historia del doctor Fell?[2] ¿O es solo la mera emanación de un alma inmunda que transpira a través del barro que la contiene y al hacerlo lo transfigura? Mucho me temo que se trate de esto último, pues si alguna vez he leído la firma de Satanás en una cara, ¡ay, mi pobre Harry Jekyll, es en la de ese nuevo amigo tuyo.»
A la vuelta de la esquina del callejón, había una plaza llena de hermosas casas antiguas que habían perdido en su mayoría su antigua grandeza y se alquilaban ahora por pisos y habitaciones a toda clase de personas: grabadores de mapas, arquitectos, sórdidos abogados y agentes de empresas no menos sórdidas. No obstante, una de ellas, la segunda desde la esquina, todavía seguía ocupada por entero, y el señor Utterson se detuvo y llamó a su puerta, que exhibía un aire de lujo y comodidades, aunque estaba sumida en la oscuridad, salvo por la luz que salía por el montante de la entrada. Un sirviente anciano y bien vestido salió a abrirle.
—¿Está el doctor Jekyll en casa, Poole? —preguntó el abogado.
—Iré a comprobarlo, señor Utterson —respondió Poole, haciendo pasar al visitante a un vestíbulo empavesado muy amplio y cómodo de techo bajo, calentado, al modo de las casas de campo, por una luminosa chimenea y amueblado con costosos bargueños de roble—. ¿Quiere el señor esperar aquí, junto al fuego, o prefiere que le encienda la luz del comedor?
—Aquí está bien, gracias —dijo el abogado, y se acercó a los altos morillos que protegían la chimenea.
Aquel vestíbulo era un capricho de su amigo el médico, y Utterson lo había descrito muchas veces como la habitación más agradable de Londres. Sin embargo, esa noche los escalofríos le helaban la sangre en las venas; no podía quitarse de la cabeza el rostro de Hyde; sentía (cosa rara en él) náusea y disgusto por la vida, y tenía el ánimo tan abatido que le pareció leer una amenaza en el cambiante resplandor de la lumbre en el barniz de los bargueños y en las sombras inciertas que se proyectaban en el techo. El alivio que sintió cuando Poole volvió a comunicarle que el doctor Jekyll había salido hizo que se sintiera avergonzado.
—He visto al señor Hyde entrar por la puerta de la antigua sala de disección, Poole —dijo—. ¿Está autorizado a hacerlo cuando el doctor Jekyll no está en casa?
—Sí, señor Utterson —replicó el sirviente—. El señor Hyde tiene una llave.
—Su amo parece tener mucha confianza en ese joven, Poole —prosiguió el otro en tono pensativo.
—Sí, señor, mucha —respondió Poole—. Todos tenemos órdenes de obedecerle.
—No creo haber coincidido nunca con el señor Hyde, ¿verdad?
—¡Oh, no, señor! Nunca come aquí —replicó el mayordomo—. Lo cierto es que apenas lo vemos en esta parte de la casa, casi siempre entra y sale por el laboratorio.
—Comprendo. Buenas noches, Poole.
—Buenas noches, señor Utterson.
Y el abogado emprendió el camino a casa con el corazón acongojado. «¡Mi pobre Harry Jekyll —pensó—, algo me dice que estás en un aprieto! De joven eras muy alocado y, aunque de eso haga ya mucho tiempo, en la ley de Dios no hay un capítulo de prescripciones. Sí, eso debe de ser: el espectro de algún antiguo pecado, el cáncer de una deshonra oculta, el castigo que llega pede claudo, años después de que la memoria lo haya olvidado y el egoísmo lo haya perdonado.» Y el abogado, asustado por aquellos pensamientos, meditó sobre su propio pasado, escudriñando en todos los rincones de su memoria, por miedo a que alguna antigua iniquidad pudiera salir a la luz igual que un muñeco de resorte. Su pasado estaba bastante limpio de culpa, pocos hombres podrían repasar los pergaminos de sus vidas con menos aprensión, y aun así se humilló hasta el polvo por las muchas maldades que había cometido, y volvió a levantarse, contrito y agradecido por las muchas que había estado a punto de cometer pero había evitado en el último momento. Y luego, al volver a pensar en el asunto que antes le ocupara, le pareció vislumbrar un destello de esperanza. «Ese tal Hyde, si se le investigara —pensó—, debe de tener sus propios secretos: y, a juzgar por su aspecto, deben de ser muy negros, tanto que, comparados con ellos, los del pobre Jekyll serían como rayos de sol. Las cosas no pueden seguir así. Me da escalofríos pensar que ese tipo puede entrar tan furtivamente como un ladrón en el dormitorio de Harry; pobre Harry, ¡menudo despertar! Por no hablar del peligro, pues si Hyde sospecha de la existencia del testamento, podría entrarle la impaciencia por heredar. Sí, tengo que arrimar el hombro…, si Jekyll me lo permite —añadió—, ojalá lo haga.» Pues una vez más vio en su imaginación, transparentemente claras, las insólitas cláusulas del testamento.