1
En el que John siembra vientos
John Varey Nicholson era un estúpido, aunque otros que lo son más que él están hoy repantigados en el Parlamento y se jactan de ser los autores de su propia distinción. Ya desde la niñez había tenido tendencia a la obesidad y se inclinaba a ver la vida de forma alegre y superficial, y es posible que esa actitud fuese la causa original de todas sus desdichas. Aparte de esa pista, la filosofía nada nos dice sobre su carrera, y la superstición adelanta la más fácil explicación de que los dioses lo detestaban.
Su padre —ese caballero tan férreo— hacía tiempo que se había entronizado en las alturas de los Principios de la Disrupción.[1] No hay palabras que puedan hacer comprensible el significado de dichos principios (que, a pesar de su torvo nombre, son bastante inocentes) a una inteligencia inglesa sencilla, aunque para los escoceses a menudo resultan ser untuosamente nutritivos, y el señor Nicholson encontró en ellos la leche de los leones. En la época en que las iglesias celebran en Edimburgo sus asambleas anuales, se le veía descender del monte en compañía de varios clérigos pelirrojos, aunque solo contribuía a su elocuencia con proféticos movimientos de cabeza, breves negativas y el austero espectáculo de su fruncido labio superior. Los nombres de Candlish y Begg salían a relucir con frecuencia en aquellas reuniones, y de vez en cuando las conversaciones versaban acerca del Establecimiento Residual[2] y los hechos de un tal Lee. Cualquiera que no estuviese familiarizado con el cerrado reino teológico de Escocia podría haberlas escuchado sin entender una palabra. El señor Nicholson (que no era ningún obtuso) lo sabía y eso le enfurecía. Sabía que el mundo era muy grande y que, para muchos de sus habitantes, los Principios de la Disrupción eran como la cháchara de los monos en lo alto de los árboles. El periódico le llevaba gélidos indicios de ello; había conocido a muchos ingleses que le habían preguntado despreocupadamente si no formaba parte de la Iglesia de Escocia y luego se habían mostrado muy poco interesados en su elucidación de aquel punto concreto; era un mundo malo, violento y sedicioso, que estaba sumido en el estupor, y solo una palabra escocesa podría describir los sentimientos de aquel escocés. Y, cuando entraba en su casa de Randolph Crescent (parte sur) y cerraba la puerta a sus espaldas, su corazón se henchía con una sensación de seguridad. Allí, al menos, había una ciudadela inexpugnable a las defecciones de un lado y los extremismos del otro. Allí había una familia donde se rezaba siempre a la misma hora, donde la literatura de los domingos se elegía de forma irreprochable, donde el invitado que trataba de defender una opinión tendenciosa era sometido en el acto y en la que reinaban durante toda la semana, aunque de modo más profundo los domingos, un silencio que era agradable para los oídos y una penumbra que le resultaba de lo más cómoda.
La señora Nicholson había muerto cuando tenía unos treinta años, y lo había dejado con tres niños: una hija de dos años, un hijo unos ocho años más pequeño que John, y el propio John, el desdichado portador de un nombre infame en la historia de Inglaterra. La hija, María, era muy buena niña: devota, piadosa, gris pero tan asustadiza que hablar con ella era una tarea delicada. «Si no le importa, prefiero no hablar de eso», decía y dejaba a su interlocutor con la palabra en la boca, y eso fuese cual fuese el tema de la conversación: el vestido, la diversión, la moralidad, la política —cuando la fórmula se trocaba en «mi padre no opina así»—, e incluso la religión, a menos que se emplease un tono de voz particularmente quejoso. Alexander, el hermano pequeño era enfermizo, inteligente, aficionado a leer y dibujar y amigo de las observaciones satíricas. Imagínense a aquel sencillo, torpe, estúpido y alegre animal que era John en el seno de aquella familia. Aunque comparado con otros chicos era muy bueno, no estaba a la altura de la casa de Randolph Crescent: el suyo era una especie de afecto equivocado y sus caricias nunca eran muy bien recibidas, sus súbitas y ruidosas carcajadas resonaban como si fueran blasfemias en aquella casa tan silenciosa. El señor Nicholson tenía mucho sentido del humor, pero de tipo escocés, intelectual y basado en la observación de los demás; su propio carácter, por ejemplo —si lo hubiese visto en otra persona—, habría sido todo un festín para él, pero las huecas carcajadas de su hijo cuando se rompía algún plato, y sus observaciones vacías y superficiales le dolían como indicios de una inteligencia débil.
Fuera de la familia, John se había encariñado (igual que un perro con su amo) con un tal Alan Houston, un muchacho un año mayor que él, gandul, un poco malcriado y heredero de una fortuna —que estaba todavía en manos de un riguroso tutor—, y tan pagado de sí mismo que daba la devoción de John por sentada. Aquella amistad irritaba al señor Nicholson: en primer lugar hacía que su hijo saliera de casa, y él era un padre celoso; en segundo, le hacía faltar a la oficina, y él era un jefe inflexible; y, por último, el señor Nicholson tenía ambiciones para su familia (que, junto a los Principios de la Disrupción, ocupaba toda su vida) y odiaba ver a su hijo detrás de un vago como Alan. Tras algunas dudas iniciales, ordenó que cesara aquella amistad —una orden injusta, aunque aparentemente inspirada por un espíritu profético—, y John, sin decir nada, siguió desobedeciéndole bajo cuerda.
John tenía casi diecinueve años cuando un día salió antes de lo acostumbrado del bufete de su padre, donde estaba aprendiendo derecho. Era sábado y, salvo porque llevaba unas cuatrocientas libras en el bolsillo, que debía depositar en el banco de la British Linen Company, tenía toda la tarde a su disposición. Bajó por Prince’s Street, disfrutando de la cálida luz del sol y de la leve brisa del este que hacía flamear las banderas en los palacios e inclinaba los árboles en el jardín. La banda estaba tocando al pie del castillo, y cuando les llegó el turno a los gaiteros, su impetuoso sonido hizo que le corriera la sangre por las venas. Una sensación vagamente marcial despertó en su interior y recordó a la señorita Mackenzie, con quien iba a cenar ese día.
Es innegable que debería haber ido directo al banco, pero justo a mitad de camino estaba la sala de billares del hotel donde sin duda estaría Alan, y la tentación fue demasiado grande.
Entró en la sala de billares y enseguida Alan le saludó taco en mano.
—Nicholson —dijo—, necesito que me prestes una o dos libras hasta el lunes.
—Pues sí que has ido a elegir bien a quién pedírselas —replicó John—, no tengo ni dos peniques.
—Tonterías —dijo Alan—. Puedes conseguir algo prestado. Ve a pedírselas a tu sastre, como hace todo el mundo. O, si lo prefieres, lleva a empeñar tu reloj.
—¡Oh, sí!, buena idea —dijo John—. ¿Y qué le digo a mi padre?
—¿Y cómo se va a enterar? No será él quien le da cuerda por las noches, ¿verdad? —preguntó Alan con gran regocijo por parte de John—. No, en serio —prosiguió el tentador—, estoy un poco apurado. He perdido un poco de dinero con ese tipo de ahí. Te lo devolveré esta misma noche y el lunes podrás rescatar la reliquia familiar. Vamos, es solo un pequeño favor. Yo haría mucho más por ti.
Después de lo cual John salió y empeñó su reloj, bajo el nombre supuesto de John Froggs, con domicilio en el número 85 de Pleasance Street. Pero los nervios que lo asaltaron a la puerta de aquel ignominioso tugurio —la tienda de empeños—, y el esfuerzo necesario para inventar el seudónimo, que, por alguna razón, le parecía una parte esencial del procedimiento, le entretuvieron más tiempo del que había previsto y, cuando llegó con el botín a la sala de billares, el banco ya había cerrado sus puertas.
Fue un duro golpe. Le pareció oír la voz mordaz de su padre que le decía: «Has descuidado los negocios», y se echó a temblar, aunque luego optó por quitárselo de la cabeza. Después de todo, ¿cómo iba a enterarse? Tendría que llevar encima las cuatrocientas libras hasta que el lunes tuviese ocasión de remediar discretamente su descuido, y, entretanto, era libre de pasar la tarde con el círculo acogedor de la sala de billares, fumándose una pipa, bebiendo una pinta y disfrutando de los modestos placeres de la admiración.
Nadie disfruta tanto admirando algo como un joven. De todas las pasiones y placeres juveniles, esa es la más común y la más pura, y cada destello de los ojos negros de Alan, cada escorzo de su rizada cabeza, cada gesto elegante, cada actitud distante y despreocupada, sí, incluso los puños y los gemelos de su camisa, los veía John como algo glorioso. Se valoraba más a sí mismo por tener aquel amigo tan principesco, se regodeaba en aquella idea y flotaba en una nube, hasta el punto de que sus propios defectos le parecían cosas de las que jactarse. Solo cuando pensaba en la señorita Mackenzie, su imaginación se llenaba de pesar: aquella joven se merecía algo mejor que el vulgar John Nicholson, todavía conocido entre sus compañeros por el apelativo burlón de «Gordito»; y sentía que, si supiera darle tiza al taco, o aparentar indiferencia con la misma gracia despreocupada que Alan, podría acercarse al objeto de sus afectos con un sentimiento de inferioridad mucho menos aplastante.
Antes de despedirse, Alan le hizo una proposición de lo más sorprendente. Afirmó que a eso de las doce estaría en Collette’s. ¿Por qué no se pasaba por allí a recoger el dinero? Ir a Collette’s ciertamente equivalía a ver mundo; estaba mal, iba contra la ley; y, aunque de modo un tanto sórdido, estaba teñido de aventura. Si llegaba a saberse, era una de esas cosas que hacían que la gente respetable te perdiera el respeto para siempre, aunque aumentase tu reputación entre los más disolutos. Y, no obstante, Collette’s no era ningún infierno, era imposible llamarlo establecimiento de postín sin caer en la hipérbole, y, si ir allí era un pecado, se trataba de un pecado meramente local y municipal. Collette (cuyo nombre no sé escribir bien, pues nunca he tenido comunicación epistolar con tan hospitalaria malhechora) era solo una tabernera sin licencia que daba cenas después de las once de la noche, la hora de cierre en Edimburgo. Si uno pertenecía a algún club, era posible cenar mucho mejor a esa misma hora sin arriesgar lo más mínimo la propia reputación. Pero, si carecías de esa cualificación y tenías hambre o te apetecía disfrutar de la francachela a esas horas ilícitas, Collette’s era tu único destino posible. El servicio era muy malo. La compañía no procedía del Senado o la Iglesia, aunque en la única ocasión en que violé las leyes de mi país y, arriesgando mi reputación, me interné en aquella sórdida casa de comidas, comprobé que la abogacía estaba muy bien representada. Los que frecuentaban Collette’s, conscientes de que estaban haciendo mal y de «aquella máquina de dos manos de la puerta» (el policía), tal vez tuviesen cierta inclinación por los excesos febriles, pero el sitio no era ni mucho menos tan malo, y ahora me resulta difícil comprender cómo pudo labrarse una reputación tan peligrosa.
John consideró la propuesta de John con el mismo espíritu con que un hombre puede debatir un proyecto para ascender al Matterhorn o atravesar África, y, haciendo gala de un gran valor, aceptó. Mientras iba de camino a casa, la idea de aquella excursión lejos de los sitios seguros de la vida y a lugares salvajes y peligrosos se mezcló y pugnó en su imaginación con la imagen de la señorita Mackenzie. Eran pensamientos incongruentes, aunque emparentados, pues ¿acaso no implicaban ambos hacer acopio de valor y resolución?, ¿no le tentaban y asustaban ambos?
Aquellas consideraciones le conmovieron más de lo normal, y cuando llegó a Randolph Crescent, había olvidado las cuatrocientas libras que llevaba en el bolsillo interior del abrigo, así que lo colgó con su contenido en el perchero y aquel sencillo gesto fue su perdición.
2
En el que John cosecha tempestades
A eso de las diez y media, John tuvo la suerte de poder ofrecerle el brazo a la señorita Mackenzie y acompañarla a casa. La noche era fría y estrellada; por el camino, los árboles de los jardines susurraban en la oscuridad. Al subir por el camino empedrado de Leith Walk, y cuando se disponían a cruzarlo, la brisa hizo temblar las llamas de los faroles, y al llegar por fin a la Royal Terrace, donde vivía el capitán Mackenzie, notaron en el rostro el frescor y el salitre del mar. Esas etapas del paseo quedaron grabadas en la memoria de John, subrayadas por el roce de aquella mano sobre su brazo, y detrás de todos aquellos aspectos de la ciudad nocturnal vio, en su memoria, la imagen del salón de casa donde había estado hablando con Flora; y donde su padre, desde el otro extremo de la habitación, los había mirado con una sonrisa amable e irónica. John había sabido interpretar aquella sonrisa, que a un extraño podría haberle pasado inadvertida. El señor Nicholson había reparado con satisfacción teñida de humor en el enamoramiento de su hijo, y su sonrisa, aunque fuese un poco desdeñosa, implicaba su consentimiento.
Al llegar a casa del capitán, la chica extendió la mano con cierto énfasis y John la retuvo un instante y dijo:
—Buenas noches, mi querida Flora.
Y en el acto le asustó su presunción.
Sin embargo, ella se limitó a reír, subir por las escaleras y llamar al timbre. Y, mientras esperaba a que le abrieran la puerta, se quedó en el porche y habló con él desde allí como desde una fortaleza. Llevaba un chal de punto sobre la cabeza y sus ojos azules de las tierras altas escocesas captaban la luz de un farol cercano y resplandecían de tal modo que, cuando la puerta se abrió y se cerró tras ella, John se sintió cruelmente abandonado.
Anduvo despacio a lo largo de la calle y, al llegar a Greenside Church, se detuvo lleno de dudas. Pasado el repecho de Calton Hill, a su izquierda, estaba el camino que llevaba a Collette’s, donde Alan estaría esperando su llegada, y donde ahora le apetecía tan poco ir como revolcarse en un lodazal; el roce de la mano de la joven en su brazo y el brillo amable en los ojos de su padre se lo prohibían a gritos. Pero justo delante estaba el camino que llevaba a casa, y señalaba solo a la cama, un lugar poco apetecible para alguien dotado de una vena lírica y cuyo no demasiado ardiente corazón acababa de ser conmovido tumultuosamente. La colina, el relente nocturno, la compañía de los grandes monumentos, la vista de la ciudad que se extendía a sus pies, con sus valles y colinas atravesadas por hileras de farolas, sacaron a relucir su lado más poético y tomó por el otro camino, y aquel desvío en apariencia tan inocente maduró la cosecha de sus errores veniales para la hoz del destino.
Pasó cerca de media hora sentado en un banco más allá de Greenside, contemplando las farolas de Edimburgo y los luceros del cielo. Tomó decisiones maravillosas, la vida futura que se extendía a sus pies le pareció amena y bellísima. Murmuró para sus adentros el nombre de Flora de tantos modos que se dejó arrastrar por la ternura y estuvo a punto de ponerse a cantar en voz alta. En ese momento, un crujido de su abrigo llamó su atención. Metió la mano en el bolsillo, sacó el sobre que contenía el dinero y se quedó perplejo. En esa época, Calton Hill tenía fama de ser un lugar poco seguro por las noches; y estar sentado allí con cuatrocientas libras que no le pertenecían no parecía muy inteligente. Alzó la vista. Cerca de donde él estaba, había un hombre con un sombrero muy estropeado que parecía estar contemplando el paisaje, y, a poca distancia, había otro paseante nocturno que se acercaba en silencio. John se puso en pie de un salto. El sobre se le cayó de entre las manos, se inclinó para recogerlo, y en ese momento los dos hombres echaron a correr y se abalanzaron sobre él.
Poco después, se incorporaba maltrecho y compungido, sin su monedero, que contenía exactamente un sello de correos de un penique, sin su pañuelo de batista y sin aquel sobre tan crucial.
Hete ahí un joven sobre quien, en el momento álgido de la exaltación amorosa, se había abatido un golpe demasiado cruel para que lo soportara él solo; y a pocos metros de allí estaba cenando su mejor amigo…, sí, e incluso esperándolo. ¿Acaso no es propio de la naturaleza humana que corriera a su encuentro? Fue allí en busca de apoyo y de ese extraño artículo que todos creemos necesitar cuando estamos en apuros y que hemos acordado llamar «consejo», y fue además con la vaga pero espléndida esperanza de que lo ayudaran. Alan era rico, o lo sería cuando fuese mayor de edad. Con una simple firma podría poner remedio a su infortunio y evitar la temida entrevista con el señor Nicholson, que John evitaba en su imaginación igual que la mano se aparta del fuego.
Al pie de Calton Hill hay cierto callejón estrecho, en parte calle, en parte camino. Un extremo da a las puertas de la cárcel y el otro desciende hacia los lúgubres suburbios de Low Calton. A un lado quedan las peñas de la colina y al otro un viejo cementerio. Entre ambos, la calle discurre por una especie de zanja mal iluminada de noche, poco frecuentada durante el día y rodeada, cuando uno deja atrás el cementerio, de casas mugrientas de aspecto equívoco. Una de ellas era la casa de Collette, y a su puerta estaba llamando ahora nuestro infortunado John. En mala hora satisfizo la suspicaz curiosidad del portero de aquel hotel clandestino; en mala hora entró en aquel sórdido lugar. Alan estaba allí, desde luego, sentado en una habitación iluminada por ruidosos faroles de gas, junto a un mantel sucio y dando cuenta de su cena en compañía de varios miembros jóvenes de la abogacía que parecían un tanto achispados. Alan tampoco estaba sobrio: acababan de comunicarle que había perdido mil libras en una carrera de caballos, y a falta de otro medio de librarse de sus problemas, estaba ahogando el recuerdo de sus males. ¡Ayudar él a John! Nada más imposible cuando ni siquiera podía ayudarse a sí mismo.
—Si tú tienes a una bestia por padre —dijo—, te aseguro que yo tengo a un animal por tutor.
—No pienso consentir que llames bestia a mi padre —dijo John con el corazón palpitante y sintiendo que peligraba el único eslabón sólido de la cadena que lo ligaba a la vida.
Pero Alan tenía buen natural.
—De acuerdo, muchacho —dijo—. Tu padre es un tipo muy respetable.
Y presentó su amigo a sus acompañantes como: «El bueno de Nicholson, el hijo de como se llame».
John se sentó en muda agonía. Las paredes sucias, los manteles manchados e incluso las repugnantes vinagreras parecían objetos de una pesadilla. Y justo entonces se oyó llamar a la puerta y se produjo una fuga precipitada. La policía, tan tristemente ausente de Calton Hill, hacía ahora su aparición; y el grupo, sorprendido empinando el codo in flagrante delicto, fue detenido, llevado a comisaría y citado para comparecer como testigos en el consiguiente caso contra la architabernera, Collette.
Cuando los soltaron, formaban un grupo triste y sobrio. El vago terror de la opinión pública pesaba sobre todos en general, aunque había horrores privados y particulares en la imaginación de cada uno de ellos. Alan temía a su tutor, cuya paciencia ya había puesto a prueba otras veces. Uno de los del grupo era el hijo de un pastor rural; otro era hijo de un juez; John, el más desdichado de todos, tenía como padre a David Nicholson, y la idea de vérselas con él a causa de un asunto tan escandaloso le producía náuseas. Se quedaron un rato deliberando al pie de los contrafuertes de Saint Giles, y desde allí se dirigieron a los alojamientos de uno de ellos en North Castle Street, donde (ya puestos) podrían disfrutar de una cena igual de buena y de una bebida mucho mejor que en el peligroso paraíso del que acababan de expulsarlos. Allí, mientras tomaban una copa al borde de las lágrimas, debatieron su situación. Cada uno explicó que podía perderlo todo si el asunto seguía adelante y se veía obligado a comparecer como testigo. Era curioso el brillante porvenir que parecía abrirse ante cada uno de los miembros de aquel grupo y las piadosas consideraciones por los sentimientos de sus familias que empezaron a emanar de todos ellos. Por si fuera poco, estaban al borde de la ruina, ninguno podía pagar su parte de la multa y todos albergaban la esperanza de que los demás pudieran ayudarles a afrontar el déficit. Uno se lo tomó por la tremenda: no podía pagar la multa, si lo llevaban a juicio, se daría a la fuga; siempre había creído que, de un modo u otro, acabaría en los tribunales. Otro se extendió en conmovedores detalles sobre su familia sin que nadie lo escuchara. John, en medio de aquella desordenada exhibición de pobreza y miseria, se quedó atónito, contemplando la montaña de sus desdichas.
Por fin, con el compromiso de que todos recurrirían a sus familias con la mayor franqueza, aquel grupo de borricos se levantó, bajó por las escaleras y cada cual siguió su camino con la cabeza gacha mientras su pasos resonaban por las calles vacías en el gris amanecer primaveral, los faroles iluminaban cada vez con menos lustre la luz del día y los pájaros empezaban a entonar notas premonitorias desde los bosquecillos de los jardines de la ciudad.
Los grajos se habían despertado ya en Randolph Crescent, pero las ventanas esperaban el regreso del hijo pródigo con las persianas discretamente bajadas. La llave de John era un privilegio reciente: era la primera vez que la usaba, y, ¡ay!, ¡con qué sensación de su propia indignidad la introdujo en la bien engrasada cerradura y entró en aquella ciudadela del decoro! Todos dormían; habían dejado encendido el farol del vestíbulo a medio gas para iluminar su regreso; reinaba un silencio terrible, roto por el profundo tictac del reloj de pared. Apagó el farol y se sentó en una silla en el vestíbulo, esperando y contando los minutos, deseoso de ver un rostro humano. Pero, cuando oyó sonar el despertador en el piso de abajo, y a los criados que empezaban a ir de aquí para allá, le faltó el valor y huyó a su habitación, donde se tumbó en la cama.
3
En el que John lleva la cosecha a casa
Poco después del desayuno, al que asistió con expresión trágica, John fue a ver a su padre, que estaba presumiblemente sumido en la meditación religiosa de la mañana de los domingos. El anciano caballero lo miró con esa expresión amarga e inquisitiva que tanto se parecía a una sonrisa y que ejercía, sin embargo, un efecto tan diferente.
—No me gusta que me molesten a estas horas —dijo.
—Lo sé —respondió John—, pero he…, quiero…, me he metido en un lío terrible —soltó de pronto y se volvió hacia la ventana.
El señor Nicholson guardó silencio un buen rato, mientras su desdichado hijo observaba los postes del jardín trasero y a un gato amarillo que había en lo alto del muro. A John lo invadió una sensación de desánimo al pensar en la triste serie de infortunios y la inocencia esencial que latía tras ellos.
—¿Y bien? —dijo el padre, haciendo un esfuerzo evidente, pero con mucha calma—. ¿De qué se trata?
—Maclean me dio cuatrocientas libras para que las ingresara en el banco, señor —empezó John—, y siento mucho decir que me las han robado.
—¿Que te las han robado? —exclamó el señor Nicholson con una marcada inflexión en la voz—. ¿Robado? ¡Piensa bien lo que dices, John!
—No puedo decirlo de otro modo, señor, me las robaron —dijo John sombrío y desesperado.
—¿Y dónde y cuándo tuvo lugar tan extraordinario suceso? —preguntó el padre.
—En Calton Hill, a eso de las doce de la noche.
—¿En Calton Hill? —repitió el señor Nicholson—. ¿Y qué hacías ahí a esas horas de la noche?
—Nada, señor —dijo John.
El señor Nicholson tomó aliento.
—¿Y cómo es que estaba en tus manos ese dinero a las doce de la noche? —preguntó secamente.
—Descuidé aquel negocio —dijo John anticipándose a su comentario, y luego añadió en su propio dialecto—: Se me olvidó por completo.
—Bien —dijo su padre—, es una historia de lo más extraordinaria. ¿Lo has denunciado a la policía?
—Sí —respondió ruborizándose el pobre John—. Creen saber quiénes fueron. Tengo para mí que recuperarán el dinero —dijo con una desesperada indiferencia, que su padre tomó por ligereza, aunque en realidad era debida a las cosas mucho peores que le faltaban por confesar.
—¿El reloj de tu madre también? —preguntó el señor Nicholson.
—¡Oh, al reloj no le ha pasado nada! —exclamó John—. Al menos, quiero decir, ahora iba a eso…, el hecho es que…, me avergüenza reconocerlo, empeñé el reloj un poco antes. Aquí está el recibo, no me lo encontraron, es posible recuperarlo.
El muchacho jadeó aquellas frases, una tras otra, como pequeños disparos, pero al pronunciar la última palabra, que resonó en aquel noble salón como una blasfemia, le falló el valor y un terrible silencio cayó sobre padre e hijo.
El señor Nicholson lo rompió al coger el resguardo de la casa de empeños.
—John Froggs, 85 de Pleasance Street —leyó, y luego se volvió a John con un destello de pasión y asco—. ¿Quién es John Froggs? —exclamó.
—Nadie —dijo John—. Es un nombre inventado.
—Un alias —comentó su padre.
—¡Oh!, no exactamente —dijo el culpable—, es un formulismo, todo el mundo lo hace, el dueño también se dio cuenta, nos hizo gracia ese nombre…
Se interrumpió, pues notó que su padre torcía el gesto como si sintiera un dolor físico al imaginar la escena, y volvió a reinar el silencio.
—No creo —dijo por fin el señor Nicholson— ser un padre poco generoso. Nunca te he escatimado el dinero si se trataba de un fin razonable, solo has tenido que venir a hablar conmigo. Y ahora descubro que has olvidado toda la decencia y los sentimientos naturales y has empeñado el reloj de tu madre. Debes de haber sufrido alguna tentación. Te haré la concesión de suponer que era muy grande. ¿Para qué querías el dinero?
—Preferiría no decírselo, señor —dijo John—. Solo serviría para enfadarle aún más.
—No me vengas con evasivas —exclamó su padre—. Se han terminado las respuestas disimuladas. ¿Para qué querías el dinero?
—Para prestárselo a Houston, señor —dijo John.
—¿Acaso no te prohibí volver a hablar con ese joven? —preguntó el padre.
—Sí, señor —dijo John—, pero me lo encontré por casualidad.
—¿Dónde?
Era una pregunta mortífera.
Y «En un salón de billar», una respuesta condenatoria. De ese modo, el único momento en que John se apartó de la verdad le trajo un castigo inmediato. Jamás habría entrado en un salón de billar a no ser para reunirse con Alan, pero quiso paliar el hecho de su desobediencia y tan solo consiguió dar a entender que frecuentaba aquellos tugurios poco recomendables.
Una vez más, el señor Nicholson digirió las malas noticias en silencio, y cuando John se atrevió a mirar de refilón el rostro de su padre, le avergonzó leer en él indicios de sufrimiento.
—En fin —dijo por fin el anciano caballero—, no puedo fingir no estar avergonzado. Cuando me desperté esta mañana era un hombre feliz, al menos gracias a un hijo del que pensaba que podía estar razonablemente orgulloso…
Pero eso era más de lo que la naturaleza humana puede soportar, y John le interrumpió casi con un grito.
—Calle, ¡por Dios! —exclamó—, no acaba ahí la cosa…, ¡eso no tiene importancia! ¿Cómo iba a saber que estaba usted orgulloso de mí? ¡Oh! Ojalá, ojalá lo hubiese sabido, ¡pero usted siempre dice que soy un motivo de vergüenza! Y lo verdaderamente terrible es esto: anoche nos arrestaron a todos, y tenemos que pagar la multa de Collette entre los seis, o tendremos que comparecer como testigos por… venta ilegal de licor. Me hicieron jurar que se lo diría, pero lo cierto —gritó prorrumpiendo en llanto— ¡es que ahora querría estar muerto!
Y cayó de rodillas delante de una silla y se ocultó el rostro con las manos.
Si su padre habló, o pasó un rato en la habitación, o si se fue de allí en el acto, son detalles oscuros en nuestra historia. Durante un tiempo cuya duración desconozco, pero en el que no quiero demorarme, una horrorosa confusión de cuerpo y espíritu, sollozos, pensamientos fugaces e inconexos de indignación y arrepentimiento, breves y elementales remordimientos de conciencia, el olor a crin del asiento de la silla, el tañido de las campanas de la iglesia que empezaban a anunciar la llegada de aquel día tan horrible hasta los últimos confines de la ciudad, el duro suelo que hería sus rodillas y el sabor de las lágrimas que se abrieron camino hasta su boca constituyeron el único mundo de John Nicholson.
Cuando por fin, como accionado por un resorte, volvió a recuperar la claridad de conciencia e incluso cierta compostura, las campanas habían terminado de sonar, y el silencio del domingo seguía perturbado por el ruido de unos pasos. A juzgar por el reloj que había sobre la chimenea, y por otros indicios más elocuentes, el servicio religioso había empezado hacía poco, y, si su padre había ido realmente a la iglesia, el desdichado pecador podía contar con casi dos horas de relativa infelicidad. Cuando su padre regresara el grado superlativo volvería infaliblemente. Lo sabía por el modo en que se encogía cada fibra de su cuerpo y en que le daba vueltas la cabeza al pensar en aquella calamidad. Una hora y media, tal vez una hora y tres cuartos si el pastor era elocuente, y luego volvería a empezar la agonía que, incluso vista desde el sordo pesar del momento, le hacía encogerse como si quemara. Vio, como en una visión, el reclinatorio familiar, los somnolientos almohadones, las Biblias, los breviarios, a María con su frasquito de sales, a su padre con sus antiparras y aire exigente, igual que si estuviera dominado por una indignación más que justificada. Era inhumano marcharse a la iglesia, y dejar a un pecador en tensión, sin castigo ni perdón. Esa leve crítica bastó para disminuir la santidad paterna y, al mismo tiempo, aumentó el terror que su padre le inspiraba, y ambos sentimientos lo empujaron en la misma dirección.
De pronto, lo embargó el absurdo temor de que su padre lo hubiese encerrado. La idea no tenía ningún sentido, es probable que fuese solo una reminiscencia infantil, pues la habitación de su padre había sido siempre la cámara de la inquisición y la escena donde tenía lugar el castigo, pero se imprimió de un modo tan riguroso en su imaginación que tuvo que levantarse a comprobarlo. Al ir hacia la puerta, chocó con un cajón abierto en el escritorio de su padre. Era el cajón del dinero, una prueba más de la agitación de su padre: el cajón del dinero…, ¡tal vez una señal de la Providencia! ¿Quién puede decidirlo cuando incluso los teólogos dudan entre una señal y una tentación? ¿O quién va a juzgar, sentado cómodamente bajo el parral de su casa, los hechos de un pobre desdichado perseguido, asustado y rebelde como era John Nicholson ese domingo concreto? Echó mano al cajón antes de que su imaginación concibiera alguna esperanza, y, poniéndose a la altura de la nueva situación, sentado en el sillón de su padre y empleando también su cuaderno, escribió una penosa nota de disculpa y despedida:
Mi querido padre:
He cogido el dinero, pero lo devolveré en cuanto pueda. No volverá a oír hablar de mí. Mi intención no era mala, así que espero que trate de perdonarme. Me gustaría que me despidiese de Alexander y María, pero no lo haga si no quiere. Lo cierto es que no soportaba esperar a verles. Por favor, trate de perdonarme. Con todo el afecto de su hijo,
JOHN NICHOLSON
Una vez robado el dinero y escrita la misiva debía abandonar cuanto antes la escena de aquellas transgresiones, y al recordar cómo su padre, aquejado de un leve malestar, había vuelto una vez de la iglesia a mitad del segundo salmo, no se atrevió ni siquiera a coger una muda de ropa. Vestido tal como estaba, se escabulló de la casa paterna y se encontró con el aire fresco y el tibio sol primaverales y con el profundo silencio dominical de la ciudad, que solo puntuaba el graznido de los grajos. No había un alma en Randolph Crescent, ni en Queensferry Street. Aquella intimidad y la emoción de la huida volvieron a infundir ánimos en John y, con una patética sensación de despedida, incluso se aventuró a ir calle arriba y detenerse un instante convertido en un extraño espíritu a las puertas de un pintoresco paraíso, en el extremo occidental de la iglesia de Saint George’s. Dentro estaban cantando, y por una extraña casualidad, la melodía era «Saint George’s, Edinburgh», que lleva el nombre, y se entonó por primera vez en el coro, de dicha iglesia. «¿Quién es el Rey de la Gloria?», decían las voces en el interior, y para John aquello fue como el final de todas las observancias cristianas, pues a partir de ahora iba a ser un proscrito como Ismael, y su vida transcurriría en lugares sin hogar y entre gente sin dios.
Así, sin el menor sentido de aventura, dominado solo por la desolación y la desesperación, abandonó su ciudad natal y emprendió el camino hacia California, pasando por Glasgow.
4
La segunda siembra
No me incumbe a mí narrar las aventuras de John Nicholson, que fueron muchas, sino tan solo sus más trascendentales desventuras, que fueron más de las que él habría deseado y, según los estándares humanos, más de las que merecía. Nos llevaría demasiado tiempo contar cómo llegó a California; cómo le estafaron, robaron y golpearon; cómo pasó hambre y cómo por fin fue acogido por unas personas caritativas y devuelto a cierto grado de bienestar gracias a un empleo en un banco de San Francisco. Además, no puede decirse que en esos episodios hubiera ninguna marca característica del destino nicholsoniano, pues cosas parecidas les sucedieron a otros miles de jóvenes aventureros en esas mismas épocas y lugares. Pero como, una vez colocado en el banco, disfrutó de una temporada de buena suerte, que fue solo un camino indirecto que lo condujo a nuevos desastres, eso sí me corresponde explicarlo.
Tuvo la fortuna de conocer a un joven en lo que técnicamente se llama un «garito» y, gracias a su sueldo, pudo sacar a aquel nuevo amigo de una situación deshonrosa que habría sido un posible peligro para su futuro. Aquel joven era el sobrino de uno de los magnates de Nob Hill, que controlan la Bolsa de San Francisco, igual que otros aventureros más humildes llevan a cabo el juego de los triles en las esquinas de algunos parques públicos en Inglaterra: es decir, en su propio provecho y para desánimo de los demás jugadores. Y, como era de natural agradecido y estaba en su mano hacerlo, quiso poner a John en el camino del éxito, y así, sin pensar ni esforzarse, ni entender una palabra de lo que estaba haciendo, sino simplemente comprando y vendiendo lo que le decían que comprara o vendiera, aquel juguete de la fortuna pronto fue dueño de unas once o doce mil libras, o, como a él le gustaba decir, de más de sesenta mil dólares.
Cómo había llegado a ser merecedor de aquella fortuna, o qué era lo que había ocasionado sus anteriores desgracias, era una cuestión que estaba fuera del alcance de su filosofía. Es cierto que había sido muy trabajador en el banco, pero no más que el cajero, que tenía siete niños pequeños y estaba hundiéndose visiblemente en la miseria. Tampoco el paso que había decidido su imparable ascenso —la visita a un tugurio con el sueldo de un mes en el bolsillo— parecía un acto de virtud, o siquiera de sabiduría, tan trascendental como para merecer el favor de los dioses. En parte por esta intuición y por la de los vertiginosos dientes de sierra, elevados como el cielo y profundos como el infierno, en los que se debaten los hombres, o tal vez temiendo que las fuentes de su fortuna pudieran ser insidiosamente rastreadas hasta la calderilla de la que procedían, conservó su trabajo, no dijo nada a nadie de sus nuevas circunstancias y abrió una cuenta en un banco de otro barrio de la ciudad. Esa ocultación, por inocente que pueda parecer, fue el primer paso de la segunda tragicomedia en la existencia de John.
En todo ese tiempo no había vuelto a escribir a casa. Fuese por vergüenza, timidez, por un cierto rencor, por mera dejadez, o porque (como hemos visto) no tenía habilidad literaria, o (como en ocasiones estoy tentado de pensar) debido a una ley en la naturaleza humana que nos distingue de los animales e impide que los jóvenes lleven a cabo un acto de piedad tan sencillo, el caso es que habían pasado meses y años y John no había escrito. La costumbre de no escribir, no obstante, estaba ya muy arraigada antes de que empezara a acumular su fortuna, y solo la dificultad de romper aquel largo silencio le impedía restituir el dinero que había robado o (como él prefería decir) tomado prestado.
En vano se sentaba delante del papel a la espera de la inspiración; aquella ninfa celestial, después de sugerirle las palabras «mi querido padre», guardaba un obstinado silencio, y John acababa arrugando el papel y decidía llevar el dinero en persona «en cuanto tuviese ocasión». Y este retraso, que no admite excusa, fue su segundo paso hacia la trampa que le había tendido la fortuna.
Habían pasado diez años y John rondaba ya la treintena. Tal como había prometido siempre desde su niñez, era de constitución robusta, rozando la corpulencia; unas facciones atractivas, unos ojos agradables, un trato cordial, la risa fácil, un par de patillas rubias, una pizca de acento americano, una gran familiaridad con las bromas del país, y cierto parecido con un personaje real cuyo nombre debe permanecer en el anonimato, constituían las características externas con que se movía en sociedad. En su interior, y a pesar de lo voluminoso de su cuerpo y de sus patillas enormemente masculinas parecía más una tímida virgen que un hombre de veintinueve años.
Un día, mientras paseaba por Market Street la víspera de sus dos semanas de vacaciones, reparó en un anuncio del ferrocarril y casi sin darse cuenta calculó que, si se ponía en camino al día siguiente por la mañana, podía estar en su casa de Escocia por Navidad. Aquel capricho le despertó las ganas de ir y en apenas un momento decidió emprender el viaje.
Había mucho que hacer: tenía que preparar la maleta, conseguir un crédito del banco donde era tan buen cliente, y hacer unas gestiones en el otro donde no era más que un simple empleado; y resultó que, de acuerdo con la naturaleza humana, de todas esas obligaciones descuidó precisamente la última. La noche le sorprendió no solo con dinero propio, sino, una vez más (como en la ocasión anterior), con una cantidad considerable de dinero ajeno en el bolsillo.
Resultó que en su misma pensión vivía otro empleado del banco, un tipo honrado con eso que llaman debilidad por la bebida…, aunque en este caso bien habría podido denominarse fortaleza, pues la víctima llevaba borracha varias semanas sin la menor interrupción. Y a aquel desdichado le confió John un sobre dirigido al director del banco en cuyo interior había unos bonos bancarios. Al hacerlo le pareció notar cierta turbiedad en la mirada y el habla de su apoderado, pero estaba demasiado ilusionado como para pararse a pensarlo, de modo que acalló la voz que le advertía en su interior y, con un único gesto, le confió el dinero al empleado y se puso él mismo en manos del destino.
Si me demoro, aun a riesgo de ser aburrido, hasta en los más mínimos errores de John, es solo porque su caso resulta de lo más sorprendente para el moralista; pero ya hemos terminado, la suerte está echada, el lector está al tanto de las faltas de John, y dejaré que él decida quién es el menos meritorio de los dos. A partir de ahora, seguiremos el espectáculo de un hombre que se convirtió en un mero imán para las calamidades y cuyas inmerecidas desventuras entristecerían al más alegre de los humoristas y alarmarían al más impasible de los filósofos.
Esa misma noche, el empleado cogió una borrachera tan descomunal que sorprendió incluso a sus amigos más íntimos. Inmediatamente lo echaron de la pensión y le entregaron su maleta a un completo desconocido que ni siquiera llegó a entender su nombre; el empleado estuvo deambulando sin saber muy bien por dónde, hasta que terminó en un hospital de Sacramento. Allí, bajo el alias impenetrable del número de su cama, aquel disoluto yació inconsciente varios días sin saber nada, y sobre todo sin saber que lo buscaba la policía. Entre unas cosas y otras, pasaron dos meses hasta que el convaleciente del hospital de Sacramento llegó a ser identificado como Kirkman, el empleado fugitivo de San Francisco; e incluso entonces tuvieron que pasar otras dos semanas antes de que pudieran dar con el completo desconocido, recuperasen la maleta y la carta de John llegara por fin a su destino, con el sello sin romper y su contenido intacto.
Entretanto, John se había ido de vacaciones sin decirle una palabra a nadie, lo que era muy irregular, y con él desapareció cierta suma de dinero, algo para lo que no parecía haber excusa posible. Sin embargo, se sabía que era descuidado y se le tenía por un hombre honrado. Además, el director le tenía aprecio, de modo que no dijeron gran cosa, aunque sin duda lo pensaron, y decidieron esperar a que pasaran las dos semanas y volviera John. Luego, el asunto empezó a tomar un cariz mucho más negro y cuando se hicieron averiguaciones y se descubrió que el empleado sin un céntimo había amasado miles de dólares, que guardaba secretamente en un banco de la competencia, todos sus amigos lo abandonaron y se revisaron cuidadosamente los libros en busca de indicios de fraude, y aunque no encontraron ninguno, siguieron prevaleciendo las sospechas. El telégrafo se puso en movimiento y se advirtió al corresponsal del banco en Edimburgo, donde se suponía que había huido John, para que se pusiera en contacto con la policía.
Dicho corresponsal era amigo del señor Nicholson y conocía la historia de la penosa huida de John de Edimburgo, por lo que ató cabos y corrió a darle noticias del escándalo no a la policía, sino a su amigo. El anciano caballero hacía mucho tiempo que había dado a su hijo por muerto, su nombre había sido olvidado, el recuerdo de sus errores se había convertido en uno de esos viejos achaques que despiertan de vez en cuando, pero que pueden vencerse con la fuerza de la voluntad; que ahora resucitara con una nueva desgracia resultó doblemente amargo para él.
—Macewen —dijo el anciano—, debemos silenciar el asunto, si es que es posible. Si te doy un cheque por la cantidad que le reclaman, ¿podrías encargarte de calmar las aguas?
—Lo haré —dijo Macewen—. Correré el riesgo.
—Comprende —continuó el señor Nicholson con palabras precisas, pero con los labios lívidos— que hago esto por mi familia, no por ese desdichado joven. Si las sospechas resultan ser ciertas y se demuestra que ha desfalcado grandes sumas de dinero, tendrá que pagar por ello.
Y mirando a Macewen con la cabeza ladeada y una de sus extrañas sonrisas se despidió de él. Macewen comprendió que el caso era demasiado grave para poder consolarlo, se marchó y dio gracias a Dios por no tener hijos.
5
El regreso del hijo pródigo
Poco después de las doce de la mañana del día de Nochebuena, John dejó su maleta en la consigna y echó a andar por Prince’s Street con el alma henchida de gozo, como quien ve cumplidos unos planes largamente meditados. Había vuelto a casa, rico y de incógnito; pronto entraría en la casa de su padre gracias a la llave que había guardado religiosamente durante todos sus vagabundeos; devolvería el dinero que había tomado prestado; se produciría una reconciliación, cuyos detalles cambiaban constantemente en su imaginación; y el mes siguiente sería bien recibido en las casas más elegantes, donde tomaría parte en la conversación con la desenvoltura del viajero y sentaría cátedra hablando de finanzas con la autoridad del inversor exitoso. Pero aquel programa no empezaría antes de la noche, a la hora de la cena, cuando toda la familia se sentaría optimista a la mesa, y se servirían los mejores vinos, el moderno ternero cebado, para celebrar el regreso del hijo pródigo.
Entretanto, se dedicó a pasear por aquellas calles que le eran tan familiares, rodeado de recuerdos alegres y tristes, que le resultaban igual de sorprendentes y conmovedores. Mientras paseaba, lo fueron asediando, con tanto deleite como tristeza, los mil y un detalles sin nombre, que los ojos ven sin darse cuenta y la memoria retiene sin saberlo y que, uno por uno, construyen la apariencia de eso que llamamos nuestro hogar: el aire helado; el sol rosado e invernal; el castillo, que lo saludó como un viejo amigo; los nombres de sus amigos en las placas de los portales; los conocidos a quienes le pareció reconocer por la calle, y a los que esquivó cuidadosamente; el agradable canturreo del acento norteño; la cúpula de Saint George’s, que le recordó sus últimos momentos de penitencia en la acera, y al Rey de la Gloria, cuyo nombre había resonado desde entonces en los rincones más tristes de su memoria; los arroyos donde había aprendido a patinar; la tienda donde había comprado sus primeros patines; las piedras que había pisado y las verjas en las que había hecho resonar su clachan mientras iba camino de la escuela.
Su primera visita fue para Houston, quien tenía una casa en Regent’s Terrace, que en los viejos tiempos le cuidaba una tía suya. Entreabrieron la puerta sin quitar la cadena (para su sorpresa), y una voz preguntó desde el interior qué se le ofrecía.
—Quiero ver al señor Houston…, al señor Alan Houston —dijo.
—¿Y quién es usted? —preguntó la voz.
«Esto es de lo más extraordinario», pensó John, y luego dijo su nombre en voz alta.
—¿No será el señorito John? —exclamó la voz con un marcado acento escocés, lo que era un claro indicio de un sentimiento más amistoso.
—El mismo —dijo John.
El viejo mayordomo abandonó sus anteriores reticencias y se limitó a observar: «Pensaba que era usted ese hombre». Pero su señor no estaba allí; por lo visto se alojaba en la casa de Murrayfield, y, aunque al mayordomo le habría encantado ponerle al corriente de las noticias de la familia, John sintió un escalofrío y se marchó. Sin embargo, nada más cerrarse la puerta, lamentó no haberle preguntado a quién se refería con lo de «ese hombre».
Decidió no hacer más visitas hasta haber visto a su padre y haber arreglado las cosas en casa; Alan había sido la única excepción posible, pero John no tenía tiempo de ir hasta Murrayfield. No obstante, estaba en Regent’s Terrace, y no había nada que le impidiera dar la vuelta alrededor de la colina y echarle un vistazo a la casa de los Mackenzie. De camino, pensó que Flora debía de tener ahora más o menos su misma edad, y que entraba dentro de lo posible que se hubiera casado, pero descartó esta duda deshonrosa.
Ahí estaba la casa, sin duda, pero habían pintado la puerta de otro color, ¿y qué era eso…? ¿Dos placas? Se acercó; en la de arriba estaban escritas con mucha sencillez las palabras «Señor Proudfoot»; la de abajo era más explícita e informaba al transeúnte de que ahí estaba también la residencia de un tal «Señor J. A. Dunlop Proudfoot. Abogado». Los Proudfoot debían de ser ricos, pues ningún abogado podía contar con tener muchos clientes en un barrio tan apartado; y John los odió por su riqueza, por su nombre y por la casa que profanaban con su presencia. Recordó a un Proudfoot al que había visto, no conocido, en el colegio: un mocoso de cara inexpresiva, miembro de alguna clase inferior. ¿Sería posible que aquel don nadie hubiera llegado a ser abogado, y ahora viviese en el lugar donde había nacido Flora y del que guardaba John tantos recuerdos agradables? El escalofrío que había sentido cuando le informaron de la ausencia de Houston se hizo aún más profundo y marcado. Por un momento, mientras contemplaba las puertas de aquella casa extraña, y miraba a ambos lados de la acera de la Royal Terrace, donde no se movía ni un alma, lo embargó una sensación de soledad y desolación y deseó estar de vuelta en San Francisco.
Su elegante aspecto, su corpulencia, sus patillas, el dinero que llevaba en la cartera, el excelente cigarro que acababa de encender, acudieron en su consuelo, comparados con el triste aspecto de cierto muchacho alocado que, diez años antes, un domingo de primavera, a la hora de misa, había huido de la ciudad por la carretera de Glasgow. A la vista de aquellos cambios, habría sido sacrílego dudar de la bondad de la fortuna. Ahora todo se arreglaría, encontraría a los Mackenzie, y Flora estaría más guapa y encantadora que nunca; encontraría a Alan, que se habría reformado hasta el punto de granjearse la amistad del señor Nicholson, sin perder aquella cordialidad que John tanto apreciaba en sus amigos. De modo que, una vez más, John se puso a fantasear sobre su futuro: imaginó su primera aparición en el banco de la iglesia familiar; su primera visita a su tío Greig, que se creía un gran financiero, y cuya miope y provinciana visión del mundo se vería deslumbrada con la luz del Oeste; y los detalles generales de aquella escena de transformación mediante la que iba a exhibirse ante todo Edimburgo como un corpulento y exitoso caballero en lugar de como un patético fugitivo.
Se fue acercando la hora en que su padre volvía del despacho y que el hijo pródigo había escogido para hacer su aparición. Así que tomó por Albany Street, en dirección a los últimos rescoldos de la puesta de sol. Sin saber muy bien por qué, le alegró moverse en aquel aire frío y aquel crepúsculo de color índigo, tachonado de farolas. Pero por el camino le esperaba otra desilusión.
Al llegar a la esquina de Pitt Street, se detuvo a encender otro cigarro. Al hacerlo la cerilla arrojó luz sobre sus facciones y un hombre de su misma edad se detuvo al verlo.
—¿No se llama usted Nicholson? —dijo el desconocido.
Ya era demasiado tarde para evitar que lo reconocieran, y, puesto que iba de camino a casa, tampoco le importó demasiado y dio rienda suelta al impulso de su naturaleza.
—¡Dios mío! —exclamó—. ¡Beatson!
Y le estrechó la mano con efusividad. El otro no pareció corresponderle.
—¿Así que has vuelto? —dijo Beatson—. ¿Dónde has estado todo este tiempo?
—En Estados Unidos —respondió John—, en California. He ganado bastante dinero, y de pronto se me ocurrió que sería una buena idea volver a pasar las Navidades en casa.
—Comprendo —replicó Beatson—. En fin, supongo que, ahora que has vuelto, te dejarás ver un poco más.
—¡Oh, supongo que sí! —dijo John, un poco cortado.
—Pues hasta la vista —concluyó Beatson, y volvió a estrecharle la mano y se marchó.
Fue un cruel desengaño. De nada servía negar la evidencia, había vuelto a su ciudad, y a Beatson —el bueno de Beatson— le traía sin cuidado. Recordó al bueno de Beatson en el pasado, aquel muchacho alegre y afectuoso, y las aventuras y desdichas que habían pasado juntos, la ventana que habían roto con un tirachinas en India Place, la escalada al castillo y otros inestimables lazos de amistad, y su dolorida tristeza no hizo sino aumentar. En fin, estaba claro que uno solo puede contar con su propia familia, los lazos que de verdad importan son los de sangre, y el resultado de aquel breve encuentro fue que se plantó delante de la casa de su padre con sentimientos más tiernos y nobles.
Había anochecido, el montante en forma de abanico que había sobre la puerta estaba iluminado, las dos ventanas del comedor donde estaban poniendo la mesa y las tres ventanas del salón donde María estaría esperando que la llamaran para cenar relucían más tenuemente a través de las persianas amarillas. Era como una visión del pasado. Durante todo el tiempo que había durado su ausencia, la vida había seguido igual: a la hora acostumbrada habían encendido el fuego y los faroles y servido la cena; también a la hora acostumbrada, había sonado la campana tres veces para llamar a la familia a sus devociones diarias. Y al pensarlo, sintió una punzada de remordimiento por sus muchos defectos, recordó las cosas buenas que había descuidado, y las malas que tanto le habían gustado, y, con una oración en los labios, subió las escaleras y metió la llave en la cerradura.
Entró en el vestíbulo iluminado, cerró despacio la puerta a sus espaldas y se quedó allí maravillado. Ninguna novedad habría podido sorprenderle tanto como aquella completa familiaridad. Estaba el busto de Chalmers junto al pasamanos de la escalera, el cepillo de la ropa en su sitio habitual, y allí, en el perchero, estaban los sombreros y los abrigos que le parecieron los mismos de siempre. Se le quitaron diez años de encima, igual que a uno se le puede caer un alfiler de entre los dedos; y el océano, las montañas, las minas, los mercados y la mezcla de razas de San Francisco, su propia fortuna y su deshonra, se convirtieron, por un instante, en imágenes de un sueño del que acababa de despertar.
Se quitó el sombrero y se dirigió maquinalmente hacia el perchero; y allí se encontró con un pequeño cambio que a él le pareció muy grande. La percha que había sido suya desde la infancia, donde había colgado la gorra cuando volvía a casa de la escuela, y su primer sombrero cuando volvía de la facultad o la oficina, estaba ocupada. «¡Al menos, podían haber respetado mi percha!», pensó, y de pronto recordó que era un intruso en una casa desconocida, en la que había entrado casi a escondidas y de la que podían echarle escandalosamente.
Se dirigió sombrero en mano a la puerta de la habitación de su padre, la abrió y entró. El señor Nicholson estaba sentado en el mismo sitio y en la misma postura que aquel último domingo, aunque se había vuelto más viejo, canoso y severo; y al elevar la mirada y ver a su hijo, sufrió una extraña conmoción y un sombrío rubor cubrió su rostro.
—Papá —dijo John en tono firme e incluso alegre, pues se había preparado mucho para aquel momento—, papá, he venido a devolverte el dinero que me llevé. He vuelto a pedirte perdón y a pasar las Navidades contigo y los chicos.
—¡Quédate con tu dinero! —exclamó el padre—, ¡y vete!
—¡Papá! —gritó John—, por el amor de Dios, no me recibas así. He venido para…
—Entiéndelo bien —le interrumpió el señor Nicholson—. No eres hijo mío, y a los ojos de Dios me lavo las manos. Solo te haré una última advertencia: se ha descubierto todo y te buscan para hacerte pagar tus crímenes; si sigues todavía libre, es solo gracias a mí, pero ya he hecho todo lo que estaba en mi mano, y de ahora en adelante no moveré ni un dedo, ni un solo dedo, ¡aunque sea para librarte de la horca! Y ahora —dijo con una voz grave de una autoridad absoluta y con un simple aunque decisivo gesto—, ahora…, ¡vete!
6
La casa de Murrayfield
No vale la pena detallar cómo pasó John aquella noche, ni en qué estado de confusión mental se sumió presa de la ira y el desánimo, ni cómo estuvo deambulando por todas las calles y tabernas de la ciudad. Su abatimiento, aunque no fuese en aumento, tampoco se redujo lo más mínimo, pues, a medida que disminuyeron el pesar y la indignación, fueron siendo reemplazados por el miedo. Al principio, las amenazadoras palabras de su padre quedaron almacenadas en su memoria, aguardando su hora. Al principio, John era todo afecto no correspondido y esperanzas deshechas, luego la vanidad volvió a alzar la cabeza y acabó repudiando a su padre igual que él había repudiado a su hijo. ¿Qué había de admirable en su vida regular y metódica?, ¿qué eran aquellas virtudes como un mecanismo de relojería en el que estaba ausente el amor? La bondad era la prueba, la bondad era el alma de todo, y visto de ese modo, el hijo pródigo rechazado —que ahora ahogaba sus penas y su razón con sucesivos tragos de licor— era una criatura de una moralidad mucho más humana que su recto padre. Sí, era un hombre mejor, y al entrar en una taberna en la esquina de Howard Place (adonde había llegado sin darse cuenta), remojó sus virtudes con una copa…, tal vez la cuarta desde que lo expulsaran, aunque no habría podido decirlo, porque no recordaba lo que había hecho ni dónde había ido, inconsciente de la borrachera que se aproximaba. De hecho, es discutible si el licor lo emborrachó o apaciguó, porque fue justo al vaciar aquella última copa cuando las ambiguas y amenazantes palabras de su padre lo sobresaltaron —brotando del lugar de su memoria donde las había ocultado— como si alguien le pusiera la mano en el hombro. «Crímenes, te buscan, la horca.» Eran palabras muy desagradables para un inocente, y tanto más si se había producido algún error judicial en su contra, pues ¿cómo iba a impedirlo él? John no creía en el poder de la inocencia, su experiencia apuntaba en una dirección muy distinta, y sus temores, una vez despertados, crecieron a cada instante y lo persiguieron por las calles de la ciudad.
Debían de ser casi las nueve de la noche, no había comido nada desde el almuerzo, había bebido mucho, y estaba agotado por las emociones, cuando el recuerdo de Houston acudió a su memoria. Recurrió no solo al hombre como amigo, sino a su casa como refugio. El peligro que le amenazaba era todavía tan vago que no sabía a ciencia cierta qué era lo que tenía que temer ni dónde podía acecharle, pero al menos parecía innegable que una casa particular siempre sería más segura que una taberna pública. Impulsado por tales reflexiones, se dirigió a la estación Caledonian, pasó (no sin alarma) junto a las brillantes luces del vestíbulo, recuperó su maleta en la consigna y poco después estaba traqueteando en un coche por la carretera de Glasgow. Las sacudidas, los faroles que repiqueteaban en la parte de atrás y el olor a humedad, moho y paja podrida que envolvía el vehículo lo sumieron en una extraña alternancia de lucidez y aturdimiento mortal.
«He estado bebiendo —descubrió—, debo irme derecho a la cama y descansar.» Y dio gracias al cielo por la somnolencia que le invadía a ratos.
De una de aquellas cabezadas lo despertó el coche al detenerse, se apeó y se encontró en un camino rural, las luces de las afueras brillaban a lo lejos y la alta tapia de un jardín se alzaba ante él en la oscuridad. El Pabellón (como se llamaba la casa) desde luego era muy solitario. Por el lado sur lindaba con otra casa, pero el jardín era tan grande que no se habrían oído sus voces; por los otros lados, los campos se extendían pendiente arriba hacia los bosques de Corstorphine Hill, por detrás hacia las quebradas de Ravelston o hacia abajo en dirección al valle del Leith. La sensación de aislamiento era aún mayor por la enorme altura de las tapias del jardín, que ciertamente eran conventuales y, como John había podido comprobar de joven, desafiaban las ganas de trepar del escolar más osado. El farol del cochero arrojó un débil resplandor sobre la puerta y el deslucido tirador del timbre.
—¿Quiere usted que llame? —preguntó el cochero, que había descendido del pescante y se estaba dando palmadas en el pecho, pues la noche era fría.
—Sí, por favor —dijo John, llevándose la mano a la frente con un leve desvanecimiento.
El hombre tiró de la cuerda y el repicar de la campana se oyó en el jardín dos o tres veces: su sonido sonó débil y agudo en el silencio profundo y helado de la noche.
—¿Le están esperando? —preguntó el cochero con una confianza y un interés que casaban muy bien con su rostro enrojecido por el oporto, y, cuando John le contestó que no, añadió—: Entonces acepte mi consejo y vuélvase a la ciudad. Y se lo digo desinteresadamente, pues mis establos están en el camino de Glesgie.
—Los criados lo oirán —dijo John.
—¡Bah! —respondió el cochero—. Aquí no hay criados. Están todos en la ciudad. Lo he traído muchas veces. Es una especie de ermitaño.
—Déjeme a mí —dijo John, y tiró de la cuerda como un desesperado.
El clamor no se había apagado todavía cuando oyeron pasos en el sendero de grava y una voz singularmente nerviosa e irritada les gritó a través de la puerta:
—¿Quiénes son y qué es lo que quieren?
—Alan —dijo John—, soy yo…, Gordito…, John, ya sabes. Acabo de volver, y pensaba quedarme aquí. —Por un instante no hubo respuesta, y luego se abrieron las puertas—. Baje usted la maleta —le pidió John al cochero.
—No lo haga —dijo Alan, y luego se dirigió a John—. Pasa un momento. Quiero hablar contigo.
John entró en el jardín y la puerta se cerró a sus espaldas. En el sendero había una palmatoria con una vela, que parpadeaba con el viento, arrojaba de vez en cuando chispas sobre el acebo, iluminaba de forma discontinua como un velo las facciones de Alan y proyectaba su sombra por detrás. Todo el resto era indistinguible y el confuso cerebro de John empezó a dar vueltas con las sombras. No obstante, reparó en que Alan estaba pálido y su voz, cuando la oyó, le pareció algo impostada.
—¿Qué te trae por aquí esta noche? —empezó—. Dios sabe que no quiero parecer poco amistoso, pero no puedo permitir que te quedes, Nicholson. Es imposible.
—Alan —dijo John—, tienes que dejar que me quede. No sabes el lío en el que me he metido, mi padre me ha echado de casa y no me atrevo a ir a una taberna, porque me buscan por asesinato o algo parecido.
—¿Por qué? —preguntó Alan sobresaltado.
—Creo que por asesinato —dijo John.
—¡Asesinato! —repitió Alan, y se pasó la mano por delante de la cara—. ¿Qué estabas diciéndome? —volvió a preguntar.
—Que me buscan —dijo John—. Por lo que he podido deducir, me buscan por asesinato; he tenido un día terrible, Alan, y no puedo dormir por los caminos en una noche así…, al menos no con una maleta —rogó.
—¡Calla! —dijo Alan ladeando la cabeza—. ¿No has oído algo?
—No —respondió estremecido John, que se había contagiado de su pánico—. No, no he oído nada, ¿por qué? —Y luego, como no hubiera respuesta, volvió con sus ruegos—: Pero, Alan, tienes que dejar que me quede. Me iré directo a la cama, si estás ocupado. Creo que he estado bebiendo, por eso estoy tan cansado. Yo no te echaría, Alan, si te vieses en mi situación.
—¿No? —replicó Alan—. Pues tampoco yo lo haré. Vamos a por tu maleta.
Pagaron al cochero, que se fue por la colina iluminada por la luz de las farolas, y los dos amigos se quedaron en la acera junto a la maleta hasta que el rumor de las ruedas se extinguió en el silencio. A John le pareció que Alan concedía demasiada importancia a la partida del coche, pero no estaba en situación de criticar y participó de su preocupación.
Cuando el silencio volvió a ser completo, Alan se echó la maleta al hombro, entró y cerró con llave la puerta del jardín; luego volvió a quedarse abstraído, y se quedó allí plantado con la llave en la mano, hasta que el frío hizo que a John se le agarrotaran los dedos.
—¿Qué hacemos aquí parados? —preguntó John.
—¿Eh? —exclamó Alan con voz inexpresiva.
—¿Qué te pasa, amigo? No pareces el mismo —dijo el otro.
—No, no lo soy —respondió Alan, y se sentó en la maleta y se tapó la cara con las manos.
John se quedó a su lado un poco mareado y observando las sombras, las chispas y las estrellas fijas allá en lo alto, hasta que el frío empezó a mordisquearle la piel a través de la ropa. Pese a lo obtuso de su inteligencia, empezó a extrañarse de todo aquello.
—Oye, ¿por qué no entramos en la casa? —dijo por fin.
—Sí, vayamos a la casa —repitió Alan.
Acto seguido se levantó, volvió a echarse la maleta al hombro, cogió la vela con la otra mano y abrió la marcha hacia el Pabellón. Era un edificio alargado de techo bajo y cubierto de hiedra que, salvo por la escasa luz que se filtraba por las rendijas de los postigos, estaba sumido en la oscuridad y el silencio.
En el recibidor, Alan encendió otra vela, se la dio a John y abrió la puerta de un dormitorio.
—Aquí —dijo—, vete a dormir. No te preocupes por mí, John. Te entristecerás cuando lo sepas.
—Espera un momento —repuso John—. Me he quedado helado ahí fuera. Vayamos un momento al comedor. Solo una copa para entrar en calor, Alan.
En la mesa del recibidor había una copa y una botella de whisky en una bandeja. Era evidente que acababan de abrir la botella, pues el corcho y el abridor estaban al lado.
—Llévatela —dijo Alan, pasándole el whisky, y luego empujó a su amigo con cierta brusquedad hacia el dormitorio, y cerró la puerta tras él.
John se quedó perplejo, luego agitó la botella y para su sorpresa comprobó que estaba parcialmente vacía. Faltaban tres o cuatro vasos. ¡Alan debía de haber descorchado la botella y haberse bebido tres o cuatro copas, una tras otra, allí de pie, pues no había ni una sola silla en aquel desolado recibidor en esa noche tan fría! Eso explicaba sus excentricidades, pensó perspicazmente John, mientras se preparaba un grog. ¡Pobre Alan! Estaba borracho, ¡qué vicio tan terrible era la bebida y cómo debía de haber esclavizado al pobre Alan, para hacerle beber solo en un sitio tan incómodo! El hombre que bebe solo, a menos que sea por motivos de salud —como estaba haciendo ahora John—, es un hombre perdido sin remedio. Se bebió el grog de un trago y entró en calor, aunque también se sintió un poco más confuso. Tardó un buen rato en abrir la maleta y encontrar las cosas de dormir, y antes de desvestirse volvió a tener frío. «En fin —se dijo—, solo una gotita más. No vale la pena ponerse enfermo por culpa de todo este lío.» Y muy pronto se sumió en un profundo sueño.
Cuando John despertó, había amanecido. El sol invernal estaba ya en el cielo, pero el reloj se le había parado y no pudo saber la hora con exactitud. Las diez, calculó, y se apresuró a vestirse mientras en su imaginación se agolpaban tristes reflexiones. Sin embargo, lo que le preocupaba ahora no era tanto el miedo como el arrepentimiento, un arrepentimiento mezclado con agudas punzadas de penitencia. El golpe que había sufrido era sin duda cruel, pero no dejaba de ser el castigo por sus viejos errores, y él se había rebelado y cometido un nuevo pecado. Habían empleado la vara para castigarlo, y él había mordido los dedos que la sostenían. Su padre tenía razón: John le había dado motivos para obrar así; no era un invitado digno de una casa decente, ni una compañía adecuada para los hijos de la gente honrada. Y, por si eso fuera poco, ahí tenía el ejemplo de su viejo amigo. John no era ningún borracho, aunque a veces pudiera excederse bebiendo, y la imagen de Houston bebiendo licor en la mesa del recibidor le produjo una sensación de náusea. No le apetecía volver a encontrarse con su viejo amigo. Casi deseaba no haber ido a verlo, pero, incluso ahora, ¿dónde iba a ir si no?
Dichas reflexiones ocuparon su imaginación mientras se vestía y lo acompañaron hasta el recibidor de la casa. La puerta del jardín estaba abierta. Sin duda, Alan había salido, y John hizo lo propio. Los efectos de la helada eran todavía evidentes y el suelo estaba duro como el hierro. Mientras avanzaba entre los acebos, los carámbanos brillaban y tintineaban en su caída y una nube de gorriones le seguía a todas partes. Hete ahí una mañana de Navidad y un tiempo navideño felizmente reunidos para deleite de los niños. Aquel era el día en que se reunían las familias, el día cuya llegada había anhelado tanto, convencido de que despertaría en su cama de Randolph Crescent, reconciliado con el mundo y recordando los pasos de su juventud. Y, en lugar de eso, aquí estaba, solo, recorriendo los senderos de un jardín invernal y embargado por sentimientos de penitencia.
Y eso le recordó: ¿por qué estaba solo?, ¿y dónde estaba Alan? La nostalgia de aquella mañana de fiesta volvió a despertar en él el deseo de ver a su amigo, y empezó a llamarlo por su nombre. Cuando se extinguió el sonido de su voz, reparó en el vasto silencio que lo rodeaba. De no ser por el gorjeo de los gorriones y el crujido de sus propios pasos en la nieve helada, el mundo entero parecía sumido en un profundo trance, y su quietud pesó en su imaginación con el horror de la soledad.
Recorrió a toda prisa el jardín entero y continuó llamándolo todavía de vez en cuando, aunque en voz más baja. Por fin, al no encontrar a nadie en sus verdes recovecos, volvió a entrar en la casa. Una vez allí, el silencio pareció volverse aún más sobrecogedor. La puerta seguía abierta, pero todos los postigos estaban cerrados, no salía humo de las chimeneas y no se oía ese leve rumor (tal vez más audible para la imaginación que para los oídos) con los que una casa anuncia y traiciona la presencia de sus habitantes. Y, no obstante, Alan debía de estar allí…, sumido en su sueño de borracho, inconsciente de la llegada del día de fiesta, y de la presencia del amigo al que tan fríamente había recibido y a quien ahora estaba descuidando. Pensarlo redobló su sensación de náusea, pero empezaba a tener más hambre que asco y, aunque solo fuese para desayunar, debía encontrar al durmiente.
Recorrió las alcobas de la casa. Excepto la habitación de Alan, todas estaban cerradas por fuera y mostraban claros indicios de no haber sido ocupadas desde hacía mucho tiempo. En cambio, el dormitorio de Alan estaba lleno de ropa, cachivaches, cartas, libros y otras cosas típicas de un hombre solitario. Habían encendido el fuego, pero hacía mucho que se había apagado y las cenizas estaban frías como el mármol. La cama estaba hecha, pero nadie había dormido en ella.
Peor que peor, Alan debía haberse caído en algún sitio, y ahora yacería grotescamente tumbado, sin duda sobre el suelo del comedor.
El comedor era una habitación muy larga a la que se accedía por un pasillo, de modo que John al entrar tuvo que abrirse paso a tientas hasta las ventanas, chocando y tropezando con los muebles. De pronto, tropezó y cayó cuan largo era sobre un cuerpo postrado. Era justo lo que había imaginado, pero aun así se asustó, y se sorprendió de que un golpe tan fuerte no le hubiese arrancado un gemido al borracho. Otros hombres habían muerto antes por aquellos excesos, y la posibilidad de un final tan terrible y degradante hizo que John se estremeciese. ¿Y si Alan hubiese muerto? ¡Bonito día de Navidad!
John llegó por fin a los postigos, los abrió y volvió a contemplar el bendito rostro del día. Incluso iluminada, la habitación tenía un aspecto desasosegante. Las sillas estaban descolocadas y una estaba caída en el suelo; el mantel estaba arrugado por un lado y algunos platos se habían caído al suelo. Detrás de la mesa, estaba el borracho, todavía inconsciente. John solo podía verle un pie.
Pero ahora que había luz lo peor había pasado. Era un asunto desagradable, pero solo eso, y John procedió a dar la vuelta a la mesa sin demasiada aprensión: fue su último momento de relativa tranquilidad de aquel día. En cuanto dobló la esquina, en cuanto sus ojos se posaron en el cuerpo, soltó un grito ahogado y sin aliento y huyó de la habitación y de la casa.
No era Alan quien yacía allí, sino un hombre entrado en años, de rostro severo y cabello plateado; y tampoco estaba borracho, pues el cuerpo yacía en medio de un charco de sangre y sus ojos abiertos miraban fijamente al techo.
John empezó a dar vueltas delante de la puerta. El aire frío actuó sobre sus nervios como un sedante y, poco a poco, las imágenes fueron grabándose más claramente en su memoria, recobró la capacidad de raciocinio, y el horror y el peligro de la situación lo dejaron clavado en el suelo.
Se apretó las sienes con las manos, y con la mirada fija en el sendero de grava empezó a atar cabos y reconstruyó lo que ya sabía y sospechaba: que Alan había asesinado a alguien, probablemente a «ese hombre» contra quien el mayordomo había echado la cadena de la puerta en Regent’s Terrace; tal vez a otro, a un ser humano en cualquier caso, a alguien a quien era un crimen asesinar, y cuya sangre estaba ahora derramada por el suelo. Por eso había estado bebiendo whisky en el pasillo, por eso no había querido recibir a John y se había portado de un modo tan extraño; por eso se había sobresaltado al oír la palabra «asesinato» y se había quedado tan sombrío cubriéndose la cara con las manos en mitad de la noche. Y ahora se había ido, había huido cobardemente y había dejado a John como único heredero de aquella situación tan peligrosa.
«Déjame pensar…, déjame pensar», dijo con impaciencia en voz alta, como si estuviese implorándole a algún despiadado interlocutor que no dejara de interrumpirle. Estaba tan confundido que un millar de sospechas, esperanzas, amenazas y temores silbaron en sus oídos y se sintió como alguien perdido en mitad de una multitud. ¿Cómo iba a recordar nada si él mismo era el autor y el escenario de tanta confusión? Pero, en momentos así, se disuelve la junta de la naturaleza humana y reina la anarquía.
Era evidente que no podía seguir allí, pues estaba a punto de producirse un nuevo error judicial. Lo que no era ya tan evidente era adónde debía ir, pues el antiguo error judicial parecía perseguirlo por todo el mundo habitable; fuese lo que fuese, lo buscaba en Edimburgo, debía de haberse originado en San Francisco, sin duda montaba guardia como un dragón en el banco donde guardaba su dinero, ¿y quién sabe dónde más estaría aguardándole emboscado? No, no sabía dónde ir, pero tampoco tenía tiempo que perder. Lo mejor era empezar por el principio. No podía quedarse allí. Tampoco podía huir con la maleta, y dejarla allí era hundirse aún más profundamente en el pozo. Debía marcharse, encontrar un coche, y volver…, ¿volver pasado un tiempo? ¿Tendría valor para hacerlo?
Justo en ese momento, vio una mancha de casi un palmo de ancho en la pernera de su pantalón y alargó el dedo para tocarla. El dedo se le tiñó de rojo: era sangre. La miró con repugnancia, miedo y terror, y acicateado por aquellas sensaciones se puso en acción.
Se limpió el dedo en la nieve, volvió a la casa, se acercó en silencio a la puerta del comedor y la cerró con llave. Luego respiró aliviado, al ver aquella barrera de roble entre él y lo que más temía. Luego corrió a su habitación, se quitó los pantalones manchados, que a sus ojos eran como una cadena que lo ligaba al patíbulo, los tiró en un rincón, se puso otro par, metió sus cosas de cualquier manera en la maleta, la cerró, la levantó con esfuerzo del suelo y, con gran alivio, salió otra vez a cielo abierto.
La maleta, fabricada en América, era muy pesada. Su peso había agobiado al robusto Alan, y a John le aplastó tanto su carga que empezó a sudar copiosamente. Dos veces tuvo que dejarla en el suelo antes de llegar a la verja del jardín, y, una vez allí, se vio obligado a hacer como Alan y sentarse sobre ella. Se quedó un rato jadeando, mientras se le aclaraban las ideas. Ahora que la maleta estaba junto a la puerta, había desaparecido parte de su vinculación con la casa donde se había cometido el crimen, y el cochero ni siquiera tendría que ir más allá de la tapia del jardín. Fue sorprendente lo aliviado que se sintió, pues la casa le parecía capaz de llenar de sospechas a quienes la contemplaran, como si las mismísimas ventanas gritaran: «¡Asesinato!».
Pero los golpes del destino no le dieron tregua. Cuando estaba allí sentado recobrando el aliento a la sombra de la tapia y rodeado de gorriones, observó la cerradura y lo que vio le hizo ponerse en pie de un salto. La puerta se cerraba con un resorte: una vez cerrada, sin una llave, no había forma de entrar.
Se vio dividido entre dos desagradables y peligrosas posibilidades: o bien cerraba la puerta y dejaba la maleta en la cuneta, para extrañeza de todos los que pasaran por allí, o bien la dejaba abierta, de modo que cualquier vagabundo o colegial de vacaciones podría entrar y descubrir su sombrío secreto. La segunda opción le pareció la menos arriesgada, pero antes debía asegurarse de que nadie le veía. Observó la carretera a uno y otro lado: estaba desierta. Fue hasta el desvío del camino que lleva a Dean: tampoco vio un alma. Sin duda era ahora o nunca, así que cerró la puerta todo lo que pudo, deslizó un guijarro en el hueco del resbalón y echó a andar cuesta abajo en busca de un coche.
A mitad de camino, se abrió una puerta y un grupo de niños que celebraban la Navidad salieron corriendo muy alegres, seguidos por una madre sonriente.
«¡Eso sí que es un día de Navidad!», pensó John, y estuvo a punto de echarse a reír amargado.
7
Tragicomedia en un coche de punto
Enfrente del Hospital Donaldson, John tuvo la fortuna de ver un coche a lo lejos y, a fuerza de gritar y mover los brazos, consiguió llamar la atención del cochero. Le pareció un golpe de suerte, porque estaba deseando desaparecer del lugar del crimen, y cuanto más tardase en encontrar un coche, mayor sería la probabilidad de que alguien hiciese el inevitable descubrimiento y de que encontrase el jardín repleto de vecinos airados. Sin embargo, cuando el vehículo se le aproximó le desanimó reconocer al cochero con cara de borrachín de la noche anterior. «He aquí —pensó— otro eslabón del error judicial.»
Al cochero, por su parte, le alegró volver allí a un precio tan generoso, y como era un hombre sociable, por no decir campechano —el lector ya debe de haberse dado cuenta—, enseguida se puso locuaz y empezó a hablar del tiempo, de la festividad de aquellos días —que le gustaban sobre todo porque la gente pagaba buenas propinas—, del azar que había vuelto a reunirle con un cliente tan agradable y sobre el hecho de que John hubiese pescado (como a él le gustaba llamarlo) una buena «merluza» la noche pasada.
—Disculpe que se lo diga, pero tiene usted muy mal aspecto, señor —prosiguió—. Y, si acepta usted mi consejo, no hay como un buen trago para remediarlo. Y, ya que estamos en Navidad —añadió—, estaré encantado de acompañarlo.
John lo había estado escuchando con el corazón angustiado.
—Cuando acabemos lo que tenemos que hacer, le invitaré a usted a un trago —dijo aparentando una energía que no casaba muy bien con él—, hasta entonces, ni una gota. Primero son los negocios y luego el placer.
Con esa promesa convenció al cochero de que volviera a subir al pescante y lo llevase con terrible lentitud hasta las puertas del Pabellón. Todavía no había indicios de conmoción pública, solo había dos hombres charlando cerca de allí, pero su mera presencia hizo que a John se le acelerara el pulso. Podía haberse ahorrado el susto, pues ambos estaban sumidos en una disputa de cariz teológico y no le prestaron la menor atención mientras contaban con los dedos y hacían muecas desdeñosas.
Sin embargo, el cochero resultó ser un auténtico incordio. No hubo manera de que se quedase en el pescante, tuvo que apearse, hacer un comentario sobre lo de meter un guijarro en el resbalón (que le pareció un sistema ingenioso, pero no muy seguro), ayudar a John con la maleta y animar la cuestión con un animado discurso y una serie de preguntas que podrían resumirse así:
«Él no debe de estar en casa, ¿verdad? ¿No? Bueno, es un hombre bastante excéntrico, un bicho raro, si me permite la expresión. Se dice que siempre ha tenido muchos problemas con los inquilinos. Hace años que conozco a la familia. Conduje un coche en la boda de su padre. ¿Cómo se llama usted…? Su cara me suena. ¿Baigrey, dice? Había unos Baigrey cerca de Gilmerton, ¿son familia suya? Entonces esta maleta debe de ser de algún amigo, ¿no? ¿Que por qué? ¡Pues porque el nombre de la etiqueta es Nicholson! ¡Oh!, si tiene usted prisa, la cosa es diferente. ¿A la estación de Waverley Bridge? ¿Se va usted de viaje?».
Y así el amistoso borrachín atosigó con sus preguntas a John, que tenía el corazón en un puño. Pero también eso, como todos los males de este mundo, llegó a su fin, y aquella víctima de las circunstancias pudo encaminarse hacia la estación de ferrocarril de Waverley Bridge. Durante el trayecto, subió las ventanillas y se encerró en el hedor helado y mohoso del carruaje, mientras contemplaba el aspecto festivo que tenía todo, las tiendas cerradas y la gente que paseaba por la acera, igual que un condenado al que llevan al patíbulo contempla cómo se apiña la muchedumbre para asistir a su ejecución.
Al llegar a la estación, volvió a cobrar ánimos: otra etapa de su huida había concluido y se sintió más optimista. Llamó a un mozo de cuerda y le pidió que llevase la maleta a la consigna: no es que tuviese intención de entretenerse, solo pensaba en huir de allí cuanto antes y a cualquier parte, pero había decidido despedir al cochero antes de decidirse por un destino determinado, y privar así al error judicial de un nuevo eslabón. Tal era su plan, y ahora, con un pie en el suelo y otro en el estribo, estaba deseando ponerlo en práctica. Metió la mano en el bolsillo del pantalón.
¡Estaba vacío!
¡Oh, sí! Esta vez la culpa era suya. Debía haberse acordado y, al desprenderse de los pantalones manchados de sangre, no debería haberse desprendido también de su cartera. ¡Calculen ustedes la dimensión de aquel error y compárenlo con el castigo! Conjeturen cuál fue su nueva situación, pues a mí me faltan palabras para describirla; imagínenlo condenado a volver a aquella casa que tanto le horrorizaba, y arriesgarse, una vez más, a que lo sorprendieran en el lugar del crimen; piensen además que eso lo encadenaba al coche mohoso y al cochero campechano. John maldijo al cochero en silencio, y de pronto se le ocurrió que debía impedir que llevasen su maleta a la consigna y se volvió para llamar al mozo. Pero sus reflexiones, por breves que le pareciesen, debieron de ocuparle más de lo que había supuesto, y vio al hombre que volvía con el recibo.
En fin, la suerte estaba echada: había perdido también su maleta, pues los seis peniques con los que había pagado el peaje de Murrayfield los había encontrado por casualidad en el bolsillo del chaleco, y, a menos que volviera a arriesgarse con éxito a entrar en la casa del crimen, su maleta se quedaría para siempre en la consigna por falta de un penique. Entonces recordó al mozo, que esperaba muy atento y con una palabra de agradecimiento dispuesta en los labios.
John rebuscó en todos sus bolsillos, encontró una moneda, rogó a Dios para que fuese un soberano; la sacó, vio que era medio penique y se lo dio al mozo.
El hombre se quedó boquiabierto.
—Pero ¡si no es más que medio penique! —exclamó ofendido en su orgullo de ferroviario.
—Lo sé —respondió John en tono compasivo.
—Gracias, señor —dijo el otro, y quiso devolverle la humillante propina.
John se negó a aceptarla y, cómo no, el cochero intervino.
—¡Vamos, señor Baigrey! —gritó—, ¡no habrá olvidado qué día es hoy!
—¡No tengo cambio! —chilló John.
—¿Y qué? —respondió el cochero—. En un día así, yo preferiría darle un chelín que una miseria como esa. ¡Me sorprende usted, señor Baigrey!
—¡Yo no me llamo Baigrey! —exclamó John, en un arrebato infantil.
—Pero ¡si ha sido usted quien me lo ha dicho! —dijo el cochero.
—Ya sé que se lo he dicho, pero ¿por qué demonios creía tener derecho a preguntármelo? —gritó el pobre desdichado.
—¡Ah, muy bien! —repuso el cochero—. ¡Si lo que quiere es ponerme en mi sitio, yo sé muy bien cuál es el suyo, vaya si lo sé! —repitió, como dando a entender que lo dudaba, y murmuró una serie de improperios en los que se pronunció varias veces en vano la noble y antigua palabra «caballero».
¡Oh, si hubiera podido deshacerse de aquel monstruo, con quien John comprendió ahora que había empezado antes de tiempo la celebración de la Navidad! Pero, lejos de aquel consuelo, no tenía ni ayuda ni quien le ayudara: su maleta estaba secuestrada en un sitio; su dinero olvidado en otro y custodiado por un cadáver; él mismo —que necesitaba pasar desapercibido por encima de todo— se había convertido en el centro de todas las miradas en la estación; y, por si todas esas desgracias fueran pocas, ¡acababa de perder el favor de aquella bestia a quien lo había encadenado su pobreza! ¡El favor del testigo que podía salvarlo o enviarlo a la horca! No había tiempo que perder, no podía seguir por más tiempo en un lugar público, y, tanto si recurría a la dignidad como a la conciliación, debía hacerlo cuanto antes. Un resto de virilidad felizmente conservado le inclinó por la primera opción.
—Ya está bien —dijo con el pie otra vez en el estribo—. Lléveme de vuelta al sitio de donde venimos.
Había evitado darle el nombre de su destino, pues había un grupo de mozos de cuerda arremolinados en torno al coche y él seguía pensando en los tribunales y esforzándose en impedir que se acumulasen aquellas pruebas concéntricas. Pero, una vez más, el fatídico cochero dio al traste con sus planes.
—¿Quiere que lo lleve de vuelta al Pabellón? —exclamó en tono quejoso.
—¡Eche a andar de una vez! —rugió John y cerró la portezuela de golpe, de forma que el carruaje crujió y se estremeció.
El coche traqueteó por las calles navideñas, mientras el pasajero que llevaba en su interior se sumía en la negrura de una desesperanza que lindaba con la inconsciencia y el cochero rumiaba en el pescante la trifulca y la duplicidad de su cliente. No seré yo quien tome partido por ninguno. El caso de John no tenía parangón, pero también el cochero merece la comprensión de los juiciosos, pues era un hombre de una amabilidad sincera y un elevado sentido de la dignidad personal exacerbado por la bebida, que había visto cómo desairaban públicamente sus atenciones. Mientras conducía iba meditando sus errores y sintió necesidad de beber y de encontrar a alguien que lo comprendiera. Casualmente, un amigo suyo regentaba una taberna en Queensferry Street, y pensó que, tratándose de unas fechas tan señaladas, tal vez lo invitara a un trago. Queensferry Street queda un poco apartada del recorrido más directo a Murrayfield. Aunque hay un desvío que pasa por el valle del Leith y el cementerio de Dean, y Queensferry Street queda de camino. Teniendo en cuenta que su caballo era mudo y no podía protestar, ¿quién iba a impedirle que se desviara y pasase a ver a su amigo? De modo que el cochero, algo más tranquilo, hizo girar al caballo a la derecha.
Entretanto, John seguía hundido en su asiento con la barbilla clavada en el pecho y la mente totalmente en blanco. El olor del carruaje seguía siendo vagamente presente para sus sentidos, igual que cierto peso helado en los pies, pero todo lo demás había desaparecido, engullido por una invencible sensación de desastre y fatiga física. Era casi mediodía, llevaba veintidós horas sin comer, y no había sufrido más que tormentos, alarmas y penalidades, por lo que es imposible decir que se quedara dormido; sin embargo, cuando el coche se detuvo y el cochero asomó la cabeza por la ventanilla, le costó llamar su atención.
—Ya que no quiere acompañarme a tomar un trago —dijo el cochero con una más que merecida severidad en el tono y las formas—, supongo que no le importará que yo me tome uno.
—Sí…, no…, haga lo que quiera —replicó John.
Y luego, al ver a su verdugo subir las escaleras y entrar en la taberna, tuvo una sensación remotamente familiar. Terminó de despertarse del todo y se quedó contemplando la fachada. Sí, la conocía, pero ¿de qué?, ¿de cuándo? Hace mucho tiempo, pensó. Después recorrió con la mirada el ventanal, que había estado tapado por la figura del cochero, y contempló los árboles donde dormían los grajos de Randolph Crescent. Estaba cerca de su casa…, de la casa en cuyo bien recordado comedor había contado con estar a esas horas enfrascado en una conversación agradable, ¡y en cambio…!
Su primer impulso fue desplomarse en el interior del coche, el siguiente taparse la cara con las manos. Así se quedó mientras el cochero brindaba con el tabernero y el tabernero con el cochero, y ambos revisaban los asuntos de la nación, y así seguía cuando su señoría condescendió a regresar y siguió colina abajo por la curva de Lynedoch Place. Pese a todo, al pasar por la calle de su padre, echó un vistazo entre los dedos y vio el coche de un médico en la puerta.
«Lo que faltaba —pensó—; ¡he matado a mi padre! ¡Y el día de Navidad!»
Si el señor Nicholson había muerto, lo llevarían a la tumba por esta misma calle; igual que habían hecho con su mujer muchos años antes; y con muchos otros ciudadanos ilustres, con los jaeces adecuados y el cortejo fúnebre. ¿Y adónde si no iba el propio John con el aliento congelado en aquel coche frío y maloliente, cubierto de paja y esteras?
Aquella idea agitó su imaginación, que empezó a producir miles de imágenes brillantes y fugaces, como las formas de un caleidoscopio, y se vio a sí mismo feliz y rubicundo deslizándose por el arroyo; luego convertido en un pilluelo aburrido y triste, acompañado de plañideras y vestido de crepé, descendiendo a paso cansino por esa misma colina detrás del féretro de su madre; luego su imaginación se adelantó y le mostró su lugar de destino, que le esperaba solitario con los gorriones dando saltitos en el umbral y el muerto con la vista fija en el techo; y de pronto, con un cambio súbito, se llenó de vecinos pálidos que señalaban con la mano, mientras el médico se abría paso entre ellos con el estetoscopio en la mano, y el policía movía sagazmente la cabeza junto al cadáver. Ahí era a donde se dirigía, se vio llegar, se oyó balbucir torpes excusas y notó la mano del detective en el hombro. ¡Cielos!, cómo deseó haber sido más valiente entonces, cómo se despreció por haber huido de aquel lugar fatídico cuando todo estaba tranquilo y tener que volver ahora tímidamente cuando estaría atestado de gente sedienta de venganza.
Cualquier arrebato de pasión concede, incluso a los más obtusos, la fuerza de la fantasía. Así que se regodeó en lo que probablemente estuviera esperándolo al final de aquel viaje tan deprimente. John, que apenas se fijaba en las cosas, que nunca recordaba nada y mucho menos podría haberlas descrito, vio en su imaginación el jardín del Pabellón con tanto detalle como en un mapa, lo recorrió de un extremo al otro lleno de terror, vio los acebos, los bordes cubiertos de nieve, los senderos por los que había buscado a Alan, las tapias altas y conventuales, la puerta cerrada…, ¡qué!, ¿estaba cerrada la puerta? Sí, es verdad, la había cerrado…, había cerrado el acceso a su dinero, a su huida, a su vida futura, la había cerrado con sus propias manos, ¡y ahora ya nadie podría abrirla! Oyó el chasquido de la cerradura como una explosión en su cerebro y se quedó estupefacto.
Luego volvió a despertar con el terror corriéndole por las venas. No tenía tiempo que perder, debía ponerse manos a la obra, debía pensar. Cuando llegasen al final de aquel absurdo viaje, una vez a las puertas del Pabellón, no tendría más remedio que volverse. Pero, entonces, ¿por qué llegar tan lejos?, ¿por qué añadir otra sombra de sospecha a un caso de por sí tan sospechoso?, ¿por qué no dar la vuelta cuanto antes? Era fácil de decir, pero volver ¿adónde? No tenía dónde ir, nunca —lo vio escrito en letras de sangre— podría pagar el coche, estaba encadenado a aquel coche para siempre. ¡Oh, ese coche!, el alma le ardía y las entrañas se le removían deseando librarse de él. Olvidó el resto de sus preocupaciones. Lo primero que tenía que hacer era desembarazarse de aquel coche maloliente y de la bestia humana que lo conducía…, esa era su principal prioridad.
Justo en ese momento, el coche se detuvo y su torturador golpeó en el cristal delantero. John lo bajó y contempló el rostro abotargado e inflamado de triunfo intelectual.
—Ya sé quién es usted —gritó la voz áspera—. Le he reconocido. Se llama usted Nicholson. Lo llevé una vez a una fiesta en Hermiston, y volvió usted en el pescante, y le dejé conducir.
Cierto. John conocía a aquel hombre, incluso habían sido amigos. Su enemigo, recordó ahora, era muy buena persona…, muy buena persona, al menos con un niño, ¿por qué no iba a serlo ahora con un hombre? ¿Por qué no apelar a su lado bueno? Se aferró a aquella nueva esperanza.
—¡Dios mío!, es verdad, yo también me acuerdo —gritó en un transporte de gozo, con una voz que sonaba falsa en sus propios oídos—. Bueno, si es así, tengo algo que contarle. Será mejor que salga. ¿Dónde estamos?
El cochero acababa de mostrarle el recibo al guardabarreras, y estaba en la parte más alta y solitaria del camino. A la izquierda, había un grupo de árboles; a la derecha, unos campos en barbecho descendían ondulantes hacia la carretera de Queensferry; delante, los oscuros bosques nevados de Corstorphine Hill se recortaban contra el cielo. John miró en torno a él, bebiendo el aire limpio como si fuera vino, luego volvió a contemplar el rostro del cochero, que esperaba muy satisfecho a que hablase su pasajero, como quien ve la posibilidad de ganarse una propina.
La bebida había hinchado de tal modo sus facciones que resultaban casi inescrutables, las había coloreado de tal modo que variaban del rojo ladrillo al morado oscuro. Los ojillos grises pestañeaban sin parar y sus labios se movían codiciosos, la codicia era la principal pasión que lo movía, y aunque el viejo borrachín fuese buena persona y hubiese en él una brizna de humanidad, la esperanza había despertado en él tanta codicia que todos sus demás rasgos de carácter parecían latentes. Era un monumento al deseo avaricioso.
John sintió que le faltaban los ánimos. Había abierto la boca, pero se quedó allí sin decir nada. Sondeó el pozo de su valor, y lo encontró seco. Tanteó en el tesoro de su elocuencia, y descubrió que estaba vacío. Un demonio lo enmudeció aferrándolo por la garganta y otro lo aterrorizó balbuciéndole al oído; y, de pronto, sin decir palabra, casi sin pensarlo, John saltó la tapia del camino y echó a correr a toda prisa por los campos en barbecho.
No había llegado muy lejos, estaba a mitad del primer campo, cuando todo su cerebro gritó: «¡Idiota! ¡Todavía tienes el reloj!». El sobresalto le hizo detenerse y se volvió una vez más hacia el coche. El cochero estaba acodado sobre el muro, blandiendo el látigo con el rostro purpúreo y mugiendo como un toro. Y John vio (o creyó ver) que había desaprovechado aquella oportunidad. Ningún reloj acallaría ahora la cólera de aquel hombre, solo pediría venganza. Llevarían a John a la policía, se descubriría toda la historia, se desvelaría su secreto y su destino se abatiría sobre él para siempre.
Soltó un profundo suspiro, y, justo cuando el cochero, haciendo acopio de fuerzas, se disponía por fin a saltar el muro, su cliente echó a correr de nuevo y desapareció entre los campos más lejanos.
8
Peculiar ejemplo de la utilidad de una llave de entrada
Al principio, John no supo muy claramente hacia dónde corría, ni cuánto tiempo pasó antes de que llegara a un camino cercano al pabellón de Ravelston y se apoyara en una tapia con los pulmones silbándole como fuelles, las piernas exhaustas y la imaginación dominada por un único deseo: ocultarse y pasar desapercibido. Recordó los escondrijos que había a la orilla de la charca de la cantera, un lugar muy poco frecuentado, y donde, sin duda, podría ocultarse hasta que cayera la noche. Se dirigió allí por el camino, pero cuando llegó, ¡ay!, había olvidado la helada, y se encontró la charca cubierta de jóvenes patinadores, y las orillas abarrotadas de gente. Estuvo un rato mirando. Había una joven alta y elegante, que patinaba cogida de la mano de un joven a quien miraba con sus ojos brillantes de un modo tal vez demasiado elocuente, y resulta extraña la cólera con que la miró John. Poco faltó para que empezase a maldecirla, para que se plantase allí como un vagabundo y la amenazara con el puño mientras desahogaba su ira contra ella…, o eso pensó. Pero, un instante después, se compadeció de la chica. «¡Pobrecita! —suspiró—, ¡si ella supiera! ¡Es mejor que se divierta mientras pueda!» ¿Sería posible que alguien los hubiera mirado así mientras Flora le sonreía en la laguna de Braid?
El recuerdo de una cantera, en su intelecto helado, le sugirió otra, y echó a andar pesadamente hacia Craig Leith. Se había levantado un viento del noroeste que le cortaba y quemaba la piel como si fuera fuego y le entumecía las puntas de los dedos. También trajo las nubes, unas nubes pálidas y apresuradas que salpicaban el cielo y cubrían la tierra de sombras. Trepó entre los montones de escombros y los castaños del cráter de la cantera, y se resguardó entre unas rocas. El viento soplaba a ras del suelo, las piedras eran frías y afiladas, los castaños sin hojas gemían en torno a él, y pronto el aire de la tarde empezó a canturrear con esas notas tristes y extrañas que anuncian una nevada. El dolor y la angustia que sentía John se trocaron en una acuciante ansiedad y un ciego deseo de cambio, tan pronto se revolvía en su guarida hasta que le rozaban las piedras y casi se sentía agradecido, como trepaba hasta el borde del precipicio y miraba mareado hacia el abismo. Veía la espiral del camino, los escarpados peñascos, los arbustos aferrados a la pendiente, las guirnaldas de nieve y la grúa diminuta en el fondo. Sin duda, ahí tenía un modo de acabar con todo. Pero, por algún motivo, no se le pasó por la cabeza.
De pronto, reparó en que tenía hambre; sí, a pesar de la tortura del frío y la desesperación, empezó a sentir la necesidad de comer algo, donde y como fuese. ¿Y si empeñaba el reloj? Pero no, el día de Navidad —¡estaban en Navidad!— la casa de empeños estaría cerrada. ¿Y si iba a la taberna de Blackhall y ofrecía el reloj, que valía más de diez libras, como pago por un poco de pan y queso? Pero eso despertaría sus sospechas, o bien lo echarían a la calle o le dejarían quedarse y llamarían a la policía. Se vació los bolsillos uno tras otro: un par de billetes de tranvía de San Francisco, un cigarro, la llave de la casa de su padre, un pañuelo de bolsillo, levemente aromatizado. No, ahí no encontraría nada de dinero. No le quedaba más remedio que seguir pasando hambre, y después de todo, ¿qué más daba? También esa era una vía de escape.
Se arrastró entre los arbustos mientras el viento le azotaba como un látigo, su ropa parecía tan fina como el papel, le ardían las articulaciones, la piel se le pegaba contra los huesos. Recordó un rebaño de ganado en California, que había visto en el lecho de un arroyo seco junto a una charca fangosa, donde habían acampado los vaqueros, la enorme fogata y las tiras de carne de vaca tostándose y humeando en un espetón de madera: ¡qué calorcito tan agradable, qué apetitoso el olor de la carne asada! Luego volvió a recordar sus muchas calamidades y se hundió en su vergüenza y su deshonra. A continuación se vio entrando en el restaurante Frank’s de Montgomery Street, en San Francisco, había pedido un guisado y unas chuletas de venado, que le gustaban muchísimo, y, mientras esperaba, Munroe, el camarero, le había llevado un ponche de whisky; vio las fresas flotar en la deliciosa bebida, oyó el entrechocar de los cubitos de hielo. Y luego volvió a su odioso destino, y se encontró acurrucado entre los escombros de la cantera, rodeado de oscuridad, con los copos de nieve cayendo aquí y allá como pedazos de papel, y la tiritona que le hacía castañetear los dientes.
Solo hemos visto a John en situaciones tempestuosas, lo hemos visto desesperado, fuera de sí, pero no sabemos nada de su vida diaria, alegre, regular, moderada, así que el lector tal vez se sorprenda al saber que cuidaba mucho su salud. Ahora empezó a angustiarle dicha preocupación. Si se quedaba allí y se moría de frío no habría ganado mucho, era mejor la mazmorra policial y la oportunidad de un juicio con un jurado que la certeza de una muerte miserable en una represa antes del amanecer, o la muerte en el pabellón iluminado por gas de la enfermería.
Se incorporó sobre sus piernas doloridas, y anduvo dando tumbos entre los montones de escombros, dando vueltas al bostezante cráter de la cantera, o tal vez solo lo pensara, pues la oscuridad era ya muy espesa y avanzaba como un ciego, presa de los terrores que acechan a los invidentes. Por fin, saltó una cerca pensando llegar a la carretera y en lugar de eso se encontró tambaleándose entre los férreos surcos de una tierra de labor tan inmensa como todo un condado. Luego llegó a un bosque y se arañó con las ramas de los árboles y entonces reparó en una casa con muchas ventanas iluminadas, había varios carruajes en la puerta y unos cocheros (la Navidad tiene doble filo) que esperaban bajo la nevada. John huyó de aquel alegre espectáculo como Caín, vagó sin rumbo en la noche, cayó al suelo varias veces, se levantó y siguió andando hasta que por fin, como por ensalmo, helo aquí en las iluminadas fauces de la ciudad, mirando fijamente una farola con su capucha de nieve. Ahora «nevaba sobre mojado», y mientras estaba allí contemplando la farola la nieve le cubrió los pies. Recordó algo parecido que le había ocurrido en el pasado: una farola cubierta de nieve, el aullido del viento y él mirando hacia arriba como ahora, pero el frío le atenazaba de tal modo que la memoria le falló y no logró identificar aquella reminiscencia.
Su siguiente momento de lucidez le sorprendió en el puente de Dean, aunque para entonces había olvidado por completo si era el John Nicholson empleado de un banco de California u otro John anterior que estaba empleado en el despacho de su padre. Otro momento en blanco y estaba introduciendo la llave en la cerradura de la casa de su padre.
Debieron de haber pasado horas. Si las pasó acurrucado entre las piedras heladas o vagando por los campos entre la nieve es imposible saberlo, pero habían pasado varias horas. La manecilla del reloj del salón señalaba las doce, la fina llama del farol del recibidor arrojaba sombras por doquier, y la puerta de la habitación del fondo —la habitación de su padre— estaba abierta y emitía una cálida luz, lo que resultaba raro a esas horas, en que todas debían estar apagadas, con las puertas cerradas y todo el mundo en la cama. Le sorprendió aquella irregularidad; se apoyó en la mesa del recibidor y se extrañó de estar allí. El ambiente acogedor de la casa volvió a despertarle el apetito.
El reloj murmuró su frase admonitoria: en cinco minutos el día de Navidad pasaría a formar parte del pasado…, Navidad, ¡menuda Navidad! Bueno, no valía la pena demorarlo más, había entrado en esa casa y, si iban a echarlo a la calle de nuevo, lo mejor sería acabar cuanto antes, así que se dirigió a la habitación del fondo y entró.
¡Entonces sí que creyó haberse vuelto loco, como se temía desde hacía tiempo!
Allí, en la habitación de su padre, a medianoche, ardía un buen fuego y la lámpara estaba encendida; alguien había quitado los papeles —los papeles sagrados e intocables— de la mesa, había puesto un mantel y había servido la cena, y una mujer vestida de monja se había sentado a cenar en el sillón de su padre. Cuando apareció por la puerta, la monja se levantó, soltó un grito y se quedó mirándolo. Era una mujer corpulenta, fuerte, tranquila y un poco masculina, cuyas facciones revelaban valor y sentido común, y John la miró pestañeando y creyó percibir un vago parecido, como cuando nos suena una melodía pero no logramos recordarla.
—¡Pero si eres John! —gritó la monja.
—Creo que me he vuelto loco —dijo John, citando sin saberlo al rey Lear—, pero juraría que eres Flora.
—Pues claro que lo soy —replicó ella.
«No obstante, es imposible que sea Flora», pensó John. Flora era esbelta y tímida, se ruborizaba con facilidad, tenía los ojos brillantes, y no tenía un acento de Edimburgo tan marcado. Pero no dijo nada al respecto, y probablemente hizo bien al callarse. Lo único que acertó a balbucir fue:
—¿Y por qué vas vestida de monja?
—¡Qué bobadas! —respondió Flora—. Soy enfermera y estoy cuidando a tu hermana, a quien, dicho sea entre tú y yo, no le pasa nada. Pero esa no es la cuestión. Lo importante es: ¿cómo se te ocurre venir aquí?, ¿es que no te da vergüenza?
—Flora —dijo John en tono sepulcral—. No he comido nada desde hace tres días. En realidad no sé qué día es, pero estoy muerto de hambre.
—¡Desdichado! —gritó ella—. Ven, siéntate y cómete mi cena mientras voy abajo a ver a mi paciente, aunque seguro que está dormida, porque María es un malade imaginaire.
Con aquellas palabras en francés, que no había aprendido en Stratford-atte-Bowe, sino en una escuela para señoritas de Moray Place, dejó a John solo en el despacho de su padre. Se abalanzó sobre la comida, y es de suponer que Flora encontró a su paciente despierta, pues tuvo tiempo de comérselo todo y, no solo de vaciar la tetera, sino de volver a llenarla con el agua de un hervidor que silbaba alegremente junto a la chimenea de su padre. Luego se sentó satisfecho, aletargado y confuso: casi había olvidado sus desdichas y estaba considerando, no sin pesar, aquel reencuentro tan poco sentimental con su antiguo amor.
En esas estaba cuando aquella activa mujer regresó sin hacer ruido.
—¿Has comido? —dijo—. Entonces, cuéntamelo todo.
Era una historia larga y (como el lector bien sabe) penosa, pero Flora le escuchó con los labios apretados. No se perdió en ninguna de esas disquisiciones sobre el destino que, de vez en cuando, han interrumpido incluso el fluir de mi pluma, pues las mujeres como ella no tienen nada de filósofas y se fijan solo en los hechos concretos. Son además implacables con las imperfecciones humanas.
—Muy bien —dijo cuando él terminó de contarle su historia—, pues arrodíllate ahora mismo y pídele a Dios que te perdone.
Y aquel niño grande se hincó de rodillas para obedecerla, ¡y no le hizo ningún mal! Pero mientras pedía sinceramente perdón basándose en principios generales, su lado racional se preguntaba si tal vez no debiera pedir perdón también la otra parte. Y cuando terminó con tan edificante ejercicio, miró a su antiguo amor a la cara y luego, haciendo acopio de valor, formuló su queja:
—Debo añadir, Flora —dijo—, que veo muy poca culpa por mi parte en todo este embrollo.
—Si hubieses escrito a casa —replicó la dama—, no tendrías ninguna culpa. Y, si hubieses ido a Murrayfield razonablemente sobrio, no habrías pasado la noche allí y no habría ocurrido lo peor. Además, todo empezó hace muchos años. Te metiste en un lío, y cuando tu padre, el pobre hombre, se enfadó, te asustaste y huiste. Hiciste las cosas a tu modo, y ahora no me extraña que te disgusten las consecuencias.
—A veces creo que soy estúpido —suspiró John.
—Pues sí, querido John.
La miró y luego bajó la vista. Un sentimiento de rabia surgió en su interior: hete aquí una Flora a la que no conocía, inflexible, imperturbable, de modales serios y nada sofisticados, de pocas palabras, sencilla en el vestir…, y, estuvo a punto de añadir, de rostro vulgar. Aquella mujer respondía al mismo nombre que la tímida y alegre muchacha de antaño, la misma que se pasaba el día riendo y suspirando y le dedicaba miradas amables y furtivas. Y, para acabar de empeorarlo todo, ahora le regañaba, cosa que (como John bien sabía) no era la verdadera relación entre los sexos. Endureció sus sentimientos por aquella enfermera.
—¿Y qué haces aquí?
Ella le contó que había atendido a su padre en una larga enfermedad y, tras su muerte, cuando se quedó sola en el mundo, empezó a cuidar a otros, en parte por costumbre, en parte por ayudar a los demás, y tal vez incluso por diversión. «Sobre gustos no hay nada escrito», dijo. También le explicó que, cuando se presentaba la ocasión, trabajaba en las casas de sus antiguos amigos y de ese modo era doblemente bienvenida, primero como una antigua amiga y luego como enfermera experimentada, a quien los médicos podían confiar los casos más graves.
—De hecho, es una farsa que esté atendiendo a la pobre María —prosiguió—, pero tu padre se toma su sufrimiento muy a pecho, y no tengo valor para negarme. Tu padre y yo nos hemos hecho muy amigos, fue muy bueno conmigo hace mucho tiempo…, hará ahora casi diez años.
John sintió que se le encogía el corazón. ¿Sería posible que en todo ese tiempo no hubiera pensado más que en sí mismo? ¿Por qué no había escrito a Flora en todos aquellos años? La cogió de la mano con ternura y arrepentimiento, y, para su temor y preocupación, ella no la apartó. Una voz le dijo en voz baja y cantarina que aquella sí era Flora, después de todo…
—¿Y no te has casado? —preguntó.
—No, John, no me he casado —replicó ella. El reloj del vestíbulo dio las dos y les devolvió a ambos el sentido del tiempo—. Bueno, ahora que has comido y entrado en calor y me has contado tu historia, ya va siendo hora de despertar a tu hermano.
—¡Oh! —exclamó John alicaído—. ¿Te parece absolutamente necesario?
—No puedo permitir que te quedes sin avisar a nadie, esta no es mi casa. ¿Acaso quieres volver a huir? Pensé que ya habías tenido bastante.
John agachó la cabeza al oír aquel reproche. Ella lo despreciaba, pensó al quedarse otra vez solo, pero lo raro era que también parecía gustarle. ¿Lo despreciaría también su hermano? ¿Y le apreciaría también?
Enseguida llegó su hermano en compañía de Flora y contempló al héroe de nuestra historia desde el umbral.
—¿Así que eres tú? —dijo por fin.
—Sí, Alick, soy yo…, John —replicó con voz trémula el hermano mayor.
—¿Y cómo has entrado? —inquirió el más joven.
—¡Oh!, tenía mi llave —dijo John.
—¡Diantres! —dijo Alexander—. ¡Sí que te trataban bien! Ninguno de nosotros tiene llave.
—Bueno, a nuestro padre nunca le gustó —suspiró John.
Luego la conversación desfalleció y los dos hermanos se miraron con aire inquisitivo sin decir nada.
—En fin, ¿qué demonios vamos a hacer ahora? —dijo Alexander—. Supongo que si las autoridades llegan a saber dónde estás vendrán a detenerte, ¿no?
—Depende de si han encontrado o no el cadáver —replicó John—. Y luego está el cochero, claro.
—¡Oh, déjate ahora de cadáveres! —dijo Alexander—. Me refiero al otro asunto. Eso sí que es grave.
—¿Te refieres a lo que me dijo nuestro padre? —preguntó John—. Ni siquiera sé de qué se trata.
—Pues de que robaste a tu banco en California, por supuesto —replicó Alexander.
La expresión que adoptó Flora dejó bien a las claras que era la primera vez que oía hablar del asunto; la de John mostró aún con más claridad que era inocente.
—¡Yo! —exclamó—. ¡Robarle al banco! ¡Dios mío! Flora, esto ya es demasiado, incluso tú tienes que reconocerlo.
—¿Con eso quieres decir que no lo hiciste? —preguntó Alexander.
—¡Jamás le he robado a nadie en mi vida —gritó John—, salvo a nuestro padre, si es que quieres formularlo así, y quise devolverle el dinero en esta misma habitación, pero él se negó a aceptarlo!
—Escucha, John —dijo su hermano—, es mejor que no haya malentendidos. Macewen vino a ver a nuestro padre, le dijo que el banco para el que habías trabajado en San Francisco estaba enviando telegramas por todo el mundo para que te detuvieran.., se suponía que habías desfalcado miles y se tenía la certeza de que habías robado al menos trescientas. Eso es lo que dijo Macewen, y me gustaría que meditaras bien tu respuesta. También puedo decirte que nuestro padre le pagó las trescientas en el acto.
—¿Trescientas? —repitió John—. ¿Trescientas libras? Eso son unos quinientos dólares. Pero entonces, ¡tiene que ser Kirkman! —exclamó—. ¡Gracias a Dios, puedo explicarlo todo! Se los di a Kirkman la noche antes de marcharme para que los ingresara en mi nombre, quinientos dólares y una carta al director. ¿Por qué iba a robar quinientos dólares? Soy rico, me enriquecí jugando a la Bolsa. Nunca he oído una tontería semejante. Bastará con enviarle un telegrama al director: Kirkman tiene los quinientos…, que busquen a Kirkman. Era mi compañero en el banco, un tipo un poco difícil, aunque nunca lo creí capaz de esto.
—¿Qué dices a eso, Alick? —preguntó Flora.
—¡Pues que esta misma noche enviaremos el telegrama! —exclamó Alexander con energía—. ¡Y con acuse de recibo! Si esto se soluciona, y palabra que creo que podemos solucionarlo, podremos volver a ir con la cabeza bien alta. John, escríbeme la dirección del director de tu banco. Flora, acuesta a John en mi cama, yo ya no voy a necesitarla esta noche. En cuanto a mí, me voy ahora mismo a la oficina de correos, y desde allí a High Street a denunciar lo del cadáver. Hay que informar a la policía cuanto antes, y lo mejor es que lo sepan por John; contaré alguna historia de que mi hermano es un hombre muy nervioso y demás. Y después, una cosa más, John: ¿te fijaste en el nombre de la placa del cochero? —John le dio el nombre del cochero, que prefiero no incluir aquí, ya que no he recomendado precisamente su vehículo—. Bueno —prosiguió Alexander—, me pasaré por la parada antes de volver y le pagaré la carrera. De ese modo, serás un hombre nuevo antes del desayuno.
John le dio las gracias de forma inconexa. Ver a su hermano dispuesto a ayudarle con tanta diligencia le había conmovido de un modo inexpresable; aunque no pudiera poner en palabras lo que sentía, su rostro lo traslucía de sobra. Alexander lo notó y se alegró mucho.
—Solo hay un problema —dijo—, los telegramas cuestan caros, y supongo que recuerdas lo bastante a nuestro padre para suponer el estado de mis finanzas.
—Lo malo es —dijo John— que dejé toda la pasta en esa casa maldita.
—¿Toda la qué…? —preguntó Alexander.
—La pasta…, el dinero —explicó John—. Es una expresión americana, me temo que se me han contagiado una o dos.
—Yo tengo un poco de dinero —dijo Flora—. Guardo un billete de una libra en mi habitación.
—Mi querida Flora —repuso Alexander—, un billete de una libra no nos llevará muy lejos, y además, esto es cosa de mi padre, me extrañaría mucho que no acabara pagándolo él.
—Yo no recurriría a él todavía, no me parece prudente —objetó Flora.
—Me temo que subestimas mucho mis recursos, y aún más mi valor —replicó Alexander—. Fíjate bien, por favor. —Apartó a John a un lado, escogió un cuchillo resistente de entre los utensilios de la cena y con sorprendente rapidez abrió el cajón de su padre—. Si se prueba, resulta de lo más sencillo —observó metiéndose el dinero en el bolsillo.
—Ojalá no lo hubieras hecho —dijo Flora—. Quién sabe cómo se lo tomará.
—¡Oh!, no sé —replicó el joven—, nuestro padre es humano, después de todo. Y ahora, John, dame tu famosa llave. Métete en la cama y no salgas hasta que haya vuelto. No les extrañará que no contestes cuando llamen a la puerta, yo tampoco lo hago nunca.
9
En el que el señor Nicholson acepta conceder una asignación
A pesar de los horrores del día y de todo el té que había bebido por la noche, John durmió como en su más tierna infancia. Lo despertó la doncella, igual que lo hubiera hecho diez años atrás, llamando a la puerta. El amanecer invernal teñía el cielo por el este y la ventana, que daba a la parte de atrás de la casa, llenaba la habitación con extraños matices de luz refractada. Fuera, todas las casas tenían los tejados cubiertos de nieve, en las tapias del jardín había una capa de treinta centímetros de espesor y las hojas de los árboles refulgían. Pero, por mucho que se hubiese desacostumbrado a ver la nieve en los años pasados en la bahía de San Francisco, lo que más le conmovió fue lo que vio dentro de la casa. Habían promovido a Alexander a su antigua habitación y ahí estaba el papel de las paredes con el diseño floral en el que, echándole imaginación, podía reconocerse el rostro de Jim el Flaco, de la Academia, el antiguo maestro de John; el viejo baúl lleno de cajones, las sillas, una, dos, tres…, como siempre. Solo la alfombra era nueva y las cosas de Alexander, y los libros y el material de dibujo, y un boceto a carboncillo en la pared que a John le pareció un prodigio de eficiencia.
Allí estaba, tumbado, mirando y soñando, suspendido, por así decirlo, entre dos épocas de su vida, cuando Alexander llegó a la puerta y anunció su presencia con un susurro. John le dejó pasar y volvió a meterse en la cama caliente.
—Bueno, John —dijo Alexander—, he enviado el telegrama a tu nombre con veinte palabras pagadas de respuesta. He ido a la parada de coches y he pagado la carrera, incluso he visto al cochero y me he disculpado con él como es debido. Fue muy comprensivo y me dio a entender que pensaba que habías estado bebiendo. Luego saqué al viejo Macewen de la cama y le expliqué lo sucedido mientras él temblaba de frío en su batín. Y antes pasé por High Street, donde no saben nada de ningún cadáver y deducen que debiste de soñarlo.
—¡Vamos, hombre! —exclamó John.
—Bueno, la policía nunca se entera de nada —le concedió Alexander—. En todo caso, han enviado a alguien a preguntar y a recuperar tu dinero y tus pantalones, de modo que se puede decir que estás limpio y solo queda un obstáculo en tu camino: nuestro padre.
—Volverá a echarme a la calle, ya lo verás —dijo John con desánimo.
—No lo creo —replicó el otro—; no, si haces lo que Flora y yo hemos pensado. Ahora lo que tienes que hacer es vestirte y no perder más tiempo. ¿Tienes el reloj en hora? Bueno, tienes quince minutos. Un poco antes de y media debes estar en la mesa, en tu sitio de siempre, debajo del retrato del tío Duthie. Flora estará allí para ayudarte, y ya veremos qué pasa.
—¿Y no sería mejor quedarme en la cama? —dijo John.
—Si prefieres arreglar tus propios asuntos, haz lo que prefieras —replicó Alexander—, pero si no estás en tu sitio cinco minutos antes de y media me lavo las manos.
Y, diciendo esas palabras, se marchó. Aunque le había hablado con afecto, lo cierto es que, en el fondo, Alexander estaba un tanto preocupado. Mientras esperaba, acodado en la balaustrada, la llegada de su padre, tuvo que hacer un esfuerzo para prepararse para el encuentro que se avecinaba.
«Si reacciona bien, tendremos suerte —reflexionó—. De lo contrario, al menos no se cebará con John. Este hermano mío es un poco zoquete, pero también es muy buena persona.»
En ese momento se abrió con estrépito la puerta de abajo, y el señor Nicholson entró en su despacho. Alexander lo siguió con las piernas temblorosas y actitud firme. Llamó a la puerta, pidió permiso y encontró a su padre de pie y señalando el cajón forzado.
—¡Esto es inaudito —dijo—, me han robado!
—Ya me temía yo que lo notaría —observó su hijo—, dejé la mesa patas arriba.
—¿Temías que lo notara? —repitió el señor Nicholson—. ¿Y qué quieres decir con eso?
—Que yo soy el ladrón, señor —replicó Alexander—. Me llevé todo el dinero para que los criados no cogieran el resto. Aquí está el cambio y una nota con mis gastos. Estaba usted dormido y no me atreví a despertarle, pero creo que, cuando oiga las circunstancias, me hará usted justicia. El hecho es que tengo razones para creer que se ha cometido un terrible error con mi hermano John y, cuanto antes se aclare, mejor para todos. Se trata de una cuestión de negocios y me tomé la libertad de enviar un telegrama a San Francisco. Gracias a mi diligencia, tendremos la respuesta esta misma noche. No parece haber la menor duda, señor, de que se ha calumniado a John de forma injusta.
—¿Cuándo fue eso? —preguntó el padre.
—Anoche, señor, después de que se fuese usted a dormir —replicó.
—Qué cosa tan extraordinaria —dijo el señor Nicholson—. ¿Quieres decir que has pasado fuera toda la noche?
—Toda la noche, señor. He estado en la oficina de telégrafos, en la policía y en casa del señor Macewen. ¡Oh, he estado muy ocupado! —dijo Alexander.
—Resulta muy irregular —dijo el padre—. No piensas más que en ti mismo.
—No creo que tenga mucho que ganar con la vuelta de mi hermano mayor —replicó astutamente Alexander.
La respuesta complació al anciano, que esbozó una sonrisa.
—Bueno, bueno, ya me ocuparé de esto después del desayuno —dijo.
—Siento lo de la mesa —respondió su hijo.
—Lo de la mesa es lo de menos, no tiene ninguna importancia —dijo el padre.
—Es un ejemplo más —continuó diciendo su hijo— de los inconvenientes de no tener dinero propio. Si tuviese una asignación, como otros jóvenes de mi edad, esto habría sido innecesario.
—¡Una asignación! —repitió su padre en un tono lleno de sarcasmo, pues la reivindicación no era nueva—. Nunca te he escatimado el dinero cuando te ha hecho falta.
—Claro, claro —dijo Alexander—, pero no siempre está usted disponible para pedírselo. La última noche, por ejemplo…
—Podrías haberme despertado… —lo interrumpió su padre.
—¿No fue así como se metió John en aquel lío? —preguntó el hijo esquivando hábilmente la cuestión.
Pero el padre no era menos habilidoso.
—Y dime, ¿cómo entraste y saliste de la casa? —preguntó.
—Por lo visto, olvidé cerrarla con llave —replicó Alexander.
—Me paso la vida recordándote lo mismo —dijo el señor Nicholson—. Pero sigo sin comprender. ¿Es que impediste que se acostaran los criados?
—Sugiero que discutamos los detalles después del desayuno —replicó Alexander—. Ya es casi y media, no debemos hacer esperar a la señorita Mackenzie.
Y abrió la puerta con osadía.
Normalmente ni siquiera Alexander, que, como se habrá notado, gozaba de cierta libertad en el trato con su padre, se habría atrevido nunca a poner fin a la conversación con tanta desenvoltura. Pero lo cierto es que la magnitud de los delitos de su hijo había intimidado al anciano caballero. Aquello le sobrepasaba. Que Alexander hubiera forzado el cajón de su mesa, se hubiera llevado su dinero, hubiese pasado fuera toda la noche y luego lo hubiese reconocido fríamente resultaba inconcebible desde el punto de vista de la filosofía nicholsoniana y desafiaba cualquier comentario. Que le hubiese devuelto el cambio —que el anciano caballero todavía llevaba en la mano— era tal rasgo de desfachatez que había sido todo un golpe para él. Y, por si eso fuera poco, había aludido a la primera fuga de John, un asunto que siempre había querido olvidar, pues era un hombre a quien no le gustaba cometer errores, y cuando creía haber cometido uno, prefería mirar hacia otro lado. Todos aquellos temores y la actitud desenvuelta y dominante de su hijo lo llenaron de aprensiones.
Parecía desconcertado: si hacía o decía alguna cosa podría arrepentirse. Además, tal como había señalado él mismo, el joven estaba siendo generoso. Y, si se había cometido una injusticia con alguien que, pese a todo, no dejaba de ser un Nicholson, era necesario repararla.
Sopesándolo bien, por mucho que le molestara que lo hubiese interrumpido, el anciano caballero se rindió, se guardó el cambio en el bolsillo y siguió a su hijo hasta el comedor. Mientras daba aquellos pasos volvió a rebelarse mentalmente y una vez más volvió a rendirse; una vocecilla no dejaba de decirle en su interior que tenía miedo de Alexander. Lo más raro era que le gustaba. Se sentía orgulloso de su hijo; tenía motivos para estarlo: el chico tenía carácter y valor y sabía lo que estaba haciendo.
En eso estaba pensando cuando entró en el comedor. La señorita Mackenzie ocupaba el lugar de honor y manipulaba la tetera y el cubreteteras, pero ¡hete aquí que había otra persona a la mesa, un hombre grande, corpulento, con patillas y aspecto respetable, que se levantaba de la mesa y se acercaba a él con la mano tendida!
—Buenos días, papá —dijo.
Ningún signo exterior delató la pugna que libraron sus sentimientos en su interior y no tardó ni un segundo en escoger una línea de conducta. Sin embargo, tuvo tiempo de considerar un vasto campo de posibilidades pasadas y futuras, se preguntó si sería posible que no hubiese sido del todo ecuánime con John, si sería posible que fuese inocente, si habría posibilidad de evitar el escándalo si volvía a echarlo de casa como le sugería su autoridad ultrajada, y si Alexander se rebelaría en caso de que llegase tan lejos.
—¡Hum! —dijo el señor Nicholson, y dejó que John le estrechara la mano muerta y flácida.
Y luego, en un silencio embarazoso, todos ocuparon su sitio, e incluso el periódico —del que el anciano caballero acostumbraba a extraer motivos diarios de mortificación cuando comprobaba el declive de nuestras instituciones— quedó sin tocar a su lado.
Pero Flora acudió enseguida al rescate. Rompió el silencio con un tecnicismo al preguntarle a John si seguía tomando tanto azúcar como antes. A partir de ahí solo tuvo que dar un paso para abordar la cuestión candente del día y, en tono un poco tembloroso, comentó lo mucho que había pasado desde la última vez que le había preparado el té al hijo pródigo, y se alegró de su regreso. Luego se dirigió al señor Nicholson y lo felicitó también de un modo que desafiaba su mal humor, y por fin pasó a relatar las desventuras de John, aunque suprimió los detalles menos apropiados.
Poco después, Alexander se unió a la conversación; entre ambos se las arreglaron para arrancarle una o dos palabras a John, que parecía tan trémulo y oprimido por el temor que el señor Nicholson se compadeció. Por fin, incluso él preguntó alguna cosa, y antes de que terminase la comida los cuatro hablaban con desenvoltura.
Siguieron las oraciones, con los criados boquiabiertos al ver al recién llegado al que nadie admitía en aquella casa; y, después de las oraciones, el reloj marcó la hora en que el señor Nicholson se iba de casa.
—John —dijo—, por supuesto, quiero que te quedes. Ten mucho cuidado de no alterar a María, si es que la señorita Mackenzie considera adecuado que la veas. Alexander, quisiera hablar contigo a solas. —Y cuando estuvieron los dos en el cuarto de atrás dijo—: Hoy no hace falta que vengas al despacho, puedes quedarte a charlar con tu hermano. Creo que deberíamos llamar al tío Greig. Y a propósito —(añadió con, digamos, cierta timidez)—, estoy dispuesto a concederte una asignación, le preguntaré al doctor Durie, que es hombre de mundo y también tiene hijos, cuál es la cantidad adecuada. ¡Y ya puedes dar gracias a tu suerte! —dijo con una sonrisa.
—Gracias —respondió Alexander.
Poco antes de mediodía un detective fue a devolverle a John su dinero, y les llevó una noticia triste, sin duda, aunque tal vez no tanto como podría haberlo sido. Habían encontrado a Alan en su casa de Regent’s Terrace, al cuidado del aterrorizado mayordomo. Era evidente que estaba loco, y en lugar de enviarlo a prisión, lo habían mandado al manicomio de Morningside. Al parecer, el muerto era un inquilino desahuciado, que llevaba un año persiguiendo a su antiguo casero con insultos y amenazas; aparte de eso, se ignoraban todos los detalles y la causa de la tragedia.
Cuando el señor Nicholson volvió de almorzar pudieron poner en sus manos el siguiente telegrama: «John V. Nicholson, Randolph Crescent, Edimburgo: Kirkman desaparecido; la policía lo busca. Todo aclarado. Esté usted tranquilo. Austin». Una vez explicado todo, el anciano cogió la llave de la bodega y escogió dos botellas de oporto de 1820. El tío Greig cenó con ellos, y también la prima Robina, y, por una extraña casualidad, el señor Macewen, y la presencia de aquellos extraños alivió lo que habría podido ser una situación un poco tensa. Antes de que se marchasen, la familia volvía a estar más o menos unida.
A finales de abril, John condujo a Flora, o, para ser más exactos, Flora condujo a John, al altar, si es que puede llamarse altar al salón y la chimenea en casa del señor Nicholson, donde el reverendo doctor Durie hizo las veces de sacerdote de Himeneo.
La última vez que los vi, con ocasión de una visita que hice recientemente al norte, fue en una cena en casa de mi viejo amigo Gellatly Macbride, y cuando, por decirlo igual que el clásico, «fuimos a reunirnos con las damas», tuve oportunidad de oír a Flora que conversaba con otra señora casada sobre el manido asunto del tabaco que fuman los maridos.
—¡Oh, sí! —decía—. Solo le permito fumar al señor Nicholson cuatro cigarros al día. Tres se los fuma a horas fijas…, después de las comidas, ya sabe; y el cuarto puede fumárselo cuando quiera con los amigos.
«¡Bravo! —pensé para mis adentros—, ¡he ahí a la esposa ideal para mi amigo John!»