INTRODUCCIÓN

 

 

El 14 de octubre de 1877, el New York Times publicó «Un sitio donde pasar la noche», un relato breve sin otra firma que la de la revista inglesa que lo había impreso un mes antes. Sin duda, el editor tenía ojo para las buenas historias, pues los años siguientes tomó otros tres cuentos de distintas revistas inglesas. Así pues, el New York Times tuvo el honor de ser el primero en publicar a Stevenson en Estados Unidos. Unos años más tarde, al poco de morir el escritor, un crítico del Times rememoró aquella primera experiencia, aplaudiendo al periódico por su perspicacia y sagacidad. No hay duda de que eso pasó mucho tiempo atrás, cuando todavía se estilaban las retrospectivas y los encomios, y cuando todos los literatos compartían la convicción de que Robert Louis Stevenson, amado por los dioses, ya había ascendido a clásico de la lengua inglesa. Hoy en día, Stevenson es, con toda probabilidad, la figura más anómala de los estudios literarios y culturales. En efecto, la versatilidad y productividad del autor asombran a cualquiera que se encuentre ante los innumerables ensayos, libros de viajes, novelas, obras de teatro, poemas, críticas y cartas que constituyen uno de los corpus más extraordinarios de las letras inglesas del siglo XIX. La variedad y complejidad de su obra no son más que el reflejo del hombre; Stevenson era un intelectual, un bohemio y un romántico consumado. No sería razonable considerar que no traspasó a su obra su intensa personalidad. Walter de la Mare lo expresa mejor: «En realidad, podemos verlo en cada línea que escribió; el rostro alargado, aquellos ojos oscuros e inquietos, el pelo lacio, los dedos huesudos».

La inmensa mayoría de los contemporáneos de Stevenson reconocían que sus ansias de inmortalidad, pues no era fama lo que pretendía, habían hecho de su literatura, y en concreto de los relatos, un género que él mismo definió en la teoría y en la práctica. Desde George Saintsbury y Henry Seidel Canby en la entrada del siglo XX hasta V. S. Pritchett y Sean O’Faoláin más avanzado el mismo, Stevenson fue sinónimo de este nuevo género. En 1914, Frank Swinnerton lo aupó «entre los mejores escritores de relatos de Inglaterra». Cinco años después, el Times Literary Supplement (TLS) juzgó positivamente de nuevo el conjunto de su obra: «En el relato breve, su arte encontró una provincia lo bastante angosta como para poder dominarla por completo». En 1925, Edith Wharton lo incluyó en el triunvirato de la literatura inglesa moderna, junto a Henry James y Joseph Conrad. Y John Buchan, al final de la misma década, le dedicó estos elogios: «Stevenson fue uno de los mejores escritores de cuentos que han existido. Era uno de aquellos bardos que recita en prosa en vez de en verso, con la agilidad narrativa de un bardo combinada con estallidos de belleza lírica. Fue un gran escritor de relatos». La influencia de Stevenson en el relato breve fue absoluta. Se convirtió en parte de la conciencia de la sensibilidad modernista, y el alcance de sus cuentos puede rastrearse en dos maestros del género posteriores, Jorge Luis Borges y Graham Greene.

Este volumen va dirigido a una nueva generación de lectores, todavía abiertos a la experimentación y ávidos por las posibilidades que les depara este arte mágico. En «La Providencia y la guitarra», el brillante alegato de Stevenson sobre el arte y la vida, Léon Berthelini es un intérprete de segunda, muy vanidoso y de estilo anticuado. Con todo, es un artista genuino: entretiene e instruye a una joven pareja inmersa en un conflicto conyugal por culpa de la vida de artista, pero que resuelve mantenerse uno al lado del otro. La esposa de Léon advierte a la joven de que encontrar un buen hombre puede llegar a ser muy difícil, y le aconseja que vale la pena conservar al padre de su hijo, aunque no sea muy buen pintor. La pintura, al fin y al cabo, no lo es todo. Léon, con la guitarra, desarrolla el servicio más noble que se puede rendir al arte, la reivindicación de la vida. Y Stevenson, el artista principal del espectáculo, asintiendo en silencio hacia el lector, confirma la realidad y la importancia de esta empresa.

 

 

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Desde la Segunda Guerra Mundial, muy pocos acontecimientos en la literatura contemporánea pueden equipararse al extraordinario aumento del estatus del relato breve. Muchos de los escritores más aclamados de Inglaterra, Irlanda, Canadá y Estados Unidos son en esencia escritores de cuentos, reconocidos y aclamados por cultivar un género que históricamente ha sido considerado el hermano menor de la novela. Pero sería erróneo insinuar que el relato breve surgió de repente, de la nada, o que nadie antes le había prestado atención. Al contrario: goza de un largo y emocionante recorrido. Solo con retroceder a su origen, en el último cuarto del siglo XIX, nos daremos cuenta de que aquello que impulsó su nacimiento no es, en lo fundamental, diferente a lo que hoy en día le permite seguir siendo un género tan vivo. El relato breve va evolucionando a la par que la novela moderna. Tienen en común un único objetivo: reducir el tamaño del libro y concentrar el arte de la ficción. Es innegable que entre el público y los mismos escritores se ha instalado cierta fatiga. No es una coincidencia que los dos autores de ficción más exitosos de las dos últimas décadas del siglo XIX fueran Robert Louis Stevenson y Rudyard Kipling. Este último declaró el fin de las novelas de tres volúmenes, y el primero consideraba que terminar solo uno era una proeza. Es cierto que para los victorianos, por lo menos para los tardíos, las novelas en tres volúmenes representaban todo un logro, un emblema de la profundidad intelectual y la integridad moral. Llenar tres volúmenes enteros de historias intrincadas que reflejaran la variedad y multiplicidad de las vidas comunes suponía casi una vocación. Por más que resulte un tópico que la publicación por entregas de la época victoriana anticipara los culebrones contemporáneos y su caleidoscopio de personajes, las tramas intrincadas, el melodrama y el sentimentalismo, es igualmente cierto que los grandes autores victorianos eran escritores serios cuyos temas no se veían condicionados solo por el mercado, pues también derivaban de la necesidad de representar temas profundos, si no acuciantes.

¿En qué situación se encontraba la novela en el último cuarto del siglo XIX? Dickens y Thackeray habían muerto. George Eliot había completado sus grandes obras. Trollope estaba escribiendo sus últimas novelas. El único gran novelista que seguía en activo era George Meredith, y este, como todo el mundo sabe, era caviar para la mayoría, un autor que se había granjeado la admiración de otros escritores, pero cuya obra estaba destinada a fracasar entre el gran público. Este era el panorama cuando Robert Louis Stevenson inició su carrera. Si la hipótesis de Harold Bloom sobre la rebelión generacional es apropiada, entonces cualquier escritor serio de la misma edad que Stevenson podría haberse rebelado contra aquellos monumentos de poderoso y abrumador intelecto, monumentos seguros de sí mismos si no arrogantes, que se vendían a lectores de élite en tres gruesos volúmenes por treinta chelines. De todas formas, nadie que hubiera crecido en la década de los sesenta o setenta del siglo XIX podía evitar sentir un gran respeto por dichos monumentos literarios. Ciertamente, Stevenson lo sentía, quizá hasta le intimidaban, aunque también es cierto que sabía a la perfección qué representaban: una visión del mundo que solo podía ser albergada en una forma textual adecuada a la épica victoriana. No sorprende que considerara que Los miserables de Victor Hugo supusiera la consumación de la ficción a esa escala, o en ese estilo. Pero este no era el camino que pretendía seguir, ni el que se seguiría después de él. Stevenson se percató de que la novela victoriana ya se había agotado a sí misma, que pertenecía a un tiempo y a un lugar ya pasados. Tenía la admirable habilidad de reconocer tanto las virtudes de la novela como sus limitaciones. Si bien admiraba en gran manera a Walter Scott como paisano y escritor cuyos temas le incumbían, también reconocía que su ficción había expirado o, por lo menos, que su método ya había quedado obsoleto. En pocas palabras, la época demandaba una imagen que reflejara su paso acelerado: el cuento.

¿En qué condición se encontraba el relato breve inglés cuando Robert Louis Stevenson firmó, por primera vez, con las iniciales R. L. S. «Un sitio donde pasar la noche» en el número de octubre de 1877 de Temple Bar? En su mayor parte se encontraba moribundo. No cabe duda de que los novelistas ingleses no habían conseguido dominar este género. La publicación por entregas prefería las tramas elaboradas, y el dominio total de las novelas en tres volúmenes impedía que se desarrollaran las técnicas narrativas que resaltaran las virtudes del relato breve. Si uno quería encontrar ejemplos de este tipo de ficción tenía solo dos opciones: la narrativa estadounidense o la francesa. Stevenson sentía una atracción natural hacia ambas. Poe y Hawthorne eran las figuras que sobresalían entre las estadounidenses. Nadie ponía en duda siquiera entonces que Poe hubiera determinado los cimientos teóricos del relato breve, o que por lo menos había elaborado un proceso formal que racionalizaba sus propias tentativas. Stevenson leía Poe con avidez, y lo usó con total impunidad. Es bien conocida la fascinación de Stevenson por los «dobles» (simbolizados en Jekyll y Hyde), tema muy recurrente en su ficción. En una carta que escribió a Andrew Lang, por ejemplo, reconoció su familiaridad con una de las obras maestras de Poe de este género («Sí, conozco a William Wilson»).[1] Las primeras reseñas a los relatos breves de Stevenson están repletas de alusiones a Poe, quien, en opinión de la crítica, era el modelo que inspiró los cuentos de terror de Stevenson, así como esa morbosidad que pronto fue reconocida como un rasgo esencial de su estilo. La relación entre Stevenson y el teórico estadounidense debe ser considerada como fundamental.

Sin embargo, Stevenson se sentía todavía más atraído por Hawthorne. Los relatos del escritor de Nueva Inglaterra sobre la culpa y el fervor religiosos, enmarcados en las severas doctrinas del calvinismo, seducían de forma especial a un escritor cuyo país estaba inundado por el presbiterianismo más devoto e inflexible. Incluso los relatos supersticiosos y sobrenaturales encuentran su reflejo en las historias de miedo y brujería que su niñera le contaba de niño, y que se encuentran entre sus primeros recuerdos. Además, Hawthorne poseía una faceta moral muy pronunciada ausente en Poe que lo conmovía en lo más íntimo, pues nunca pudo zafarse de la fe estricta de los ortodoxos. No es sorprendente, pues, que desde el principio los críticos comentaran, no siempre de forma favorable, sobre el aspecto moral como una de las características más destacadas de la narrativa de Stevenson.

Stevenson también conocía a Cooper y a Twain, por supuesto, y criticó a Melville por equivocarse al transcribir con exactitud el habla de las islas Marquesas en su libro Typee. Pero la cuestión no es cuántos escritores estadounidenses conocía. Era un lector voraz y omnívoro, y pocas obras le pasaban por alto. Que Hawthorne era su modelo intelectual resulta tan innegable como que Walt Whitman era su inspiración emocional. Stevenson encontró en este poeta tan abierto la libertad anhelada, pues era la antítesis de la mentalidad de los escoceses, tan ariscos y retraídos. En Whitman, como en Thoreau, encontró una idea, quizá incluso un ideal, asociado a Estados Unidos, una idea tan convincente como seductora para un joven que había crecido en los dominios del castillo de Edimburgo, en una húmeda y oscura ciudad norteña.

Si hay una sola cosa que Stevenson aprendió de Hawthorne, es sin duda el uso de la luz, una imagen que domina la ficción de Stevenson desde el primer relato que publicó hasta el brillo final de «La playa de Falesá». Pero Estados Unidos no representa la «luz» en oposición a la «oscuridad» de Escocia. Whitman y Thoreau representan más bien la elevación, la exaltación del individuo y la idea de libertad, aspectos muy significativos para la personalidad de Stevenson. No obstante, la antítesis a esa idea de libertad estaba profundamente arraigada en un hombre que encontraba cierto placer en leer escritores escoceses, religiosos y estrictos. De ahí el origen del «moralismo» manifiesto, el uso de la palabra «sermón» en los títulos de sus obras (Lay Sermons, «Sermón de Navidad»), y algunos relatos cuyo mensaje o tono parecen estar cargados de una «moral» que provoca que los lectores modernos los ignoren o incluso los menosprecien. Sin embargo, así como Hawthorne no puede desestimarse por el mensaje moral que a menudo se desprende de sus relatos, tampoco Stevenson. Los cuentos de este último no son más moralistas, en un sentido peyorativo, que los de Hawthorne, incluso puede que lo sean menos, porque Stevenson era un artista más consciente de sí mismo que Hawthorne, a la vez que era un intelectual en un sentido más amplio que Poe.

Por lo que respecta a los franceses, es bien sabido que Stevenson guardaba una relación muy estrecha con su literatura y su cultura, así como profundo era su vínculo con este país. Desde los elogios a Victor Hugo al inicio de su carrera hasta la dedicatoria de Across the Plains a Paul Bourget, ya cerca del final, Stevenson mantuvo una inmudable admiración por los escritores franceses. Incluso los incorporó a su propia obra. En «El diamante del rajá», por ejemplo, se fija en Émile Gaboriau, novelista cuyas historias sobre el inframundo de París fundaron el género del roman policier y en cuyo detective, Lecoq, se inspira del príncipe Florizel de Más mil y una noches. Los franceses proveyeron a Stevenson de abundante material para su obra. Entre sus primeros escritos encontramos los ensayos sobre Charles de Orléans y François Villon, así como su libro de viajes más conocido, que describe una travesía por las montañas Cevenas, al sur de Francia (Viajes con una burra). Por supuesto, los antiguos y estrechos lazos entre Francia y Escocia resultaron cruciales para la cultura de Stevenson, y conformaron los temas de sus más extensas novelas históricas. En otras obras más breves ambientadas en Francia también afloran algunos aspectos de estos lazos, ya sea en parte o por completo, como es el caso de «El Club de los Suicidas», «El diamante del rajá», «Un sitio donde pasar la noche», «La puerta del señor de Malétroit», «La Providencia y la guitarra», y «El tesoro de Franchard». En efecto, la calidad estética e intelectual e incluso la cotidianidad de la vida francesa estimulaban la imaginación de Stevenson. Pero como estudiante de arte, era la literatura lo que atraía más su atención.

El conte francés era la única alternativa al relato breve estadounidense, el otro modelo disponible para el escritor, decidido a poner en práctica un género que no tenía ningún equivalente moderno en Inglaterra. El cuento francés, en oposición a su primo hermano estadounidense, «reivindicaba […] el valor supremo de la forma y la composición, y de esa unidad de efecto que se deriva de la completitud estructural».[2] La descripción del cuento francés que lleva a cabo Taylor a propósito de las piezas de Prosper Mérimée y Théophile Gautier podría leerse como un manual sobre el arte de Stevenson: «Gautier persigue su fin a través de la concentración, Mérimée por medio de la eliminación de los detalles. […] En las manos de ellos dos, […] el arte del conte francés se mantuvo, en gran medida, completamente objetivo».[3] Stevenson habló sobre su familiaridad con Gautier en un periódico de San Francisco en junio de 1887: «Me desagrada en especial el uso de cualquier palabra extranjera. […] El gran ejemplo de locura por leer para aprender nuevas palabras fue Gautier».

Stevenson encontró en el conte francés los elementos esenciales para crear el relato breve en inglés: la economía del lenguaje, que conllevaba tomar una mayor conciencia en la forma de escribir y de expresarse; la forma de entrelazar los hechos en una cadena lógica e ineludible de tal forma que el final siempre quede implícito en el principio, como le dijo Stevenson en una famosa carta a Sidney Colvin; la costumbre de contar la historia a partir de acontecimientos externos, ya sea a través de un narrador en tercera persona o uno en primera que sea, a fin de cuentas, un observador objetivo, incluso si está personalmente implicado en la historia; y, en particular, el hecho de concentrar los hechos y los detalles en una unidad compactada y autosuficiente. Los contemporáneos de Stevenson elogiaron su esfuerzo por comprimir y economizar, a pesar de que muy a menudo desaprobaron el resultado final. Una reseña a «El extraño caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde» reprochaba a la obra su fracaso en desarrollar lo que en principio parecía una idea brillante y original: «Quizá, sin embargo, en la era de la lectura apresurada, la narrativa condensada que ofrece el señor Stevenson tendrá más público que una historia más elaborada».[4] El mismo Stevenson era muy claro con ese propósito en su estilo:

 

Cuando quiero decir algo intento hacerlo en el mínimo espacio posible. Creo que un lector no debe ir arrastrándose durante páginas y páginas para averiguar qué intento decir. La gran dificultad con la que me encuentro es compactar el material. Me doy cuenta cuando un autor ha reescrito el texto una y otra vez, pues por muy raudo y fluido que sea un escritor, no puede barajar la gran cantidad de material que conformará un libro sin que algún fragmento le quede fuera de lugar. El orden es la base, la gracia y el fin de la literatura. La literatura es un arte que necesita su tiempo. Así que lo más importante es estar seguro de que todo se ha dispuesto en el orden adecuado. Y nunca dar por buena la primera versión. Esa es mi experiencia.[5]

 

Por su naturaleza, Stevenson podría identificarse con los franceses y la importancia que otorgaban a la forma y al estilo del cuento. En una entrevista que concedió a un periodista de San Francisco en 1887, queda plasmada esta idea, si bien escuetamente, cuando opina que el único escritor que estaba trabajando en algo tan interesante en el ámbito artístico como Henry James era Guy de Maupassant. A pesar de que el comentario alaba la nueva dirección que la obra de Henry James había tomado durante la década de los ochenta del siglo XIX, también elogia la destreza y originalidad de Maupassant, que había empezado su carrera a principios de la década, y cuya obra Stevenson sin duda seguía con gran interés. Siempre estaba atento a lo que producían los franceses, y su habilidad por inspirarse en sus ideas, tanto formales como temáticas, es un recordatorio constante de su gusto por las lecturas católicas y la religión. Si la novela policíaca del siglo XIX de Émile Gaboriau le sirvió como modelo para los cuentos de Más mil y una noches, las ballades (y la vida) de Villon le ofrecieron los medios para explorar los temas de la pobreza y la riqueza, el arte y la vida, en «Un sitio donde pasar la noche».

Stevenson buscaba combinar los elementos del conte francés y el relato breve estadounidense con el objetivo de crear un nuevo género que reuniera las mejores cualidades de ambos. Eso no implica que uno tuviera unas características superiores al otro, sino que ambos poseían diversos elementos que conectaban con la imaginación artística y los intereses intelectuales de Stevenson. Estaba decidido, pues, a explotar las posibilidades inherentes en ambos. Lo que Stevenson trataba de encontrar era un género que combinara el distanciamiento y la objetividad de los franceses con la implicación moral, e incluso la discursividad, de los estadounidenses. En cierto sentido, pretendía llevar a cabo algo inédito: fusionar dos estilos distintos y, de algún modo, contradictorios. Para los franceses la forma era lo primordial: la narración es la sucesión de hechos encadenados que controla y unifica el relato desde el principio hasta el fin. Esta será tan objetiva como sea posible, se evitará que el autor se entrometa en la historia, y el estilo será pulido en todos los detalles (economía de la expresión, hechos concisos y supresión de todos los datos irrelevantes o superfluos). El conte francés ofrece un relato de una construcción admirable que provoca una fuerte impresión. En pocas palabras: es un artificio magnífico. Stevenson se sentía en gran manera atraído por ese tipo de estilo, pues el desafío parte del material, del cuidado por la presentación y del compromiso casi exclusivo con los problemas del dominio de la técnica.

En el modelo estadounidense, por otra parte, la moralidad gozaba de una consideración primordial. Este es el caso, en efecto, de los cuentos de Washington Irving, así como también resulta obvio en los de Hawthorne. En realidad, si los estadounidenses pecaran de alguna cosa en su ficción breve, sería de conceder demasiada importancia a esos asuntos, de convertir el relato en un mero vehículo para la moral. Si bien este no es el punto de vista más interesante a través del cual leer a Irving, y por supuesto tampoco a Hawthorne, es el que suelen adoptar lectores y críticos. En el caso de Hawthorne, que el pecado y el castigo se sitúen en el centro provoca que sus textos se lean como ejemplos morales, a lo que contribuyen las conclusiones sumarias que a menudo añade el mismo autor. Aunque es innegable que la estructura de los relatos de Hawthorne a menudo disimula su complejidad, al modo de La figura de la alfombra de Henry James, es también cierto que una lectura superficial los reduce a un simple apotegma moral. Hawthorne se convirtió en un analista de la conciencia. El argumento y su acercamiento a él se centraron invariablemente en el tema y desatendieron la técnica. Incluso Poe, sobre el que existe consenso con respecto a que no le interesaban los temas morales, los trata en cuentos como «El barril de amontillado», «El hundimiento de la Casa de Usher» y «La máscara de la Muerte Roja».

Al mismo tiempo, Stevenson era, de los nuevos escritores, el que tenía un estilo más deliberadamente artístico y el más preocupado por los asuntos morales. Las cuestiones que abordaba en sus relatos nunca estuvieron exentos de alguna implicación moral, ya fueran la igualdad y la justicia como en «Un sitio donde pasar la noche», como el prejuicio y la avaricia en el caso de «La playa de Falesá». De hecho, incluso cuando practicaba distintas formas de relato breve, como la leyenda popular «El diablo de la botella» o la parábola «Will el del molino», incorporaba los asuntos morales a la estructura de la propia historia. Stevenson (como Henry James) tenía dos inclinaciones fundamentales: una hacia la técnica, para la cual se fijaba en los franceses, y otra hacia el análisis moral, que encontró en Hawthorne. El problema era amalgamarlas, crear una ficción que resultara a la vez brillante a nivel técnico y compleja en lo temático. En lugar de fomentar una u otra, como hacían franceses y estadounidenses, Stevenson elaboró un relato breve que era moral en el impulso y artístico en la ejecución: el «relato artístico-moral» o el relato artístico con moraleja.

Es posible que ningún otro escritor muestre una mayor dicotomía entre juego y propósito de la escritura que Stevenson: la escritura como juego y la escritura como propósito; el arte como placer y el arte como instrucción. Stevenson es la encarnación de la quintaesencia del ideal horaciano: la función del arte es deleitar e instruir. El problema, por supuesto, radica en que, para la mayoría de los artistas, uno u otro aspecto siempre destaca. En la novela del siglo XIX pareció, por un momento, que los dos propósitos se aunaran: en Dickens hay placer, incluso diversión, y también instrucción, o más bien indignación social. No obstante, parece evidente que los grandes autores victorianos, mientras desarrollaban su estilo, concedían importancia a uno a expensas del otro: pensamos en Eliot como en una gran moralista; en Dickens como en dos personas, el que entretiene en Los papeles póstumos del Club Pickwick y el justiciero de La Casa lúgubre; en Thackeray como un iniciado de la sátira social bajo el disfraz de titiritero. Pero en muchos sentidos, esos escritores estaban trabajando en un estilo ad hoc; no eran conscientes de dividir su rol o de determinar las consecuencias de su ficción. Hawthorne es un ejemplo de ese fenómeno. Su papel principal era el de instructor en el sentido más amplio. Podía quejarse de falta de público, pero no escribía para entretener ni complacer. Por su parte, si bien es complicado definir cuál era el papel de Poe, no lo es tanto concretar las consecuencias de su arte. Sus relatos tenían unos efectos bien calculados, pero si fueron construidos con ese propósito o solo fueron el resultado de su estructura resulta irrelevante.

Pero la posición de Stevenson era más sutil. En primer lugar, era extremadamente sofisticado y elocuente por lo que respecta al proceso artístico. Escribió durante una época en que la naturaleza del arte era un tema candente, en concreto el arte narrativo, sobre todo en Francia, pero también en Inglaterra. Stevenson estuvo involucrado en el histórico debate que culminó en «El arte de la ficción», de Henry James, y su propio ensayo «Una humilde protesta». Este título es tan modesto que ha sido desafortunado, pues ha animado a los críticos a descartar sus argumentos sin miramientos. Además, en este ensayo y en «Charla sobre la novela», Stevenson anticipa la noción freudiana de los escritores creativos y los soñadores, por la cual el psicoanalista sostiene que la literatura no es otra cosa que la expresión legitimada de las fantasías. Cuando Stevenson afirma que la ficción es como un juego para adultos, está usando un lenguaje coloquial para expresar la misma idea. Su percepción, que la ficción es una forma aceptada de juego para adultos, se añade a otra: la ficción es uno de los pocos caminos para llegar a la verdad en el mundo, porque es la única forma de entretenimiento que la gente aceptará, de manera que es el único medio para expresar el mensaje de quien cuenta la verdad.

Así pues, Stevenson se vio en la posición de querer entretener a sus lectores, pues se había percatado de que no tendría lectores a menos que los entretuviera, y al mismo tiempo estaba determinado a transmitir su opinión con la pasión resoluta de un Hawthorne. Es verdad que mostraba una actitud arrogante y hasta condescendiente con respecto a sus lectores. Stevenson conocía bien las capacidades, intereses y experiencias del público lector en general. Y no se sabe si escribió sus primeras obras de forma consciente con aquel (o cualquier) público en mente. Aun así, no hay duda de que siempre fue conocedor de lo que este le exigía; no en vano una de las cualidades más repetidas por los críticos es que Stevenson había nacido para escribir cuentos. Lo apropiado de esta descripción no se puso nunca en entredicho mientras vivía, y siguió vigente por lo menos hasta los años veinte del siglo XX. De hecho, poco después de recibir la noticia de su muerte, el San Francisco Chronicle tituló una de sus necrológicas «Tales of the Prince of Storytellers» (23 de diciembre de 1894). La vida de Stevenson había empezado a adoptar un cariz mítico; había «cuentos» que contar sobre su vida que rivalizaban con los suyos propios, los cuales, de hecho, estaban condenados a ser leídos bajo el cristal de su biografía.

 

 

2

 

Cuando leemos los cuentos de Stevenson, enseguida notamos el aislamiento y la soledad de sus personajes. Francis Scrymgeour y Simon Rolles en «El diamante del rajá» son dos de las primeras figuras que viven en pleno centro de una ciudad, pero que sin embargo están solos. Ambos batallan por sus carreras en el núcleo de metrópolis europeas, uno luchando contra viento y marea para asegurarse un puesto en una oficina de Edimburgo, y el otro consumido por la ambición de conseguir un ascenso en el entramado episcopal. Los dos están del todo centrados en ellos mismos y a la vez, curiosamente, lo ignoran. A diferencia de los personajes de James, a los que describía como «gente extremadamente perspicaz», que se sabían conscientes de sí mismos y se regocijaban en ese conocimiento, los de Stevenson (como los de las tragedias clásicas) son inconscientes por completo de su locura. Incluso en un cuento como «El pabellón de las dunas», donde el narrador admite que «De joven fui un gran solitario», el énfasis no se focaliza en la consciencia del narrador sobre su soledad, ni siquiera en si se da cuenta de cuán distorsionador puede llegar a ser estar ensimismado. En «El diamante del rajá», el tema del voyerismo funciona como una imagen especular del ensimismamiento del voyeur obsesivo, como si observar subrepticiamente a los demás fuera la única forma de escapar de la prisión de la propia mente. Es evidente el cariz sexual de esa mirada en «Historia del médico y el baúl» cuando el joven estadounidense no puede dejar de espiar por el ojo de la cerradura. Pero a un nivel más profundo, Stevenson centra su atención en un asunto que era fundamental para la mentalidad de un protestante estricto: la mirada interior que trata de descubrir un alma inmaculada. Podría ser que el yo solitario y aislado fuera la condición de la mentalidad calvinista, una condición que quedaba reflejada a la perfección en la educación presbiteriana de Stevenson y su experiencia en Edimburgo. Para él, el «rostro alargado» del arisco pueblo escocés que conocía tan bien era una metonimia de su actitud y su mentalidad.

Un cuento de Stevenson siempre tiene, invariablemente, un individuo como centro (ya sea personaje o narrador), y parece que nunca hay más de uno, ni siquiera cuando se despliega tal elenco de personajes que parecen llenar todas las páginas. Los asuntos morales, que son el centro de todos los cuentos de Stevenson, siempre se abordan como casos individuales. Desde el principio de «Un sitio donde pasar la noche», donde Francis Villon está de juerga con sus amigos en una taberna, hasta el final, cuando se encuentra solo en la calle tratando de explicar lo que ha pasado esa noche, está esencialmente solo en el mundo y se ve forzado a vivir bajo esta circunstancia. La filosofía, la religión, el arte, todo en lo que es experto, no pueden de ninguna forma alterar o mejorar esta situación. Villon debe vivir consigo mismo, aun cuando tiene una visión de sí mismo muriendo, colgando de la horca como la fruta cuelga de un árbol. Parte del dolor que describe Stevenson en el retrato del aislamiento de Villon, o de Cassilis y Northmour en «El pabellón de las dunas», radica en la comprensión de que esta es la inalterable condición de la existencia.

Para Stevenson, la mortalidad es el destino ineludible, ineluctable, una visión que sin duda conduce a muchos lectores a atribuir un distintivo tono macabro a varios de los cuentos. El discurso del médico en «Historia del médico y el baúl», en que explica con todo lujo de detalles qué le sucede a la carne una vez el espíritu la ha abandonado, puede leerse tanto como el análisis a sangre fría de un materialista sin corazón, como una discusión plausible sobre la naturaleza del ser humano, una discusión que debe comprenderse antes de que se pueda determinar cómo abordarlo o darle respuesta. La muerte es tan central en el ideario de Stevenson que rehuirla al inicio es evitar debatir sobre su tema y su estilo característicos. ¿Dónde queda la perpetuidad? Una y otra vez, reflexiona sobre esta cuestión a través de unos personajes que, en realidad, le representan. El joven narrador de «Los juerguistas», que encuentra la hebilla de un zapato en el fondo del mar y diserta en silencio sobre la existencia de su propietario, y, en consecuencia, sobre la historia de la humanidad, es otro ejemplo de la forma en que Stevenson insiste en la idea de la transitoriedad de la vida y, quizá, de la futilidad de todos nuestros anhelos. El contraste entre la vida y la muerte, que es otra manera de contemplar este asunto, también es recurrente en la obra de Stevenson. Y es la percepción de la muerte la que hace la soledad tan desoladora. No deja de ser curioso que su ficción se ocupe tan poco de temas como la ambición o el éxito terrenal en términos que pudieran ser comprensibles para la gente trabajadora común. Sin embargo, siempre existe una aguda conciencia de que estos son, en realidad, los asuntos que mueven todas las vidas. El pasaje de «Historia del joven sacerdote» sobre la lucha de Rolles por conseguir el éxito en la Iglesia y la comprensión de que sus méritos no tendrán nada que ver con ese éxito es solo uno de los ejemplos más ocurrentes.

Pero la ausencia de acciones que reflejen la ordinariez de la vida no significa que Stevenson tratara de alejar a los jóvenes de su Ovidio para conducirlos al mundo de la novela, como afirma en la dedicatoria de Secuestrado. En realidad, prefería concentrarse en asuntos que consideraba más fundamentales, o quizá más reveladores, de la condición humana. Las aventuras de «El Club de los Suicidas» y de «El diamante del rajá» y las desventuras de «Las desventuras de John Nicholson» son meras ocasiones para explorar con profundidad las experiencias; desde luego no son la sustancia, y menos aún el significado, de los cuentos. La estafa y la lucha de «El pabellón de las dunas» son los temas de los que trata el cuento, del mismo modo que el misterio que rodea al barco hundido es el de «Los juerguistas».

Eso no siempre es evidente, porque el motor que mueve un relato de Stevenson es la trama, que avanza en el tiempo con una serie de incidentes que son impredecibles e intrigantes. Pero para él las tramas (a cierto nivel) son solo un artefacto técnico, un medio para captar la atención del lector mientras se exploran asuntos de mayor importancia. Lo emocionante de una trama es el placer del acto de leer. Stevenson nunca denigra este placer y siempre se esfuerza por mantenerlo, pero en última instancia es un artefacto arbitrario, quizá incluso caprichoso. En «El Club de los Suicidas» y «El diamante del rajá» las tramas son extraordinarias, llevan al límite la credulidad y llaman la atención hacia su propia extravagancia. La que siempre se encuentra en el centro de la ficción es la idea. En el núcleo de un cuento de Stevenson siempre descansa el intelecto, tanto el intelecto del personaje como la comprensión intelectual, expresados a través de un narrador omnisciente. Si observamos obras como «El Club de los Suicidas», «El diamante del rajá», «Un sitio donde pasar la noche», «Markheim» o «Los juerguistas», se evidencia que los asuntos intelectuales son, en el fondo, los que confieren significado a estos textos. En realidad, sorprendería si uno de los lectores más voraces y eruditos de entre los escritores victorianos tardíos ignorara de golpe todo el conocimiento y la sabiduría de más allá del círculo de su obra. Stevenson puede ser considerado un filósofo de la ficción con mucha mayor justicia que cualquier otro de sus contemporáneos, incluyendo Hardy y James. Algunos de sus textos se presentan abiertamente como filosóficos, como «Will el del molino», donde el protagonista observa desde el pedestal de su retiro rural el panorama de todas las vidas humanas desfilando por delante de él. Otro, como «El tesoro de Franchard», expone con ingenio las excentricidades de un falso filósofo cuyo vocabulario extremadamente estrafalario solo denota su completa carencia de sentido común. Otros adoptan la forma de conversación, como ejemplifica el diálogo entre Villon y Brisetout en «Un sitio donde pasar la noche». ¿Acaso el debate entre ambos sobre la pobreza y la riqueza, las circunstancias y el destino, el honor y la degradación, constituye un uso no auténtico o no dramático de la ficción? ¿O, por el contrario, dado su contexto tan rico en lo visual y lingüístico, demuestra que estos asuntos no tienen solución?

Stevenson, que ideaba cuentos a partir de la personalidad de un personaje histórico, no puede tomar a Villon y convertirlo en alguien diferente del que fue: un genio creativo cuya vida de penurias contrastaba con su don innato, y que con toda probabilidad terminó de forma temprana y dolorosa. Si tuvo o no una vida distinta bajo circunstancias diferentes no es relevante. Vivió lo que vivió, y fue el hombre que fue. De aquí el final brillante: a pesar del largo y contencioso debate, el enfrentamiento y el desafío en cuestiones filosóficas complejas, cuando Villon se marcha y regresa a la intemperie de la noche helada, dedica el primer pensamiento a la pérdida de lo que podría haber poseído: «Qué anciano tan obtuso —pensó—. Me pregunto cuánto valdrán esas copas».

La frase inicial de «El pabellón de las dunas» («De joven fui un gran solitario») presenta la narración retrospectiva, un modo característico de los textos en primera persona de Stevenson. Este método siempre involucra dos historias, una sobre hechos pasados que se disponen en un orden secuencial, y otra, en presente, que permanece sin contar, aunque somos conscientes de que está ocurriendo. En otras palabras, una narración retrospectiva típica es una historia sobre el pasado que parece estar ocurriendo en este preciso momento, pues logra la inmediatez y el suspense de una acción en el presente. Pero, de hecho, todos los acontecimientos se han desvanecido en el tiempo y la memoria, y se recuerdan en parte para revivir la experiencia, y en parte como un intento de aferrarse a la vida. En los narradores retrospectivos de Stevenson, el pasado es a menudo el único momento que posee algo de vivacidad, quizá incluso de realidad, y las historias se cuentan con un vigor y una emoción que cautivan al lector y hacen que él mismo se imagine atrapado en una telaraña terrorífica de suspense. A través de la narración retrospectiva, Stevenson otorga una dimensión más profunda a los acontecimientos pasados, manteniéndolos vivos en la memoria del narrador-superviviente.

Stevenson utiliza de forma periódica el personaje de Frank Cassilis, el narrador de «El pabellón de las dunas», una figura sola en el mundo, que vive casi como un salvaje, cuya vida nómada queda reflejada en su entorno físico. La descripción de los alrededores rurales del pabellón captura el comportamiento de Cassilis y de su también solitario compañero, Northmour:

 

Sin embargo, en la parte norte de la finca, en medio de un sinfín de colinas herbosas y dunas batidas por el viento había, entre el mar y un bosquecillo, un pequeño pabellón o belvedere de diseño moderno que se ajustaba a la perfección a nuestras necesidades; y en aquel retiro Northmour y yo pasamos cuatro tormentosos meses invernales, casi sin hablar, leyendo mucho y sin vernos más que a la hora de las comidas.

 

La imagen del retiro es muy adecuado, pues en estas situaciones Stevenson suele identificar, o hasta mezclar, un aislamiento disciplinado y autoimpuesto con una especie de ascetismo religioso. De hecho, a lo largo del bosque de la orilla «Había varias edificaciones en ruinas dispersas por el bosque; según Northmour, eran albergues eclesiásticos que, en otro tiempo, habían servido de refugio a piadosos ermitaños». Existe cierta fascinación por esa vida: un mundo donde no se encontrará nada más que el mar y las dunas, un mundo con los libros como únicos compañeros. Parece ser el mundo ideal que busca Cassilis.

No es en absoluto accidental que tantos protagonistas de Stevenson sean grandes lectores: Simon Rolles en «El Club de los Suicidas» estudia patrística, Villon en «Un sitio donde pasar la noche» es un estudiante que cita la biblia en latín, y el reverendo Soulis en «Janet la contrahecha» está versado en teología. Existe una compleja asociación en Stevenson entre el estudio profundo y disciplinado de libros sesudos y el aislamiento asceta del lector (ficticio), una conexión que conduce a una especie de voyerismo, como si investigar los secretos de los textos fuera equivalente a observar de forma subrepticia los secretos de otros. Es necesario mencionar que Stevenson siempre es consciente de la transferencia del estudio intenso de los textos al proceso de escribirlos, si no lo es también el protagonista o el narrador. De algún modo fundamental, se establece una conexión ineluctable entre el aislamiento que el personaje de ficción se impone a sí mismo, con todas las implicaciones derivadas en su personalidad y su destino, y el lugar del artista en el mundo. El voyerismo mencionado antes, recurrente en «El Club de los Suicidas» y «El diamante del rajá», no es más que una realidad ficcional que inscribe la verdadera realidad del voyerismo que Stevenson practicaba como escritor. Es un voyerismo que él mismo consideraba producto de un ensimismamiento obsesivo, una especie de narcisismo al que los escritores y artistas eran propensos por la propia naturaleza de su trabajo. Si Stevenson luchó de forma deliberada contra esta tendencia en su propia vida, fue cuidando con sumo celo a sus amistades. Ningún otro escritor ha trabajado tanto y con tanta tenacidad para mantener a sus amistades (cada uno de sus libros incluye la dedicatoria pertinente), y para quien el matrimonio podría haber sido una forma de escapar de la prisión de sí mismo. Stevenson vivió en toda su plenitud tanto la amistad como la familia para no sucumbir a la tiranía del yo. Y aun así, el ritmo y la intensidad de trabajo con los que producía en aquellos últimos años en el Pacífico fueron tan vehementes que prácticamente se aseguró la muerte temprana, una repentina hemorragia cerebral.

Los cuentos escoceses de Stevenson siempre se inspiran en los enclaves más agrestes del precioso y severo paisaje de ese país, en los acantilados abruptos y las rocas escarpadas, en los vientos gélidos y los mares revueltos. Recrea un ambiente tan absolutamente desolador en «El pabellón de las dunas» que Frank Cassilis dice: «El lugar traslucía una soledad que impresionó incluso a un solitario como yo. Resulta casi imposible leer este cuento sin sentir en la propia piel el desamparo que se desprende del lugar. No es en vano que, como consecuencia, los autores de manuales de técnica cuentística del siglo XX mencionen a Stevenson como un experto en crear «atmósferas» y de la «descripción», conceptos que ponen de relieve su don extraordinario para producir estados de ánimo a partir de escenarios físicos extremos. Pero no es solo el estado de ánimo lo que condiciona la narración. Para Stevenson, el espacio es también un personaje, y las dunas batidas por el viento, sin más vegetación que unos arbustos de hoja perenne, son un emplazamiento idóneo para los introspectivos Cassilis y Northmour.

Las consecuencias del aislamiento se manifiestan en la condición mental y el comportamiento social de los personajes, como es el caso del reverendo Soulis en «Janet la contrahecha», o en Gordon Darnaway en «Los juerguistas». Villon afirma que «El hombre no es un animal solitario… Cui Deus faeminam tradit». Por supuesto, en boca de Villon, que es a la vez un golfo y un poeta, las palabras desprenden una mordacidad que casi vela su significado: él necesita una mujer tanto como comer o beber. Sin embargo, la idea central de la afirmación es, en realidad, la respuesta que ofrece Stevenson al dolor que inflige al yo el aislamiento voluntario o forzado: el amor de la mujer adecuada. En «El pabellón de las dunas», Frank Cassilis se casa son Clara Huddlestone y tienen hijos, a los que, de hecho, se les narra la historia. Pero Clara ya ha fallecido cuando Cassilis cuenta el relato, por lo que el foco se concentra en la soledad en lugar del amor que lo rescató de esa soledad. En realidad, lo que despierta la imaginación de Stevenson es la sensación de fracaso que sienten los personajes, y no tanto la expectativa de amor. Cassilis y Northmour son unos marginados en sentido estricto, personas al margen de la sociedad, cuyas vidas están separadas de la intimidad y las relaciones, que se han apartado a propósito de las normas y las responsabilidades sociales y familiares. Aunque les une el amor que sienten por Clara, que los mueve a proteger a su padre, en realidad no están en contra de los italianos y, en efecto, libran una batalla falsa. Cuando el pabellón, su refugio contra del mundo, arde en llamas, no queda nada excepto «cicatrices de las aulagas quemadas» en las dunas. La tierra ha vuelto a sí misma, y ha expulsado a los intrusos de su sino.

Es interesante preguntarse cómo un hijo único, que ha crecido en un hogar permisivo de clase alta en Edimburgo, puede tener una visión tan cautivadora de la soledad de los hombres y las mujeres en el mundo. Pero sean cuales sean las razones, esta visión domina una parte sustancial de su obra, y genera la atmósfera y el tono que predominan en los mejores cuentos del escritor. De un modo en que génesis y ejecución resultan del todo modernas, Stevenson hizo del paisaje un elemento que realza la soledad que padece el individuo, y acaba por simbolizar tanto la condición como la consecuencia de la experiencia. «El reverendo Murdoch Soulis [...] pasó los últimos años de su vida sin parientes ni criados, ni ninguna otra compañía, en la pequeña y solitaria rectoría al pie de Hanging Shaw». La fusión entre el personaje y el lugar es tan simple, y aun así tan vívida, que es más fácil que se contemple en nuestra época como una técnica cinematográfica, una representación gráfica e instantánea del contenido y de la forma. Se trata de una técnica que los lectores entendieron de forma intuitiva pero que raramente analizaron. Parte de esa efectividad descansa en la simplicidad del lenguaje, parte en la evocación del estado de ánimo, y, por último, en el propio ritmo, que va construyendo una sensación de finalidad, el vacío extremo de la muerte inminente y la ausencia total de contacto humano. Stevenson siguió este método a lo largo de su carrera, de forma que, en la década de 1890, se sirvió de los atolones de coral de los Mares de Sur para ilustrar la misma soledad terrible que antes había identificado con las adustas, oscuras y húmedas rocas de la costa escocesa.

 

 

3

 

En «Un sitio donde pasar la noche», Stevenson introduce un tema que tendrá una presencia capital en su ficción: la casualidad, o lo antojadizo de la vida. Es una cuestión filosófica que trató con un humor ácido en «El Club de los Suicidas» y «El diamante del rajá», con un patetismo cómico en «Las desventuras de John Nicholson» y con una sobria profundidad en «Los juerguistas» y «Markheim». Esta cuestión trasluce una visión específica del mundo, incluso del universo, y del lugar que ocupan los seres humanos en él. ¿Cómo vivimos nuestra vida? ¿Qué planificamos sobre nuestro trabajo, nuestros hijos, nuestra posteridad? Stevenson era un hombre resuelto: el temor a que podía morir sin dejar nada atrás, que su nombre hubiera sido «escrito en el agua» para desaparecer en el olvido del tiempo sin que nadie lo recordara, lo estimulaba a escribir allí donde se encontrara, viajando en tercera clase de un trasatlántico, en un tren atravesando Estados Unidos o en una balandra por el Pacífico, esputando sangre o febril, pero nunca faltaban el cuaderno y la pluma en su bolsillo, o una tabla para escribir en la cama. Quizá el deseo de inmortalidad, por muy fútil que esta expresión resultara para un hombre cuya conciencia estaba empapada de Darwin («Pulvis et Umbra»), o quizá su rechazo a una muerte discreta, lo empujaron a escribir sin descanso. Stevenson quería dejar una marca indeleble en un tronco, para que quien llegara después de él, mientras ese tronco durara, lo recordase y reviviera su nombre. Por supuesto, se trata solo del anhelo de inmortalidad del artista, y en absoluto supone ninguna novedad. Pero en Stevenson va aparejada la conciencia de finales del siglo XIX de que, en el contexto del tiempo geológico, la noción de inmortalidad era algo así como un anacronismo.

Está claro, no obstante, que Stevenson no aborda este asunto desde un punto de vista religioso. Como Hawthorne, se inspira en la gramática y en el vocabulario de la religión, pero la perdición perpetua, como la gloria eterna, es solo un tropo que nos permite acceder al círculo donde su verdadero significado se explora y se debate. Parte de esta discusión tiene que ver con lo que Stevenson (a través de Villon) denomina «lo enigmática que es la vida del hombre», pues la búsqueda de la fama y la inmortalidad a través de la literatura es tan arbitraria como cualquier otra emprendida por toda persona, sea de clase alta o baja.

En «Un sitio donde pasar la noche», Stevenson añade a la idea central del universo gobernado por el azar los temas del arte y la inmortalidad, la pobreza y la riqueza, y la transitoriedad de cualquier meta mundana. Abre el relato con uno de sus párrafos iniciales más memorables, del cual solo cito las primeras líneas: «Estaban a finales de noviembre de 1456. La nieve caía sobre París con rigurosa e incansable persistencia; de vez en cuando el viento hacía una incursión y la esparcía formando vórtices voladores, otras veces reinaba la calma y descendía, copo a copo, callada, morosa e interminable […]». La primera frase es inmejorable por su simplicidad y su modernidad. El tono es tan atemporal hoy como lo fue en 1878, y es la mera inclusión del año 1456 lo que produce una sacudida en la frase (y en el lector). Tiene el efecto de revivir la ciudad medieval, como si nos encontráramos allí mismo y nos permitiera penetrar en su mentalité sin dejar de habitar nuestra época posterior. Después Stevenson sigue con una de sus descripciones más potentes y evocadoras, la de una ciudad cubierta por la nieve, cuya blancura ofrece un vívido contraste con la oscuridad de la noche. Y con la palabra «vórtices» alude tanto a las teorías antiguas del universo que postulaban un movimiento rotatorio de la materia cósmica alrededor de un eje, como a las teorías científicas del siglo XIX que definían este término como un movimiento acelerado de partículas alrededor de un eje. Así, esta palabra funde el pasado con el presente (del mismo modo que la ficción histórica es una mezcla de diferentes períodos de tiempo), mientras que su significado en cada caso va asociado a las leyes naturales o a las fuerzas que van más allá del control del ser humano.

La nieve, también, queda fuera de control, con su caída incesante e impredecible, su completa soberanía sobre la vida de las personas. Francis Villon, que es un hombre culto, puede especular de un modo desenfadado y un poco blasfemo sobre su origen: «¿[…] el pagano Júpiter estaba desplumando unos gansos en el Olimpo?, ¿o estarían los santos ángeles mudando la pluma?». Por contra, los pobres e iletrados sienten temor ante los fenómenos naturales, temor que se resume en una frase maravillosa: «Los menesterosos, que alzaban la mirada bajo las cejas húmedas, se preguntaban de dónde caería todo aquello». Resulta evidente que contemplan el cielo y, por lo tanto, de forma implícita, a Dios. Pero Villon es demasiado sofisticado para guardar esta fe tan absoluta e incondicional. Es un «licenciado», y su habilidad para mezclar alusiones clásicas y religiosas lo identifican como un intelectual que no se toma los fenómenos como señales, o, por lo menos, no como señales de Dios. El humor ladino de Villon roza la blasfemia, y no continúa con la broma. Está aceptado que un hombre con estudios juegue con las palabras y las ideas, pero también es peligroso, y ese riesgo no se debe tratar con desdén. Pero solo planteando la pregunta en boca de Villon, con un ligero tono anticlerical, Stevenson abre la posibilidad al cuestionamiento religioso. Aunque el relato no trate propiamente sobre ello, implica un debate moral y ético, y aborda «lo enigmática que es la vida del hombre».

Esta frase aparece cuando Villon, que está buscando un refugio en plena noche, tropieza con el cadáver de una mujer que ha muerto de frío. Registra sus bolsillos, que están vacíos, y descubre que guarda dos moneditas en las medias. Esta inspección constituye, por supuesto, una violación del cuerpo de la mujer, a pesar de que este asunto es problemático, puesto que se trata de una visión de la muerte recurrente en muchos cuentos de Stevenson. En pocas palabras: si el alma ya se ha ido, ¿cómo puede uno violar la carne? En «Historia del médico y el baúl», el doctor Noel insiste al joven estadounidense, a quien engatusa para que acompañe al cuerpo inerte hasta Londres, que solo es el «cajón del cadáver», y que no hay por qué estar preocupado. Una vez llega la muerte, todo lo que permanece es proteína animal. Villon aborda este tema cuando comenta la mala suerte de la mujer por no haber podido gastar sus monedas: «[…] le habría dejado mejor sabor de boca, antes de que el demonio se llevara su alma y su cuerpo fuera pasto de los cuervos y los gusanos».

La imagen que Stevenson describe de Villon rebuscando en la liga y las medias de la prostituta funciona a dos niveles: en primer lugar, se basa en la conocida debilidad de Villon por las mujeres de toda clase, incluso las prostitutas. Que el Villon de ficción levante con tanta naturalidad el vestido de la mujer muerta para rebuscar en sus medias da a entender que no es la primera vez que lo hace. Stevenson construye su retrato a partir de la idea general que sus contemporáneos tenían de Villon, idea que provenía de haber leído su poesía y una biografía francesa reciente, que Stevenson había usado como una de sus fuentes para un ensayo sobre el poeta en Estudios familiares de hombres y libros. Stevenson usa aquí por primera vez uno de los métodos que siguió para construir los personajes de sus mejores escritos. El Villon de ficción se cimenta en el Villon histórico, un libertino cuya poesía está repleta de imágenes sexuales y amorosas, aunque su visión última sea compleja y problemática. Stevenson nunca sugiere que la sexualidad sea aquí un tema. Usa dos palabras gráficas y sugerentes en una oración simple («pero en sus medias, por debajo de la liga»), y el lector debe interpretar todo lo demás, debe comprender que la única forma que tenía el Villon de ficción de descubrir las monedas era a través del conocimiento íntimo del cuerpo de la mujer que, con toda seguridad, poseía el Villon histórico. Esta breve escena es instructiva, pues nos habla sobre los principios estilísticos de Stevenson: nunca desvela más al lector de lo puramente esencial, hecho que es, en realidad, una fórmula teatral adaptada a la narrativa; y, en la ficción histórica, siempre fundamenta la completa comprensión del personaje en el conocimiento del contexto histórico de su trasunto real.

El acto de registrar el cuerpo inerte de la mujer para encontrar unas monedas resulta del todo psicosexual, y afín a la psicosexualidad que encontramos en un Silas Scuddamore espiando a madame Zéphyrine a través del ojo de la cerradura. Desde el punto de vista temático, la sexualidad posee un aspecto subrepticio y furtivo; desde el punto de vista de su presentación, está dispuesta con tanta discreción que al lector se le puede escapar su significado con facilidad. El cuento podría servir como modelo para el tipo de narración objetiva por la que Kipling ganó su fama y que Hemingway identificaba con Las aventuras de Huckleberry Finn y Stephen Crane. Además de ello, la asociación que Stevenson establece entre sexualidad y muerte, que tan solo se insinúa en esta breve escena, se desarrolla por extenso en «Jekyll y Hyde» y alcanza una especie de clímax en la escena de la muerte de «La playa de Falesá».

Por supuesto, la muerte es un tema tan abrumador en la ficción de Stevenson que es difícil encontrar un cuento que no la incorpore. Stevenson emplaza esta cuestión en el centro de la existencia humana: no podemos entender la vida hasta que reconocemos y abrazamos la muerte, que puede sobrevenir cuando la vida parece más indestructible, como le ocurre a la «pobre mujerzuela» a medianoche de una forma tan rápida como inesperada, igual que al personaje del soldado, el hermano del coronel Geraldine. El tema de la muerte es tan fundamental en Stevenson que a menudo se ha atribuido de forma errónea a la naturaleza del género, considerado una simple parte de la maquinaria de la ficción «romántica» o de «aventuras». Resultaría equivocado reconocer en el tratamiento que le da Stevenson una versión temprana de las películas de acción hollywoodienses, en las que el público queda inmunizado contra la realidad de la muerte. Más bien al contrario: la descripción en Stevenson es tan vívida, tan gráfica, que el crítico del Chicago Tribune de Más mil y una noches consideró que los cuentos eran tan repugnantes que merecían ser comparados con Émile Zola.

Pero regresemos a uno de los puntos centrales de la discusión: la idea de que la vida es caprichosa, de que las normas del azar ocupan el lugar de las del destino, o las del libre albedrío, e invalidan las habilidades físicas y mentales del ser y de la personalidad. Cuando Villon contempla a la mujer muerta, monedas en mano, sacude la cabeza «al pensar en lo enigmática que es la vida del hombre. Enrique V de Inglaterra, muerto en Vincennes justo después de conquistar Francia, y esta pobre mujerzuela abatida por un viento frío en el umbral de un potentado antes de poder gastarse un par de blancas… el mundo era cruel». La arbitraria y repentina muerte que arrebata al más rico y al más pobre en el momento de los placeres más bajos o de los mayores triunfos es la cuestión sobre la que reflexiona Villon. Y la yuxtaposición de un rey y una prostituta, la conquista de un territorio y la fiera protección de dos moneditas, pone de manifiesto el asunto como una cuestión filosófica y religiosa, y le otorga una validez universal. También elimina lo que distingue a los reyes de las prostitutas, pues es el azar un gobernante igualitario que hace girar al mundo para los buenos y para los malos, indiferente a lo elevado y a lo bajo, sin considerar la causa, la justicia o la caridad. Que Stevenson mencione a Enrique V añade un toque irónico muy apropiado, pues contiene una alusión a la anécdota del rey inglés muriendo en Francia poco más de treinta años antes a la acción del cuento, que sería plausible que Villon usara para ilustrar lo fortuita que es la fortuna. Pero lo que Stevenson está poniendo en relieve no es la naturaleza casual de esta, sino la debilidad y fragilidad de las glorias de la vida y de los pequeños placeres. Villon opina que abandonar este mundo en un momento de placer sería lo más sabio, o, por lo menos, lo más satisfactorio, pues no tenemos ninguna garantía de que expiraremos antes de disfrutar el placer para el que nos hemos preparado: «Ojalá él pudiera gastar todo el sebo antes de que se apagara su luz y se rompiera la lámpara».

Continuando con la alusión y la reflexión, «Un sitio para pasar la noche» deriva hacia un debate dramático que se ocupa de la naturaleza del azar en la vida de los individuos. La idea subyace desde el principio del cuento, en la descripción del amigo inmoral y parecido a un animal de Villon, Tabary: «se había hecho ladrón, igual que se podría haber convertido en el más honrado de los burgueses, por culpa del imperioso azar que rige los destinos de los gansos y los asnos humanos». Parece que las personas no son distintas a los animales, desde luego no mejores, y, lo que es más crucial, tampoco tienen ningún tipo de control sobre sus vidas: imperioso azar, autoritario, dictatorial, dominador. Parte de la brillantez de «Un sitio para pasar la noche» recae en que Stevenson reutiliza temas que aparecen en la poesía de Villon. Así, los versos de El testamento de Villon «El emperador le interpeló: / “¿Por qué eres ladrón de mar?” / El otro le dio respuesta: /“¿Por qué me haces llamar ladrón? / ¿Por que se me ve piratear / en un pequeño navío? / Si pudiera armarme como tú, / como tú sería emperador”».[6] Esta observación es precisamente la materia del debate entre Brisetout y Villon: «Pero, si yo hubiese nacido señor de Brisetout y vos hubierais sido el pobre erudito Francis, ¿habría habido menos diferencias? ¿No habría sido yo quien se calentaría las rodillas en un brasero y vos quien buscaríais unas monedas en la nieve? ¿No habría sido yo el soldado y vos el ladrón?». Según el argumento de Villon, las circunstancias hacen que las personas se conviertan en lo que son. ¿Qué es el carácter sino las circunstancias, el robo sino pobreza, la virtud sino la ausencia de hambre? El señor que rescata a Villon del frío le ofrece la hospitalidad de su hogar, se dirige a él de forma elevada y ensalza la belleza de la virtud moral; cree que lo que está diciendo es inherente a la estructura del mundo: las personas son buenas o malas, siguen la verdad o se han rodeado de falsedad, de acuerdo con un plan predestinado por el cual los valores absolutos como el honor, la integridad y la lealtad son la recompensa. Estas creencias están del todo arraigadas en el señor de Brisetout y fundamentan su visión del mundo. Villon, que es más agudo en lo intelectual, mejor educado y más hábil argumentando, hace rabiar a Brisetout, pues socava el sistema de creencias del noble, que otorga al mundo significado y valor, orden y estructura.

Lo que Stevenson efectúa en este pasaje, y en otros cuentos, es plantear una pregunta fundamental pero incontestable sobre nuestra experiencia: ¿somos responsables sobre nuestras vidas o están fuera de nuestro control? La pregunta surge debido a que muchos elementos de la ficción de Stevenson o derivan de ella, o bien la propician. Así, la violencia, que es un tema tan potente y ubicuo en la obra de Stevenson, con frecuencia se presenta como un impulso, sin previo aviso. El asesinato de Thevenin es rápido e inesperado: «[…] Thevenin estaba a punto de proclamar otra victoria cuando Montigny saltó sobre él con la rapidez de una víbora y le apuñaló en el corazón. El golpe hizo efecto antes de que pudiera dar un grito o mover un dedo». La celeridad del acto revela un aspecto de la personalidad del Montigny histórico, un hombre desalmado, dos años mayor que Villon, que había nacido en el seno de una familia noble (detalle que Stevenson incorpora con disimulo en el texto), sentenciado a muerte dos veces, una de ellas por asesinato. En la obra de Stevenson, la violencia va aparejada al relato con el objetivo de que se revele tan funcional y sorprendente como la vida misma. Stevenson no se centra en la experiencia de la muerte tanto como en el acto de violencia a través de la reacción física de la víctima. Es el método moderno por antonomasia, y podría compararse con el de Hemingway, en específico con los interludios de En nuestro tiempo.

Stevenson no puede dejar nunca de reflexionar sobre la cuestión de cómo vivimos en el mundo cuando nuestra existencia pende del hilo más fino, cuando lo único que evita que nos arrebaten nuestros triunfos es la pura casualidad. Esa noción está estrechamente ligada a su visión de la historia y del lugar que ocupamos en el universo. Transitamos de ese periplo o viaje, dos conceptos que describen y reflejan la estructura más elemental de los cuentos de Stevenson, a la nada. «La vida es un aliento que se disipa, como nos cuentan quienes han abrazado los hábitos». En ocasiones encontramos recordatorios de aquellos que hace mucho que han caído en el olvido, como la hebilla del zapato que el narrador descubre cuando se sumerge en el mar en «Los juerguistas», una reliquia moderna no del todo distinta a la calavera de Yorik y que plantea la misma pregunta: ¿es eso lo único que queda del ser humano? Si Stevenson fuera religioso podría haber resuelto el enigma con mayor facilidad. Pero ni Villon, licenciado en teología, ni Simon Rolles y su historia de la Iglesia, ni el reverendo Soulis y sus sermones tienen una respuesta.

En efecto, la pregunta podría ser errónea; no debe ser la que plantea Villon sobre por qué existe el sufrimiento en el mundo, o por qué hay gente que pasa hambre y otra está bien alimentada, o ladrones y santos (o por lo menos los que más se acercan a los santos, los justos). No hay lógica que valga para explicar por qué unos sufren y otros prosperan, o por qué no pueden intercambiarse el lugar, o por qué la fortuna de ambos puede desvanecerse de repente. En «La puerta del señor de Malétroit», por ejemplo, la vida de Denis cambia dos veces: cuando está atrapado dentro de la casa y se enfrenta a la muerte por la mañana, y cuando se embarca en una nueva vida con Blanche, después de descubrir su amor por ella en el transcurso de una larga velada. Los críticos que desestiman este cuento por sentimental deberían reconsiderarlo en el contexto de otros textos de Stevenson solo por la forma en que el azar puede destruir una vida para ofrecer otra, como hace con Denis. De un modo similar, no se especula sobre lo que un individuo puede realizar en una situación específica. Cuando Villon se marcha de casa de Brisetout a primera hora de la mañana, sin robarle ni asesinarlo, reflexiona, en una conclusión brillante: «“Qué anciano tan obtuso —pensó—. Me pregunto cuánto valdrán esas copas”». Que se marchara de la casa con sigilo sería un buen final, pero Villon podría, con la misma facilidad (y sería igual de plausible), haberlo matado. Además, Stevenson, ya en el planteamiento de la trama, deja lugar a las distintas posibilidades que constituyen las realidades de la vida: nada está decidido ni determinado, y el carácter y el comportamiento, en la ficción y en la vida, vienen condicionados por circunstancias que a menudo quedan fuera de nuestro control. Así, Stevenson estaría de acuerdo con Markheim en que su vida estaba determinada por haber nacido de forma circunstancial entre los «gigantes», y aun así rechazar el argumento como un mero pretexto para el fracaso de la voluntad. El carácter o la circunstancia no son el destino, pero juntos conforman la vida, y es para mantener esta vida que los personajes de Stevenson luchan con audacia, e incluso desesperación.

 

 

4

 

Jekyll y Hyde se han convertido en sinónimo del bien y el mal, dada la creencia popular de que cada hombre alberga en su interior un yo antitético, y que ambos yos coexisten en un estado de tensión no resuelta o en conflicto abierto. La influencia de este cuento de Stevenson fue tan importante que, a principios de 1928, el Funk and Wagnalls New Standard Dictionary incluyó a «Hyde» y «Jekyll» en entradas separadas, como si la creación ficcional fuera en efecto dos personajes distintos, cada uno de los cuales refiere al otro. En el Webster’s Third New International Dictionary (1961) la entrada «Jekyll-and-Hyde» gozó de su propia definición como adjetivo: «De, relativo a, o similar a una persona que lleva una doble vida o que en apariencia tiene dos personalidades diferentes, una buena y otra mala». Ningún otro cuento de Stevenson se ganará un mayor reconocimiento general; de hecho, «Jekyll y Hyde» es un epónimo que todo el mundo conoce, incluso aunque no todos puedan identificar su fuente. ¿Cuál es la explicación de este «conocimiento» tan extendido? Existe, por supuesto, el enorme interés por la literatura tradicional del doble. Y la preocupación psicológica moderna por las cuestiones de individualización, doble personalidad y la formación del ego explica sin duda la fascinación por un cuento del siglo XIX que se vendió como una novela de suspense barata pero que se convirtió en el objeto de innumerables sermones dominicales.

«Jekyll y Hyde», quienes, según cuenta él mismo, acudieron a Stevenson en un sueño, escenifica un tema que cautivó a su autor desde el inicio de su carrera: el misterio de la dualidad en la naturaleza humana. Lo que se erige en objeto de exploración es la naturaleza del carácter humano o, dicho de otra manera, la naturaleza del yo. «Villon hizo una reverencia y se deshizo en serviles palabras de disculpa; en situaciones así siempre sacaba al mendigo que llevaba dentro, y el hombre de genio agachaba confundido la cabeza». Y en «Los juerguistas», la primera vez que el narrador ve a su tío Gordon Darnaway, después de muchos años: «Era un hombre amargado, bajo y atrabiliario, de rostro alargado y ojos negros. Tenía cincuenta y seis años, estaba sano y activo y su aspecto era una mezcla entre pastor de ovejas y hombre de mar». Ambos ejemplos revelan la creencia fundamental de Stevenson de que la identidad no es obvia ni única. En efecto, la personalidad de Villon posee una gran variedad de aspectos y no puede reducirse ni al artista ni al mendigo, o no más de lo que puede identificarse en exclusiva como ladrón, estudiante, amante o filósofo. En cierto sentido, Stevenson comparte con Walt Whitman la convicción de que cada hombre es amplio y puede albergar multitudes; de hecho, fue la lectura de la poesía de Whitman, y en particular del poema «Canto a mí mismo», lo que le inspiró a tratar el tema de la personalidad compleja de un modo tan directo. En realidad, la idea de que el ser humano luce diversas máscaras para ocultar sus yos interiores nos conduce tanto a Whitman como a Hawthorne, en cuyos cuentos es recurrente la imagen del velo como un medio para esconderse.

Stevenson siempre fue consciente de la máscara exterior («La gente siempre es mejor que ese disfraz que crece en torno suyo y acaba por asfixiarles»). En la descripción de Villon citada más arriba, el poeta se adapta a la situación, se presenta como un mendigo y se aprovecha de la caridad de un noble señor. Pero el artista de su interior está lejos de ser un mendicante; es arrogante, polémico, sarcástico y desdeñoso. ¿Es, pues, el indigente el disfraz? La respuesta es no, pues una de las convicciones de Stevenson es que asumimos la personalidad que ostentamos o que practicamos. Villon, cuando pide, es un mendigo; es un poeta cuando compone ballades, igual que Simon Rolles es ladrón y teólogo a la vez, un asceta erudito y un pupilo ávido de los secretos del inframundo. La existencia de uno no excluye al otro; el criminal y el religioso coexisten en el mismo individuo. Somos, en otras palabras, lo que parecemos ser.

En «Los juerguistas», Stevenson compara a Gordon Darnaway con un pastor y un marinero. No pueden ser más disímiles, uno rural, silencioso, quizá incluso contemplativo, y el otro emplazado en el medio de un mundo perpetuamente cambiante, activo y virulento. El pastor rara vez abandona su espacio, mientras que el marinero jamás posee un hogar. En este pasaje Stevenson construye un retrato complejo de Darnaway, pero a través de un detalle casi trivial divide su personalidad de tal forma que no puede clasificarse con facilidad en ninguna categoría. Los elementos del pastor se explicitan en su arraigamiento, el cuidado de su hija, y su instinto por el aislamiento y el silencio de su hogar. Por otra parte, también es un hombre de mar, rodeado por él, con una capacidad de obtención de poder que se desvela en el acto violento que constituye el centro del relato. Aunque haya características compartidas entre el pastor y el marinero, es el contraste absoluto lo que se cuestiona, un contraste que refleja el arte de retratar de Stevenson. No siempre existe una división crucial en la naturaleza del personaje, sino el reconocimiento de que hay distintas facetas en una única personalidad, y que estas no pueden separarse con facilidad. El recurso estilístico de Stevenson («entre pastor de ovejas y hombre de mar») se revela como una fisura lingüística fundamental en su visión de la personalidad, y, en un sentido más amplio, de su percepción del mundo. Mediante una simple preposición expresa el sentido moderno de la incertidumbre y la ambigüedad del mundo.

«El pabellón de las dunas» ofrece un notable ejemplo de cómo Stevenson presenta la personalidad:

 

Mi mujer y yo, un hombre y una mujer, a menudo coincidimos en preguntarnos cómo alguien podía ser, al mismo tiempo, tan apuesto y repulsivo como Northmour. Tenía el aspecto de un caballero cabal, su rostro evidenciaba su inteligencia y su valentía, pero bastaba con mirarlo una vez, incluso cuando estaba de mejor humor, para darse cuenta de que tenía el temperamento de un capitán negrero. Nunca he conocido a nadie tan atrabiliario y vengativo: en él se combinaban la vivacidad meridional con el odio tenaz y mortífero de los septentrionales, y ambos rasgos estaban escritos bien a las claras en su rostro como una especie de señal de peligro. Era alto, fuerte y dinámico; tenía el cabello y la tez muy oscuros; sus facciones eran agradables aunque distorsionadas por lo torvo de su gesto.

 

Con dificultad encontraríamos un ejemplo más dramático de dualidad en sus primeros escritos. Solo cinco años después, en La isla del tesoro, Stevenson presenta a John Silver el Largo, cuya capacidad por infligir el mal de forma calculada queda compensada por su carisma, su coraje e incluso una especie de júbilo verbal. No hay duda de que algunos «rasgos» de Northmour se han transferido a Silver. Pero la cuestión central del retrato es el enigma de la personalidad. ¿Cómo puede Northmour ser a la vez apuesto y repulsivo, afable y cruel? ¿Cómo puede tener la vivacidad del sur y el carácter vengativo y despiadado del norte? Lo que Stevenson opera es en realidad muy simple: adapta una personalidad dividida a los propósitos más amplios de su narración. Así, la división del interior de Northmour refleja la división que el texto establece entre el sur y el norte, el calor y el frío, la luz y la oscuridad, la paz y la guerra. La división del yo a menudo refleja la división en el texto, y el conflicto irreconciliable que tiene lugar en el interior del individuo solo puede conducir a un final catastrófico; en este caso, al fuego que destruye el pabellón. La muerte de Northmour, de la que el narrador nos informa al final sin concederle demasiada importancia, se identificará de un modo simbólico con la desaparición de la construcción, pues su personalidad dividida no es más que su imagen, un refugio escocés de diseño italiano, una estructura mal construida y descontextualizada, y aun así, curiosamente, reconfortante para sus residentes y visitantes. El rostro es nuestra presentación; quizá nosotros mismos provocamos el destino al que intentamos resistirnos, del mismo modo que fracasamos en la libertad que imaginamos abrazar.

Sin lugar a dudas, el relato que mejor ejemplifica la dualidad del ser humano, además de «Jekyll y Hyde», es «Markheim», publicado por primera vez como parte de una colección de cuentos de «terror» en un volumen titulado The Broken Shaft. Stevenson usó este subgénero para centrar la atención en el yo dividido y sus implicaciones en el carácter y la conciencia. Se trata de un cuento brillante en su simplicidad, ritmo y agudeza psicológica. Markheim, un joven que ha ido cometiendo crímenes cada vez más graves a causa de sus deudas de juego, entra en un anticuario el día de Navidad, entabla conversación con el viejo y después lo mata con una daga larga. Se dispone a robar el establecimiento, cerrado al público desde la tarde, repleto de relojes y espejos de todas las formas y tamaños. Mientras va recorriendo la casa, se encuentra de repente con otra presencia. Esta presencia, o «visitante», entabla una conversación con Markheim, y ambos debaten sobre el camino que ha tomado la vida del asesino. El visitante se ofrece a ayudarlo a escapar, pero después del largo coloquio Markheim decide entregarse a la policía. Cuando la criada del anticuario regresa a la tienda, Markheim le dice: «Será mejor que vaya a buscar a la policía: he asesinado a su amo». Simple en apariencia, el cuento es un logro significativo a muchos niveles: como un estudio psicológico de la conciencia, como un discurso sobre el bien y el mal, como una compresión textual del tiempo y el espacio, de la luz y la oscuridad. Sin duda echa atrás la mirada hacia Poe y E. T. A. Hoffman, del mismo modo que se avanza a «El rincón feliz» de Henry James. Pero este no es un cuento de fantasmas, donde el protagonista recibe la visita de apariciones de su yo del pasado y del futuro, sino donde el recuerdo hace visible el pasado. Markheim recuerda con viveza sus experiencias de la infancia, experiencias en que lo perverso se alterna con lo feliz, en las que los campos abiertos contrastan con los carteles de asesinos famosos como atracción principal de la feria de domingo. Stevenson hace de la memoria y la conciencia sus temas, imágenes gemelas que generan la acción y envuelven al lector. Casi la totalidad del cuento tiene lugar en la mente del protagonista.

La cuestión de la dualidad puede emplazarse a la perfección en un contexto moderno, incorporando los conceptos psicoanalíticos centrados en el ego, y en «Markheim» este punto de vista proveería de una lectura verosímil. Otra forma de examinar la dualidad es a través del bien y del mal, el lugar de partida de «Jekyll y Hyde». Pero el bien y el mal son más complejos, o quizá más problemáticos, de lo que revela una división esquemática del yo. Sin duda, la naturaleza del mal es uno de los grandes temas de Stevenson, desde sus primeros escritos hasta los textos inconclusos de su final. El tratamiento, no obstante, no se antoja tan profundamente filosófico como en Melville, donde el mal es inmanente en el mundo, sin origen ni explicación; ni tan psicológico como en Hawthorne, donde en cada experiencia individual se repite la caída en desgracia. Se trata, más bien, de una fusión de ambos. Cuando Stevenson se centra en los motivos y el comportamiento, sitúa la psicología en primer plano, mientras que, cuando alterna el monólogo interno con el debate dialéctico, se inclina por el argumento filosófico. Así, la psicología y la filosofía comparten el propósito dramático y teórico.

¿Cuál es la naturaleza del mal? En «Janet la contrahecha», la respuesta es compleja. El diablo no es el asunto de este clásico cuento de brujería, sino la incapacidad del reverendo para percibir y, aún más, para comprender el propio mal y su poder en la vida de los demás. Este cuento, una obra de arte del realismo lingüístico, ha sido siempre contado entre los mayores logros de Stevenson. Él mismo lo guardaba en gran consideración, como le contó a lady Taylor, a quien dedicó el volumen en el cual apareció este cuento:

 

No has comentado nada de «Janet la contrahecha», que a mí me agrada mucho, como sí has hecho de otros volúmenes que circulan; pero es sabido que la gente no siempre está de acuerdo. No creo que la parte de mí que se dispone a pensar en el mal del mundo y del hombre sea la más saludable; pero no creo que hacerlo me dañe a mí, pero quizá sí dañe a mis lectores, que es más grave; pero en ningún caso tengo la intención de escribir más sobre este tema.[7]

 

Stevenson, reflexionando sobre el texto terminado, se pregunta sobre su obsesión por un tema sobre el cual no puede obtenerse ninguna conclusión definitiva. También es interesante observar su manera de considerar el proceso creativo, donde, aunque el tema sea acuciante, su ejecución no tiene un efecto dañino para el artista. (Entiende que eso no puede garantizarse a los lectores, con lo que, sin percatarse, da la razón a Platón por su temor de que el artista resulte un elemento peligroso, ya que su obra no puede controlarse y el efecto que despierta en el público es impredecible.) Lo que produce que el cuento «Janet la contrahecha» resulte sobrecogedor no es lo diabólico (o el terror), sino lo desconocido, y la conciencia de que existe un núcleo de mal en el mundo que solo puede negarse a riesgo propio. En efecto, lo diabólico sirve a Stevenson como el marco adecuado para centrar la atención en un aspecto de la vida que parece resistirse a una explicación racional. A pesar de que los aldeanos no poseen ninguna prueba de que Janet sea una bruja, y el reverendo sea un hombre cuyo coraje se sustente en creer en su propia racionalidad, al final, ni Janet colgando de una delgada cuerda ni el refugio del reverendo en el calvinismo implacable ofrecen ninguna explicación racional a lo ocurrido. Si uno busca un paralelo moderno a «Janet la contrahecha», no hay mejor parangón que las películas de Alfred Hitchcock.

En «Markheim», Stevenson fusiona los temas de la dualidad y del bien y el mal en un cuento sobre la conciencia, la redención y el narcisismo de la consciencia. Confrontado por el visitante que parece conocerle, Markheim exclama:

 

—¿Que me conoce? —exclamó Markheim—. Pero ¿cómo va a conocerme? Si mi vida es una calumnia y un disfraz para mí mismo. He vivido para falsear mi naturaleza. Todo el mundo lo hace, la gente siempre es mejor que ese disfraz que crece en torno suyo y acaba por asfixiarles. La vida los arrastra a todos, como alguien a quien hubieran raptado y envuelto en un manto unos malhechores. Si no hubieran perdido el dominio de sí mismos…, si se les pudiera ver la cara, serían muy diferentes, ¡parecerían héroes y santos! Yo soy peor que la mayoría, voy más oculto que los demás, mis motivos los conocemos Dios y yo. Pero, si dispusiera de tiempo, podría mostrarme tal como soy.

 

El alegato de Markheim es, por supuesto, autocomplaciente; culpa al destino de su conducta criminal y de su condición actual. Pero, aunque no parezca más que un intento de justificarse a sí mismo, no se puede ignorar. De este párrafo se desprende la creencia de que nuestra vida exterior no guarda relación alguna con quienes somos. Es como si «la vida» nos secuestrara de nuestro mejor yo, y nos obligara a comportarnos de una forma que no es ni un reflejo genuino ni una expresión adecuada de lo que creemos o sentimos. Markheim se lamenta por la preservación de su propia identidad y contra la falsa separación entre nuestra existencia interior y exterior, por la colocación de nuestro yo físico como sustituto de nuestro ser espiritual más puro, aunque cautivo. En un pasaje de profundas raíces históricas, Markheim habla del dilema de su existencia: «El bien y el mal corren por mis venas y me empujan en direcciones opuestas. No quiero solo una cosa, las quiero todas». Esta noción de un individuo en guerra consigo mismo encuentra su expresión embrionaria en la Epístola a los Romanos de san Pablo («Pero veo otra ley en mis miembros, que se rebela contra la ley de mi mente, y que me lleva cautivo a la ley del pecado que está en mis miembros», Rom 7, 23), y en dos descripciones reveladoras de sir Thomas Browne, a quien Stevenson imitaba «diligentemente» cuando aprendía a escribir, y a quien aún en la tardía fecha de 1893 seguía incluyendo en su canon privado de escritores venerados:[8] «El corazón del hombre es el lugar en que mora el Diablo: yo a veces siento un infierno en mi interior», y «Hay otro hombre dentro de mí, que se enfada conmigo, me regaña, manda y acobarda».[9]

Esta idea de división interior, de que en el fondo del yo existe una fuerte disposición al mal que no puede ser solo derrotada por el deseo del bien de la consciencia (o, como Milton, el «odioso cerco / de sentimientos encontrados»)[10] es central en gran parte de la ficción de Stevenson. La lucha interna de Markheim representa una visión paralela de la lucha encarnada en el ámbito social. En otras palabras, del mismo modo que la vida es un campo de batalla (en palabras del coronel Geraldine en «El Club de los Suicidas»), Markheim, Gordon Darnaway y Northmour están librando una guerra con ellos mismos, una lucha para liberarse de los conflictos que destruyen su alma a los que se enfrentan. Se puede trazar una conexión entre el mundo del individuo y el social, entre el combate contra uno mismo y contra el mundo, pues la ficción de Stevenson siempre está emplazada en este, y nunca pretende caber en los límites de la conciencia individual o egoísta. Para los personajes, la guerra interior se justifica con frecuencia como la consecuencia inevitable de la exterior, y esta puede contemplarse como una proyección de aquella. Así, la batalla real entre los «caníbales» y las «voces» en «La isla de las voces» sirve simbólicamente como un conflicto entre formas de ignorancia y de mal enfrentadas, y como proyección de la mente trastornada de Keola, que se debate entre la pereza y la avaricia que lo condujeron a perderse en la isla, y el deseo de regresar al hogar, a su mujer y a su vida en Hawái.

Sería una equivocación pensar que siempre existe una solución, y todavía más una conclusión pacífica, para la interminable batalla darwiniana que es la vida. Una de las razones por las que los finales de las obras de Stevenson resultan tan problemáticos es, de hecho, porque nunca se conciben como conclusiones. Los cuentos son textos cuyo contenido más profundo está aún por desarrollarse; o que toman distintas direcciones, buscando los detalles fortuitos que «completen» la acción de forma adecuada. El Villon de Stevenson sale a la noche, preguntándose si (como mínimo) tendría que haber robado las copas de su anfitrión. Que el Villon real desapareciera de París poco después de un gran robo en las Navidades de 1456, y que su fin siga siendo un misterio, añade una curiosa veracidad histórica a la lógica ficticia y formal del texto.

Pero como nos explican san Pablo, sir Thomas Browne y Milton, la mente lo es todo, y en la concepción descansa el crimen. Así, el diablo (si es que es de veras a quien representa el «visitante») le dice a Markheim que le es indiferente el objeto del crimen: «[…] si le ofrezco mi ayuda para escapar no es porque haya matado a un anticuario, sino porque es usted Markheim». Declara entonces lo que remite con toda claridad al «mal, sé tú / mi bien» de Satán:[11] «El mal, que es el motivo de mi existencia, no es cuestión de actos sino de carácter: yo aprecio al hombre malvado y no la mala acción […]». Esta actitud define la idea de carácter y el lugar del bien y del mal en el mundo. Si no es la acción lo que define el mal, entonces debe ser quien perpetra el acto; si no yace en el acto mismo, entonces yace en el pensamiento. Con ello se desplaza la atención de la acción hacia la concepción. En efecto, el acto en sí mismo podría no ser otra cosa que un señuelo sofisticado, un divertimento que entretiene por sí mismo, pero que en realidad no es el acontecimiento principal. El bien y el mal están contenidos solo en la mente del individuo, sin tener en cuenta si este comete o no el crimen. En cambio, si el individuo es amado por familia y amigos, ningún crimen que pueda cometer alterará la forma en que lo juzguen ni los sentimientos que tienen por él. Lo que el doctor Noel señala al joven en «La historia del médico y el baúl» es una descripción de este lugar de imparcialidad que ocupan: «Joven incauto, el horror con que la ley ciega e injusta considera una acción jamás incumbe a quien la perpetra si se pregunta a sus allegados y, si uno de mis mejores amigos viniera a verme empapado en sangre, eso no cambiaría ni un ápice el afecto que sentiría por él. Levántese, el bien y el mal son solo una quimera: en esta vida no hay nada salvo el destino […]».

Por supuesto, eso no puede tomarse como una declaración definitiva de la opinión del propio Stevenson, pero es interesante por su dimensión filosófica. El autor plantea la cuestión del mal en términos de la naturaleza del ser humano, de sus actos en el mundo, y en el contexto del tiempo o del «destino». Estos temas son complejos, y ni el visitante ni el doctor Noel son un modelo a seguir. No obstante, su postura ilustra el tipo de complejidad moral que se articula en todos los textos de Stevenson. Si el bien y el mal son en realidad una «quimera», entonces, ¿cuál es el papel del individuo en la vida? ¿Cómo se mantienen los valores como el amor, la lealtad, el honor y el coraje en un mundo desprovisto de significado, en el cual el mal es manifiesto? Una respuesta es que el mundo no está vacío, que el mal encuentra su contrapartida, que es precisamente aquello que otorga a los personajes de Stevenson la capacidad de sobrevivir y la fe para seguir viviendo. Si «Markheim» es una psicomaquia, una lucha entre el bien y el mal por el alma del hombre, el final no se pone de lado del último: «Si estoy condenado a hacer el mal, todavía me queda un modo de ser libre: puedo dejar de actuar. Si mi vida ha de ser malvada, puedo ponerle fin». De muy diversas formas este pasaje emana del centro de la creencia de Stevenson: es el pensamiento lo que determina el carácter, la mente lo que conforma al hombre, más que los actos que este lleve a cabo. No se menciona a menudo que la ficción de Stevenson gira en torno a protagonistas que se sirven de la inteligencia como medio para sobrevivir, y que en realidad sobreviven solo gracias a ella. Los ejemplos más conocidos son Jim Hawkins de La isla del tesoro y David Balfour de Secuestrado; este último recibe un solo consejo de su pastor al marcharse de casa: «Sé dócil, David».[12] Pero también lo podemos encontrar en la ficción breve: en «Los juerguistas», Charlie desvela el misterio poco a poco; en «El diablo de la botella», la ingeniosa esposa resuelve cómo disponer la botella y salvar el alma de su marido, o en «La isla de las voces», el hawaiano, ignorante en apariencia, mide la incapacidad de los marineros blancos por no creer en nada que no sean sus propias leyendas y decide que lo más discreto es no desvelar el misterio de la linterna de Kalamake. La importancia que se otorga a la inteligencia había quedado oculta bajo la común percepción de Stevenson como escritor de aventuras, cuyos cuentos cautivadores existen tan solo al nivel de la acción física. Pero Stevenson se revela como un intelectual, y sus textos dramáticos son la encarnación de sus ideas.

 

 

5

 

Hay aspectos de la obra de Stevenson que incluso hoy en día no se han reconocido lo suficiente, en particular su tratamiento del amor. Se ha repetido hasta la saciedad que no escribe sobre mujeres ni sexo; sin embargo, los lectores de estos cuentos no entenderán de dónde proviene esta idea. El amor es la esencia de estos cuentos. Para un joven inocente como Silas Q. Scuddamore en «Historia del médico y el baúl», puede que el amor no resulte más que un capricho ciego, y ligeramente cómico al relacionarse con una mujer de reputación dudosa. Con Frank Cassilis en «El pabellón de las dunas», forma parte de la vida adulta, y una mujer es alguien por quien pelear, e incluso morir. En «El diablo de la botella» y «La isla de las voces», el amor posee todas las cualidades apreciadas de la más perdurable de las relaciones, un buen matrimonio. Pero Stevenson no era sus personajes, tampoco inocente ni optimista, y sí del todo consciente del papel que jugaba la sexualidad en la poderosa lucha entre hombres y mujeres. En «Historia de la caja de sombreros», lady Vandeleur observa que con un único «acto de sumisión» hacia su marido puede lograr meses de despreocupada desobediencia. No se ha contabilizado con qué regularidad Stevenson trata el sexo como un producto de intercambio, disimulado como matrimonio, en «La puerta del señor de Malétroit», o expresado abiertamente en «Jekyll y Hyde». Muy a menudo, el amor y el sexo se confunden, como en «Olalla», donde la enfermedad del protagonista lo conduce a una casa que hiede a decadencia y que podría haber salido de las páginas de Poe, con personajes que se emparejan. Y aun así, la atmósfera de muerte y decadencia no reprime en absoluto la descripción sensual que el narrador hace de la belleza de Olalla, y, por extensión, la atracción involuntaria que siente hacia ella, una atracción que es la contrapartida de su profunda melancolía y sufrimiento inconsolable. El amor no puede derrotar a tal dolor ni a tal fatalidad, y Stevenson, al final, convierte a Olalla en el símbolo del sufrimiento humano.

Es muy habitual que Stevenson describa el amor como una experiencia que surge en un instante, casi antes de que el personaje tome plena conciencia de ello. «Lo único que llamó la atención de Dick Naseby fue un vestido negro, pero eso dominó sus pensamientos e hizo que olvidase todo lo demás. Se acercó y la chica se dio la vuelta. Su rostro le sobresaltó: era un rostro que deseaba ver y fue como una bocanada de aire fresco». Este fragmento corresponde a «Historia de una mentira», que data de una fecha tan temprana como 1879. Para Stevenson, el amor a primera vista no es un vestigio del anticuado romance caballeresco, sino la experiencia visceral de hombres y mujeres en el mundo moderno, sin importar si el cuento está ambientado en la edad medieval o en la contemporánea. Incluso Will, el desapegado y reflexivo filósofo («Will el del molino»), no puede evitar sentirse revitalizado al instante por la belleza y elegancia de Marjory: «Cuando se inclinaba hacia delante […] veía su rostro […] la chica acabó por ocupar un lugar en su imaginación parecido al de la luz del alba». A otro narrador, más adelante, la sorpresa lo deja «paralizado» la primera vez que contempla a la desventurada Olalla: «La sorpresa me dejó paralizado: su belleza me llegó a lo más hondo, destacaba entre las negras sombras de la galería como una gema de muchos colores; sus ojos se clavaron en los míos [...] aquel momento que pasamos frente a frente, bebiéndonos el uno al otro […]». Este tipo de expresión es una forma de llegar al ámbito de lo físico, que Stevenson relacionaba con el amor; o, dicho de otra forma, se convierte en el lenguaje del deseo sexual. Stevenson escribía una prosa sencilla, y su reticencia a tratar de mujeres de forma abierta en algunas de sus obras más extensas constituía una respuesta deliberada a las restricciones tan limitadoras y atrofiantes de las editoriales victorianas. Más que tratar las relaciones sexuales de forma opaca, como hicieron Henry James y George Meredith, prefirió ignorarlas del todo, o mencionarlas de forma indirecta. Pero, como revelan estos ejemplos, siempre que los hombres de Stevenson se topan con mujeres quedan afectados, tanto en lo mental como en lo visceral. Se quedan mudos e inmóviles. Dado su gusto por una prosa clara y transparente, Stevenson no puede evitar expresar el erotismo con que los hombres observan a las mujeres. Denis de Beaulieu, a quien solo quedan dos horas de vida y se esfuerza por concentrarse, todavía debe admirar el cuerpo de Blanche de Malétroit, la mujer con quien se casará si salva la vida: «[…] tan rolliza y al mismo tiempo tan delicada, con su piel suave y morena y el cabello más hermoso [...] que había visto nunca en una mujer».

Sin duda alguna, la descripción más cautivadora del amor aparece en «La playa de Falesá», una gráfica historia de violencia, racismo y avaricia que tiene lugar en una isla remota del Pacífico, muy parecida a la que Stevenson se instaló en los últimos años de su vida. El narrador del cuento, John Wiltshire, es una de las creaciones más originales del escritor. Comerciante, exiliado a voluntad, alcohólico y racista (el uso que hace de la palabra «canaco» lleva aparejado todo el desprecio de los colonos europeos hacia los indígenas polinesios), ese personaje masculino tan poco prometedor no solo se convierte en el protagonista del relato sino en el amante más tierno de la obra de Stevenson. El cuento se abre con la llegada de Wiltshire a Falesá, donde lo recibe con calidez un comerciante rival, Case, que insiste en que debe conseguir una «esposa» para dar rienda suelta al placer, y se ofrece a emparejarlo con una chica nativa que está saliendo del agua. «Había estado de pesca y no llevaba puesta más que una camisa empapada y muy corta. Era joven y muy esbelta para ser isleña, tenía el rostro fino, la frente despejada y una extraña mirada miope, entre la de un gato y un bebé». Esta imagen de Uma, con la ropa empapada que marca la sinuosidad de su cuerpo, casi prefigura la secuencia, setenta años más tarde, de Ursula Andress saliendo del mar con un bikini blanco y un machete como único atuendo. Y, como James Bond, que se queda prendado de ella y contesta a su pregunta («—¿Qué haces aquí? […] —Solo estoy mirando»), Wiltshire queda visiblemente impresionado con Uma: «¿Quién es? Esa servirá». Su lenguaje refleja el realismo lacónico y coloquial del texto, y se distingue de la descripción romántica de los cuentos anteriores. Pero el impulso es el mismo: la apariencia física llamativa de una mujer y el efecto que tiene sobre un hombre.

Cuando Wiltshire se aviene a la farsa de la boda, culminada con un certificado falso y cruel, Uma se presenta con un esplendor majestuoso, y sin percatarse, avergüenza al rudo y exiliado apátrida. Por primera vez, no la ve como una chica isleña, adecuada para una noche de placer, sino como una mujer respetable y apuesta. Incluso cambia su estilo, que se vuelve mucho más lírico: «Ella iba vestida y perfumada, su falda era de fibra de corteza y sus pliegues parecían más lujosos que cualquier seda; el busto, que era del color de la miel oscura, estaba desnudo a excepción de media docena de collares de semillas y flores y, detrás de las orejas y en el pelo, llevaba prendidas las flores escarlatas del hibisco». Después de la ceremonia, cuando vuelven a su casa, Wiltshire sigue contemplando a la mujer que le ha calado tan hondo:

 

Y su vestimenta, aunque escasa y al estilo indígena, con su falda de fibra de corteza, sus perfumes, sus flores rojas y sus semillas tan vistosas como joyas, aunque un poco mayores, me hizo pensar que en realidad era una especie de condesa, engalanada para escuchar a grandes cantantes en un concierto, y no una compañera para un pobre comerciante como yo.

 

El hombre que ha vivido durante tantos años entre exiliados y raqueros, la oleada de europeos en el Pacífico, y que además siempre ha creído en la superioridad del hombre blanco, de pronto se da cuenta de que se ha casado con una mujer que es superior a él, que, además, es «nativa». En una de las imágenes más sobrecogedoras del cuento, Wiltshire descubre que su deseo sexual se ha transformado en amor pasional: «Nunca me había sucedido antes, pero sentí tal deseo por ella que me estremecí como el viento en el gratil de una vela». Así empieza la redención de un hombre común. Y si John Wiltshire puede ser redimido en la trama de un cuento, entonces «La playa de Falesá» puede significar la liberación de Robert Louis Stevenson. Pues, con la publicación de este crudo y violento relato contemporáneo de pasión, avaricia y racismo, el escritor escocés al fin corta sus ataduras con el siglo XIX. En efecto, se despidió de todas las restricciones y limitaciones que habían oscurecido y constreñido a todos los artistas que habían pretendido confrontar el mundo de frente. Stevenson, como dijo Henry James, estaba en la «última fase» de su carrera, y en las palabras posteriores de Graham Greene, había dado con «granito» en aquellas islas. Su muerte, en la plenitud de su carrera, fue sin duda una decisión de los dioses.

Stevenson ofrece un variopinto abanico de personas que luchan en el mundo, que buscan el amor; el movimiento de hombres y mujeres en las ciudades, la belleza y la serenidad de la naturaleza; y, por otro lado, también la dureza, la brutalidad y la amenaza. Y, gracias a todo ello, el ser humano abre una nueva etapa vital, gracias al amor y al esfuerzo, como diría Freud. Los cuentos de Stevenson son como pasajes, «fotografías» diseñadas para mantener el interés del lector, dejarlo suspendido en el tiempo mientras sigue las hazañas del príncipe de Bohemia, o esclarece el dilema de Kokua en «El diablo de la botella». Pero, a un nivel más profundo, se trata de fábulas de nuestro tiempo, destellos del pasado y presagios del futuro. Stevenson nunca consideró la vida como un parpadeo, sino que cada momento formaba parte para él de toda la historia de la humanidad. Así, pudo escribir cuentos «históricos» que parecieran contemporáneos; Märchen fantásticos que convertía en más verosímiles y reales que algunas de las obras del más crudo realismo de sus contemporáneos, así como relatos contemporáneos sin parangón por su autenticidad y urgencia. La característica más sorprendente de estos cuentos es que envejecen bien, es decir, hoy en día se leen con la misma avidez con la que lo hacían sus primeros lectores. Esta es una cualidad de gran rareza que comparte sobre todo con Ernest Hemingway, y entre sus contemporáneos, muy pocos, si es que alguno, pueden igualar este logro. Sus iguales más importantes, Henry James, Thomas Hardy y George Meredith, están ligados a su época, o, dicho de otra forma, uno siempre es consciente de que la virtud de sus obras está acotada o restringida a los límites de su mundo victoriano tardío. A pesar de que Stevenson compartía ese mundo, su «paisaje» queda relegado a lo más hondo a causa de la intensidad del psicodrama y de la inmediatez de la conexión que ha establecido con el lector. «Jekyll y Hyde» puede que sea un relato victoriano tardío, pero muy pocos lectores contemporáneos —si pueden dejar a un lado las versiones cinematográficas— quedan absortos por él a causa del período histórico. Una de las razones por las que Stevenson ha sobrevivido en el imaginario universal es porque sus reflexiones sobre el comportamiento humano, de sus necesidades y deseos, sus miedos y secretos, son comprensibles a la perfección. La ambición frustrada de Simon Rolles, el clérigo que no progresa a pesar de su actitud ejemplar, habla a todo el mundo por igual del sentido de la injusticia en la vida, o de la desigualdad en la vida o el trabajo. El deseo de Will por llevar una vida satisfactoria y llena, de casarse con la mujer que ama, de alcanzar algo valioso, se contrapone a su egocentrismo y a su incapacidad de ver la simple realidad: que ha repudiado a la única mujer que lo ama de verdad. Se puede considerar que Will, con una ligera exageración, es una versión temprana del John Marcher de «La bestia en la jungla» de Henry James, el único hombre al que nunca le sucederá nada, una buena persona y una vida malgastada.

La perspectiva de Robert Louis Stevenson era fundamentalmente moderna. Tanto los temas que hacían discurrir su imaginación como las formas que escogió para expresarlos lo colocan al principio de la modernidad literaria. El individuo aislado en un universo físico sin un centro moral; lo fortuito que circunscribe y determina nuestra vida, hasta el punto de la eliminación de toda voluntad y deseo; la existencia del mal en el mundo y el misterio de su origen y naturaleza; la intensidad del deseo sexual y la cualidad transformadora del amor, ambos separados de la condición matrimonial; etcétera. Estos son algunos de los temas de la ficción de Stevenson que pueden considerarse modernos. La duda fundamental de Stevenson, la duda esencial de la modernidad, recorre todos ellos: la fiabilidad de nuestro conocimiento, y, sobre todo, en cuanto afecta a nuestro juicio del comportamiento y motivación de los demás. Manifiesta de forma reiterada que gran parte de nuestra vida está cubierta por sombras y oscuridad, y donde la capacidad de ver, y aún más de determinar los significados, es ambigua o problemática. En las primeras líneas de «La puerta del señor de Malétroit», Denis de Beaulieu busca el camino de regreso a casa («Verse sumergido así en la opaca negrura de una ciudad casi desconocida produce una sensación muy inquietante y misteriosa», y termina atrapado en una trampa que no puede comprender y de la que no puede escapar. La sensación de estar atrapado en las penumbras es tan generalizada en Stevenson que casi terminamos asumiendo que se trata de una condición de este mundo, condición que se refleja en la maravillosa primera frase de «La playa de Falesá»: «Vi la isla por primera vez cuando no era ni de noche ni de día». Se ha erigido como uno de los mejores escritores de exteriores, cuyas descripciones del paisaje, de la montaña, los valles y el mar no tienen parangón. Cabría esperar que la majestuosidad de los parajes naturales refrenara la oscuridad endémica de los cuentos, pero en realidad contribuye a profundizar el tono, pues en medio de la gran claridad yace la esencia de la ambigüedad.

Quizá el ejemplo más ilustrador lo leemos en «Los juerguistas», la magnífica «fantasía» marítima de Stevenson: «En ese instante el aspecto de la bahía sufrió un cambio muy notable. Dejó de ser un interior visible y despejado, como una casa con un techo de cristal, donde la luz verde y submarina del sol reposaba tranquilamente». Este no es un simple ejemplo de la diferencia entre la apariencia de las cosas y cómo son en realidad. Refleja una idea más profunda y compleja: que las cosas materiales cambian, que la realidad esencial no está fijada de forma inalterable, y que por tanto esta es ininteligible en su esencia. Si los cuentos de Stevenson nos enseñan alguna cosa, es exactamente eso: por mucho que nos esforcemos en determinar la verdad, esta nos rehúye, o no puede desvelarse. En «Los juerguistas», el océano es a la vez una tumba y una maravilla de la creación, dependiendo del momento y del observador. Cuando el narrador se sumerge en el mar y descubre una hebilla de zapato de un marinero ahogado, reflexiona sobre el simbolismo del objeto, en el barco naufragado y todos los marineros perdidos: «[…] mi espíritu no comprendió del todo el horror del osario del océano». Pero cuando regresa a la orilla, y después de una breve oración, se siente reconfortado, y contempla tranquilo «aquella gran y brillante criatura que es el océano de Dios», que refuerza la paradoja entre el horror y la belleza.

Esta ambigüedad, que se revela tanto en lo lingüístico como en lo estructural, es central para la visión de Stevenson sobre el mundo. Hay pocas verdades, si es que las hay, a pesar del esfuerzo formidable del autor para allanar el terreno al lector. Esta es una de las características definitorias de su narrativa: la sobriedad del estilo esconde la complejidad del significado. Inevitablemente, esta cualidad engaña a los lectores esporádicos y los lleva a pensar que estos cuentos no son más que sus tramas, ejercicios repetitivos para el entretenimiento fácil. La crítica también ha opinado que se derrumban al final, que Stevenson no podía mantener la intensidad y el suspense que caracterizan los inicios extraordinarios de sus relatos. No obstante, si estos textos se consideran desde el punto de vista de la modernidad, los finales están en perfecta consonancia con la duda epistemológica que domina la imaginación del artista. Los finales, sobre todo los más ingeniosos, suelen ser falsos en la realidad a la que Stevenson se ciñe, una realidad fiel a las incertidumbres y confusiones que constituyen nuestra experiencia en el mundo. Los cuentos de Stevenson a menudo terminan de forma abrupta, pero esa brusquedad solo significa que la acción no sigue más allá y que, en el caso de que los personajes continúen, lo hacen por otros lugares y caminos. Estos finales inconclusos lo son tanto a nivel dramático como simbólico: el término de la acción, por un lado, y su subversión, por el otro. Más allá de la potencia y brillantez de su estilo, Stevenson rechaza falsear la idea central de que la incertidumbre y la ambigüedad no solo forman parte del nuestro lenguaje, sino que también son condiciones de nuestra existencia.

 

BARRY MENIKOFF

2002