A tres compañeros de a bordo en las islas:
Harry Henderson, Ben Hird, Jack Buckland
Su amigo R.L.S.
1
Una boda en los mares del Sur
Vi la isla por primera vez cuando no era ni de noche ni de día. La luna, que empezaba a ponerse por el oeste, seguía siendo grande y luminosa. Al este, la aurora lo teñía todo de rosa y la estrella de la mañana resplandecía como un diamante. El viento terral nos soplaba en la cara cargado de un fuerte olor a lima silvestre, vainilla y otras muchas cosas, aunque aquellas fuesen las más evidentes, y su frescor me hizo estornudar. Hay que añadir que yo había pasado años en una isla cerca del ecuador, y que la mayor parte del tiempo había llevado una existencia solitaria entre los nativos. Era pues una experiencia nueva e incluso la lengua me resultaría desconocida. El aspecto de aquellas junglas y montañas y su raro aroma me hicieron cobrar nuevos ánimos.
El capitán apagó la lámpara de bitácora.
—Ahí —dijo— se ve un poco de humo, señor Wiltshire, detrás de la rompiente del arrecife. Es Falesá, donde está su puesto comercial; es el poblado más oriental, no sé por qué, pero nadie vive por la parte de barlovento. Coja mi catalejo y podrá vislumbrar las casas.
Cogí el catalejo y la orilla pareció aproximarse, distinguí la maraña de la selva y la espuma de la rompiente, y entre los árboles asomaron los tejados marrones y el negro interior de las casas.
—¿Ve usted aquel punto blanco hacia el este? —prosiguió el capitán—. Es su casa. La construyeron de coral en un alto, la veranda es tan ancha que podría recorrerse en fila de a tres: el mejor puesto comercial del Pacífico Sur. Cuando el viejo Adams la vio, me cogió de la mano y me dijo: «Parece que he ido a parar a un sitio precioso». «Sí, ¡y además el tiempo es bueno!», le respondí. ¡Pobre Johnny! No volví a verlo más que una vez, y para entonces había cambiado de opinión: no congeniaba con los nativos, o con los blancos o algo por el estilo. La siguiente ocasión que pasamos por aquí estaba muerto y enterrado. Yo mismo clavé un epitafio en su tumba: «John Adams, obit mil ochocientos sesenta y ocho. Que su vida te sirva de ejemplo». Lo eché en falta, Johnny nunca me pareció mala persona.
—¿De qué murió? —pregunté.
—De enfermedad —respondió el capitán—. La contrajo de pronto. Al parecer se despertó en plena noche y se atiborró de Pain-Killer y de Kennedy’s Discovery:[1] no le sirvió de nada, lo que tenía requería algo más fuerte. Luego abrió una caja de botellas de ginebra, pero una vez más fue inútil…, tampoco el licor era lo bastante fuerte. Luego debió de volverse y salir corriendo a la veranda, donde se precipitó por encima del pasamanos. Cuando lo encontraron al día siguiente, se había vuelto loco…, decía constantemente que alguien le había mojado la copra. ¡Pobre John!
—¿Se atribuyó su muerte a la isla?
—Bueno, se atribuyó a la isla, a los problemas o a cualquier otra cosa —replicó—. Siempre he oído decir que es un lugar muy saludable. Nuestro último hombre, Vigours, no se puso enfermo jamás. Se fue por culpa de la playa, decía que tenía miedo de Jack el negro, de Case y de Jimmie el silbón, que se ahogó poco después estando borracho, pero todavía vivía por entonces. En cuanto al viejo capitán Randall, lleva aquí desde el cuarenta o el cuarenta y cinco. Y nunca lo he visto enfermo, el tiempo no pasa por él. A este paso, llegará a cumplir más años que Matusalén. No, a mí me parece un sitio saludable.
—Ahí llega un bote —dije—. Está justo en el estrecho, parece un bote ballenero de unos cinco metros de eslora; hay dos hombres blancos en las escotas de popa.
—¡Es el bote en el que se ahogó Jimmie el silbón! —gritó el capitán—. Déjeme el catalejo. Sí: ese es Case, sin duda, y el moreno. Tienen una reputación de lo más patibularia, pero ya sabe cómo son las playas para los chismorreos. En mi opinión, Jimmie el silbón era el peor de los tres, y ya ha pasado a mejor vida. ¿Qué se apuesta a que vienen a buscar ginebra? Le apuesto cinco contra dos a que se llevan seis cajas.
Cuando los dos comerciantes subieron a bordo me gustó su aspecto nada más verlos, o más bien me gustó el aspecto de ambos y la forma de hablar de uno de ellos. Estaba deseando tener vecinos blancos después de los cuatro años pasados en el ecuador, que siempre consideré unos años de prisión: años en los que constantemente me declaraban tabú y tenía que ir a la Casa del Parlamento para tratar de que levantasen la prohibición, años de comprar ginebra y emborracharme para luego arrepentirme, de pasar las noches en casa con un farol como única compañía, de pasear por la playa preguntándome qué clase de idiota tenía que ser para estar allí. No había más blancos en mi isla, y cuando navegaba hasta la isla vecina no encontraba más que rudos parroquianos. Ver subir a aquellos dos a bordo fue una satisfacción. Uno era negro, desde luego, pero ambos iban ataviados con pantalones de rayas y sombreros de paja, y Case no habría hecho mal papel incluso en una ciudad. Era pequeño y cetrino, tenía la nariz aguileña, los ojos pálidos y la barba recortada a tijera. Nadie sabía de dónde procedía, aunque hablaba inglés y resultaba evidente que era de buena familia y que estaba muy bien educado. Y además tenía talento, sabía tocar el acordeón y, si le dabas un cordel, un corcho o una baraja, sabía hacer trucos de manos como un profesional. Cuando quería, sabía conversar como en un salón y cuando así lo prefería era capaz de blasfemar más que un contramaestre yanqui o de decir palabrotas capaces de hacer sonrojar a cualquier canaco. Actuaba siempre según le conviniese en cada momento, y lo hacía con una naturalidad innata. Tenía la valentía de un león y la astucia de una rata, y, si hoy no está en el infierno, es que no existe ese lugar. Solo puedo decir una cosa buena de él: que quería a su mujer y la trataba bien. Era samoana y llevaba el pelo teñido de rojo al estilo de Samoa, y cuando él murió (como contaré más adelante) descubrieron algo muy extraño: había hecho testamento como un cristiano y le había dejado todo a su viuda. Todo lo suyo, se decía, y, ya puestos, todo lo de Jack el negro y casi todo lo de Billy Randall, pues era Case quien llevaba la contabilidad. Así que la mujer volvió a casa en la goleta Manu’a y hoy vive como una dama en su propia mansión.
Pero aquella mañana yo todavía no sabía nada de todo eso. Case me recibió como un caballero y un amigo, me dio la bienvenida a Falesá y se puso a mi disposición, lo que me resultó muy útil, dado que no conocía a los nativos. Pasamos la primera parte del día bebiendo en el camarote para conocernos mejor, y nunca oí a nadie hablar con más corrección. No había comerciante más agudo, ni más marrullero, en las islas. Recuerdo el consejo que me dio aquella mañana y la historia que me contó. El consejo fue el siguiente: «Siempre que gane usted algún dinero —dijo—, y me refiero a dinero cristiano, envíelo sin dilación al banco de Sidney. Es una tentación para un comerciante de copra; un día estará con otros comerciantes, echará mano al bolsillo y comprará copra con él. Y quien compre copra con dinero es un completo idiota». Y he aquí la historia, que debería haberme servido de advertencia respecto al peligro de tener por vecino a un hombre semejante. Por lo visto, Case estaba comerciando en las islas Ellice. Había allí un tal Miller, un holandés que tenía mucho poder sobre los nativos y controlaba la mayor parte del tráfico. Pues bien, un día naufragó una goleta en la laguna y Miller la compró (como suelen hacerse estas cosas) por una miseria. Aquello estuvo a punto de costarle la ruina. Pues cuando vio que tenía mercancías que le habían salido prácticamente gratis, no se le ocurrió nada mejor que bajar los precios. Case se reunió con los otros comerciantes. «¿Así que quiere bajar los precios? —dijo Case—. Muy bien. Tiene cinco veces más mercancías que vender que nosotros, si se trata de perder dinero, él tiene cinco veces más que perder. Hagámosle encallar, hundámoslo…» Y eso hicieron, y cinco meses más tarde, Miller tuvo que vender su barco y su puesto comercial y empezar otra vez en las Carolinas.
Aquella conversación me gustó y mi nuevo compañero también, y pensé que Falesá era un buen sitio. Y cuanto más bebía, más animado me sentía. Mi antecesor había huido de allí de improviso, cogiendo un pasaje en un barco de carga procedente del oeste; el capitán al llegar había encontrado el puesto cerrado, las llaves en manos del pastor indígena y una carta del fugitivo confesando que temía por su vida. Desde entonces la compañía no había tenido representante en la isla y lógicamente tampoco había carga. El viento era favorable, y el capitán quería llegar a la isla siguiente al amanecer a fin de aprovechar la marea, así que descargaron mis cosas con la mayor diligencia. Case afirmó que no debía preocuparme: nadie tocaría mis cosas, en Falesá todo el mundo era honrado, a menos que se tratase de unos pollos, un cuchillo raro o un poco de tabaco, así que lo mejor que podía hacer era esperar tranquilamente a que partiese el barco y luego ir directamente a su casa, ver al viejo capitán Randall, el patriarca de la playa, comer alguna cosa e irme a dormir cuando anocheciera. De modo que cuando puse el pie en Falesá era ya mediodía y la goleta acababa de largar amarras.
Había bebido un par de copas a bordo, acababa de concluir una larga travesía y el suelo se mecía bajo mis pies como la cubierta de un barco. El mundo parecía recién pintado, mis pies se movían al compás de la música y Falesá podría haber sido el paraíso, suponiendo que exista ese lugar, ¡y tanto peor si no es así! Era agradable pisar la hierba, mirar a lo alto hacia las montañas, ver a los hombres con sus guirnaldas verdes y a las mujeres con sus vestidos rojos y azules. Seguimos nuestro camino, unas veces bajo un sol de justicia y otras al frescor de la sombra, y ambas cosas nos gustaban; todos los niños del pueblo salieron a recibirnos con sus cabezas afeitadas y sus cuerpecillos morenos y dejaron a nuestra estela un estrépito como el piar de los pollos con sus gritos de bienvenida.
—A propósito —dijo Case—, tenemos que buscarle una esposa.
—¡Ah, sí! —respondí yo—. Lo había olvidado.
Había una multitud de chicas a nuestro alrededor y yo las observé como un bajá. Todas se habían puesto sus mejores galas para ir a recibir al barco. Las mujeres de Falesá son muy hermosas y su único defecto tal vez sea que son un poco anchas de caderas; en eso precisamente estaba pensando cuando Case me rozó con el brazo.
—Esa de ahí es muy guapa —dijo.
Vi a una muchacha que llegaba sola del otro lado. Había estado de pesca y no llevaba puesta más que una camisa empapada y muy corta. Era joven y muy esbelta para ser isleña, tenía el rostro fino, la frente despejada y una extraña mirada miope, entre la de un gato y un bebé.
—¿Quién es? —pregunté—. Esa servirá.
—Es Uma —respondió Case, y la llamó y le habló en la lengua nativa.
No sé lo que le diría, pero a mitad de conversación ella me echó una mirada tímida y rápida como un niño al esquivar un golpe, luego volvió a mirar al suelo y sonrió. Tenía la boca grande y los labios y la barbilla cincelados como los de una estatua, la sonrisa desapareció enseguida y se quedó escuchando a Case con la cabeza gacha, después le respondió en el hermoso tono de los polinesios mirándolo a la cara, oyó su respuesta y luego se marchó con una reverencia. Aquel saludo también iba dirigido a mí, pero no volvió a mirarme ni a sonreír.
—Todo está arreglado —dijo Case—. Creo que podré conseguírsela. Tendré que negociar un poco con su madre. Por un puñado de tabaco se puede escoger a cualquiera —añadió con desdén.
Creo que fue el recuerdo de su sonrisa lo que me hizo responderle con aspereza:
—A mí no me parece de esas —exclamé.
—Y no lo es, que yo sepa —respondió Case—. Tengo entendido que es más recta que una vela. Va siempre a su aire y no se relaciona mucho con las demás. Por favor, no me malinterprete…, Uma es una buena chica. —Reparé en que hablaba con cierta vehemencia y eso me sorprendió y me gustó—. De hecho —prosiguió—, no estaría tan seguro de conseguirla si usted no le hubiese gustado. Lo único que tiene que hacer es ser discreto y dejar que yo me las entienda con la madre, y yo le llevaré a la chica a casa del capitán para la boda.
No me gustó aquella palabra, y se lo hice saber.
—¡Oh!, esa boda no vale nada —me dijo—. Jack el negro es el capellán.
Para entonces habíamos llegado delante de la casa de aquellos tres hombres blancos, pues un negro se considera blanco…, igual que un chino, una idea un tanto peregrina, pero muy extendida en las islas. Era una casa de madera con una veranda destartalada. El almacén estaba en la parte delantera y dentro había un mostrador, una báscula y un escasísimo surtido de mercancías: una caja o dos de latas de carne en conserva, un barril de pan duro y un par de fardos de algodón, mucho peor que el mío. Lo único que había en abundancia eran artículos de contrabando: licor y armas de fuego. «Si estos han de ser mis únicos competidores —pensé—, me irá bien en Falesá.» De hecho, solo me aventajaban en esas dos cosas: la bebida y las armas.
En la trastienda estaba el viejo capitán Randall, acuclillado al estilo de los nativos. Era un hombre grueso y pálido, iba desnudo hasta la cintura, tenía el cabello gris como un castor y los ojos enrojecidos por la bebida. Todo su cuerpo estaba cubierto de vello gris y de moscas, una se le había posado en el rabillo del ojo, pero él no parecía notarlo, y los mosquitos zumbaban en torno a él como si fueran abejas. Cualquiera en sus cabales habría sacado de allí a aquel hombre y le habría dado sepultura, y al verlo y pensar que rondaba los setenta, al recordar que una vez había capitaneado un barco y que habría desembarcado vestido de uniforme para negociar en bares y consulados y que se habría sentado en las terrazas de los clubes, sentí náuseas y se me pasó la borrachera.
Él trató de levantarse al verme entrar, pero no lo consiguió y se limitó a tenderme la mano y balbucir una especie de saludo.
—Papi está un poco curda esta mañana —observó Case—. Hemos tenido una epidemia y el capitán Randall usa la ginebra como profilaxis…, ¿verdad, papi?
—¡No he hecho eso que dices en toda mi vida! —exclamó indignado el capitán—. Bebo ginebra por motivos de salud, señor como te llames. Es una medida de precaución.
—De acuerdo, papi —dijo Case—. Pero tendrás que serenarte. Nos vamos de boda, el señor Wiltshire, aquí presente, se casa.
El viejo preguntó con quién.
—Con Uma —respondió Case.
—¿Con Uma? —exclamó el capitán—. ¿Y qué quiere de Uma? ¿Ha venido aquí por motivos de salud? ¿Qué demonios quiere de Uma?
—Vamos, papi —dijo Case—. No eres tú quien se casa. Ni tampoco eres el padrino o la madrina; imagino que si el señor Wiltshire se casa es porque le apetece.
Y tras pronunciar esas palabras se excusó diciendo que tenía que arreglar lo de la boda y me dejó a solas con aquel pobre desdichado que era su socio y (para ser sinceros) también su víctima. El puesto y el negocio pertenecían a Randall; Case y el negro eran parásitos que se alimentaban de él como las moscas, sin que pareciera darse cuenta. De hecho, no puedo decir nada malo de Billy Randall, aparte de que se me revolvía el estómago al verle y que el rato que pasé en su compañía fue como una pesadilla.
En la habitación hacía un calor sofocante y estaba llena de moscas, la casa era sucia, pequeña y baja y la habían construido en un mal sitio, detrás del pueblo, junto al borde mismo de la selva, en un lugar poco frecuentado. Las camas de los tres hombres estaban en el suelo, entre platos y sartenes. No había ni un solo mueble en pie, pues, cuando se ponía violento, Randall los hacía pedazos. Me senté a dar cuenta de la comida que nos sirvió la mujer de Case, y pasé el resto del día con aquel desecho humano, que me contó larguísimas historias y chistes viejos y groseros con lengua estropajosa mientras reía con risas sibilantes sin reparar en mi tristeza. Bebía ginebra constantemente y a veces se quedaba dormido y se despertaba gimoteando estremecido. Una y otra vez me preguntaba por qué demonios quería casarme con Uma. «Amigo —me estuve repitiendo todo el día—, no te conviertas nunca en un viejo como este.»
Hacia las cuatro de la tarde, abrieron muy despacio la puerta trasera y una extraña vieja nativa entró en la casa casi arrastrándose por el suelo. Iba envuelta en una tela negra hasta los pies, tenía mechones de cabello gris, el rostro tatuado, lo que no era costumbre en aquella isla, y unos ojazos brillantes de mirada alucinada, que fijó en mí de un modo que me pareció en parte fingido. No dijo nada, pero empezó a balbucir y a chasquear la lengua y musitó algo como un niño al ver un budín de Navidad. Vino directa hacia mí y, cuando estuvo cerca, me cogió la mano y se puso a ronronear y a gemir como un gato gigante. Luego empezó a canturrear una especie de melodía.
—¿Quién demonios es? —pregunté un poco sobresaltado.
—Es Faavao —dijo Randall, y noté que se había arrastrado por el suelo hasta el rincón más alejado.
—¿Es que le tiene usted miedo? —exclamé.
—¡Miedo yo! —exclamó el capitán—. Amigo mío, ¡la esquivo! No le permito poner los pies en esta casa. Aunque supongo que hoy es diferente por lo del matrimonio. Es la madre de Uma.
—Y, aunque así sea, ¿qué es lo que pretende? —pregunté más irritado, y tal vez más asustado de lo que quería demostrar, y el capitán me explicó que estaba declamando poemas en alabanza mía porque iba a casarme con Uma—. Muy bien, señora —dije con una risa forzada—. Se lo agradezco. Pero avíseme cuando haya terminado con mi mano.
Ella actuó como si me hubiera entendido: la canción se convirtió en un grito y cesó, luego la mujer se arrastró fuera de la casa igual que había entrado, y debió de internarse en la selva, pues cuando me asomé a la puerta había desaparecido.
—Qué modales tan raros —dije yo.
—Son gente muy rara —dijo el capitán, y para mi sorpresa vi que hacía el signo de la cruz sobre su barriga desnuda.
—¡Vaya! —exclamé—. ¿Es usted papista?
Él rechazó con desdén aquella idea.
—Baptista hasta la médula —dijo—. Pero, amigo mío, los papistas también tienen algunas buenas ideas, y esta es una de ellas. Escuche mi consejo y cada vez que se cruce con Uma o Faavao o Vigours o cualquiera de esa pandilla, haga lo que dicen los curas y siga usted mi ejemplo, ¿lo ve? —Y volvió a persignarse a la vez que me guiñaba un ojo—. ¡No, señor! —exclamó de nuevo—, ¡aquí no somos papistas!
Y me entretuvo largo rato con sus opiniones religiosas.
Debí de encapricharme de Uma nada más verla, o sin duda habría salido de aquella casa en busca de un poco de aire fresco, del mar o de algún río. Aunque también es cierto que me había comprometido con Case, y que no habría podido volver a llevar alta la cabeza en aquella isla si hubiese huido de aquella chica la noche de mi boda.
El sol se había puesto incendiando en llamas el cielo y la lámpara llevaba un rato encendida cuando volvió Case con Uma y el negro. Ella iba vestida y perfumada, su falda era de fibra de corteza y sus pliegues parecían más lujosos que cualquier seda; el busto, que era del color de la miel oscura, estaba desnudo a excepción de media docena de collares de semillas y flores y, detrás de las orejas y en el pelo, llevaba prendidas las flores escarlatas del hibisco. Ninguna novia podría tener mejor porte, serio y silencioso, y me pareció una vergüenza presentarme ante ella en aquella casa sucia delante de aquel negro tan sonriente. Digo que me pareció una vergüenza, pues aquel saltimbanqui llevaba puesto un alzacuellos de papel, el libro del que fingió leer era un volumen desparejado de una novela y las palabras del servicio religioso no pueden transcribirse aquí. Me remordió la conciencia cuando unimos nuestras manos y le entregaron su certificado, y estuve tentado de mandarlo todo al diablo y confesar. He aquí lo que decía el documento, redactado y firmado por Case en una hoja del libro de contabilidad.
Certifico que: Uma hija de Faavao de la isla de Falesá de_______ está ilegalmente casada con John Wilsthire por una noche, y que el citado John Wiltshire es libre de mandarla al diablo a la mañana siguiente.
John el Negro,
capellán de las Hulk
Extraído del registro
por William T. Randall,
capitán de navío
Bonito papel para ponerlo en las manos de una joven y vérselo guardar como si fuese oro en paño. Cualquiera se habría sentido vil por mucho menos. Pero tal era la costumbre en aquellos pagos, y (me dije) no tanto por culpa de los hombres blancos como de los misioneros. Si hubiesen dejado a los nativos en paz, no me habría hecho falta recurrir a aquel engaño, sino que habría tomado tantas esposas como me hubiera venido en gana y las habría abandonado con la conciencia tranquila cuando hubiese querido.
Cuanto más avergonzado estaba más prisa tenía por marcharme y, como si en eso coincidieran nuestros deseos, noté un leve cambio en la actitud de los comerciantes. Antes Case se había mostrado ansioso por retenerme; ahora, como si hubiese conseguido su objetivo, parecía ansioso por librarse de mí. Uma, dijo, podía guiarme hasta mi casa, y los tres se despidieron de nosotros allí mismo.
Ya casi se había hecho de noche, el pueblo olía a árboles, a flores, a salitre y a guisos cocinados con el fruto del árbol del pan, desde el arrecife llegaba el rumor del mar y en la distancia, entre los árboles y las casas, se oían muchos agradables sonidos de hombres y niños. Me vino bien respirar aire fresco y librarme del capitán y contemplar en su lugar a la criatura que tenía ahora a mi lado. Me sentí exactamente igual que si estuviese de vuelta en casa con una chica de mi pueblo y, olvidándome de todo por un minuto, la cogí de la mano para dar un paseo. Sus dedos se entrelazaron con los míos, la oí respirar agitada y profundamente y de pronto se llevó mi mano a la cara y la apretó contra su rostro.
—Tú bueno —exclamó, y echó a correr delante de mí, luego se detuvo, sonrió y volvió a echar a correr.
De ese modo, me guió por un apartado sendero a lo largo de la linde de la selva hasta mi propia casa.
Lo cierto es que Case se había encargado de cortejarla por mí a lo grande: le había contado que estaba deseando casarme con ella y que no me importaban las consecuencias, y la pobre muchacha, sabiendo lo que yo ignoraba todavía, se creyó hasta la última palabra y se llenó de vanidad y gratitud. Yo de eso no tenía ni idea: después de ver a tantos hombres blancos arruinados por los parientes de sus mujeres y salir mal librados del negocio, siempre me había resistido a cualquier tipo de frivolidad con las nativas, y me dije que debería ser firme y aclararle las cosas. Pero me pareció tan guapa y encantadora mientras huía de mí y me esperaba, y lo hacía de un modo tan infantil, como si fuese un perrillo, que no pude resistirme a seguirla allí donde fuese, escuchar las pisadas de sus pies descalzos y observar el fugaz resplandor de su cuerpo en el crepúsculo. Además se me pasó por la imaginación otra idea. Ahora que estábamos solos jugaba conmigo como una gatita, pero en la casa se había comportado de un modo tan orgulloso y discreto como una condesa. Y su vestimenta, aunque escasa y al estilo indígena, con su falda de fibra de corteza, sus perfumes, sus flores rojas y sus semillas tan vistosas como joyas, aunque un poco mayores, me hizo pensar que en realidad era una especie de condesa, engalanada para escuchar a grandes cantantes en un concierto, y no una compañera para un pobre comerciante como yo.
Llegó a la casa primero y, desde fuera, vi brillar una cerilla y encenderse una lámpara en la ventana. El puesto era un sitio maravilloso, construido de coral, con una amplia veranda y una sala principal amplia y espaciosa. Mis maletas y mis baúles estaban amontonados en desorden, y allí, en mitad de aquella confusión, de pie junto a la mesa, estaba Uma esperándome. Su sombra se extendía hasta el hueco del techo de metal y la lámpara iluminaba su piel. Me detuve en el umbral y ella me miró sin decir nada con ojos ansiosos y tímidos al mismo tiempo. Luego se tocó el pecho.
—Yo…, mujer tuya.
Nunca me había sucedido antes, pero sentí tal deseo por ella que me estremecí como el viento en el gratil de una vela.
No habría podido hablar ni aunque hubiese querido hacerlo, y de haber podido tampoco lo habría hecho. Me avergonzaba haberme dejado conmover de ese modo por una nativa, igual que me avergonzaban la boda y el certificado que ella había guardado celosamente entre los pliegues de la falda, así que me aparté y fingí revolver entre mis cosas. Lo primero que encontré fue una caja de botellas de ginebra, la única que había llevado, y, en parte por la chica y en parte por el horror que me inspiraba el recuerdo del viejo Randall, tomé una resolución inesperada. Abrí el cierre, destapé una por una todas las botellas con un sacacorchos de bolsillo y le pedí a Uma que vertiera su contenido por la veranda.
Después de vaciar la última botella volvió y me miró un tanto perpleja.
—¿Por qué tú hace? —preguntó.
—No bueno —respondí, pues había recuperado en parte el habla—. Hombre que bebe no bueno.
Ella asintió pero se quedó meditándolo.
—¿Y por qué tú trae? —preguntó por fin—. Si no quiere beber, no trae bebida.
—Cierto —dije—. Antes bebía mucho, pero ahora ya no quiero. No sabía que tendría mujer. Supón que bebo ginebra y mi mujer se asusta.
No me sentía capaz de seguir hablándole con amabilidad: me había prometido a mí mismo no demostrar debilidad con los nativos y mi única escapatoria era cortar por lo sano.
Se quedó mirándome muy seria mientras yo me sentaba en una maleta vacía.
—Creo que tú bueno —dijo. Y de pronto se tumbó delante de mí en el suelo—. ¡De todos modos soy tuya! —exclamó.
2
La prohibición
Salí a la veranda justo antes de que saliera el sol por la mañana. Mi casa era la que estaba más al este de todo el pueblo y tenía justo detrás un cabo cubierto de árboles y riscos que ocultaba el amanecer. Al oeste corría un arroyo muy frío y más allá se extendían los campos del pueblo, sembrados de cocoteros, árboles del pan y algunas casas. Unas tenían las persianas bajadas y otras las tenían abiertas; vi las mosquiteras todavía tendidas y la gente que acababa de despertarse y que estaba sentada detrás de ellas, otros pululaban por los prados, envueltos en su ropa de dormir, como los beduinos de las ilustraciones de la Biblia. Reinaba un silencio mortal, frío y solemne, y la luz del amanecer se reflejaba en la laguna como el resplandor de un incendio.
Pero lo que me preocupaba estaba mucho más cerca. Alrededor de una docena de jóvenes y niños habían formado un semicírculo en torno a mi casa. El río los separaba y había algunos en la orilla más próxima, otros en la orilla opuesta y un tercer grupo en una roca que había en el centro; estaban muy callados envueltos en sus sábanas y nos miraban a mí y a la casa con la fijeza de un perro perdiguero. Me pareció todo muy extraño. Después de asearme volví a asomarme y me encontré con que seguían allí e incluso se les habían unido unos cuantos más, lo cual me pareció todavía más extraño. ¿Por qué estarían contemplando así mi casa?, me pregunté, y entré por segunda vez.
Sin embargo, el recuerdo de aquellos curiosos me rondaba por la imaginación y volví a salir poco después. El sol estaba ya alto, pero seguía tapado por el montículo boscoso del cabo: debía de haber pasado poco más de un cuarto de hora. La muchedumbre había aumentado notablemente y la orilla opuesta del río estaba llena de gente, puede que hubiera allí unos treinta adultos y el doble de niños, unos de pie, otros sentados y todos mirando mi casa. Una vez yo había visto rodear así una casa en un pueblo de los mares del Sur, pero era porque un comerciante estaba azotando a su mujer y ella no paraba de chillar. Aquí no pasaba nada de eso: la cocina estaba encendida, el humo se elevaba cristianamente en el cielo y todo estaba en perfecto orden al estilo de Bristol. Cierto que había llegado un extranjero, pero ya habían tenido ocasión de verlo el día anterior y lo habían recibido con mucha calma. ¿Qué les inquietaba ahora? Apoyé los brazos en la barandilla y les devolví la mirada. Que me aspen si alguno de ellos parpadeó. De vez en cuando veía charlar a algunos niños, pero hablaban tan bajo que ni siquiera alcanzaba a oír el murmullo de su conversación desde donde estaba. Los demás parecían imágenes talladas, me miraban fijamente, mudos y tristes, con sus ojos brillantes, y se me ocurrió que las cosas no habrían sido muy diferentes si yo hubiese estado en el patíbulo y aquella buena gente hubiese ido a ver cómo me ahorcaban.
Noté que empezaba a intimidarme y temí que pudiera notárseme, cosa que no me convenía lo más mínimo. Me incorporé y fingí desperezarme, bajé por las escaleras de la veranda y me acerqué paseando hacia el río. Se produjo un breve murmullo, como el que se oye en los teatros cuando levantan el telón, y los que estaban más cerca dieron un paso atrás. Vi que una chica apoyaba la mano en un joven y hacía un gesto hacia arriba con la otra, al tiempo que pronunciaba unas palabras en lengua nativa con voz entrecortada. Había tres niños sentados a menos de un metro del camino por donde yo tenía que pasar. Envueltos en sus sábanas, con las cabezas afeitadas y unas trencitas en la coronilla y su extraña expresión parecían unas de esas figuras que se ponen sobre la repisa de la chimenea. Estaban sentados en el suelo tan solemnes como jueces, yo seguí andando a buen paso, como si tuviese algo que hacer, y me pareció ver una mueca y un estremecimiento en las tres caras. Luego uno (el que estaba más lejos) se incorporó y corrió a buscar a su madre. Los otros dos trataron de seguirlo, se enredaron en las sábanas y cayeron al suelo, y poco después los tres, dos de ellos tan desnudos como cuando llegaron al mundo, se alejaban corriendo y chillando como cerdos. Los nativos, que se reirían de algo gracioso incluso en un entierro, soltaron una carcajada tan breve como el ladrido de un perro.
Dicen que lo que más asusta a un hombre es estar solo. No es cierto. Lo que asusta de la oscuridad o la jungla es que no se puede estar seguro de que no haya un ejército oculto allí cerca. Lo que asusta es estar en mitad de una multitud y no saber qué es lo que pretende. Cuando cesaron las risas, yo también me detuve. Los niños no habían dejado de huir y seguían corriendo a toda prisa para alejarse de mí. En ese instante me di la vuelta. Había salido a toda prisa como un idiota y como un idiota me volví. Debí de parecerles muy gracioso, y lo que me desanimó tontamente fue que esta vez nadie se río, solo una vieja soltó una especie de gemido piadoso, como los que se oyen en las iglesias de los protestantes no conformistas a la hora del sermón.
—Nunca había visto canacos tan estúpidos como los de tu pueblo —le espeté a Uma mientras observaba a los curiosos desde la ventana.
—Yo no sabe nada —dijo Uma, con una especie de expresión disgustada que adoptaba a veces.
Y eso fue todo lo que hablamos de aquel asunto, pues yo estaba furioso y a Uma aquello le pareció tan normal que hizo que me sintiese avergonzado.
Aquellos idiotas, unas veces más numerosos y otras menos, se pasaron casi todo el día rondando el ala occidental de la casa y el otro lado del río a la espera de algún espectáculo, Dios sabe cuál, aunque supongo que sería a que descendiese un fuego del cielo que me consumiera a mí y a mi equipaje. Sin embargo, como auténticos isleños, acabaron por hartarse de esperar y se fueron a bailar a la casa grande, donde los oí cantar y dar palmas hasta casi las diez de la noche, y a la mañana siguiente fue como si se hubieran olvidado de mi existencia. Si hubiese descendido un fuego del cielo o me hubiera tragado la tierra, no habría habido nadie para verlo o tomar nota de la lección, o como quiera uno llamarlo. Aunque no tardaría en descubrir que no me habían olvidado y que seguían atentos por si se producía el fenómeno.
Aquellos dos primeros días estuve muy ocupado organizando las mercancías y haciendo recuento de lo que había dejado Vigours. Aquello me asqueaba y me impedía pensar en otra cosa. Ben había hecho inventario en el viaje anterior, yo sabía que podía confiar en él, pero era evidente que alguien se había estado aprovechando de la ocasión entretanto. Descubrí que faltaba lo equivalente a casi seis meses de salario y beneficios, y me maldije por haber sido tan idiota de pasar el rato bebiendo con aquel tal Case en lugar de ocuparme de mis asuntos y hacer inventario.
En cualquier caso, de nada sirve llorar sobre la leche derramada. Lo hecho, hecho estaba, y no tenía remedio. Lo único que me restaba por hacer era organizar lo poco que quedaba y las mercancías que yo había llevado, exterminar las ratas y las cucarachas y establecerme al estilo de Sidney. Hice un buen trabajo y a la tercera mañana, cuando encendí la pipa y salí al umbral a contemplar las montañas, los cimbreantes cocoteros y la copra, y vi a los elegantes del pueblo paseando por los prados y calculé los metros de tela estampada que necesitarían para sus faldas y vestidos, sentí que estaba en el sitio adecuado para hacer fortuna, volver a casa y poner una taberna. Ahí estaba yo, sentado en la veranda, en el lugar más hermoso que quepa imaginar, con un sol espléndido y una brisa suave, fresca y saludable, que hacía correr la sangre como los baños de mar, soñando con Inglaterra, que no deja de ser un agujero frío, fangoso y desagradable, donde apenas hay luz suficiente para leer, e imaginando las caras de mis parroquianos en una taberna en una calle tan ancha como una avenida y con un cartel colgando de un árbol.
Así pasó la mañana, pero el día transcurrió sin que nadie se acercara a verme y, por mi experiencia con los nativos de otras islas, aquello me pareció muy raro. La gente se burlaba de nuestra empresa y de sus limpios puestos comerciales, en particular de este puesto de Falesá: toda la copra de la región (les oí decir) no bastaría para amortizar aquella inversión ni en cincuenta años, lo que a mi parecer era más que exagerado. Pero a medida que pasaba el día sin hacer ninguna transacción empecé a sentirme abatido, y hacia las tres de la tarde salí a dar un paseo para animarme. En el prado vi a un hombre blanco con sotana y supe por ella y por su expresión que era un sacerdote. Por su aspecto daba la impresión de ser buena persona, muy canoso y tan sucio que se podría haber escrito con él en una hoja de papel.
—Buenos días, señor —le dije.
Él me respondió ansioso en lengua nativa.
—¿No habla usted inglés? —pregunté.
—Francés —respondió.
—Vaya —dije—, pues lo siento, pero no sé si vamos a entendernos.
Trató de hablarme en francés, y luego otra vez en lengua nativa, que debió de parecerle el mejor modo de hacerse entender. Yo reparé en que pretendía algo más que pasar un rato conmigo y que tenía algo que comunicarme y me esforcé por comprender lo que decía. Oí los nombres de Adams, Case y Randall, sobre todo el de Randall, la palabra «veneno» o algo parecido y una palabra nativa que repetía mucho. Volví a casa repitiéndola para mis adentros.
—¿Qué significa fusi-oqui?[2] —le pregunté a Uma, pues no acerté a pronunciarlo mejor.
—Matar —respondió ella.
—¡Demonios! —exclamé—. ¿Alguna vez has oído decir que Case hubiera envenenado a Johnny Adams?
—Todo el mundo sabe —replicó Uma con desdén—. Él da arena blanca…, arena mala. Todavía tiene botella. Si él da ginebra, tú no bebe.
Yo había oído historias parecidas en otras islas y siempre con el mismo polvo blanco de por medio, así que no le di ninguna importancia. Sin embargo, fui a casa de Randall para ver qué podía averiguar, y encontré a Case limpiando la escopeta en las escaleras.
—¿Hay buena caza por aquí? —pregunté.
—Desde luego —respondió él—. En esa jungla hay todo tipo de pájaros. Ojalá la copra fuese tan abundante —añadió con pillería—, pero no hay manera.
Vi a Jack el negro atendiendo a un parroquiano en la tienda.
—Pues no parece que vaya tan mal el negocio —observé.
—Es la primera venta que hacemos en tres semanas —respondió.
—No me diga —repuse—. Así que tres semanas, ¿eh? Vaya, vaya.
—Si no me cree —exclamó con cierto acaloramiento—, vaya a echar un vistazo al almacén de copra. Está medio vacío.
—De poco me serviría —respondí—. Por lo que sé, tal vez estuviese vacío del todo ayer.
—Eso es cierto —dijo él con una risita.
—A propósito —dije—, ¿qué tal es ese cura? Parece un buen tipo.
Entonces Case soltó una ruidosa carcajada.
—¡Ah —dijo—, ahora entiendo lo que le preocupa! Galuchet ha ido a verle.
En realidad, todo el mundo lo conocía por el padre Chanclos, pero Case siempre le daba un tono francés, otro de los motivos por los que se le consideraba superior a los demás.
—Pues sí, lo he visto —respondí—. Y me pareció que no tenía muy buena opinión de usted ni del capitán Randall.
—¡Desde luego que no! —exclamó Case—. Es por todo el lío del pobre Adams. El último día, cuando estaba en su lecho de muerte, vino a verlo el joven Buncombe. ¿Ya conoce a Buncombe? —Le respondí que no—. ¡Buncombe es un bicho raro! —se burló Case—. El caso es que se le metió en la cabeza que como no había otro clérigo a mano, aparte de los pastores canacos, debíamos llamar al padre Galuchet para que le administrara los últimos sacramentos. Ya supondrá que a mí me traía sin cuidado, así que le respondí que, en mi opinión, a quien tenía que preguntárselo era a Adams. No paraba de decir con gestos de loco que le habían mojado la copra. «Oiga», le dije, «está usted muy enfermo. ¿Quiere que mandemos venir a Chanclos?». Se apoyó en el codo y dijo: «Tráigame al cura, tráigamelo, no me deje morir aquí como un perro». Habló con mucha rabia y vehemencia, pero lo que dijo me pareció sensato y no tuvimos nada que objetar, así que enviamos a preguntarle a Galuchet si estaba dispuesto a venir. ¡Y vaya si lo estuvo! Solo de pensarlo daba saltos de contento. Pero no habíamos contado con papi. Papi es un baptista convencido, y pensó que no había por qué llamar a ningún papista y cerró la puerta con llave. Buncombe le dijo que era un fanático y por poco le dio un ataque. «¡Fanático!», dijo. «¿Yo fanático? ¿Será posible que tenga que aguantar esto de un don nadie como tú?» Y se abalanzó sobre Buncombe y tuve que separarlos. Y mientras tanto Adams había vuelto a perder la cabeza y seguía desbarrando acerca de la copra como un auténtico chiflado. Aquello parecía un vodevil, yo me estaba desternillando de risa cuando de pronto Adams se sentó, se golpeó el pecho con la mano y entró en coma. Murió de mala manera, el pobre —añadió Case con una especie de súbita severidad.
—¿Y qué fue del cura? —pregunté.
—¿Del cura? —repitió Case—. ¡Oh!, estuvo aporreando la puerta, y llamando a los nativos para que le ayudaran a echarla abajo y salmodiando que tenía un alma por salvar y otras cosas por el estilo. Se puso hecho una furia. Pero ¿qué se le iba a hacer? Johnny ya estaba listo y despachado y era inútil administrarle nada. Luego Randall se enteró de que el cura estaba rezando en la tumba de Johnny. Papi estaba muy borracho, cogió una maza, se fue allí directo y se encontró a Chanclos arrodillado y a un montón de nativos mirándolo. Cualquiera diría que a papi no le interesa nada más que el licor, pero él y el cura estuvieron dos horas insultándose en la lengua nativa, y cada vez que Chanclos trataba de arrodillarse, papi trataba de atizarle con la maza. Nunca hubo tanto revuelo en Falesá. Al final, al capitán Randall le dio un ataque o algo parecido y el cura pudo salirse con la suya. Pero nunca se vio un cura más airado y fue a quejarse a los jefes acerca del ultraje, como él lo llamó. No le sirvió de nada, pues los jefes son protestantes y además llevaba un tiempo incordiándoles por lo del tambor de la escuela matutina y se alegraron de poder vengarse. Ahora jura que Randall envenenó a Adams, y cada vez que se ven se hacen muecas el uno al otro como babuinos.
Me contó aquella historia con mucha naturalidad, como si le pareciera divertida, y eso que, ahora que lo pienso, después de tanto tiempo, a mí me parece repugnante. Aunque Case nunca fue ningún blando, sino un hombre hecho y derecho, y, para ser sincero, me dejó muy confundido.
Volví a casa y le pregunté a Uma si era una popei, que, según había podido averiguar, era como los nativos llamaban a los católicos.
—E le ai! —respondió, pues siempre que negaba algo empleaba su propia lengua, que ciertamente sonaba muy contundente—. Popei no buenos —añadió.
Luego le pregunté por Adams y el cura y me contó más o menos la misma historia aunque a su manera. Así que no pude sacar nada en claro y concluí que la trifulca se había debido al asunto de los sacramentos y que lo del envenenamiento eran meras habladurías.
Al día siguiente era domingo y no tenía que atender el negocio. Uma me preguntó por la mañana si iba a «rezar», yo le respondí que podía apostar cualquier cosa a que no, y ella también se quedó en casa sin volver a hablar del asunto. Me pareció que su comportamiento no era propio de una nativa, y menos de una nativa que tenía ropa nueva que exhibir; de todos modos, se ajustaba tan bien a mis propios deseos que no le di mayor importancia. Lo raro es que luego estuve a punto de ir a la iglesia, cosa que no creo que olvide jamás. Había salido a dar un paseo y oí cantar un himno. Ya se sabe cómo es eso: uno oye cantar a la gente y se siente atraído, así que pronto estuve junto a la iglesia. Era un edificio pequeño, construido de coral y redondeado por los extremos como el bote de un ballenero, con un enorme techo al estilo indígena en lo alto, ventanas sin persianas y varias entradas sin puertas. El caso es que asomé la cabeza por una ventana y lo que vi fue tan nuevo para mí —comparado con lo que yo conocía de otras islas— que me quedé a mirar. La congregación estaba sentada en el suelo sobre unas esteras, las mujeres a un lado y los hombres a otro. Todos iban vestidos con sus mejores galas: las mujeres con vestidos y sombreros y los hombres con camisas y chaquetas blancas. El himno concluyó y el pastor, un canaco joven y robusto, subió al púlpito y empezó a predicar como si le fuera la vida en ello, y por el modo en que agitaba las manos e impostaba la voz, y por cómo argumentaba y parecía discutir con los feligreses, comprendí que era todo un maestro en aquel arte. Pues bien, de pronto alzó la mirada y reparó en mi presencia, y palabra que se tambaleó en el púlpito. Los ojos parecieron salírsele de las órbitas, levantó la mano y me señaló como en contra de su voluntad e interrumpió su sermón ahí mismo.
No me resulta muy agradable confesarlo, pero salí huyendo; y, si mañana sufriera la misma impresión, estoy seguro de que volvería a hacerlo. Ver a aquel canaco tan locuaz, a quien mi mera presencia parecía haber golpeado como el rayo, hizo que sintiera que la tierra se hundía bajo mis pies. Volví a casa y me quedé allí, y no dije nada. Podía haberle dicho algo a Uma, pero eso iba contra mis principios. Podía haber ido a consultarle a Case, pero lo cierto es que me avergonzaba contárselo y pensaba que se burlaría en mi cara. Así que no dije nada y estuve dándole vueltas a lo sucedido, y cuanto más lo pensaba menos me gustaba todo aquel asunto.
El lunes por la noche comprendí claramente que me había convertido en tabú. Era increíble que un almacén nuevo llevase dos días abierto en un pueblo y ni un solo hombre o mujer se hubiesen acercado a ver las mercancías.
—Uma —le dije—, creo que soy tabú.
—Eso creo —respondió ella.
Estuve pensando un rato si preguntarle algo más, pero es mala idea darles a los nativos la impresión de que uno necesita consultarles, así que fui a ver a Case. Había oscurecido y estaba solo, como casi siempre, fumando en las escaleras.
—Case —le dije—, aquí pasa algo raro. Me he convertido en tabú.
—¡Bobadas! —exclamó—. No es costumbre en estas islas.
—Puede que sí o puede que no —repuse—. Lo era donde estuve antes, de modo que sé muy bien en qué consiste, y el hecho es que ahora soy tabú.
—Bien —dijo él—, ¿y por qué motivo iba a serlo?
—Eso mismo es lo que quiero averiguar —contesté.
—No puede ser —respondió él—, es imposible. De todos modos, le diré lo que haré, aunque sea solo por tranquilizarle: iré a dar una vuelta por ahí y me aseguraré. Usted entre ahí y charle un rato con papi.
—Gracias —le dije—, prefiero quedarme aquí en la veranda: su casa es muy pequeña.
—Entonces le diré a papi que salga —contestó.
—Mi querido amigo —objeté yo—, prefiero que no lo haga. Lo cierto es que el señor Randall no me es simpático.
Case soltó una carcajada, cogió una linterna de la tienda y se marchó hacia el pueblo. Estuvo fuera cerca de un cuarto de hora y cuando regresó estaba muy serio.
—Vaya —dijo, cerrando la portezuela de la linterna en los escalones de la veranda—, jamás lo habría creído. No sé adónde llegará el descaro de estos canacos, parecen haberles perdido el respeto a los blancos. Lo que necesitamos es un barco de guerra: uno alemán, a ser posible…, ellos sí saben cómo tratar a los canacos.
—Entonces ¿soy tabú? —exclamé.
—Algo por el estilo —dijo—. Nunca había oído algo parecido. Pero estoy con usted, Wiltshire, como un solo hombre. Venga mañana por la mañana a las nueve e iremos a ver a los jefes. Me temen, o al menos antes me temían, aunque se han vuelto tan engreídos que no sé qué pensar. Entiéndame, Wiltshire, no lo considero solo problema suyo —prosiguió con gran resolución—, sino problema de todos, problema de los blancos, y le apoyaré en todo lo que pueda, aquí está mi mano.
—¿Ha conseguido averiguar el motivo? —pregunté.
—Todavía no —dijo Case—. Pero lo arreglaremos por la mañana.
En conjunto, quedé muy satisfecho con su actitud y aún más al día siguiente al verlo tan serio y decidido cuando quedamos para ir a ver a los jefes. Estos nos esperaban en una de sus grandes casas ovaladas que distinguimos desde lejos por la gran multitud que aguardaba bajo sus aleros, al menos debía de haber cien hombres, mujeres y niños. Muchos de los hombres, que iban de camino del trabajo, vestían guirnaldas verdes, y me recordaron al primero de mayo en casa. La multitud se apartó entre susurros con una molesta animación para dejarnos pasar. Nos estaban esperando cinco jefes, cuatro de ellos eran hombres apuestos y el quinto era viejo y arrugado. Estaban sentados sobre esteras con sus faldas y chaquetas blancas, llevaban abanicos en las manos como si fuesen damas refinadas, y los dos más jóvenes llevaban al cuello medallas católicas, lo que me dio mucho que pensar. Nuestro sitio estaba preparado y las esteras extendidas delante de aquellos grandes en la parte más cercana de la casa, el centro estaba vacío. La multitud, a nuestra espalda, murmuraba y se ponía de puntillas para ver algo, y sus sombras se proyectaban sobre los limpios guijarros del suelo. Yo estaba un poco inquieto por la excitación del populacho, pero el aspecto sereno y correcto de los jefes me tranquilizó, sobre todo cuando su portavoz pronunció un largo discurso en voz baja, señalándonos en ocasiones a Case y en ocasiones a mí y golpeando de vez en cuando con los nudillos en la estera. Una cosa estaba clara: no había indicios de cólera en los jefes.
—¿Qué ha dicho? —pregunté cuando concluyó.
—¡Oh!, solo que se alegran de verle, que tienen entendido que tiene usted algún tipo de queja y que hable usted y ellos harán lo que consideren correcto.
—Pues se ha tomado su tiempo para decirlo —repuse.
—¡Ah!, el resto han sido halagos, bonjour y ese tipo de cosas —me explicó Case—, ¡ya sabe cómo son los canacos!
—Bueno, de mí no van a oír muchos bonjour —dije—. Dígales quién soy. Un hombre blanco y un súbdito británico y un gran jefe en mi país, que he venido a ayudarles y traerles la civilización, ¡y que, nada más preparar mis mercancías, me han convertido en tabú y nadie se atreve a acercarse a mi almacén! Explíqueles que no me opongo a nada que sea legal y que, si lo que quieren es un regalo, haré lo que sea justo. Dígales que comprendo que cada cual vele por sus intereses y que hacerlo entra dentro de la naturaleza humana, pero que, si se creen que van a imponerme sus ideas nativas, comprobarán que se equivocan. Y acláreles que, como hombre blanco y súbdito británico, exijo conocer los motivos de semejante trato.
Ese fue mi discurso. Sé cómo tratar a los canacos: si uno es sincero con ellos y apela al sentido común (en eso tengo que hacerles justicia), siempre acaban por atenerse a razones. En el fondo no tienen ni gobierno ni leyes verdaderas y eso es lo que hay que tratar de hacerles comprender, e, incluso si los tuvieran, sería ridículo que trataran de imponérselos a los blancos. Nada más absurdo que venir hasta tan lejos y luego no poder hacer lo que queramos. Siempre me ha sacado de quicio esa idea y no ahorré palabras gruesas. Case se las tradujo, o más bien fingió hacerlo, y el primer jefe contestó, y luego el segundo y el tercero, todos del mismo modo amable y gentil, pero solemne en el fondo. En una ocasión le preguntaron algo a Case, él respondió y todos (tanto los jefes como el populacho) se rieron a carcajadas y me miraron. Por fin el viejo arrugado y el jefe más joven que había hablado la primera vez empezaron a someter a Case a una especie de interrogatorio. A veces tuve la impresión de que Case trataba de escabullirse mientras ellos le acosaban como sabuesos, reparé en que el sudor le corría por la frente y no me pareció buena señal; al oír alguna de sus respuestas, la multitud gimió y murmuró, cosa que resultaba aún más inquietante. Es una auténtica lástima que yo no conociese la lengua nativa, pues (según creo ahora) le preguntaron a Case por mi matrimonio y él debió de pasar un mal rato tratando de librarse de ellos. Pero no vale la pena preocuparse por Case, pues tenía inteligencia de sobra para presidir un parlamento.
—Bueno, ¿eso es todo? —pregunté en un momento de pausa.
—Vamos —dijo mientras se enjugaba la frente—. Se lo explicaré fuera.
—¿Quiere decir que no van a retirar el tabú? —exclamé.
—Es muy extraño —replicó él—. Se lo explicaré fuera. Es mejor que nos vayamos.
—No pienso aceptarlo —grité—. No soy de los que se dejan intimidar. No me verá acobardarme ante un hatajo de canacos.
—Pues más le valdría hacerlo.
Me miró de forma admonitoria, y los cinco jefes me contemplaron con cortesía pero con hostilidad mientras el resto de la gente me observaba entre codazos y empujones. Recordé a los que habían estado rodeando mi casa y cómo se había estremecido el pastor en el púlpito al verme y todo me pareció tan absurdo que me levanté y seguí a Case. La multitud volvió a dejarnos paso, los niños se pusieron a correr y a gritar y todos contemplaron cómo se alejaban los dos hombres blancos.
—Bueno —dije—, ¿se puede saber qué es lo que pasa?
—La verdad es que no acierto a comprenderlo. Por lo visto le han cogido manía —repuso Case.
—¡Así que soy tabú porque me han cogido manía! —exclamé—. Nunca he oído nada parecido.
—Es algo peor —dijo Case—. No es usted tabú, ya le dije que no podía tratarse de eso. Lo único que ocurre es que no quieren acercársele, Wiltshire.
—¿Que no quieren acercárseme? ¿Qué quiere decir con eso? ¿Por qué no quieren acercárseme? —grité.
Case dudó un momento.
—Al parecer, están asustados —dijo en voz baja.
Me paré en seco.
—¿Asustados? —repetí—. ¿Se ha vuelto loco, Case? ¿De qué están asustados?
—Ojalá lo supiera —respondió Case moviendo la cabeza—. Creo que se trata de una de sus supersticiones. Eso es lo que no entiendo —dijo—, es lo mismo que ocurrió con Vigours.
—Espero que no le importe explicarme qué es lo que quiere decir con eso —repliqué yo.
—En fin, ya sabe que Vigours se largó dejando todo abandonado —respondió—. Fue por alguna superstición, nunca llegué a saber de qué se trataba, pero la cosa fue tomando cada vez un cariz peor.
—A mí me han contado una versión diferente —repuse—, más vale que se lo diga. He oído decir que usted fue el culpable de que se fuese.
—¡Oh!, bueno, supongo que le avergonzaba contar la verdad —dijo Case—, debía de parecerle una tontería. Y es cierto que fui yo quien lo animó a marcharse. Me preguntó: «¿Qué harías tú, amigo?», y yo le respondí: «Largarme sin pensármelo dos veces». Me alegró mucho que se fuese. No soy de los que le dan la espalda a un amigo cuando tiene dificultades, pero el pueblo estaba tan revuelto que era imposible saber cómo acabaría aquello. Fue una estupidez por mi parte pasar tanto tiempo con Vigours. Todavía hoy me lo reprochan. ¿No ha oído a Maea, el jefe más joven y corpulento, repetir algo sobre «Vika»? Se referían a él, es como si no le perdonaran algo.
—Todo eso está muy bien —dije yo—, pero no explica lo que ocurre, ni lo que les asusta, ni en lo que están pensando.
—Ojalá lo supiera —respondió Case—, no puedo decirle más.
—Podría habérselo preguntado —le reproché.
—Y lo hice —repuso—, pero, a menos que sea usted ciego, ya habrá notado que eran ellos quienes llevaban la voz cantante. Estoy dispuesto a llegar tan lejos como sea razonable por otro hombre blanco, pero cuando las cosas se ponen feas tengo que pensar primero en mis intereses. Mi defecto es que soy demasiado buena persona. Y permita que le diga que demuestra usted una extraña gratitud por alguien que se ha metido en este lío por usted.
—Pensándolo bien —repliqué—, dice usted que fue una estupidez pasar tanto tiempo con Vigours, así que es una suerte que no haya hecho lo mismo conmigo. De hecho, ahora caigo en que nunca ha venido a verme a mi casa. Hable de una vez, ¿sabía usted algo de esto?
—Es cierto que no he ido a verle —dijo—. Ha sido un descuido por mi parte, y lo lamento, Wiltshire. Pero en cuanto a ir ahora, le seré franco…
—¿Quiere decir que no vendrá? —pregunté.
—Lo siento mucho, amigo, pero así son las cosas —respondió Case.
—En resumen, que tiene usted miedo —dije.
—En resumen, lo tengo.
—¿Y voy a seguir siendo tabú por nada? —insistí.
—Ya le he dicho que no es usted tabú —replicó—. Lo único que ocurre es que los canacos no quieren acercársele. ¿Y quién va a obligarles? Los comerciantes tenemos un atrevimiento a prueba de bombas: obligamos a esos pobres canacos a abandonar sus leyes y sus tabúes según nos conviene. Pero no querrá usted que se dicte una ley que obligue a la gente a comprar en su almacén tanto si quieren como si no. No irá a decirme que su osadía llega tan lejos. Y, aunque lo fuese, sería un poco raro proponérmelo a mí. Deje que le recuerde, Wiltshire, que yo también soy comerciante.
—Si fuese usted, yo no hablaría de atrevimiento —repuse—. Por lo que veo, todo se reduce a esto: nadie del pueblo va a comerciar conmigo y todos comerciarán con usted. Así que usted se quedará con la copra y yo puedo irme al diablo. Yo no hablo la lengua nativa, usted es el único que habla inglés, ¿y lo único que puede decirme es que no sabe qué es lo que pasa?
—Es todo lo que puedo decirle —respondió—. No sé nada más, ojalá lo supiera.
—De modo que me da usted la espalda y deja que me las arregle solo: ¿es eso? —insistí.
—No hay por qué ponerse tan desagradable —dijo—. Yo no lo plantearía así. Lo único que digo es que tengo intención de apartarme de usted y que, de lo contrario, yo también correría peligro.
—¡Bien! —exclamé—, ¡bonito ejemplar de hombre blanco está usted hecho!
—¡Oh!, comprendo que se enfade —dijo—. Yo también lo haría. Le presento mis excusas.
—Muy bien —dije yo—, pues vaya a presentárselas a otro. Siga por su camino que yo seguiré por el mío.
Así nos separamos y me volví a casa muy enfadado. Al llegar encontré a Uma revolviendo las mercancías como una niña.
—¡Eh! —le dije—, déjate ya de tonterías. Menudo desorden has organizado…, ¡como si no tuviera ya bastantes preocupaciones! Además, creí haberte dicho que preparases la cena. —Luego le hablé con cierta aspereza tal como se tenía merecido. Ella se puso en pie en el acto, como un centinela al ver a un oficial, pues debo decir que estaba muy bien educada y les tenía mucho respeto a los blancos—. Tú eres de por aquí, así que debes de entender de estas cosas: ¿por qué soy tabú?, y, si no lo soy, ¿de qué tiene miedo la gente?
Ella me miró con los ojos abiertos como platos.
—¿Tú no sabe? —balbució por fin.
—No —respondí—. ¿Cómo quieres que lo sepa? En mi país no tenemos estas locuras.
—¿Ese no cuenta a ti? —insistió.
(Ese era como los nativos llamaban a Case; la palabra puede significar «extranjero», «extraordinario» o un tipo de manzana, pero lo más probable es que fuese solo su nombre mal pronunciado y adaptado al habla de los canacos.)
—No mucho —repuse.
—Maldito Ese —gritó.
Pudiera pensarse que debió de resultar gracioso ver a una canaca soltando aquel juramento. Pero no. No estaba blasfemando, ni parecía encolerizada, estaba por encima de eso y sabía muy bien lo que decía. Se quedó allí muy erguida mientras hablaba y en justicia tengo que reconocer que jamás he visto a una mujer así, ni antes ni después, y me impresionó tanto que me quedé sin palabras. Luego hizo una especie de orgullosa reverencia y extendió las manos abiertas.
—Yo vergüenza —dijo—. Pensaba que tú sabe. Ese dijo que tú sabe, dijo que tú no importa, que tú quiere mucho a mí. Tabú es por mí —dijo rozándose el pecho, igual que había hecho la noche de nuestra boda—. Ahora yo voy lejos y tabú también va. Luego tú tiene mucha copra. Creo que tú prefiere. Tofá, alii —dijo en lengua nativa—. ¡Adiós, jefe!
—Espera —exclamé—. Maldita sea, no tengas tanta prisa.
Me miró de soslayo con una sonrisa.
—Ahora tú tiene mucha copra —dijo igual que si le ofreciera caramelos a un niño.
—Uma, sé razonable. La verdad es que no lo sabía y que Case parece habernos gastado una jugarreta a los dos. Pero ahora sí lo sé, y no me importa: te quiero demasiado. Tú no vas lejos, no deja a mí, yo muy triste.
—¡Tú no quiere! —exclamó—, ¡tú habla mal!
Y se arrojó al suelo en un rincón y empezó a llorar.
En fin, no soy ningún experto, pero tampoco he nacido ayer, y supe que lo peor había pasado ya. En cualquier caso, ahí estaba, dándome la espalda de cara a la pared y estremecida y sollozante como una niña pequeña, de modo que sus pies parecían saltar con el movimiento. Es extraño cómo somos cuando nos enamoramos, pues de nada sirve andarse con eufemismos, y, por muy canaca que fuese, yo estaba enamorado de ella. Traté de cogerla de la mano, pero ella no se dejó.
—Uma —le dije—, no tiene sentido que sigas llorando. Quiero que te quedes, quiero que seas mi mujer, te lo aseguro.
—¡No verdad! —sollozó.
—Muy bien —respondí—. Esperaré hasta que te serenes un poco.
Me senté junto a ella en el suelo y empecé a acariciarle el cabello con la mano. Al principio se apartó de mi abrazo, pero luego pareció no reparar en mi presencia y sus sollozos fueron disminuyendo hasta cesar del todo; después alzó el rostro y me miró.
—¿Tú dice verdad? ¿Tú quiere que quede? —preguntó.
—Uma —respondí—, te prefiero a toda la copra de los mares del Sur.
Era mucho decir, pero lo raro es que hablaba en serio.
Me rodeó con sus brazos, se acercó y apretó su cara contra la mía, que es como se besa en las islas, de modo que me empapó con sus lágrimas y terminó así de cautivar mi corazón. Nunca he estado tan cerca de nadie como de aquella joven morena. Eran tantas cosas juntas que la cabeza me dio vueltas. Ella era preciosa, una mujer, mi esposa y una especie de bebé que me inspiraba lástima, todavía tenía la sal de sus lágrimas en la boca y me avergonzó haberle hablado con rudeza a mi única amiga en aquel lugar. Me olvidé de Case y de los nativos, y olvidé también que no sabía nada de aquella historia, o lo recordé tan solo para olvidarlo; olvidé que nadie iba a venderme copra, por lo que no podría ganarme la vida; y olvidé a mis patronos y el extraño servicio que iba a hacerles al poner mi capricho por delante de sus intereses, y olvidé incluso que Uma no era verdaderamente mi mujer, sino una pobre joven engañada del modo más ruin. Aunque eso es adelantarse demasiado. Ya me ocuparé de ello después.
Cuando nos acordamos de cenar se había hecho tarde. La cocina se había apagado y estaba fría, pero volvimos a encenderla y preparamos un plato cada uno, ayudándonos, molestándonos y jugando como si fuésemos niños. Necesitaba tanto tenerla cerca que me senté a cenar con ella en las rodillas, la sujeté con una mano y comí con la otra. Sí, y no solo eso. Uma era la peor cocinera del mundo, los platos que ella preparaba se le habrían indigestado a un caballo, sin embargo cené lo que ella había cocinado y no recuerdo que nada me haya gustado nunca tanto.
No traté de engañarme a mí mismo ni de mentirle a ella. Comprendí que estaba perdidamente enamorado y que si ella quería burlarse de mí podría hacerlo. Y supongo que eso fue lo que la animó a hablar, pues ahora estaba segura de que la quería. Me contó muchas cosas sentada en mi regazo y comiendo de mi plato mientras yo comía del suyo: acerca de ella, su madre y Case, todas muy aburridas si tuviese que consignarlas tal cual me las relató en lengua macarrónica, aunque daré una breve idea de ellas, y contaré de paso algo de mí que, como pronto se verá, tuvo gran importancia en mis intereses.
Por lo visto, había nacido en una de las islas del ecuador; había pasado solo dos o tres años en aquel lugar, donde había llegado con un hombre blanco que se había casado con su madre y luego había muerto; llevaba solo un año en Falesá. Antes, habían viajado mucho, yendo de aquí para allá detrás del hombre blanco, que era uno de esos que vagan por el mundo en busca de un trabajo fácil. Hablan de ir a buscar oro al otro extremo del mundo, pero si uno quiere una ocupación que le dure toda la vida, nada mejor que ponerse a buscar un trabajo fácil. La comida y la bebida están garantizadas, pues nunca faltan la cerveza y los arenques, y uno casi nunca está sobrio. En cuanto a los deportes, siempre encontrará algún reñidero donde haya peleas de gallos. El caso es que aquel vago arrastró a su mujer y a su hija por todas partes, pero sobre todo por las islas más alejadas, donde no había policía y tal vez estuviera aguardándole el trabajo fácil. Tengo mi propia opinión acerca de aquel fulano, pero me alegra que no llevase a Uma a Apia y Papiti u otras ciudades portuarias igual de corrompidas. Por fin, fue a parar a Fale-alii en esta isla, consiguió unas cuantas mercancías, Dios sabe cómo, lo despilfarró todo como siempre y murió casi arruinado, salvo por una franja de terreno en Falesá que había cobrado en pago de una deuda y que fue lo que les dio la idea a madre e hija de instalarse allí. Al parecer Case las animó y les ayudó a construir su casa. En esa época era muy amable y le compró mercancía a Uma, en quien no hay duda de que se había fijado desde el principio. No obstante, nada más instalarse, fue a verlas un joven nativo que quería casarse con ella. Era un jefezuelo que tenía algunas esteras, era de buena familia y «muy guapo», según Uma, y, en suma, muy buen partido para tratarse de una joven extranjera y sin dinero.
Al oírla me puse enfermo de celos.
—¡Quieres decir que te habrías casado con él! —exclamé.
—Ioe —respondió ella—. ¡Gusta mucho!
—Bueno —dije—. ¿Y si luego hubiese llegado yo?
—Ahora tú gusta más —repuso—. Pero si yo casa con Ioane, yo buena esposa. No canaca cualquiera: ¡buena chica! —afirmó.
En fin, tuve que contentarme con eso, pero he de reconocer que el asunto no me hizo ninguna gracia y que el final de la historia me gustó mucho más que el principio. Al parecer aquella pedida de mano fue el origen de todo el lío. Por lo visto, antes de eso, a Uma y a su madre las habían considerado extranjeras sin familia, pero inofensivas, e, incluso cuando Ioane se declaró, hubo menos problemas de los que habría cabido esperar. Y luego, de repente, unos seis meses antes de mi llegada, Ioane se retractó y se marchó de aquella parte de la isla, y desde aquel día Uma y su madre habían estado solas. Nadie iba a visitarlas, nadie les dirigía la palabra al encontrárselas en los caminos. Si iban a la iglesia, las demás mujeres recogían sus esteras y las dejaban solas en un hueco. Una excomunión en toda regla, como las que uno ha leído que ocurrían en la Edad Media y cuya causa o sentido eran imposibles de imaginar. Era alguna tala pepelo, afirmaba Uma, alguna mentira, alguna calumnia, tan solo sabía que algunas chicas habían tenido celos de su suerte con Ioane y, si se encontraban con ella en el bosque, se apartaban y le gritaban que nunca llegaría a casarse. «Dice que ningún hombre casa conmigo. Demasiado miedo», afirmaba.
El único que siguió yendo a verlas después de aquel abandono fue Case, pero incluso él se mostraba precavido e iba a visitarlas sobre todo de noche, y no tardó en mostrarles sus cartas y tratar de congraciarse con Uma. Yo seguía molesto por lo de Ioane y cuando supe que Case había tenido las mismas pretensiones la corté en seco.
—Vaya —le dije con desdén—, y supongo que Case te parecería «muy guapo» y «gusta mucho».
—Ahora dice tontería —dijo ella—. Hombre blanco viene, yo caso como con canaco, muy bien, él casa como con blanca. Si él no casa, él se marcha y mujer queda. Pero él ladrón, manos vacías, corazón de Tonga, ¡no puede amar! Ahora tú casa conmigo, tú gran corazón…, no vergüenza de chica isleña. ¡Por eso yo quiero tanto! Yo orgullosa.
Creo que no me he sentido tan mal en toda mi vida. Dejé el tenedor en la mesa y aparté a la «chica isleña». No sabía qué hacer con ninguno de los dos, y empecé a pasear arriba y abajo por la casa, mientras Uma me seguía muy preocupada con la mirada, ¡y no me extraña! Pero yo no estaba preocupado: tan solo deseaba, y al mismo tiempo temía, descargar mi conciencia y contarle lo canalla que había sido.
Y justo en ese momento oímos una especie de cántico procedente del mar, se oyó de pronto, claro y cercano, cuando el bote dobló el cabo, y Uma corriendo a la ventana exclamó que era «Misi» haciendo su ronda.
Me pareció raro alegrarme de la llegada de un misionero, pero por raro que fuese no dejaba de ser cierto.
—Uma —le dije—, espérame en esta habitación, y no salgas de aquí hasta que vuelva.
3
El misionero
Al salir a la veranda, vi el bote del misionero que se dirigía a la desembocadura del río. Era un largo bote ballenero pintado de blanco y con un pequeño toldo a popa. Acurrucado en la cuña de popa, un pastor nativo manejaba el timón, unos veinticuatro remos chapoteaban y brillaban en el agua al compás de aquel cántico, y el misionero, vestido de blanco, leía un libro debajo del toldo. Era hermoso verlos y oírlos: no hay estampa más bella en las islas que un bote misionero con una tripulación que sepa cantar bien, estuve pensando en ello cerca de medio minuto con un poco de envidia y luego fui andando hasta el río.
Desde la orilla opuesta otro hombre se dirigía al mismo lugar, pero él echó a correr y llegó antes que yo. Era Case. Sin duda, su intención era apartarme del misionero para que no pudiera servirme de intérprete, pero mi imaginación estaba ocupada con otras cosas, pensaba en cómo nos había engañado con lo de la boda y en cómo había abusado antes de Uma; y al verlo me dejé arrastrar por la cólera.
—¡Largo de aquí, ladrón tramposo! —grité.
—¿Cómo dice? —preguntó.
Volví a repetir mis palabras y las subrayé con un sonoro juramento.
—Y si alguna vez le veo a menos de diez metros de mi casa —grité—, le meteré una bala en su sucio pellejo.
—En su casa haga usted lo que quiera —respondió—, ya le he dicho que no tengo intención de ir por allí. Pero este es un lugar público.
—Es un sitio donde tengo asuntos privados que arreglar —repliqué—, y no quiero tener a un perro como usted husmeando por ahí, le advierto que será mejor que se largue.
—Pues yo no me doy por enterado de su advertencia —repuso Case.
—Ya le enseñaré yo —dije.
—Eso habrá que verlo —replicó él.
Era rápido con los puños, pero no tenía ni el peso ni la estatura suficientes para competir conmigo. A mi lado era un alfeñique, y además yo estaba tan rabioso que podría haber partido una piedra a puñetazos. Le golpeé una y otra vez hasta oír cómo crujía su cabeza y él cayó al suelo.
—¿Ha tenido usted bastante? —le grité. Pero él se limitó a mirarme pálido y aturdido, mientras la sangre le corría por la cara como el vino sobre una servilleta—. ¡Que si ha tenido bastante! —volví a gritarle—. ¡Responda y no se quede ahí haciéndose la víctima si no quiere que lo muela a patadas!
Al oírme se sentó y se sujetó la cabeza; por su aspecto era evidente que estaba mareado, y se manchó de sangre la ropa.
—He tenido bastante de momento —dijo, y se levantó trastabillando y se fue por donde había venido.
El bote estaba ya cerca, vi que el misionero había dejado su libro a un lado y sonreí para mis adentros. «Al menos sabrá que soy un hombre», pensé.
Era la primera vez, en todos mis años en el Pacífico, que cruzaba dos palabras con un misionero, y no digamos para pedirle un favor. No me gustaban, a ningún comerciante le son simpáticos, nos desprecian y no tratan de disimularlo, y además suelen ponerse de parte de los canacos y prefieren su compañía a la de otros blancos como ellos. Yo llevaba puestos unos pantalones y una camisa limpia de rayas, pues, como es lógico, me había adecentado para ir a ver a los jefes, pero cuando vi desembarcar al misionero con su uniforme habitual, traje de lino blanco, salacot de corcho, camisa y corbata blancas y botas amarillas, me dieron ganas de apedrearlo. Cuando se acercó, mirándome con curiosidad (supongo que a causa de la pelea), vi que tenía aspecto de estar mortalmente enfermo, pues lo cierto es que sufría de fiebres y acababa de padecer un ataque a bordo.
—El señor Tarleton, ¿no es así? —dije, pues me habían dado su nombre.
—Y usted supongo que debe de ser el nuevo comerciante —respondió.
—Antes de nada he de advertirle que no me gustan los misioneros —proseguí—, y que creo que hacen ustedes mucho daño y que les llenan la cabeza a los nativos de cuentos de viejas y de ideas absurdas.
—Está usted en su derecho de pensar lo que quiera —replicó él con una expresión un tanto desagradable—, pero yo no tengo por qué escucharle.
—Pues resulta que va a tener que hacerlo —respondí—. No soy misionero, ni simpatizo con los misioneros; tampoco soy canaco, ni protejo a los canacos: solo soy un comerciante, un maldito hombre blanco vulgar y corriente y un súbdito británico, de esos que a usted le gustaría utilizar para limpiarse las botas. Espero que quede claro.
—Sí, hombre, sí —replicó—. Ha quedado clarísimo, aunque no sea muy loable. Cuando esté usted sobrio, lamentará sus palabras.
Trató de pasar de largo, pero se lo impedí con la mano. Los canacos estaban empezando a murmurar, supongo que no debió de gustarles mi tono, pues me había dirigido a aquel hombre con tanta libertad como lo haría con cualquiera.
—Ahora no podrá decir que le he engañado —dije—, y puedo seguir con lo que le estaba diciendo. Necesito que me haga un favor. En realidad necesito dos favores, y, si me los concede, tal vez empiece a tener en mejor concepto eso que usted llama caridad cristiana.
Guardó silencio un instante. Luego sonrió.
—Es usted un hombre muy raro —dijo.
—Soy como Dios me hizo —respondí—. Y no pretendo dármelas de caballero.
—No estoy tan seguro —replicó—. ¿Y qué puedo hacer por usted, señor…?
—Wiltshire —le aclaré yo—, casi todos me llaman Welsher, pero si la gente de la costa supiera pronunciarlo sería Wiltshire. ¿Quiere saber lo que quiero? Bien, empezaré por el principio. Soy lo que llamaría usted un pecador, aunque yo lo llamo un canalla, y quiero que me ayude usted a resarcir a una persona a la que he engañado.
Se volvió y habló en lengua nativa con los de su tripulación.
—Estoy a su disposición —dijo—, pero solo hasta que mi tripulación haya acabado de cenar. Me han retenido hasta esta mañana en Papa-malulu y tengo un compromiso en Fale-alii mañana por la noche.
Lo conduje a mi casa en silencio y bastante satisfecho por el modo en que había llevado la conversación, pues me gusta que un hombre tenga respeto por sí mismo.
—Lamento haberle visto pelear —dijo.
—¡Oh!, eso es parte de la historia que tengo que contarle —respondí—. Es el segundo favor. Cuando la haya oído ya me dirá si lo lamenta o no.
Cruzamos el almacén y me sorprendió ver que Uma había recogido los platos de la cena. Era tan poco típico de ella que comprendí que lo había hecho por gratitud y aún me gustó más. Ambos se saludaron por el nombre de pila, y él estuvo muy educado con ella. Pero no le di mucha importancia, pues siempre son muy corteses con los canacos; es con los blancos con quienes se muestran despóticos. Además, en ese momento Tarleton me traía sin cuidado. Tan solo quería lograr mi propósito.
—Uma —dije—, danos tu certificado de matrimonio. —Ella me miró con enfado—. Vamos —le dije—. Puedes confiar en mí. Dámelo.
Como de costumbre, lo llevaba encima; creo que pensaba que era una especie de pasaporte al paraíso y que, si moría sin tenerlo a mano, iría directa al infierno. No vi dónde lo guardaba la primera vez, y tampoco vi de dónde lo sacó ahora, pues dio la impresión de aparecer en sus manos como dicen en los periódicos que ocurría con madame Blavatsky. Pero todas las mujeres de las islas hacen igual, y supongo que deben de enseñarles de pequeñas.
—El caso es —dije con el certificado en la mano— que Jack el negro me casó con esta joven. Y le aseguro que el certificado extendido por Case es un bonito ejemplo literario. Después he descubierto que en la comarca hay una especie de tabú contra mi mujer y que mientras siga con ella no podré comerciar. ¿Qué es lo que haría cualquiera en mi lugar, si fuese lo bastante hombre? Lo primero esto, supongo.
Y rasgué el certificado y tiré los pedazos al suelo.
—Aué![3] —gritó Uma, y empezó a dar palmas, aunque yo la cogí de la mano.
—Y lo segundo que haría, si fuese un hombre de verdad, señor Tarleton, es llevar a la chica ante usted o cualquier otro misionero y decirle: «Me he casado de forma fraudulenta con esta joven, pero la quiero, y ahora deseo casarme con ella como Dios manda». Empiece cuando quiera, señor Tarleton. Y mejor si nos casa en lengua nativa, eso complacerá a mi mujer —dije, dándole el nombre que le corresponde a una esposa.
Así que fuimos a buscar a dos miembros de la tripulación para que hicieran de testigos y nos casamos en nuestra propia casa; el pastor estuvo un buen rato rezando, aunque no tanto como hacen otros, y nos dio la mano a los dos.
—Señor Wiltshire —dijo después de extender los certificados y de despedir a los testigos—, debo agradecerle el placer que me ha causado. Muy pocas veces he celebrado una boda dominado por tan gratas emociones.
A eso se le llama hablar. Iba a seguir haciéndolo y yo estaba dispuesto a oír todas sus mieles, pues estaba de muy buen humor. Pero Uma había reparado en algo durante la ceremonia y le interrumpió.
—¿Cómo tu mano herida? —preguntó.
—Pregúntaselo a la cabeza de Case —respondí yo.
Ella saltó de alegría y empezó a cantar.
—No la han hecho ustedes muy cristiana —le dije al señor Tarleton.
—Cuando estaba en Fale-alii —replicó—, no la teníamos por una de las peores, y esta mala fe me hace pensar que debe de tener sus motivos.
—En fin, así llegamos al segundo favor —dije—. Quiero contarle nuestra historia y ver si puede usted aclararnos algo.
—¿Es muy larga? —preguntó.
—Sí —respondí—, es un poco complicada.
—Muy bien, le dedicaré todo el tiempo que pueda —respondió él consultando su reloj—. Pero he de decirle que no he comido nada desde las cinco de la mañana y que, a menos que me ofrezca usted algo, no volveré a probar bocado hasta las siete o las ocho de la noche.
—¡Por Dios, le daremos algo de cenar! —exclamé.
Me sentí un tanto incómodo por haber empleado el nombre de Dios en vano, justo ahora que todo iba sobre ruedas, y supongo que al misionero debió de pasarle lo mismo, aunque fingió mirar por la ventana y nos dio las gracias.
Así que le preparamos algo de comer. No tuve más remedio que dejar que mi mujer me ayudara para lucirse un poco, así que le encargué que preparase el té. No creo haber probado nunca un té parecido. Pero eso no fue lo peor, pues cogió el salero, que ella consideraba un toque europeo añadido, y convirtió mi estofado en agua de mar. El señor Tarleton cenó muy mal, pero a cambio tuvo entretenimiento de sobra, pues mientras cocinábamos, y luego mientras él fingía comer, me dediqué a ponerle al corriente de todo lo relativo a Case y la playa de Falesá, y él me hizo numerosas preguntas que probaban que me seguía con atención.
—Bueno —dijo por fin—, me temo que se ha granjeado usted un enemigo peligroso. Ese tal Case es muy inteligente y me parece un auténtico malvado. Tengo que confesarle que hace un año que no le quito el ojo de encima y siempre que he hablado con él hemos acabado de mala manera. Cuando el último representante de su empresa huyó tan de repente, recibí una carta de Namu, el pastor nativo, en la que me rogaba que viniese a Falesá lo antes posible pues sus feligreses estaban «adoptando las prácticas católicas». Yo confiaba mucho en Namu, aunque me temo que eso solo demuestra con qué facilidad nos dejamos engañar por los demás. Nadie podía oírle predicar sin convencerse de que era un hombre con unas dotes extraordinarias. La mayoría de los isleños adquieren con facilidad una especie de elocuencia y son capaces de pronunciar e ilustrar con mucha fuerza e imaginación sermones tomados de otro, pero Namu escribe sus propios sermones, y no puedo negar que están llenos de gracia. Además tiene una notable curiosidad por los asuntos seculares, no le asusta trabajar, es un buen carpintero y se ha hecho respetar tanto entre los demás pastores, que lo llamamos, entre bromas y veras, el obispo del Este. El caso es que yo estaba orgulloso de él y me sorprendió mucho aquella carta, así que aproveché la primera ocasión para venir a verlo. La mañana antes de mi llegada, Vigours había embarcado en el Lion y Namu parecía muy satisfecho, aunque me dio la impresión de que estaba avergonzado de su carta y nada dispuesto a explicármela. Por supuesto, no permití que se saliera con la suya y acabó confesándome que se había preocupado al ver persignarse a sus feligreses, pero que ahora que sabía el motivo estaba mucho más tranquilo. A Vigours le habían echado mal de ojo, algo muy común en un país europeo llamado Italia, donde los hombres a veces caían fulminados por culpa de ese maleficio, y al parecer persignarse era un modo de protegerse.
»—Y yo lo explico así, Misi —dijo Namu a su manera—. Ese país de Europa es un país popei, y el demonio del mal de ojo puede ser un demonio católico, o acostumbrado a las prácticas católicas. Así que pensé: si emplearan la señal de la cruz como los popei, sería pecaminoso; pero si lo utilizan solo para proteger a los hombres del demonio, cosa que no es mala en sí misma, la señal también debe de ser inofensiva. Pues la señal de la cruz no es buena ni mala, igual que una botella no es ni buena ni mala. En cambio, si la botella está llena de ginebra, la ginebra es mala; y si la señal se hace como idolatría, la idolatría también lo es.
»Y como buen pastor indígena, tenía un texto a propósito para expulsar a los demonios.
»—¿Y quién te ha hablado del mal de ojo? —le pregunté.
»Admitió que había sido Case. Tal vez le parezca estrecho de miras, señor Wiltshire, pero tengo que reconocer que no me pareció bien, y no creo que un comerciante deba aconsejar o influenciar a mis pastores. Por si fuera poco, había corrido por la comarca el rumor de que a Adams lo habían envenenado, aunque yo no le había prestado mucho crédito, pero en ese momento me vino a la memoria.
»—Y ese Case, ¿es un hombre virtuoso? —insistí. Reconoció que no lo era, pues, aunque no bebía, era promiscuo con las mujeres y carecía de religión—. Entonces —le dije—, tengo para mí que cuanto menos tengas que ver con él, tanto mejor.
»Pero no es fácil decir la última palabra con un hombre como Namu. Al instante, salió con una excusa.
»—Misi —dijo—, tú me has contado que hay hombres sabios que no son pastores, y ni siquiera virtuosos, que saben muchas cosas útiles, sobre los árboles, por ejemplo, y los animales, y sobre los libros impresos, y sobre las piedras que se queman para fabricar cuchillos. Esos hombres te enseñan en la escuela y tú aprendes de ellos, aunque con cuidado de no aprender a ser malos. Misi, Case es mi escuela.
»No supe qué decir. Era evidente que al señor Vigours lo habían expulsado de Falesá mediante las maquinaciones de Case y con algo muy parecido a la complicidad de mi pastor. Recordé que había sido Namu quien me había tranquilizado acerca de Adams y quien había atribuido el rumor a la malevolencia del cura. Y comprendí que para informarme debería recurrir a una fuente imparcial. Aquí hay un jefe, un viejo canalla llamado Faiaso, a quien sin duda ha debido de ver usted hoy en el consejo, ha sido toda su vida taimado y turbulento, ha fomentado rebeliones y es todavía hoy una espina en el costado de la misión y de la isla. Sin embargo, es un hombre astuto y, excepto en lo que se refiere a asuntos políticos o sus propias faltas, dice siempre la verdad. Fui a su casa, le conté lo que había oído y le pedí que fuese franco conmigo. No creo haber tenido nunca una conversación tan penosa. Espero que me comprenda, señor Wiltshire, si le digo que creo firmemente en esos cuentos de viejas que me reprochó usted antes, y que el bien de estas islas me preocupa tanto como a usted el bienestar de su bella esposa. Y debe usted recordar que yo tenía a Namu por un dechado de virtudes y me enorgullecía pensar que era uno de los primeros frutos maduros de la misión. Y ahora me enteraba de que había caído en una dependencia casi absoluta de Case. Al principio no se trató de corrupción, sin duda empezó por el temor y el respeto que le infundían sus trucos y sus engaños, pero me escandalizó descubrir que últimamente se había añadido otro motivo: Namu se abastecía en el almacén y había contraído una enorme deuda con Case. Cualquier cosa que dijera Case, Namu la creía estremecido. Y no era el único, pues mucha gente del pueblo también vivía sometida. Sin embargo, el caso de Namu era el más peligroso, pues a través de él Case podía causar más daño, y con su influencia entre los jefes y el pastor en el bolsillo, aquel hombre era en la práctica el dueño del pueblo. Ha oído usted hablar de Vigours y Adams, pero tal vez no sepa nada del viejo Underhill, el predecesor de Adams. Recuerdo que era un anciano callado y amable y nos contaron que había fallecido de pronto: en Falesá, los hombres blancos mueren todos de forma muy repentina. La verdad, ahora que le oigo, hace que se me hiele la sangre en las venas. Al parecer sufrió un ataque de parálisis y solo podía mover un ojo, que guiñaba continuamente. Empezó a correr el rumor de que el anciano inválido se había convertido en un demonio, y ese malvado de Case fomentó el miedo de los nativos, que decía compartir, y fingía tener miedo de entrar solo en la casa. Por fin, cavaron una tumba y lo enterraron vivo en un extremo del pueblo. Namu, mi pastor, a quien yo había ayudado a educar, pronunció una oración en aquel odioso lugar.
»Me hallaba en una posición muy difícil. Tal vez mi deber hubiera sido denunciar a Namu y hacer que lo destituyesen, eso creo ahora, pero en aquel momento no lo vi tan claro. Tenía mucha influencia y podía resultar mayor que la mía. Los nativos son dados a la superstición y tal vez al irritarlos consiguiera solo ahondar y extender aquellas peligrosas fantasías. Y además Namu, aparte de aquella nueva y maldita influencia, era un buen pastor, un hombre capaz y espiritual. ¿Dónde encontraría uno mejor? ¿Cómo encontrar uno tan bueno? En ese momento, con el fracaso de Namu fresco en mi memoria, el trabajo de toda una vida me parecía una parodia, no me quedaban esperanzas, pensé que sería mejor reparar las herramientas que tenía que tratar de encontrar otras que por fuerza tenían que funcionar peor. Además, siempre que sea humanamente posible, hay que evitar los escándalos. Con razón o sin ella, opté por la solución más discreta. Pasé esa noche razonando y discutiendo con el pastor extraviado, le reproché su ignorancia y su falta de fe, le reproché su actitud al limpiar por fuera la copa y el plato y permitir despiadadamente un asesinato, y preocuparse de forma infantil por unos gestos pueriles sin importancia. De modo que, antes de que amaneciera, lo tuve de rodillas bañado en lágrimas de arrepentimiento aparentemente sincero. El domingo por la mañana subí al púlpito y les hablé del Primer Libro de los Reyes, capítulo diecinueve, acerca del fuego, la voz y el temblor de tierra: distinguiendo el auténtico poder espiritual y refiriendo, hasta donde me atreví a hacerlo, los recientes acontecimientos sucedidos en Falesá. El efecto producido fue grande: y aún fue mayor cuando Namu se puso en pie y confesó que le había faltado la fe y había obrado mal y cometido un pecado. Y todo habría ido bien, de no haber sido porque concurrió una desdichada circunstancia. Se acercaba la época del «mayo» en la isla, que es cuando se reciben las contribuciones de los nativos a la misión, me pareció que era mi deber hablar del asunto, y eso le dio a mi enemigo su oportunidad, que no tardó en aprovechar.
»Alguien debió de informar a Case de todo lo sucedido nada más terminar el sermón, y esa misma tarde me lo encontré en medio del pueblo. Se me acercó con tanta intención y animosidad que juzgué que sería perjudicial tratar de evitarlo.
»—Vaya —dijo en lengua nativa—, si tenemos aquí al santurrón. Ha estado predicando contra mí, pero no lo ha hecho de corazón. Ha estado predicando el amor de Dios, pero tampoco eso lo ha hecho de corazón, sino entre dientes. ¿Queréis saber lo único que hace de corazón? —exclamó—. Os lo mostraré.
»E hizo un gesto como si sacara un dólar de mi cabeza.
»Se produjo en la multitud uno de esos rumores con que los polinesios reciben un prodigio. Yo me quedé perplejo. Era un truco de manos que había visto hacer cientos de veces, pero ¿cómo convencer a los isleños? Deseé haber estudiado prestidigitación en lugar de hebreo, para pagarle a aquel tipo con su misma moneda. Pero me quedé allí callado y no se me ocurrió nada que decir.
»—Le agradeceré que no vuelva a ponerme la mano encima —dije.
»—No tengo intención de hacerlo —dijo—, ni tampoco pienso privarle de su dólar. Aquí lo tiene —dijo y lo arrojó a mis pies.
»Me han contado que la moneda estuvo tirada allí tres días.
—Hay que reconocer que supo jugar sus cartas —respondí yo.
—¡Oh!, es muy inteligente —dijo el señor Tarleton—, y ahora comprenderá en carne propia que también es muy peligroso. Participó en la horrenda muerte del paralítico; le han acusado de envenenar a Adams; expulsó a Vigours del lugar mediante mentiras que podrían haber conducido a un asesinato; y no hay duda de que ha decidido librarse también de usted. El cómo tenga pensado hacerlo es imprevisible, aunque puede estar seguro de que será algo nuevo. Sus mañas y astucias no tienen fin.
—Se toma muchas molestias —repliqué—. Y todo, ¿por qué?
—¿Cuántas toneladas de copra pueden producirse en este distrito? —preguntó el misionero.
—Diría que unas sesenta toneladas —respondí.
—¿Y cuál es el beneficio para el comerciante local? —preguntó.
—Unas tres libras —dije.
—Pues saque usted mismo las cuentas y calcule por cuánto lo hace —repuso el señor Tarleton—. Pero nuestra prioridad es derrotarle. Está claro que hizo correr algún rumor en contra de Uma, para aislarla e imponerle así su perversa voluntad; al fracasar y asistir a la llegada de un nuevo rival, la utilizó de un modo distinto. Lo primero que hay que hacer es investigar a Namu. Uma, cuando la gente empezó a daros la espalda a tu madre y a ti, ¿qué hizo Namu?
—Apartarse como hacían todos —respondió Uma.
—Me temo que ese perro ha vuelto a las andadas —dijo el señor Tarleton—. Y ahora, ¿qué puedo hacer por ustedes? Hablaré con Namu y le advertiré de que estamos vigilándole. Me extrañaría mucho que tratara de desmandarse si le ponemos sobre aviso. Aunque esta medida puede fallar y necesitará recurrir a otras personas. Hay dos con quienes puede contar. En primer lugar está el cura, que le ayudará pensando en los intereses de los católicos; son muy pocos, pero tienen influencia en dos de los jefes. Y luego tiene al viejo Faiaso. ¡Ah!, si esto hubiese ocurrido hace unos años, no habría necesitado usted a nadie más, pero su influencia ha disminuido mucho y ha ido a parar a manos de Maea, y mucho me temo que Maea sea uno de los secuaces de Case. En fin, si llegase a ocurrir lo peor, envíe a alguien o venga usted mismo a Fale-alii, y aunque no tengo que volver por aquí hasta dentro de un mes, veré lo que puede hacerse.
De ese modo el señor Tarleton se despidió de nosotros, y, media hora más tarde, la tripulación estaba entonando sus cánticos y los remos chapoteaban junto al bote del misionero.
4
Maleficios
Transcurrió cerca de un mes sin que ocurriesen grandes novedades. La noche misma de nuestra boda, Chanclos pasó a visitarnos, estuvo muy educado y adoptó la costumbre de pasarse al atardecer a fumar una pipa con la familia. Como es lógico, podía conversar con Uma y empezó a enseñarme francés y la lengua de los nativos al mismo tiempo. Era un hombre amable y tolerante, aunque lo más sucio que pueda imaginarse, y me confundió más con sus idiomas extranjeros que si estuviese en la mismísima torre de Babel.
Esa fue una de nuestras ocupaciones y me hizo sentirme menos solo, aunque no me fuese de ningún provecho, pues, aunque el cura viniera a vernos y a conversar con nosotros, no logró convencer a ninguno de sus feligreses de que viniese a comprar a mi almacén; y, de no haber sido por la otra ocupación a la que me dediqué, no habría habido ni un gramo de copra en la casa. La idea consistía en lo siguiente: Fa’avao (la madre de Uma) tenía una veintena de árboles con frutos. Por supuesto no podíamos contratar trabajadores, porque en la práctica era como si fuésemos los tres tabú. Así que las dos mujeres y yo nos pusimos manos a la obra y preparamos la copra con nuestras propias manos. Al ver aquella copra, una vez preparada, se le hacía a uno la boca agua. Nunca supe cuánto me robaban los nativos hasta que preparé aquellos doscientos kilos con mis manos…, y aun así me parecía tan poco peso que me sentí tentado de mojarla yo mismo.
Mientras trabajábamos, muchos canacos pasaban el día observándonos y un día se presentó allí el negro. Se quedó entre los nativos y estuvo riéndose y haciéndose el gracioso y el importante hasta que empecé a enfadarme.
—¡Eh, tú, negro! —le dije.
—No hablaba con usted, señor —respondió el negro—. Yo solo hablo con caballeros.
—Lo sé —repliqué—, pero da la casualidad de que yo sí te estaba hablando a ti, don Jack el negro. Solo quería que supieras una cosa: ¿viste la jeta que tenía Case hace una semana?
—No, señor —dijo.
—Estupendo —respondí—, porque en menos de dos minutos te voy a poner igual tu cara de negro.
Y empecé a andar hacia él, muy despacio y con las manos bajas, aunque cualquiera que se hubiese molestado en mirar habría apreciado una amenaza en mi mirada.
—Es usted un tipo vil y pendenciero, señor —afirmó.
—¡Desde luego que sí! —repliqué.
Entonces debió de juzgar que ya me había acercado bastante, y echó a correr tan deprisa que daba gusto verlo. Y esa fue la única vez que supe de aquellos dos hasta que ocurrió lo que me dispongo a contar ahora.
En aquellos días uno de mis principales entretenimientos era salir a la selva, donde descubrí que (tal como me había contado Case) abundaba la caza, en busca de cualquier cosa con la que llenar el morral. Ya he hablado del cabo que protegía al poblado y mi puesto comercial por el este. Un sendero lo recorría casi hasta el extremo y conducía hasta la siguiente bahía. En ese lugar soplaba siempre el viento y, como la barrera de coral se interrumpía justo en el cabo, grandes olas batían la orilla. Una colina escarpada próxima a la costa dividía el valle en dos partes y cuando la marea estaba alta las olas rompían contra ella y no había forma de pasar. Unas montañas boscosas circundaban todo el lugar. Al este, la barrera era particularmente empinada e impenetrable: las partes más bajas se extendían a lo largo de la orilla formando negros acantilados veteados de cinabrio y las partes altas eran peñascosas y estaban cubiertas de árboles. Algunos de dichos árboles eran de un color verde intenso, otros eran rojizos y la arena de la playa era tan negra como el betún. Muchos pájaros blancos como la nieve frecuentaban la bahía, y el zorro volador (o vampiro) volaba por allí a plena luz del día, haciendo rechinar los dientes.
Durante mucho tiempo me limité a llegar hasta allí en mis correrías y no me aventuré más lejos. No había ni rastro de caminos más allá y los cocoteros que había al pie del valle eran los últimos que se veían. Pues todo el «ojo» de la isla, como llaman los nativos al lado de barlovento, estaba desierto. Desde Falesá hasta Papa-malulu no había ni una sola casa, ni una persona, ni un árbol frutal; y como no había arrecifes y la costa era muy accidentada, el mar golpeaba directamente contra las rocas y apenas había un lugar donde desembarcar.
Debería decir que, cuando empecé a ir a cazar a la selva, aunque la gente seguía sin querer acercarse a mi almacén, encontré a muchos a quienes no les importaba pasar el día conmigo donde nadie pudiera verlos. Y, como yo había empezado a aprender la lengua nativa y ellos chapurreaban un poco de inglés, empecé a mantener pequeñas conversaciones, sin ningún propósito, pero que me hicieron sentirme aliviado. Pues es muy desagradable sentirse como un leproso.
Un día, a finales de mes, me senté en aquella bahía junto al lindero del bosque mirando hacia el este en compañía de un canaco. Le llené la pipa y empezamos a conversar lo mejor que pudimos, aunque lo cierto es que sabía más inglés que la mayoría.
Le pregunté si no había ningún camino que llevase hacia el este.
—Antes un camino —dijo—. Ahora camino muerto.
—¿Y nadie lo utiliza? —insistí.
—Camino no bueno —dijo—. Muchos demonios ahí.
—¡Ajá! —respondí—. ¿Así que hay muchos demonios en la selva?
—Hombre demonio, mujer demonio, muchos demonios —replicó mi amigo—. Siempre están allí. Si hombre va, no vuelve.
Se me ocurrió que, si aquel tipo estaba tan bien informado sobre los demonios y hablaba de ellos con tanta libertad, cosa que no es nada habitual, tal vez pudiera sonsacarle algo sobre Uma y yo.
—¿Tú crees yo demonio? —pregunté.
—No creo tú demonio —respondió con mucha calma—. Creo tú tonto.
—¿Y Uma ella demonio? —volví a preguntar.
—No, no. No demonio. Demonio vive en selva —dijo el joven.
Me quedé mirando hacia el otro lado de la bahía, cuando de pronto vi cómo se abrían los matorrales y Case apareció en la soleada playa negra. Iba vestido con ropa clara, casi blanca, su rifle centelleaba, era perfectamente visible y los cangrejos que había cerca corrieron a ocultarse en sus agujeros.
—Vaya, amigo —dije—, no me dices verdad. Ese sí va al bosque y sí vuelve.
—Ese no como todos, Ese Tiapolo —respondió mi amigo, luego se despidió y desapareció entre los árboles.
Estuve observando a Case mientras rodeaba la playa aprovechando que la marea estaba baja y dejé que pasara por delante de mí de vuelta a Falesá. Iba muy pensativo, y los pájaros parecían saberlo, pues correteaban por delante de él o revoloteaban y gorjeaban en sus oídos. Cuando pasó cerca de mí, vi, por cómo movía los labios, que estaba musitando algo para sus adentros, y lo que más me alegró fue comprobar que todavía tenía la cicatriz que yo le había dejado en la ceja. A decir verdad, pensé en pegarle un tiro allí mismo, pero me contuve.
Todo ese rato, y el que tardé en volver a casa, repetí para mis adentros la palabra nativa, que recordé acordándome de mi «tía Polly»: Tiapolo.
—Uma —le pregunté a mi regreso—, ¿qué significa Tiapolo?
—Demonio —respondió.
—¿No se decía aitu? —dije.
—Aitu otro demonio —dijo ella—, vive en bosque, come canacos. Tiapolo gran jefe demonio, vive en casa. Demonio cristiano.
—Entonces no lo entiendo —repuse—. ¿Cómo puede Case ser Tiapolo?
—No es eso —afirmó ella—. Ese pertenece a Tiapolo, Tiapolo es casi igual a él, Ese su hijo. Supón Ese quiere algo, Tiapolo hace por él.
—Muy práctico para Ese —respondí—. ¿Y qué clase de cosas hace por él?
De ahí resultó una sarta de historias disparatadas, muchas (como el dólar que sacó de la cabeza del señor Tarleton) las entendí con claridad, y otras no me pareció que tuvieran ni pies ni cabeza. Y lo que más admiraba a los canacos resultó ser justo lo que menos me sorprendió a mí: que Ese pudiera ir al desierto entre todos los aitus. No obstante, alguno de los más osados lo habían acompañado, lo habían oído hablar con los muertos y darles órdenes y, protegidos por él, habían regresado incólumes. Algunos contaban que tenía una iglesia donde adoraba a Tiapolo, y Tiapolo se le aparecía; otros juraban que no había ningún tipo de encantamiento, que realizaba todos sus milagros mediante el poder de la oración y que la iglesia era en realidad una prisión en la que había encerrado a un peligroso aitu. Namu había ido a la selva con él en una ocasión y había vuelto alabando a Dios por aquellas maravillas. Poco a poco, empecé a vislumbrar la posición que ocupaba aquel hombre y el modo en que la había adquirido, y, aunque comprendí que era un hueso duro de roer, no me amilané.
—Muy bien —dije—, tendré que echarle un vistazo al lugar de adoración del señor Case, y ya veremos quién canta las alabanzas.
Uma se asustó mucho al oírme, si iba a la selva, no volvería nunca: no se podía ir allí sin la protección de Tiapolo.
—Correré el riesgo de ir bajo la protección de Dios —respondí—. Al fin y al cabo no soy mal tipo, Uma, y espero que Dios se ponga de mi lado.
Guardó silencio un rato.
—Creo… —dijo muy solemne, y luego se interrumpió—: ¿Victoreea gran jefe?
—Desde luego —afirmé.
—¿Él aprecia mucho? —Le respondí con una sonrisa que estaba convencido de que la anciana reina estaba de mi parte—. Muy bien —prosiguió—. Victoreea gran jefe, él aprecia mucho, pero no puede ayudar aquí, en Falesá, demasiado lejos. Maea jefe pequeño, no pasa de aquí; supón tú gusta, entonces ayuda. Lo mismo ocurre Dios y Tiapolo. Dios gran jefe, mucho trabajo. Tiapolo jefe pequeño, gusta parecer grande, trabaja mucho.
—Tendré que llevarte a ver al señor Tarleton —dije—. Tu teología me parece un tanto descabellada, Uma.
Sin embargo, seguimos hablando de eso toda la noche y las historias que me contó del desierto y sus peligros estuvieron a punto de producirle un ataque de pánico. No recuerdo ni la mitad de lo que me dijo, claro, pues no le presté mucha atención, aunque dos cosas se me quedaron claramente grabadas en la memoria.
A unos ocho kilómetros, siguiendo por la costa, hay una cala muy resguardada que llaman Fanga-anaana, «el refugio lleno de cuevas». Yo mismo la he visto desde el mar, tan de cerca como conseguí que se aventurasen mis marineros, y no es más que una pequeña franja de arena amarilla. Está rodeada de oscuros acantilados donde se abren las negras bocas de las cuevas. Una maraña de lianas y unos árboles gigantescos se asoman al precipicio y, justo en el medio, un arroyo se desploma formando una cascada. Pues bien, por allí pasó un bote con seis jóvenes marineros de Falesá, «todos muy guapos», según dijo Uma, y eso fue su perdición. Soplaba mucho viento, el mar estaba muy encrespado y, cuando pasaron por Fanga-anaana y divisaron la cascada blanca y la playa, estaban muy cansados y sedientos, pues se habían quedado sin agua. Uno de ellos propuso desembarcar para abastecerse de agua y, como eran muy atrevidos, todos estuvieron de acuerdo salvo el más joven, que se llamaba Lotu. Era un muchacho muy bueno e inteligente y les dijo que debían de haberse vuelto locos, pues aquel lugar estaba poseído por demonios y los espíritus de los muertos, y no había un alma viviente en nueve kilómetros en una dirección y al menos doce en la otra. Pero los demás se burlaron de él y, como eran cinco contra uno, remaron hacia la playa, atracaron el bote y desembarcaron. Lotu contó que el lugar era maravilloso y el agua excelente. Estuvieron paseando por la playa y como no vieron forma de subir a los acantilados se sintieron más seguros. Por fin decidieron dar cuenta de la comida que habían llevado consigo. Acababan de sentarse cuando de la negra boca de una de las cuevas vieron salir a las seis mujeres más hermosas que habían visto nunca: llevaban flores en el cabello, tenían unos pechos preciosos, y collares de semillas escarlatas, y empezaron a bromear con los jóvenes, que, a excepción de Lotu, les devolvieron los cumplidos. Lotu comprendió que no podía haber mujeres en aquel lugar y huyó y se escondió en el fondo del bote, se cubrió la cara con las manos y se puso a rezar. No dejó de hacerlo hasta que regresaron sus amigos y le pidieron que saliese de su escondite. Luego volvieron a salir de la cala, que estaba vacía y en la que no había ni rastro de las seis doncellas. Pero lo que más asustó a Lotu fue que ninguno de los cinco recordaba lo sucedido, sino que todos se comportaban como borrachos y cantaban, reían y bromeaban. El viento refrescó y se tornó borrascoso, se formaron unas olas gigantescas. Con aquel tiempo, cualquiera en sus cabales se habría dado la vuelta y habría regresado a Falesá, pero aquellos cinco hombres parecían haberse vuelto locos, desplegaron todo el trapo y pusieron rumbo a alta mar. Lotu empezó a achicar agua, ninguno le ayudó, sino que siguieron cantando y bromeando y pronunciando palabras incomprensibles y riéndose al oírlas. El resto del día Lotu lo pasó achicando agua del fondo del bote, empapado de sudor y agua de mar sin que nadie le prestara atención. En contra de todo pronóstico, llegaron sanos y salvos en medio de una terrible tormenta a Papa-malulu, donde las palmeras silbaban y los cocos volaban como balas de cañón alrededor del poblado. Esa misma noche, los cinco jóvenes enfermaron y no volvieron a pronunciar una palabra comprensible hasta su muerte.
—¿Y pretendes decirme que eres capaz de tragarte un cuento como ese? —le pregunté.
Ella respondió que era un hecho bien conocido y que les ocurría a menudo a los jóvenes apuestos que habían ido allí solos. Aunque aquel era el único caso en que cinco jóvenes habían muerto juntos el mismo día por amar a unas diablesas, y había causado una gran conmoción en la isla, y solo una loca dudaría de ello.
—Bueno —le dije—, por mí no tienes que preocuparte. No me dan miedo las diablesas, tú eres la única mujer, y también el único demonio, que me interesa.
A eso me contestó que las había de muchos tipos y que ella había visto una con sus propios ojos. Un día había ido sola a la bahía vecina y tal vez se hubiese acercado demasiado al lugar prohibido. Las sombras de la selva se extendían sobre ella desde la ladera de la montaña, aunque ella se encontraba en un lugar plano, pedregoso y cubierto de manzanos de un metro y medio de altura. Era la estación de las lluvias y el cielo estaba cubierto; de vez en cuando, pasaban chubascos que arrancaban las hojas de los árboles y se las llevaban volando, y luego todo se quedaba tan silencioso como en una casa. En uno de esos momentos de calma, una bandada de pájaros y zorros voladores salió volando de la selva como si algo los hubiera asustado. Poco después oyó un rumor cerca de allí y, a través de las ramas de los manzanos, vio salir de la selva un viejo jabalí flaco y gris. Mientras se acercaba, pareció pararse a pensar como una persona, y de pronto ella reparó en que no era ningún jabalí, sino un ser humano con pensamientos humanos. Entonces echó a correr y el jabalí empezó a perseguirla y a gruñir de tal modo que el eco de sus gruñidos resonó por doquier.
—Ojalá hubiese estado allí con mi fusil —respondí—. Tengo para mí que ese jabalí se habría llevado una buena sorpresa.
Pero ella me respondió que un fusil no servía de nada contra esas apariciones, que eran espíritus de los muertos.
En fin, el caso es que pasamos casi toda la noche hablando de esas cosas, aunque por supuesto no cambié de opinión en lo más mínimo, y, a la mañana siguiente, salí a explorar la región armado con mi fusil y un buen cuchillo. Llegué tan cerca como pude del lugar de donde había visto salir a Case, pues supuse que, de ser cierto que tenía algún refugio en la selva, debería de haber algún camino. El límite del desierto estaba marcado por un muro, por llamarlo de algún modo, pues era poco más que un largo montículo de piedra, que, según dicen, atraviesa toda la isla; aunque cómo lo saben es otra cuestión, pues dudo que nadie haya hecho ese viaje en los últimos cien años, ya que los nativos acostumbran a quedarse junto al mar en sus pequeños poblados de la costa, y aquella región es muy escarpada y peligrosa y está llena de acantilados. Hacia la parte oeste del muro, el terreno está despejado y hay cocoteros, manzanos y guayabos y muchas mimosas. La selva empieza justo al otro lado: una maraña de arbustos, árboles que se elevan como mástiles, lianas que cuelgan como la jarcia de un barco y repulsivas orquídeas que crecen entre las ramas como si fueran hongos. El terreno, allí donde no había maleza, parecía un montón de peñascos. Vi muchos palomos que podría haber cazado de no haber ido por otro motivo, numerosas mariposas revoloteaban por el suelo como hojas muertas; a veces oía el chillido de un pájaro, el susurro del viento y el mar rompiendo contra la costa.
Pero la rareza del lugar resulta más difícil de describir, a no ser a alguien que haya estado solo en la selva. Por muy luminoso que sea el día, allí siempre está oscuro. Uno no ve más allá de sus propias narices; mire donde mire, el bosque lo rodea por todas partes y las ramas se entrelazan como los dedos de la mano y cuando uno escucha siempre cree oír algo nuevo: hombres que hablan, niños que ríen, los golpes de un hacha a lo lejos y a veces una especie de crujido furtivo y fugaz que te sobresalta y te hace echar mano al fusil. De nada sirve tratar de decirse que se está solo: a excepción de los pájaros y los árboles, uno no logra convencerse, y allí donde dirija la mirada le parecerá que está lleno de vida y espiándolo. Y que nadie piense que fueron las historias de Uma las que me pusieron nervioso. Para mí la cháchara de los nativos no vale ni cuatro peniques, se trata de algo connatural a la selva y ya está.
Cuando llegué a lo alto de la colina, pues el terreno está allí tan empinado como en una escalera, el viento empezó a silbar y las hojas se agitaron y empezaron a dejar pasar la luz del sol. Eso me gustó, al menos era el mismo sonido todo el rato y no había nada que me sobresaltara. El caso es que llegué a un lugar donde crecían varios cocoteros silvestres, muy bonitos con sus frutos escarlatas, cuando el viento llevó hasta allí una especie de canto como no había oído nunca antes. Fue inútil que me dijese a mí mismo que eran las ramas, pues sabía que no era así. Igual que lo fue que me dijera que debía tratarse de algún pájaro, pues ningún pájaro canta de ese modo. Aumentaba, crecía y se atenuaba, y luego volvía a aumentar. A ratos me parecía una especie de llanto, aunque mucho más hermoso, y a ratos el sonido de un arpa. De una cosa estaba seguro: era demasiado dulce para un lugar como aquel. Sé que parece cosa de risa, pero reconozco que recordé a las seis jóvenes que salieron con sus collares escarlatas de la cueva de Fangaanaana y me pregunté si cantarían así. Nos reímos de los nativos y sus supersticiones, pero luego vemos cómo muchos comerciantes, hombres blancos y bien educados, que han sido contables (algunos de ellos) y oficinistas en nuestro país, acaban por darles crédito. En mi opinión, las supersticiones crecen en cada sitio como los distintos tipos de malas hierbas, y al oír aquel gemido admito que me flaquearon las piernas.
Puede pensarse que fui un cobarde por asustarme así, pero al menos encontré valor suficiente para seguir adelante. Aunque, eso sí, avancé con el mayor cuidado, con el fusil amartillado, mirando a todas partes como un cazador, convencido de que acabaría por toparme con una joven hermosa en mitad de la selva y totalmente decidido (si es que me la encontraba) a pegarle una perdigonada. Y, efectivamente, no había llegado muy lejos cuando me topé con algo muy extraño. Una racha de viento agitó las copas de los árboles, las hojas se apartaron por un instante y por un segundo me pareció ver algo que colgaba de un árbol. Desapareció en un abrir y cerrar de ojos, en cuanto pasó la racha y volvieron a cerrarse las hojas. Lo cierto es que me había hecho a la idea de encontrarme con un aitu, y si hubiese tenido forma de cerdo o de mujer no me habría causado la misma impresión. Lo malo era que tenía forma cuadrada, y la idea de algo vivo y cuadrado que cantaba me dejó asqueado y atontado. Debí de quedarme allí un rato, mientras me aseguraba de que los cánticos procedían de aquel árbol. Luego empecé a recobrar el dominio de mí mismo.
«En fin —me dije—, qué se le va a hacer si este es un sitio donde hay cosas cuadradas que cantan. Ya que he llegado hasta aquí, seguiré hasta el final.»
Pero pensé que tal vez valiera la pena rezar antes una oración, así que me hinqué de rodillas y me puse a rezar en voz alta. Mientras rezaba, aquel extraño sonido procedente del árbol siguió aumentando y disminuyendo como si fuese música, aunque era evidente que no era humano, pues resultaba imposible tararear aquella melodía.
En cuanto terminé de rezar como es debido, empuñé el fusil, me metí el cuchillo entre los dientes, fui directo al árbol y empecé a trepar por él. Confieso que tenía el corazón en un puño. Pero, mientras subía, volví a ver aquel objeto y me alivió comprobar que parecía una simple caja. Y, cuando llegué arriba del todo, estuve a punto de caerme del árbol presa de un ataque de risa. Vaya si era una caja, una caja de velas con la marca en un lado, y unas cuerdas de banjo tensas para que sonaran cuando soplase el viento. Creo que lo llaman un arpa eólica, aunque ignoro qué significará eso.
«Bueno, señor Case —me dije—, me has asustado una vez. Te desafío a que lo hagas de nuevo», y volví a bajar del árbol y me puse en camino para buscar el cuartel general de mi enemigo, que supuse que no estaría lejos de allí.
En aquel lugar la maleza era muy espesa y no veía más allá de mis narices, por lo que tuve que abrirme paso empleando la fuerza y el cuchillo, cortando las lianas y derribando árboles enteros a golpes. Los llamo árboles por su tamaño, pero en realidad eran arbustos tan fáciles de cortar como una zanahoria. Estaba pensando que en otro tiempo aquel lugar debía de haber estado limpio de maleza, cuando me di de bruces con un montón de piedras y comprendí al instante que era obra del hombre. Dios sabrá cuándo la hicieron o cuándo la abandonaron, pues esa parte de la isla llevaba deshabitada desde mucho antes de que llegaran los blancos. Unos pasos más adelante, di con el sendero que estaba buscando. Era estrecho, pero estaba claro que hacía poco que lo habían hollado muchos pies y pensé que los acólitos de Case debían de ser muy numerosos. Al parecer, aventurarse hasta aquí con el comerciante se había convertido en una especie de usanza arriesgada, y ningún joven se consideraba adulto hasta que no le habían tatuado las nalgas y no había visto los demonios de Case. Es muy típico de los canacos, aunque, si se mira de otro modo, también de los blancos.
Seguí avanzando por el camino y llegué a un claro donde tuve que frotarme los ojos. Delante de mí había un muro, que el sendero atravesaba por una abertura; estaba medio derruido y evidentemente era muy antiguo, pero las enormes piedras estaban muy bien dispuestas, y ninguno de los nativos que viven ahora en la isla sabría cómo construir algo así. A lo largo de toda la parte superior había una serie de extrañas figuras, ídolos, espantapájaros o qué sé yo. Les habían tallado y pintado unos rostros muy desagradables con ojos y dientes de concha, sus cabellos y su ropa colorida ondeaban al viento y algunos se movían con cuerdas. Hay islas más al oeste donde los nativos fabrican todavía hoy figuras parecidas, pero, si alguna vez se fabricaron en esta isla, tanto la práctica como el recuerdo hace mucho que se han olvidado. Y lo más raro era que aquellos fantoches parecían tan nuevos como juguetes recién sacados de una tienda.
Luego recordé que el primer día Case me había contado que era un buen falsificador de curiosidades artísticas de la isla, un negocio con el que muchos comerciantes se ganan honradamente algún dinero. Y entonces comprendí todo el asunto y que aquel despliegue servía a un doble propósito: en primer lugar, añejar sus curiosidades, y en segundo, asustar a quienes iban a visitarlo.
Pero debo añadir que (para acabar de redondear el efecto) las arpas eólicas seguían sonando por doquier entre los árboles, y que, mientras estaba observándolas, un pájaro verde y amarillo (que supongo que estaría construyendo el nido) empezó a arrancarle el pelo a una de las figuras.
Un poco más adelante, encontré la última rareza del museo. Lo primero que vi fue un montículo de tierra alargado que hacía una especie de curva. Aparté la tierra con las manos y encontré una lona embreada tendida sobre unos tablones, de modo que aquello era claramente el techo de una bodega. Estaba justo en la cima de la montaña, y la entrada estaba a lo lejos, entre dos rocas, como si fuera la entrada a una cueva. Entré hasta llegar a la curva y, al doblar la esquina, vi una cara brillante. Era grande y fea como la máscara de una pantomima y su brillo aumentaba y disminuía y en ocasiones daba la impresión de humear.
«¡Vaya! —me dije—, ¡pintura fosforescente!»
Y he de admitir que me admiró el ingenio de aquel hombre. Con una caja de herramientas, y un par de mecanismos sencillos, se las había arreglado para construir un templo de mil demonios. Cualquier canaco al que llevasen allí en la oscuridad, con las arpas gimiendo en torno a él, y al que le mostrasen aquella cara humeante en el fondo de un agujero, no dudaría ni por un instante que ya había visto y oído demonios suficientes para toda una vida. Es fácil averiguar lo que piensan los canacos. Basta con recordar cómo era uno a los diez o quince años y así es un canaco normal. Algunos son piadosos, como también hay niños piadosos; y la mayor parte de ellos, como los niños, son medianamente honrados y creen que robar es una travesura, y es fácil asustarlos y de hecho les gusta que les asusten. Recuerdo a un compañero de colegio que hacía lo mismo que Case. Él no sabía ni podía hacer nada: no tenía pintura fosforescente, ni arpas eólicas, así que se limitaba a decir que era un hechicero y nos daba mucho miedo y eso nos encantaba. Y de pronto recordé que un día el maestro lo había azotado, y la sorpresa que nos produjo a todos ver al hechicero soportando los azotes como cualquiera. Y me dije: «Tengo que encontrar un modo de hacerle algo parecido al señor Case». Instantes después, había trazado un plan.
Volví por el sendero, que, una vez encontrado, resultaba muy sencillo seguir, y, nada más salir a la arena negra, me encontré nada menos que con el mismísimo señor Case. Amartillé el fusil y lo empuñé con fuerza. Nos cruzamos sin decir palabra vigilándonos con el rabillo del ojo, pero justo después nos dimos media vuelta, como soldados haciendo la instrucción, y nos quedamos mirándonos cara a cara: ambos habíamos reparado al mismo tiempo en que el otro podía aprovechar para pegarnos un tiro por la espalda.
—No ha cazado usted nada —dijo Case.
—Hoy no he salido de caza —respondí.
—Bueno, por mí puede irse usted al diablo —afirmó.
—Lo mismo le digo.
Pero nos quedamos donde estábamos y ninguno de los dos hizo ademán de marcharse. Case soltó una carcajada.
—No podemos quedarnos aquí todo el día —dijo.
—No vaya usted a quedarse por mí.
Volvió a reírse.
—Oiga,Wiltshire, ¿es que me toma usted por idiota?
—Pues ya que lo pregunta, me parece más bien un sinvergüenza —contesté.
—¿De verdad cree que me conviene dispararle a usted en la playa? —preguntó—, porque no es así. Los nativos vienen a pescar aquí a diario. Debe de haber una veintena de ellos en el valle, preparando copra, y tal vez haya una docena en la selva cazando palomos, podrían estar observándonos ahora mismo, no me extrañaría. Le doy mi palabra de que no quiero dispararle. ¿Por qué iba a hacerlo? No me molesta lo más mínimo, no tiene ni un kilo de copra, aparte de la que ha preparado usted mismo como un esclavo negro. Está usted vegetando, eso me parece a mí, y me trae sin cuidado dónde lo haga y por cuánto tiempo. Deme su palabra de que no piensa dispararme y seguiré tranquilamente mi camino.
—En fin —respondí—, ya que es usted tan franco y amable, tendré que corresponderle. No tengo intención de dispararle hoy. ¿Por qué iba a hacerlo? Esto no ha hecho más que empezar y aún no he dicho mi última palabra, señor Case. Ya le he dado a usted un buen repaso, veo que sigue llevando las marcas de mis nudillos en la cabeza, y le tengo preparadas algunas cosas más. No soy un paralítico como Underhill, no me llamo Adams, ni soy Vigours, y pienso demostrarle que ha dado usted con la horma de su zapato.
—Es una tontería hablarme así —dijo—. Sobre todo, si quiere usted que me vaya.
—De acuerdo —repliqué—. Entonces quédese. No tengo ninguna prisa, y usted lo sabe. No me importa pasarme el día en la playa. No tengo copra de la que ocuparme ni pintura fosforescente que preparar.
Enseguida me arrepentí de haber dicho eso último, pero se me escapó casi sin querer. Me miró con el ceño fruncido y noté que lo había cogido de sorpresa. Luego supongo que decidió llegar al fondo del asunto.
—Le tomo a usted la palabra —dijo, y se dio la vuelta y se metió directamente en la selva de los demonios.
Lo dejé marchar, claro, pues había comprometido mi palabra. Pero estuve vigilándolo hasta que se perdió de vista y, en cuanto desapareció, corrí a ponerme a cubierto y volví a casa ocultándome entre los árboles, pues no me fiaba de él lo más mínimo. Comprendí que había cometido la estupidez de ponerlo sobre aviso, de modo que no me quedaba otro remedio que seguir cuanto antes con mis planes.
Podría pensarse que ya había tenido suficientes emociones para una mañana, pero todavía me esperaba otra sorpresa. Nada más doblar el cabo, vi que había varios desconocidos junto a mi casa, y cuando estuve un poco más cerca acabaron de despejarse todas mis dudas: había una pareja de centinelas armados en la puerta. Supuse que el asunto de Uma se había complicado y habían asaltado el puesto comercial. Lo más probable era que se hubieran llevado a Uma y que aquellos hombres armados estuvieran esperando para hacer lo mismo conmigo.
Sin embargo, cuando me acerqué más, cosa que hice a toda velocidad, vi que había otro indígena sentado en la veranda como un invitado y que Uma hablaba con él como una anfitriona. Aún más cerca, comprobé que era el gran jefe Maea, y que estaba fumando y sonriendo, ¿y qué estaba fumando?, no esos ridículos cigarrillos europeos, ni esos cigarros fuertes y grandes que fuman los nativos, y con los que uno tiene que contentarse cuando se le rompe la pipa, sino que habría podido jurar que se trataba de uno de mis puros mexicanos. Al verlo, se me aceleró el pulso y concebí la descabellada esperanza de que hubieran levantado la prohibición y Maea hubiera venido a vernos.
Uma me señaló y él salió a recibirme al pie de mis propias escaleras como un auténtico caballero.
—Vilivili —dijo, pues nadie sabía pronunciar mejor mi nombre—, yo contento.
No hay duda de que en las islas los jefes saben ser educados cuando quieren. Desde el primer momento me hice cargo de la situación. No hizo falta que Uma me dijese: «Ya no miedo de Ese, ahora trae copra». Ya digo que le estreché la mano al canaco como si fuese el mejor hombre blanco de toda Europa.
El caso era que Case y él andaban detrás de la misma chica, o al menos eso sospechaba Maea, así que había decidido aprovechar la ocasión para librarse del comerciante. Se había puesto sus mejores galas, había hecho que dos de sus hombres se lavaran y cogieran las armas para darle un carácter más oficial al asunto y, aprovechando que Case había salido del pueblo, se había presentado en mi casa para poner el negocio en mis manos. No solo era rico sino poderoso, calculé que podría procurarme unos cincuenta mil cocos al año. Le ofrecí el precio normal más un cuarto de centavo, y en cuanto al crédito, estaba tan feliz que le habría adelantado todo lo que tenía en el almacén y le habría dado hasta las estanterías. Debo decir que compró como un caballero: arroz, latas de conserva y galletas suficientes para un banquete de una semana, y piezas enteras de tela. Además fue muy agradable, era muy divertido y estuvimos haciéndonos bromas, utilizando a Uma como intérprete, porque él apenas sabía un poco de inglés y yo todavía no conocía su lengua lo suficiente. Reparé en que nunca había temido nada de Uma ni se había dejado asustar demasiado, solo había fingido estarlo porque pensaba que Case tenía al pueblo en sus manos y calculó que era lo que más le convenía.
Eso me hizo pensar que ambos estábamos en una posición un tanto delicada. Lo que acababa de hacer equivalía a desafiar a Case delante del pueblo entero y eso podía llegar a costarle su supremacía. Mi caso era aún peor; después de mi conversación con él en la playa, pensé que podría costarme la vida. Case me había advertido que estaba dispuesto a matarme si alguna vez conseguía algo de copra, y cuando volviera a casa descubriría que el mejor negocio del pueblo había cambiado de manos, así que lo mejor que podía hacer era adelantarme.
—Oye, Uma —le dije—, aclárale que siento haberle hecho esperar, pero es que había ido a ver el sitio donde Case tiene a Tiapolo en la selva.
—Quiere saber si tú no tiene miedo —tradujo Uma.
Yo me eché a reír.
—¡Ni mucho menos! —dije—. ¡Dile que es como una tienda de juguetes! Explícale que, en Inglaterra, les damos esas cosas a los niños para que se entretengan con ellas.
—Quiere saber si tú oye demonio cantar —preguntó a continuación.
—Mira —respondí—. Ahora no puedo fabricar uno porque no tengo cuerdas de banjo en el almacén, pero la próxima vez que el barco pase por aquí instalaré uno de esos artefactos aquí, en mi veranda, y él mismo podrá ver si el demonio tiene o no algo que ver. Dile que, en cuanto pueda conseguir unas cuerdas, le fabricaré uno para sus chiquillos. Se trata de un artilugio que se llama «arpa eólica», y puedes explicarle también que el nombre en inglés significa que solo los idiotas se asustan con eso.
Esta vez se mostró tan satisfecho que trató de hablarme en inglés.
—¿Dice verdad? —preguntó.
—¡Pues claro! —exclamé—. Lo juro sobre la Biblia. Trae una Biblia, Uma, si es que tienes alguna, y la besaré. O, todavía mejor —dije aún más animado—, pregúntale si le daría miedo ir a verlo de día.
Por lo visto no le asustaba, estaba dispuesto a arriesgarse a ir, siempre que fuese de día y acompañado.
—¡Entonces, trato hecho! —dije—. Dile que ese hombre es un embaucador y el lugar una engañifa, y que, si viene conmigo mañana, podrá comprobarlo él mismo. Pero dile también esto, Uma, y asegúrate de que lo entiende: si se va de la lengua, Case terminará enterándose y soy hombre muerto. Dile que me estoy poniendo en sus manos y que, si dice una palabra de esto, mi sangre caerá sobre su conciencia y se condenará en este mundo y en el próximo.
Así se lo dijo y él me estrechó calurosamente la mano y dijo:
—No habla. Manana va allí. ¿Amigo?
—¡No, señor! —respondí—. Ya está bien de tonterías. Dile que he venido aquí a comerciar y no a hacer amigos, aunque estoy decidido a enviar a Case al infierno.
Y Maea se fue muy satisfecho, o eso me pareció a mí.
5
Una noche en la selva
Ya no me quedaba otra opción: Tiapolo debía ser destruido antes del día siguiente, y aún tenía muchas cosas que preparar y que discutir. Mi casa parecía una sociedad de debates: Uma estaba decidida a no dejarme ir a la selva de noche y totalmente convencida de que, si lo hacía, no volvería a verme. Ya he dado antes una muestra de su forma de argumentar, cuando conté la conversación sobre la reina Victoria y el demonio, así que cualquiera imaginará que mucho antes del anochecer ya me había hartado de escucharla.
Por fin, se me ocurrió una idea: ¿de qué servía seguir echándole margaritas si un poco de paja podría serme más útil?
—Te diré lo que haremos —le dije—. Busca tu Biblia y yo la llevaré conmigo. Eso me protegerá.
Ella juró y perjuró que una Biblia no serviría de nada.
—Tú y tu condenada ignorancia de canaca —respondí—. Tráeme la Biblia. —Me la trajo y la abrí por la portada, donde supuse que encontraría algo escrito en inglés, y efectivamente lo había—. ¿Lo ves? —dije—. ¡Mira aquí!: «Londres, impreso para la Sociedad Bíblica Británica e Internacional, Blackfriars», y una fecha que no sé leer, porque está escrita en números romanos. No hay demonio en el infierno capaz de atreverse con la Sociedad Bíblica de Blackfriars. ¡Serás tonta! —insistí—. ¿Cómo crees que nos las entendemos en casa con nuestros aitus? ¡Pues con la Sociedad Bíblica!
—Vosotros no tiene aitus —dijo—. Hombre blanco dice que vosotros no tiene.
—¿Eso crees? —pregunté—. ¿Y por qué iban a estar llenas estas islas de ellos y no iba a haber ninguno en Europa?
—Tampoco tiene árbol del pan —objetó.
Casi me tiro de los pelos.
—Mira, mujer —dije—, calla de una vez, porque ya me estás hartando. Me llevaré la Biblia y con eso estaré tan seguro como cualquiera pudiera desear, y no se hable más.
La noche iba a ser muy oscura, pues el cielo se nubló después de atardecer y no se veía ni una estrella, la luna estaba en cuarto menguante y no aparecería hasta muy tarde. En torno al pueblo, gracias a las luces y los fuegos de las casas y las antorchas de los pescadores, que pululaban por los arrecifes, todo estaba alegre e iluminado, pero el mar, las montañas y la selva habían desaparecido. Debían de ser las ocho en punto cuando me puse en camino cargado como un burro. En primer lugar llevaba la Biblia, un libro gordísimo con el que me había tocado cargar por mi propia estupidez. Luego mi fusil, mi cuchillo, una linterna y cerillas. Por fin, lo más importante de todo: una enorme carga de pólvora, un par de cartuchos de dinamita para pescar y dos o tres trozos de mecha retardante que había sacado de una lata y había unido lo mejor que pude, pues la mecha era un artículo para comerciar con los nativos y habría sido una locura confiar en ella. Tenía suficiente para producir una bonita explosión. No reparé en gastos, quería hacer las cosas bien.
Mientras estuve en campo abierto y pude orientarme por la lámpara de mi casa, no tuve problemas. Pero cuando llegué al sendero, todo estaba tan oscuro que no veía por donde andaba y me chocaba contra los árboles y maldecía como quien busca las cerillas en su dormitorio. Sabía que era peligroso encender una luz, pues el resplandor de la linterna se vería desde el otro extremo del cabo, y, como nadie iba allí después de atardecer, la gente murmuraría y Case no tardaría en enterarse. Pero ¿qué otra cosa podía hacer? O abandonaba mi empresa y perdía mi prestigio con Maea, o me arriesgaba a encenderla y me las arreglaba lo mejor que pudiera.
Seguí por el sendero a buen paso y al llegar a la playa eché a correr. La marea casi había subido y tuve que darme mucha prisa para pasar con la pólvora seca entre los rociones de las olas y las rocas. De hecho, el agua me llegaba por las rodillas y estuve a punto de caer sobre una piedra. Todo ese rato me espolearon las prisas, el aire fresco y el aroma del mar, pero una vez que me interné en la selva por el sendero, empecé a andar más despacio. El miedo que me inspiraba la selva había disminuido en parte desde que había visto las cajas con cuerdas de banjo del señor Case y las imágenes talladas, pero aun así me pareció un paseo bastante siniestro y supuse que cuando los acólitos subieran por allí debían de asustarse mucho. La luz de la linterna alumbrando entre todos aquellos troncos y ramas y los extremos de las lianas convertían aquel lugar en una especie de rompecabezas de sombras chinescas. Salían a mi encuentro, gruesas y rápidas como gigantes, y luego se dilataban y se desvanecían; se alzaban sobre mi cabeza como mazas y huían en la noche como pájaros. El suelo de la selva resplandecía con las cortezas muertas, como la caja de cerillas cuando enciendes en ella un fósforo. Gotas grandes y frías caían sobre mí desde las ramas como si fueran sudor. No soplaba viento, solo una leve brisa helada de tierra que no movía ni una hoja, y las arpas guardaban silencio.
Después de atravesar el bosquecillo de cocoteros silvestres, me topé con los espantajos del muro. Tenían un aspecto muy raro a la luz de la linterna, con sus caras pintadas, sus ojos de concha y su ropa y sus cabellos colgando. Uno tras otro, los descolgué y los apilé en un montón sobre el techo del subterráneo, para que se fuesen al demonio con lo demás. Luego escogí un lugar entre una de las grandes piedras de la entrada, enterré la pólvora y los dos cartuchos y dispuse la mecha a lo largo del pasadizo. Por último, miré, a modo de despedida, la cabezota humeante. Todo iba bien.
«Alégrate —pensé—, tus horas están contadas.»
Al principio mi intención era encender la mecha y volverme a casa, pues la oscuridad, el resplandor de la corteza y las sombras de la linterna me hacían sentir muy solo. Pero luego recordé dónde colgaba una de las arpas y me pareció una pena no hacerla desaparecer con todo lo demás, y al mismo tiempo me resistía a reconocer que empezaba a estar harto de todo aquello y quería estar en casa con la puerta cerrada. Salí del sótano y empecé a considerar las dos posibilidades. Se oía el estruendo del mar en la costa. Aunque allí cerca no se movía ni una hoja, podía haber sido la única criatura viviente a este lado del cabo de Hornos. Pues bien, mientras estaba allí pensando, los arbustos parecieron cobrar vida y empezaron a oírse ruidos. Eran muy leves y nada amenazadores, un tenue crujido, un susurro apagado, pero me quedé sin aliento y el gaznate se me secó como una galleta de barco. No era Case quien me atemorizaba, aunque eso habría sido lo más sensato, ni siquiera pensé en él por un momento; lo que me vino a la memoria con la intensidad de un cólico fueron aquellos cuentos de viejas, las diablesas y el hombre con forma de jabalí. Faltó un pelo para que echase a correr, pero logré dominarme, avancé un paso y alzando la linterna (como un idiota) miré a mi alrededor.
Por el lado del pueblo y el sendero no se veía nada, pero cuando me volví tierra adentro estuve a punto de desmayarme. Allí, saliendo del desierto y del monte encantado, había, sin lugar a dudas, una diablesa tal como la había imaginado. Vi resplandecer la luz en sus brazos desnudos y el brillo de sus ojos. Y solté un grito tan fuerte que pensé que había llegado la hora de mi muerte.
—¡Ah! ¡No grita! —dijo la diablesa con una especie de susurro—. ¿Por qué tú habla alto? ¡Apaga luz! ¡Ese viene!
—¡Dios todopoderoso, Uma!, ¿eres tú? —dije.
—Ioe —respondió—. Yo vengo rápido. Ese llega pronto.
—¿Vienes sola? —pregunté—. ¿No tienes miedo?
—¡Ah, mucho miedo! —susurró abrazándose a mí—. Casi muerta.
—Bueno —le dije con una especie de débil sonrisa—, pues no soy quién para burlarme, señora Wiltshire, pues debo de ser el hombre más asustado del Pacífico Sur.
Me explicó en dos palabras lo que la había impulsado a venir. Al parecer, nada más marcharme, se presentó allí Faavao y le contó que se había cruzado con Jack el negro, que corría desde nuestra casa a la de Case. Uma no se entretuvo a hablar con ella, sino que acudió a toda prisa a advertirme. Me había seguido de cerca orientándose por la linterna a través de la playa, y después, guiándose por su resplandor en las copas de los árboles, había continuado colina arriba. Solo cuando subí al techo del sótano, se despistó —¡Dios sabe por dónde!— y me perdió de vista un buen rato, asustada de gritar por si Case la seguía, y se había caído en la selva, por lo que iba llena de golpes y moratones. Debía de haberse desviado demasiado al sur, y por eso me había sorprendido por el flanco y me había dado aquel susto de muerte.
En fin, todo era mejor que una diablesa, pero me tomé su historia muy en serio. A Jack el negro no se le había perdido nada en mi casa, a menos que estuviese allí vigilándonos, y tuve la sensación de que mi estúpida alusión a la pintura y tal vez algún desliz de Maea nos había puesto en una situación comprometida. Una cosa estaba clara: Uma y yo tendríamos que pasar allí la noche, sería una locura tratar de regresar antes de que se hiciese de día, y aun así sería más seguro dar un rodeo por la montaña y volver por la parte de atrás del pueblo o podríamos caer en una emboscada. También estaba claro que había que hacer volar la carga cuanto antes, o Case podría llegar a tiempo de impedirlo.
Entré en el túnel, con Uma abrazada a mí, abrí la portezuela de la linterna y encendí la mecha. El primer trozo ardió como el papel, mientras yo lo miraba como un estúpido y pensaba que íbamos a volar junto a Tiapolo, lo que no entraba en ningún caso dentro de mis planes. El segundo ardió más despacio, aunque más rápido de lo que había pensado, y entonces recobré la cordura y tiré de Uma para salir del pasadizo, apagué la linterna y la tiré al suelo y los dos nos abrimos camino a tientas por la selva, hasta que llegamos a un sitio que me pareció seguro y nos tumbamos detrás de un árbol.
—Mujer —le dije—, no olvidaré nunca esta noche. Eres un encanto, no sé si lo sabes.
Se acurrucó más cerca de mí. Había ido hasta allí vestida solo con la falda y estaba empapada de rocío y agua de mar, y temblaba de frío y pavor a los demonios y la oscuridad.
—Mucho miedo —fue todo lo que dijo.
La ladera opuesta de la montaña de Case desciende hasta el valle casi tan a pico como un precipicio. Estábamos justo al borde y veía el resplandor de la corteza podrida y oía el ruido del mar a lo lejos. No me gustaba aquel lugar, de donde no había retirada posible, pero me dio miedo cambiarnos. Además comprendí que había cometido un error aún peor con la linterna, que debería haber dejado encendida para poder dispararle a Case cuando llegase. E incluso aunque no hubiese tenido la inteligencia de hacerlo, me pareció absurdo dejar que una buena linterna volara por los aires con las imágenes talladas: al fin y al cabo era mía, me había costado un buen dinero y podía resultarme de utilidad. Si hubiera podido fiarme de la mecha habría ido a recuperarla. Pero ¿cómo iba a fiarme de la mecha? Ya se sabe cómo son estas mercancías: no están mal para que los canacos vayan de pesca, al fin y al cabo tienen que ir con mucho cuidado y lo más que puede ocurrirles es que se vuelen una mano, pero para cualquiera que quisiera preparar una voladura como la mía, esa mecha era una porquería.
Lo mejor era seguir allí quieto, tener el fusil a mano y esperar a que se produjera la explosión. Fue un instante solemne: la negrura de la noche era impenetrable, lo único que se veía era el desagradable y espectral resplandor de la corteza carcomida que no alumbraba más que a la propia corteza. En cuanto al ruido, agucé el oído hasta que me pareció oír la mecha ardiendo en el túnel, pero la selva siguió tan silenciosa como una tumba. De vez en cuando se oía algún crujido, pero era imposible saber si se trataba de Case tropezando a unos metros de donde yo estaba o de un árbol que se rompía a muchos kilómetros de allí.
Y luego, de pronto, fue como si el Vesubio entrara en erupción. Tardó mucho en estallar, pero cuando lo hizo (aunque no soy yo quien debiera decirlo) nadie habría podido pedir nada mejor. Al principio fue como una salva de fusilería y un destello de fuego, luego la madera se incendió de modo que cualquiera habría podido leer a su luz. A continuación vino lo peor: Uma y yo quedamos sepultados bajo una carretada de tierra, y todavía tuvimos suerte, pues una de las rocas de la entrada del túnel salió disparada por el aire, impactó a pocos metros de donde estábamos y cayó hasta el valle rebotando por la falda de la colina. Comprendí que había medido mal la distancia, o que había utilizado demasiada pólvora y dinamita, una de dos.
Enseguida vi que había cometido otro error. El estruendo de la explosión empezó a apagarse después de conmover toda la isla, el resplandor se extinguió y, sin embargo, no volvió a reinar la oscuridad tal como yo había planeado, pues la selva entera quedó cubierta de pavesas y brasas encendidas: las había junto a mí, en el valle y sobre las copas de los árboles. No temí que el fuego pudiera extenderse, pues esos bosques son demasiado húmedos para incendiarse, pero lo malo era que todo el lugar quedó iluminado, no mucho, pero sí lo bastante para disparar, y, por cómo se habían dispersado las brasas, lo más probable era que Case tuviese tanta ventaja como yo. Miré a todas partes en busca de su cara blanca, pero no había ni rastro de él. En cuanto a Uma, la explosión y el resplandor parecían haberla dejado sin vida.
Había aún otra complicación. Una de las condenadas imágenes talladas había caído con los cabellos, el cuerpo y la ropa envueltos en llamas, a menos de cuatro metros de donde nos encontrábamos. Eché una mirada a mi alrededor, seguía sin ver a Case y decidí que debía librarme de aquel madero en llamas antes de que llegase o me mataría allí mismo a tiros como a un perro.
Al principio pensé en arrastrarme hasta allí, pero luego pensé que lo primordial era actuar con rapidez y me incorporé para ir más deprisa. En ese momento, desde algún lugar entre el mar y donde yo estaba, se produjo un fogonazo y un estampido y una bala de rifle pasó silbando junto a mi cabeza. Me volví y alcé el fusil. Pero aquel condenado tenía un Winchester y, antes de que pudiera apuntar siquiera, su segundo disparo me derribó como un bolo. Tuve la impresión de volar por los aires, luego caí al suelo medio aturdido y descubrí que el fusil se me había caído de las manos. Cuando se está en un aprieto como aquel uno no tarda en recobrar la lucidez. No sabía ni dónde me había herido, ni siquiera si lo estaba, pero me puse boca abajo y me arrastré hasta mi arma. A menos que uno haya tratado de pasearse por ahí con una pierna rota, es imposible saber lo que duele, y solté un aullido como el de un animal herido.
Fue el ruido más desafortunado que he hecho en mi vida. Hasta ese momento, Uma había seguido oculta detrás del árbol como una mujer sensata para no serme de estorbo. Pero en cuanto me oyó gritar, echó a correr. El Winchester volvió a disparar y ella cayó.
Yo me había incorporado, a pesar de la pierna, para tratar de detenerla, pero cuando la vi caer, volví a tirarme al suelo, me quedé inmóvil y busqué el mango de mi cuchillo. Antes me había asustado e irritado. Pero se acabó. Había abatido a mi mujer y tenía que ajustarle las cuentas, así que me quedé allí rechinando los dientes y calculando mis posibilidades. Tenía la pierna rota, me había quedado sin fusil y a Case le quedaban todavía diez balas en su Winchester; la situación no podía ser menos alentadora. Pero no desesperé ni pensé en desesperar: tenía que acabar con aquel hombre.
Pasó un buen rato sin que ninguno de los dos hiciera nada. Luego oí que Case empezaba a acercarse muy despacio. La imagen se había consumido, solo quedaban algunas brasas encendidas aquí y allá y la selva estaba casi a oscuras, salvo por una especie de leve resplandor como el de las ascuas cuando están a punto de apagarse. Gracias a él distinguí la cabeza de Case mirándome por encima de una mata de helechos, en el mismo instante en que él me vio a mí y se echó el rifle al hombro. Me quedé inmóvil mirando directamente al cañón: era mi última oportunidad y pensé que el corazón se me saldría del pecho. Luego disparó. Por suerte no se trataba de un fusil, pues la bala se estrelló a pocos centímetros y me llenó los ojos de tierra.
¡No todo el mundo es capaz de quedarse quieto en el suelo, dejar que le disparen a quemarropa y confiar en que fallen por un pelo! Pero yo lo hice y tuve suerte. Case se quedó un momento con el rifle en la mano, soltó una risita y asomó entre los helechos.
«Tú ríete —pensé para mis adentros—. ¡Si tuvieses la inteligencia de un mosquito estarías rezando!»
Yo estaba tan tenso como la estacha de un barco o el muelle de un reloj, y en cuanto estuvo a mi alcance, lo cogí por el tobillo, le hice tropezar y, a pesar de la pierna rota, le salté encima antes de que pudiera respirar. El Winchester se le había caído junto a mi fusil, pero eso a mí me traía sin cuidado. Ahora era entre él y yo. Soy un hombre bastante fuerte, pero no supe hasta dónde llegaban mis fuerzas hasta que tuve a Case en mis manos. Parecía un poco aturdido por el golpe que se había dado al caer y agitaba los brazos como una mujer asustada, así que se los sujeté con la mano izquierda. Eso le hizo despertar y me mordió en el antebrazo como una comadreja. ¡Poco me importó! La pierna me dolía tanto que no notaba nada más. Desenvainé el cuchillo y lo coloqué en el lugar preciso.
—Ya te tengo —dije—, vas a morir y lo tienes bien merecido. ¿Notas la punta del cuchillo? Es por Underhill. Y por Adams. Y también por Uma. Y te va a separar tu alma maldita del cuerpo.
Y dicho eso le clavé el frío acero con todas mis fuerzas. Su cuerpo se retorció como el muelle de un sofá, soltó un terrible gemido y se quedó inmóvil.
«Confío en que estés muerto», pensé. La cabeza me daba vueltas, pero no estaba dispuesto a correr riesgos, tenía demasiado presente su propio ejemplo, y saqué el cuchillo para volver a clavárselo. Recuerdo que la sangre me empapó las manos, tan caliente como un té, luego me desmayé y caí de cabeza encima de su boca.
Cuando recobré el sentido, todo estaba muy oscuro, las brasas se habían apagado, no quedaba más que el resplandor de las cortezas en descomposición, y no podía recordar dónde estaba, ni por qué sentía tanto dolor, ni por qué estaba tan empapado. Luego lo recordé, y lo primero que hice fue volver a clavarle el cuchillo media docena de veces hasta la empuñadura. Creo que ya estaba muerto, pero a él no le hizo daño y a mí me sentó bien.
«Ahora seguro que lo estás», dije, y llamé a Uma.
No respondió, y traté de ir a buscarla a tientas, pero la pierna me falló y volví a desmayarme.
Cuando me desperté por segunda vez, las nubes se habían disipado, a excepción de unas cuantas que volaban como si fueran de algodón. Había salido la luna…, una luna tropical. En Inglaterra el bosque parece negro a la luz de la luna, pero aquí la selva se ilumina como si fuese de día, incluso cuando está en cuarto menguante. Las aves nocturnas —o más bien unas aves diurnas muy madrugadoras— cantaban con largos trinos como ruiseñores. Y vi al muerto, sobre el que seguía apoyado en parte, mirando al cielo con los ojos abiertos, igual de pálido que cuando estaba vivo, y, un poco más lejos, a Uma tumbada de costado. Llegué hasta ella como pude, y vi que estaba despierta y llorando y gimiendo en voz baja. Por lo visto, no se atrevía a llorar más alto por miedo a los aitus. No estaba malherida, pero sí muy asustada. Había recobrado el conocimiento hacía un buen rato, me había llamado y, al no oír respuesta, había dado por sentado que ambos estábamos muertos y se había quedado allí demasiado asustada para mover un dedo. La bala le había dado en el hombro y había perdido mucha sangre, pero enseguida la vendé como es debido con el faldón de mi camisa y un pañuelo que llevaba puesto, apoyé su cabeza en mi rodilla sana y la espalda en el tronco de un árbol y me senté a esperar que amaneciera. Uma no podía ayudarme ni distraerme y se limitó a abrazarse a mí temblando y llorando; no creo haber visto a nadie tan asustado, y para hacerle justicia, hay que decir que demostró mucha entereza. En cuanto a mí, estaba febril y muy dolorido, aunque si me estaba quieto no me dolía tanto, y cada vez que miraba a Case me entraban ganas de silbar y cantar. ¡Y no digamos de comer y beber!, verlo allí tumbado me llenaba de alegría.
Las aves nocturnas dejaron de cantar al cabo de un rato y la luz empezó a cambiar, el oriente se volvió anaranjado, la selva entera empezó a zumbar y a cantar como una caja de música y se hizo de día.
No esperaba que Maea llegase hasta mucho después, y de hecho pensé que cabía la posibilidad de que se hubiese echado atrás y no viniese. Me alegró mucho cuando una hora más tarde oí el ruido de unos bastones y a un montón de canacos que cantaban y reían para infundirse valor. Uma se incorporó nada más oírlo y poco después vimos a un grupo que venía por el sendero con Maea en cabeza seguido por un hombre tocado con un salacot. Era el señor Tarleton, que había llegado aquella noche a Falesá, abandonado su bote y recorrido el último tramo a la luz de una linterna.
Enterraron a Case en el campo de batalla, justo en el agujero donde había estado la cabeza humeante. Esperé a que terminasen y a que el señor Tarleton pronunciara unas oraciones, lo que me pareció una estupidez, aunque debo decir que describió de un modo muy desagradable las perspectivas del finado, y que parecía tener ideas propias acerca del infierno. Cuando hablamos más tarde, le dije que, en mi opinión, no había cumplido con su deber y que debería haberles dicho sin más a los canacos que Case se había condenado, y al demonio con él, pero no logré hacerle comprender mi punto de vista. Luego prepararon unas angarillas con unas ramas y me llevaron hasta el puesto comercial. El señor Tarleton me curó la pierna al estilo misionero, de modo que todavía hoy sigo renqueando. Luego nos tomó declaración a mí, a Uma y a Maea, lo redactó todo muy bien y nos hizo firmar, y luego reunió a los jefes y todos fueron a ver a Papa Randall para pedirle los papeles de Case.
Lo único que encontraron fue un diario, que llevaba desde hacía muchos años, acerca del precio de la copra, de los pollos robados y otras cosas por el estilo, los libros de cuentas y el testamento del que hablé antes, donde se establecía que todo (negocio y mercancías) pertenecía a la mujer samoana. Se lo compré por un precio muy razonable, pues parecía ansiosa por volver a casa. En cuanto a Randall y al negro, tuvieron que marcharse a otro puesto comercial por la parte de Papa-malulu. Por lo visto les fueron mal las cosas, pues lo cierto es que ninguno de los dos valía para los negocios y acabaron subsistiendo a base de pescado, lo que causó la muerte de Randall. Al parecer un día vieron un banco de peces y papi salió a pescarlos con dinamita. O bien la mecha ardió demasiado rápido o papi estaba borracho, o ambas cosas, pero el caso es que la bomba estalló (como siempre) antes de que la arrojara, ¿y qué pasó con la mano de papi? En fin, eso no tiene nada de raro, la parte norte de las islas está llena de mancos, como los cuentos de Las mil y una noches, pero Randall era demasiado viejo o bebía demasiado y lo cierto es que acabó muriendo. Poco después echaron de las islas al negro acusado de robar a unos blancos, y huyó al oeste, donde encontró a otros de su misma raza ¡que lo atraparon y se lo comieron en una especie de ceremonia que espero que fuese de su entera satisfacción!
Así que me quedé solo en Falesá, y cada vez que pasaba la goleta a verme se iba con las bodegas repletas. Debo añadir que el señor Tarleton se portó bien con nosotros, aunque se vengó de un modo un tanto mezquino.
—Bueno, señor Wiltshire —dijo—. Ya he arreglado las cosas con todo el mundo. No ha sido difícil, ahora que no está Case, pero les he dado mi palabra de que les tratará usted con justicia y he de pedirle que me dé su palabra de que lo hará.
Yo se la di. Hasta entonces, siempre había trucado las balanzas basándome en el siguiente razonamiento: todos trucamos las balanzas, los nativos lo saben y mojan la copra para compensar, así que, en el fondo, el trato es justo. Lo cierto es que nunca acabó de hacerme gracia, y aunque las cosas me iban bien en Falesá, casi me alegré cuando la empresa me trasladó a otro puesto comercial, donde no había comprometido mi palabra y podía trucar las balanzas a voluntad.
En cuanto a mi mujer, qué voy a decir. Solo tiene un defecto: si no se la vigila, es capaz de regalar hasta las paredes del puesto comercial. Por lo visto, es algo natural en los canacos. Se ha convertido en una mujer muy robusta y podría lanzar a un policía londinense por encima del hombro. Pero eso también es natural en los canacos, y de lo que no hay duda es de que no hay otra como ella.
Una vez concluida su misión, el señor Tarleton volvió a casa. Era el mejor misionero que he conocido nunca, y por lo visto ahora es pastor en una iglesia de Somerset. En fin, así no tendrá que soportar a ningún canaco que le caliente la cabeza.
¿Y mi taberna? No parece probable que llegue a tenerla nunca. Me temo que me quedaré por aquí, no me gusta la idea de dejar solos a los niños, y lo cierto es que están mejor aquí que en un país de hombres blancos. Ben se llevó al mayor a Auckland, donde está estudiando en los mejores colegios. Lo que me preocupa son las niñas. Son mestizas, claro, y nadie tiene peor opinión de los mestizos que yo, pero son mis hijas, y no tengo otras. No acabo de hacerme a la idea de casarlas con canacos, pero ¿dónde voy a encontrarles unos blancos?