El reverendo Murdoch Soulis fue mucho tiempo pastor de la parroquia de Balweary, en los páramos del valle del Dule. Era un anciano adusto y sombrío, que atemorizaba a cuantos lo oían, y pasó los últimos años de su vida sin parientes ni criados, ni ninguna otra compañía, en la pequeña y solitaria rectoría al pie de Hanging Shaw. A pesar de la férrea compostura de sus rasgos tenía una mirada feroz, asustada y vacilante y, cuando insistía, en sus admoniciones privadas, en el futuro que les aguardaba a los impenitentes, era como si sus ojos atravesaran las tormentas del tiempo y se adentraran en los terrores de la eternidad. A muchos jóvenes que acudían a él para prepararse a recibir la Sagrada Comunión les impresionaba enormemente su manera de hablar. El primer domingo después de cada diecisiete de agosto leía un sermón sobre la Primera Epístola de Pedro (v. 8), «El demonio es un león rugiente», y el texto le servía para superarse a sí mismo, tanto por la terrible naturaleza del asunto tratado, como por su terrorífica forma de comportarse en el púlpito. Los niños temblaban de miedo y los viejos parecían más proféticos que de costumbre, y se pasaban el resto del día haciendo aquellas insinuaciones que Hamlet tanto detestaba. Ya desde el principio del ministerio del señor Soulis, aquellos que se tenían por prudentes habían empezado a evitar a las horas del crepúsculo la rectoría, situada junto a las aguas del Dule entre una espesa arboleda a la sombra del Shaw y junto a otras muchas cumbres frías y yermas que parecían alzarse hasta el cielo; y la sola idea de pasar a una hora tardía por aquella siniestra vecindad hacía que todos movieran la cabeza con desaprobación. Había un lugar concreto que les inspiraba más temor. La rectoría estaba ubicada entre la carretera y las aguas del Dule y tenía un hastial a cada lado. La parte posterior daba al pueblo de Balweary, que quedaba a poco más de un kilómetro, y por delante un jardín pelado y cercado de espinos se extendía entre el río y la carretera. La casa tenía dos pisos de altura y dos grandes habitaciones en cada planta. No comunicaba directamente con el jardín, sino con un sendero o camino empavesado, que conducía por un lado a la carretera y llevaba por el otro hasta los altos sauces y saúcos que bordeaban el río. Y era aquel sendero el que gozaba de tan infame reputación entre los jóvenes de Balweary. El pastor acostumbraba a pasear por él al caer la tarde y gemía a veces en voz alta acuciado por la urgencia de sus calladas plegarias, y cuando salía de casa y cerraba con llave la puerta de la rectoría, los escolares más osados se aventuraban con el corazón palpitante hasta tan legendario lugar.
Que una atmósfera de terror semejante rodeara a un ministro del Señor de un carácter y una ortodoxia intachables, era un continuo motivo de asombro y despertaba la curiosidad de los pocos desconocidos a los que los negocios o la casualidad empujaban a aquella región remota y desconocida. Pero muchos de los parroquianos ignoraban los extraños sucesos que habían señalado el primer año del ministerio del señor Soulis, y los mejor informados se mostraban reacios o temerosos al hablar de aquel asunto. Solo muy de vez en cuando, alguno de los viejos del lugar se armaba de valor después de la tercera copa y volvía a relatar la causa del extraño aspecto y la vida solitaria del pastor.
Cincuenta años atrás, cuando el señor Soulis llegó por primera vez a Balweary, era todavía joven, casi un mozo decía la gente, y estaba lleno de saberes librescos y de elocuencia, pero, como es natural en alguien tan bisoño, carecía de experiencia real en la religión. A los jóvenes les impresionó mucho su talento y su labia, pero los de más edad, hombres y mujeres serios y graves, se sintieron incluso impulsados a rezar por el joven pastor, a quien creían equivocado, y por la parroquia, que en consecuencia iba a estar mal atendida. Fue antes de los días de los moderados…,[1] el diablo se los lleve, aunque las cosas malas son como las buenas: unas y otras llegan poco a poco, en pequeñas cantidades, y había quien decía que el Señor había abandonado a su suerte a los profesores de la universidad y que los muchachos que iban a estudiar con ellos habrían hecho mejor quedándose sentados en un montón de turba, como hicieron sus antepasados durante la persecución, con una Biblia debajo del brazo y un espíritu devoto. En cualquier caso, no había duda de que el señor Soulis había pasado demasiado tiempo en la universidad. Se interesaba y preocupaba por muchas cosas aparte de la única necesaria. Había llevado consigo un montón de libros…, más de los que se habían visto nunca en la casa parroquial, y debieron de darle mucho trabajo al carretero que los transportó hasta allí, pues había suficientes para tapar la ciénaga del Diablo de aquí a Kilmackerlie. Eran libros de teología, claro, o eso decían, pero los más serios opinaban que no valía la pena gastar tanto dinero, cuando la palabra de Dios cabría en la esquina de un cuadro de una manta escocesa… Por si fuera poco, se pasaba la mitad del día y de la noche nada menos que escribiendo, lo que parecía muy poco razonable; al principio temieron que estuviera memorizando sus sermones y luego resultó que estaba escribiendo un libro, lo que sin duda no era nada apropiado para alguien de sus años y con tan corta experiencia.
En cualquier caso, le convenía buscar una mujer vieja y honrada que se ocupara de la rectoría y le preparase la comida y, cuando le recomendaron a una vieja casquivana llamada Janet McClour, estaba tan ensimismado que se dejó convencer. Muchos le aconsejaron lo contrario, pues Janet despertaba los recelos de todas las personas respetables de Balweary. Tiempo atrás había tenido un hijo con un dragón de caballería; no había comulgado en los últimos treinta años; y los chiquillos la habían visto murmurando para sí en Key’s Loan al caer la tarde, una hora y un lugar muy raros para una mujer temerosa de Dios. En cualquier caso fue el propio señor de aquellas tierras el primero que le habló al pastor de Janet; y en aquellos tiempos el párroco habría hecho cualquier cosa por complacerle. Cuando la gente le advirtió de que Janet estaba emparentada con el demonio, se lo tomó como una superstición y, cuando le citaron la Biblia y a la bruja de Endor, les hizo tragar que de eso hacía mucho tiempo y que, gracias a Dios, el diablo había sido sojuzgado.
Cuando corrió por el pueblo la noticia de que Janet McClour iba a servir en la rectoría, la gente se enfadó mucho con los dos y a las vecinas no se les ocurrió nada mejor que ir a casa de la vieja y echarle en cara todo lo que sabían de ella, desde lo del hijo del soldado hasta lo de las dos vacas de John Tamson. Janet no era muy habladora, la gente la dejaba en paz y ella hacía lo mismo y no daba a nadie ni los buenos días ni las buenas noches, pero cuando se lo proponía, tenía una lengua capaz de ensordecer a un molinero. Se puso hecha una furia y sacó a relucir todos los viejos chismorreos de Dalweary, por cada cosa que le decían ella les reprochaba otras dos, hasta que por fin las vecinas la cogieron, le quitaron la ropa y la llevaron a rastras desde el pueblo hasta el río Dule para comprobar si era una bruja y si nadaba o se hundía. La vieja chilló tanto que la oyeron hasta en Hanging Shaw y se resistió como diez. Al día siguiente, e incluso varios días después, muchas vecinas todavía iban arañadas. ¿Y quién diréis que apareció (por sus pecados) en lo más acalorado de la trifulca? Pues nada menos que el nuevo pastor.
—Mujeres —dijo (y tenía una voz imponente)—, os ordeno en nombre del Señor que la dejéis en paz.
Janet corrió hacia él enloquecida por el miedo, se abrazó a él y le pidió, en nombre de Cristo, que la librara de aquellas arpías; ellas, por su parte, le contaron todo lo que sabían y tal vez más.
—Mujer —le preguntó a Janet—, ¿es eso cierto?
—Por el Señor que me creó y me está viendo ahora —replicó ella—, que no es cierta ni una sola palabra. Aparte de lo del crío —afirmó—, siempre he sido una mujer decente.
—¿Estás dispuesta a renunciar —dijo el señor Soulis—, en el nombre de Dios, y ante mí, su humilde ministro, al demonio y todas sus obras?
En fin, todos esperaban que, al pedirle aquello, le crujieran los dientes e hiciera una mueca que aterrara a quienes la vieran, pero no ocurrió ni una cosa ni otra; y Janet alzó la mano y renunció al demonio delante de todos.
—Y ahora —les dijo el señor Soulis a las vecinas—, volved todas a casa y rogad a Dios para que os perdone.
Y le ofreció el brazo a Janet, que no llevaba puesto más que un camisón, y la llevó al pueblo y la dejó en su casa como si fuese una dama, mientras ella chillaba y reía tanto que era un escándalo oírla.
Esa noche muchas personas devotas dedicaron más rato de lo normal a rezar sus oraciones, pero a la mañana siguiente el miedo se apoderó de tal modo de Balweary que los niños se escondieron e incluso los hombres espiaban furtivamente desde la puerta de sus casas. Y es que Janet —o alguien que se le parecía, nadie habría sabido decirlo— se paseó por el pueblo con el cuello torcido, la cabeza ladeada, como si la hubieran ahorcado, y una mueca en su semblante como la de un cadáver antes de ser enterrado. Poco a poco se fueron acostumbrando e incluso le preguntaron para saber qué le ocurría, pero desde ese día no volvió a hablar como una mujer cristiana, solo babeaba y hacía un ruido con los dientes como el de unas tijeras de esquilar ovejas, y sus labios no volvieron a pronunciar el nombre de Dios. A veces lo intentaban, pero no lo conseguían. Los que más sabían eran los que menos decían, pero nunca creyeron que aquella fuese Janet McClour, pues en su opinión la vieja Janet estaba ya en el infierno. Sin embargo, no hubo forma de convencer al pastor, que se dedicó a predicar acerca de la crueldad de la gente que le había producido aquel ataque de parálisis, ahuyentó a golpes a los rapaces que se burlaban de Janet, la llevó esa misma noche a la rectoría y vivió allí solo con ella a la sombra del Hanging Shaw.
Pues bien, fue pasando el tiempo y los más frívolos empezaron a quitarle importancia a aquel negro asunto. El pastor gozaba de buena fama, siempre se quedaba escribiendo hasta muy tarde y la gente veía la vela junto al río Dule pasada la medianoche, y parecía tan contento e indiferente como al principio, a pesar de que todos notaban que se estaba consumiendo. En cuanto a Janet, iba y venía a su antojo, y, si antes no hablaba mucho, con menos razón ahora; no se metía con nadie, pero era horrible verla y nadie habría tenido tratos con ella ni por todas las tierras comunales de Balweary.
Hacia finales de julio tuvimos un tiempo desconocido por estos pagos, hacía un calor bochornoso y descorazonador, los corderos no podían subir a Black Hill, los niños estaban demasiado cansados para jugar, y además era muy borrascoso, rachas de viento cálido soplaban en los valles y caían breves chaparrones que no refrescaban nada. Siempre pensábamos que a la mañana siguiente se desataría la tormenta, pero iban pasando los días y seguía haciendo aquel tiempo tan raro y agobiante para las personas y el ganado. Entre los que peor lo soportaban, nadie sufrió tanto como el señor Soulis: les contó a sus mayores que no podía dormir ni comer y, cuando no estaba escribiendo su dichoso libro, deambulaba por el campo como un poseso, en lugar de quedarse en casa como hacía todo el mundo.
Más allá de Hanging Shaw, al resguardo de Black Hill, hay unas tierras cercadas por una valla de hierro. Se dice que, en los viejos tiempos, era el cementerio de Balweary y que los papistas lo consagraron antes de que la luz bendita brillara sobre el reino. En cualquier caso era el lugar preferido del señor Soulis, que siempre se sentaba allí a meditar sus sermones, y la verdad es que el sitio está muy resguardado. El caso es que un día, al llegar al extremo oeste de Black Hill, vio primero dos, luego cuatro y luego siete cuervos que sobrevolaban el antiguo cementerio. Volaban bajo y despacio y se graznaban unos a otros, y el señor Soulis comprendió que algo los había espantado. No era un hombre que se asustara con facilidad, así que se fue directo a la tapia, ¿y qué diréis que encontró allí?, pues a un hombre, o algo parecido, sentado sobre una tumba. Era muy alto, negro como el mismísimo infierno, y tenía unos ojos muy extraños.[2] El señor Soulis había oído hablar muchas veces de los negros, pero aquel tenía algo que le intimidaba. A pesar del calor que hacía, sintió un escalofrío en la médula de los huesos, sin embargo alzó la voz y dijo:
—Amigo, ¿es usted forastero?
El negro no respondió ni una palabra, se incorporó y echó a andar hacia la tapia que había al otro lado sin dejar de mirar al pastor, que se las arregló para devolverle la mirada, hasta que, al cabo de un minuto, el negro saltó la tapia y echó a correr en busca de la protección de los árboles. El señor Soulis, sin saber muy bien por qué, salió corriendo detrás de él, pero estaba exhausto después de su paseo con aquel tiempo tan caluroso e insano, y por mucho que corrió solo acertó a vislumbrar al negro que se ocultaba entre los abedules, hasta que llegó al pie de la colina y volvió a verlo cruzando a saltos el río en dirección a la rectoría.
Al señor Soulis no le hizo ninguna gracia que aquel espantoso vagabundo entrase con tanta familiaridad en la rectoría, así que apretó el paso, se mojó los zapatos al cruzar el río y subió por el sendero, pero allí no había ningún negro. Se asomó a la carretera, pero no vio a nadie; fue al jardín, pero nada, ni rastro del negro. Por fin, un poco asustado como es natural, levantó el pestillo, entró en la rectoría y se encontró a Janet McClour, con el cuello torcido y nada contenta de verlo. Luego recordaría siempre que al contemplarla volvió a sentir el mismo gélido y mortal escalofrío que antes.
—Janet —dijo—, ¿has visto pasar a un negro?
—¿A un negro? —repitió ella—. ¡Dios nos libre! Menudo pastor está usted hecho. En Balweary no hay negros.
Aunque ya comprenderéis que no habló con claridad, sino que gimoteó como un poni al ponerle el bocado.
—Pues si no era un negro, Janet —dijo el pastor—, es que he hablado con el Acusador de los Hermanos.[3]
Y se sentó dando diente con diente, como quien tiene fiebre.
—Bobadas —replicó Janet—, debería usted avergonzarse, reverendo.
Y le dio un trago de brandy que guardaba para ella.
Luego el señor Soulis entró en el despacho donde tenía los libros. Era una habitación alargada, lóbrega y de techo bajo, terriblemente fría en invierno y húmeda incluso en pleno verano, pues la rectoría estaba muy cerca del río. Se sentó y pensó en todo lo que había ocurrido desde su llegada a Balweary, en su casa, en los días en que era niño y correteaba por las montañas, pero la imagen del negro siguió rondándole por la memoria como el estribillo de una canción. Cuanto más dejaba vagar la imaginación más se acordaba del negro. Trató de rezar y no le salían las palabras; dicen que también trató de escribir su libro, pero sin resultado. Unas veces tenía la impresión de que el negro estaba a su lado, y le bañaba un sudor frío como agua de pozo, y otras se sentía como un niño recién bautizado y no le embargaba ningún temor.
Por fin se acercó a la ventana y se puso a contemplar las aguas del Dule. La arboleda es muy espesa y el agua fluye negra y profunda al pie de la rectoría, y Janet estaba allí lavando la ropa con la falda arremangada. Se hallaba de espaldas al pastor, quien por su parte apenas reparó en lo que estaba viendo. Sin embargo, cuando se volvió y pudo verle el rostro, el señor Soulis sintió el mismo gélido escalofrío que ya había notado dos veces ese mismo día, y recordó lo que la gente decía: que Janet llevaba muerta mucho tiempo y que aquello era un espectro de carne fría como el barro. Se apartó un poco y la observó con atención. Estaba frotando la ropa mientras canturreaba para sus adentros, y, Dios nos asista, su rostro inspiraba pavor. A ratos cantaba en voz alta y a ratos miraba de reojo hacia un lado, aunque allí no había nada que mirar. Al señor Soulis lo recorrió de pies a cabeza una sensación de náusea que era un aviso del cielo, pero se limitó a culparse a sí mismo, por pensar mal de una anciana pobre y achacosa que no tenía más amigos que él; así que rezó una oración por los dos y bebió un poco de agua fresca —pues pensar en comer le revolvía el estómago—, y se metió en la cama al caer el sol.
Esa noche, la noche del 17 de agosto de 1712, no la ha olvidado nadie en Balweary. Como ya he dicho, había hecho mucho calor, pero esa vez hizo más que nunca. El sol se puso entre nubarrones de extraño aspecto; todo estaba tan oscuro como el mismo infierno: ni una estrella, ni pizca de viento, no se veía ni la propia mano puesta delante de la cara, y los viejos apartaban las mantas y respiraban con dificultad. Con todo lo que le rondaba por la cabeza era muy improbable que el señor Soulis pudiera conciliar el sueño. Daba vueltas y vueltas y la cama, que era fresca y cómoda, parecía quemarle hasta la médula de los huesos; a ratos dormitaba y a ratos se despertaba; unas veces oía las campanadas de la iglesia y otras veces a un chucho que aullaba en el páramo, como si hubiera muerto alguien; le parecía oír a espectros que le susurraban insensateces al oído y creía ver fuegos fatuos en la alcoba. Pensó que debía de haberse puesto enfermo, y lo estaba…, aunque no sospechaba en qué consistía su enfermedad.
Por fin, con la cabeza más despejada, se sentó en camisa en el borde de la cama, y volvió a pensar en el negro y en Janet. Nunca supo el porqué…, aunque tal vez fuese por el frío que sentía en los pies, el caso es que de pronto se le ocurrió que había alguna relación entre ambos y que, o bien uno de ellos, o los dos, eran espectros. Y, justo en ese momento, en la habitación de Janet, que estaba junto a la suya, se oyeron unas patadas como si varios hombres se estuvieran peleando y luego un golpe muy fuerte. Después el viento empezó a soplar alrededor de la casa y todo volvió a quedar tan silencioso como una tumba.
El señor Soulis no le temía ni al hombre ni al diablo. Cogió el yesquero, encendió una vela y con tres zancadas se plantó ante la puerta de Janet. El pestillo no estaba echado, así que la empujó y escudriñó audazmente el interior. Era una alcoba tan grande como la del propio pastor, y estaba llena de muebles antiguos y sólidos, que eran todo cuanto tenía. Había una cama con dosel de tapicería antigua, un excelente bargueño de roble con unos cuantos libros de teología, que el párroco había dejado allí para quitarlos de en medio, y unas pocas prendas de Janet tiradas aquí y allá por el suelo. Pero el señor Soulis no vio ni a Janet ni indicios de lucha. Entró en la habitación (y conste que no muchos le habrían seguido), echó una ojeada y escuchó. Pero no había nada que oír, ni dentro de la rectoría ni en el pueblo de Balweary, y nada que ver, salvo las negras sombras que giraban en torno a la vela. Luego, de pronto, se le aceleró el pulso, se le heló el corazón y un viento gélido le puso los pelos de punta. ¡Qué imagen tan horrible contemplaron entonces los ojos de aquel hombre! Ahí estaba Janet colgando de un clavo junto al viejo bargueño de roble: su cabeza colgaba como siempre sobre el hombro, tenía los ojos cerrados, la lengua le colgaba de la boca y los talones colgaban a medio metro del suelo.
«¡Que Dios nos perdone a todos! —pensó el señor Soulis—, ¡la pobre Janet está muerta!»
Al acercarse al cadáver el corazón le dio un vuelco, pues reparó en que, por algún sortilegio que a ningún hombre le correspondería juzgar, la mujer colgaba de un solo clavo y de un solo hilo de estambre como el que se usa para zurcir pantalones.
Debe de ser espantoso encontrarse solo de noche entre semejantes prodigios de las tinieblas, pero la fe en Dios del señor Soulis estaba bien arraigada. Se volvió, salió de la habitación y cerró la puerta tras de sí. Paso a paso, bajó las escaleras, tan despacio como pudo, y puso la vela sobre la mesa que había junto a las escaleras. No podía rezar, no podía pensar, estaba empapado de sudor frío y no oía más que los latidos de su corazón. Puede que pasara allí una hora, o tal vez dos, sin pensar en nada, cuando de pronto le pareció oír un rumor leve y misterioso en el piso de arriba, unas pisadas iban de aquí para allá en la habitación donde colgaba el cadáver, y vio que la puerta estaba abierta, aunque recordaba bien haberla cerrado, y tuvo la sensación de que el cadáver lo observaba inclinado sobre el pasamanos.
Volvió a coger la vela (pues no podía quedarse sin luz) y, sin hacer el menor ruido, salió de la rectoría y fue a un extremo del sendero. Seguía estando muy oscuro y, cuando dejó la vela en el suelo, la llama ardió con tanta firmeza y claridad como en la habitación; no se movía ni una hoja, solo la corriente del Dule que corría con un murmullo por el valle y las impías pisadas que bajaban por las escaleras de la rectoría. Enseguida reconoció aquellas pisadas, pues eran las de Janet, y cuanto más se acercaban más se le helaba la sangre. Encomendó su alma a su Creador y dijo:
—¡Oh, Señor, dame fuerzas esta noche para combatir los poderes del mal!
Para entonces, los pasos avanzaban por el pasillo en dirección a la puerta y oyó una mano que rozaba la pared, como si aquel ser tan espantoso anduviese a tientas. Los sauces se agitaron y gimieron, un largo suspiro recorrió las montañas, la llama de la vela tembló y el cadáver de Janet la contrahecha con su vestido de gorgorán y su cofia negra, con la cabeza ladeada sobre el hombro y la misma mueca en el rostro…, viva, habría dicho cualquiera…, muerta, como el señor Soulis bien sabía…, apareció en el umbral de la rectoría.
Es extraño que el alma del hombre esté tan ligada a su cuerpo perecedero, pero el pastor vio aquello y el corazón no le falló.
No se quedó allí mucho tiempo, pues empezó a andar de nuevo en dirección adonde estaba el señor Soulis al pie de los sauces. En la mirada del pastor brillaban toda la vitalidad de su cuerpo y la fuerza de su espíritu. Tuvo la impresión de que ella iba a decirle algo, pero le faltaban las palabras y le hizo un gesto con la mano izquierda. Llegó una ráfaga de viento, como el bufido de un gato, la vela se apagó, los sauces chillaron como personas y el señor Soulis supo que, para bien o para mal, había llegado el final.
—¡Bruja, arpía, demonio! —gritó—. Te conmino, en nombre de Dios, a que te vuelvas a la tumba, si es que estás muerta…, o al infierno, si estás condenada.
Y, en ese momento, la mano del Señor salió del cielo y golpeó a aquel horror allí mismo, el viejo, difunto y execrable cadáver de la bruja, que tanto tiempo habían arrastrado los demonios lejos de su tumba, ardió como la yesca y cayó al suelo hecho cenizas; luego siguió un trueno y luego otro y por fin empezó a diluviar, y el señor Soulis saltó la cerca del jardín y corrió dando gritos hacia el pueblo.
Esa misma mañana, John Christie vio pasar al negro por Muckle Cairn cuando daban las seis; antes de las ocho pasó por la taberna de Knockdow, y no mucho después Sandy McLellan lo vio cojeando por la ladera en dirección a Kilmackerlie. No hay duda de que fue él quien poseyó largo tiempo el cuerpo de Janet, pero al fin se marchó y desde entonces el demonio no ha vuelto a molestarnos en Balweary.
No obstante, fue una prueba muy amarga para el pastor, que pasó muchos días delirando en su cama, y desde entonces hasta hoy ha sido el hombre que hoy conocéis.