La manifestación de los dioses es intermitente, sigue la expansión y los reflujos de aquello que Aby Warburg denomina «ola mnémica». La expresión, que se encuentra al comienzo de un ensayo póstumo sobre Burckhardt y Nietzsche, se refiere a esas eventuales sacudidas de la memoria que golpean a una civilización en la relación con su pasado, en este caso con aquella parte del pasado occidental que está habitada por los dioses de Grecia. Toda la historia europea está acompañada de esta ola, que por momentos se desborda y luego se retrae; los dos casos elegidos por Warburg corresponden a una polaridad de reacción, es decir a un momento en el que la ola es poderosa y arrasadora. Burckhardt y Nietzsche compartían, según Warburg, el hecho de ser negromantes en su forma de abordar el pasado. Pero su actitud frente a la «ola mnémica» era muy distinta, incluso opuesta. Burckhardt quiso mantener hasta el último momento un puntilloso sentido de la distancia, guiado además por una precisa percepción del peligro, del terror que acompaña a esa ola. Nietzsche, por su parte, se abandonó a ella hasta el punto de convertirse en la ola, hasta alcanzar los días en que firma las notas enviadas desde Turín con el nombre de Dioniso. Una de ellas iba dirigida precisamente a Burckhardt, y concluía con estas palabras: «Ahora Usted es –tú eres– nuestro gran, nuestro más grande maestro; puesto que yo, junto con Ariadna, debo ser sólo el áureo equilibrio de todas las cosas, porque a cada paso aparecen aquellos que se hallan por encima de nosotros...» Firmado: Dioniso. Pero puede decirse que, a partir de los Orti Oricellari de la Florencia de principios del siglo XV –frecuentados por Ficino, Poliziano y Botticelli– hasta el presente, todo es una sucesión de golpes y caídas. La cota más profunda de la ola se da tal vez en cierto momento del siglo XVII en Francia, cuando con el mismo desparpajo e hilarante pompa se escarnecían las pueriles fábulas griegas, el bárbaro Shakespeare y las sórdidas historias bíblicas, que se tenían por invención de sesudos sacerdotes para sofocar las nacientes Luces. Podía suceder, además, que esta múltiple carcajada emanara de un mismo ingenio: el de Voltaire.
En el curso de esta larga, tortuosa y difícil historia, los dioses paganos asumieron toda suerte de figuras, camuflajes y funciones. Con frecuencia sólo existen en el papel, como alegorías morales, personificaciones, prosopopeyas y otras destrezas extraídas del arsenal de la retórica. A veces son cifra secreta, como en los textos de los alquimistas. A veces son mero pretexto lírico, sonoridad evocativa. Sin embargo, casi siempre tenemos la sensación de que su naturaleza no se ha desarrollado libremente, como si un callado temor los acompañase, como si el dueño de casa –la mano que escribe– los considerase huéspedes eminentes pero difíciles de controlar, y que por tanto deben ser discretamente espiados. Largamente embridados y reducidos a eufemismos en los textos literarios, los dioses, en cambio, tienen en la pintura su desenfrenado espacio. Gracias a su mudez, que le permite ser inmoral sin declararlo, la imagen pictórica pudo restituir a los dioses un simulacro de sus apariciones fascinantes y terroríficas. Así, un largo, ininterrumpido festín de los dioses acompaña la historia occidental, de Botticelli o Giovanni Bellini, a través de Guido Reni o Bernini, a través de Poussin o Rembrandt (el Rapto de Proserpina basta como muestra), a través de Saraceni o Furini o Dossi, hasta Tiepolo. A lo largo de casi cuatro siglos, éstos son nuestros dioses: silenciosos y radiantes desde las pinacotecas, los jardines, los ocultos gabinetes. Si quitáramos las representaciones de los dioses paganos en la pintura desde el siglo XV al XVIII, se crearía una vorágine central, un vacío, y el desarrollo del arte en esos siglos aparecería como algo inconexo y esquizoide, como si, en secreto, el pasaje de las consignas, de un estilo al otro y de una época a la siguiente, se hubiese consumado a través de los mismos dioses y de sus emisarios, ya sean Ninfas, Sátiros u otros mensajeros.
Ninfas, sobre todo. Fueron sin duda estos seres femeninos, cuya vida es enormemente prolongada, aunque no inmortal, quienes formaron durante siglos la cuadrilla más fiel que acompañaba la metamorfosis de los estilos. Anunciadas por primera vez en el siglo XV florentino, por la brisa que hinchaba sus vestidos (aunque era una «brisa imaginaria», como advierte Warburg), no cesaron nunca de mirar a hurtadillas desde fuentes, chimeneas, artesonados, columnas, balcones, templetes y balaustres. No eran un mero pretexto erótico para que un seno o un vientre descubierto ocupara nichos del campo visual, aun si en alguna ocasión eso fuese cierto. Las Ninfas son los heraldos de una forma de la consciencia, acaso la más antigua, y seguramente la más arriesgada: la posesión. Apolo fue el primero en comprobarlo, cuando asedió, y finalmente desposeyó, a la Ninfa Telfusa, solitaria guardiana de un «lugar intacto» (chō̂ros apēmōn) ubicado en las cercanías de Delfos, según dice el Himno homérico. El dios había llegado hasta allí en su búsqueda de un lugar en el que fundar un oráculo para los habitantes del Peloponeso y de las islas, y para «cuantos habitan Europa» –es éste el primer texto en el que Europa es nombrada como entidad geográfica, aunque aquí se refiere sólo a la Grecia central y meridional–. Apolo encontró primero a la Ninfa Telfusa, después a la dragonesa Pitón. Ambas protegían una «fuente de bellas aguas», como dice el himno, que usa dos veces la misma fórmula. A ambas se dirigió Apolo con idénticas palabras, anunciándoles sus propósitos. En ellas se desdoblaba una misma potencia, apareciendo a veces bajo el encantador aspecto de una muchacha y otras como enorme serpiente enrollada. Un día, ambas figuras se habrían reunido en Melusina. Lo que las unía era aquello que custodiaban: un agua que mana. Agua potente y sapiente. Apolo fue, ante todo, el primer invasor y usurpador de aquel saber que no le pertenecía: un saber líquido, fluido, al que el dios habría de imponer su metro. Desde entonces se hizo llamar también Apolo Telfusio.
Nymphē significa «muchacha preparada para casarse» y «venero de agua». Cada uno de estos significados es la vaina del otro. Acercarse a una Ninfa significa ser presa, quedar poseído de algo, sumergirse en un elemento blando y móvil que puede revelarse, con igual probabilidad, glorioso o funesto. En el Fedro, Sócrates reivindica con firmeza el ser un nymphólēptos, «cautivo de las Ninfas». Pero Hilas, amante de Heracles, fue engullido para siempre por un espejo de agua habitado por Ninfas. El brazo de la Ninfa que lo ceñía para besarlo al mismo tiempo «lo sumergía en medio del remolino». Nada es más terrible ni más precioso que el saber que proviene de las Ninfas. Pero ¿cuál es la naturaleza de sus aguas? Sólo se nos insinúa en el paganismo tardío, cuando Porfirio, en su Gruta de las Ninfas, cita un himno a Apolo en el que se habla de las «noerō^n hydátōn», de las «aguas mentales», que las Ninfas presentaron en ofrenda a Apolo. Conquistadas, las Ninfas se ofrecían a sí mismas. Ninfa es la estremecida, oscilante, centelleante materia mental de la que están hechos los simulacros, los eídōla. Es la materia misma de la literatura. Cada vez que se acerca la Ninfa, vibra aquella materia divina que se plasma en las epifanías y se instala en la mente, potencia que precede y sostiene a la palabra. Desde el momento en que aquella potencia se manifiesta, la forma la sigue y se adapta, se articula según aquel flujo.
La última celebración grandiosa y resplandeciente de las ninfas se encuentra en Lolita, historia de un nymphólēptos, el profesor Humbert Humbert, «cazador encantado», que entra en el reino de las Ninfas siguiendo un par de calcetines blancos y unas gafas en forma de corazón. Nabokov, que era un maestro en el arte de diseminar en sus libros secretos tan evidentes y visibles que nadie los veía, expone desde las primeras diez páginas de la novela los motivos de su desgarrado, suntuoso homenaje a las Ninfas; exactamente allí donde, con la precisión del lexicógrafo, cuenta que «hay muchachas entre los nueve y los catorce años de edad, que revelan su verdadera naturaleza, que no es la humana, sino la de ninfas (es decir, demoníaca), a ciertos fascinados peregrinos, los cuales, muy a menudo, son mucho mayores que ellas (hasta el punto de doblar, triplicar o incluso cuadruplicar su edad). Propongo designar a esas criaturas escogidas con el nombre de nínfulas».1 Aunque la palabra «nínfula» estaba destinada a tener una impresionante fortuna, sobre todo en el circuito ecuménico de la pornografía, no muchos lectores se dieron cuenta de que en esas líneas Nabokov estaba dando la clave de su enigma. Lolita es una Ninfa que vagabundea entre los moteles del Middle West, «un genio inmortal disfrazado de niña», de un modo tal que los nymphólēptoi sólo pueden escoger entre ser considerados criminales o psicópatas, como el profesor Humbert Humbert. Es fácil establecer el puente entre las «aguas mentales» de las Ninfas y los dioses. Puesto que para sus incursiones en la tierra, los dioses se han dejado atraer por las Ninfas con más frecuencia que por los humanos. Ninfa es el medium en el que se encuentran los dioses y los hombres afortunados. En cuanto a los dioses, ¿cómo reconocerlos? En este punto, los escritores siempre se han mostrado felizmente desprejuiciados. Siempre han actuado como si sobrentendieran la luminosa observación de Ezra Pound: «No habiéndose encontrado nunca una metáfora suficientemente adecuada para ciertos colores emotivos, afirmo que los dioses existen.» Escritor es aquel que ve esos «colores emotivos».
Por lo que respecta a la verdad esotérica de Lolita, Nabokov prefirió expresarla en una breve frase encerrada como una astilla de diamante en el devenir de la novela: «La ciencia de la ninfolepsia es muy precisa.»2 No dice, empero, que esa «ciencia muy precisa» era precisamente aquella que él siempre había practicado, más aún que la entomología: la literatura.
Si las Ninfas abren el camino, existen también otras figuras divinas que pueden irrumpir en la literatura. Por eso ha sucedido que, en raros momentos de pura incandescencia, los dioses mismos han vuelto a ser una presencia que deja demudado y sobrecogido, como el encuentro con un desconocido caminante. Éste fue el caso de Hölderlin. Nacido a finales de la época más ardua y refractaria hacia los dioses, en 1770, se diría que desde un principio estuvo preparado para recibir la «ola mnémica» como un golpe de mar sobre las rocas. Pero no se debe creer que la sensibilidad de Hölderlin era un hecho aislado, que pronto se revelaría bajo la forma de sus himnos. Cuando Hölderlin era aún preceptor en casa de Diotima –es decir, de Susette Gontard, esposa de un banquero de Frankfurt–, y Apolo todavía no lo había encandilado en el camino de Francia, en octubre de 1797 recibió la visita de Siegfried Schmid, quien por entonces tenía veintitrés años. Hablaron de poesía durante dos horas en la buhardilla en la que Hölderlin vivía. De regreso en Basilea, Schmid escribe al poeta una carta que aún vibraba de entusiasmo sombrío. Le agregaba algunos versos, entre los cuales figura este dístico:
Alles ist Leben, beseelt uns der Gott, unsichtbar, empfundnes.
Leise Berührungen sind’s; aber von heiliger Kraft.
Toda vida es –si nos anima el dios– sentida.
Son sólo toques ligeros; pero de fuerza sagrada.
Difícilmente se hubiera podido definir mejor, y con mayor sobriedad, el tono fundamental, no de un individuo aislado, sino de la psique poética de aquel momento. Se trata de un ejemplo nítido de aquella «claridad de la representación» (Klarheit der Darstellung) que «es tan natural para nosotros como para Grecia lo fue el fuego del cielo», como diría el propio Hölderlin. Y ello antes de que se presenten los nombres, de que Grecia resurja como un torbellino en sus imágenes, con sus ruidosos cortejos, se trata aquí de «ligeros toques», que advierten de la presencia de un dios innominado. Ésta era la experiencia en la que todo se fundaba. Después, cada uno la elaboraba a su manera. Ya dos años antes Herder se preguntaba si aquel nuevo ser del que se hablaba –la nación– no debía tener una mitología propia, y presagiaba una resurrección del mito de las Eddas. Schiller le había contestado que prefería representarse el «genio poético» mediante los mitos griegos, es decir «emparentado con una época remota, extranjera e ideal, ya que la realidad no haría más que mancillarlo». Pocos meses más tarde, Friedrich Schlegel se preguntaría si era posible concebir «una nueva mitología». Cuestión fatal, que se expandiría por toda Europa, hasta Leopardi. Éste mostró una notoria inclinación por las «fábulas antiguas», en cuanto restos arcanos de un mundo en el que la razón no había aún desplegado sus potentes efectos, que «hace pequeños y viles y anula a todos los objetos sobre las que ejerce su poder, anula lo grande, lo bello, y por así decir la misma existencia; es la auténtica madre y causa de la nada, y cuanto más crece ella más pequeñas se hacen las cosas». Pero la mirada de Leopardi era demasiado lúcida, demasiado preciso su oído como para no darse cuenta de que la «antigua mitología», traída en bloque al mundo moderno, como una colección de estatuas de yeso, «no puede ya producir sus efectos de una sola vez». De hecho, «aplicando nuevamente las mismas ficciones u otras nuevas, ya sea sobre argumentos antiguos o bien sobre sujetos modernos o de tiempos recientes etc., nos encontramos siempre un no sé qué de arduo y falso, porque falta la precisa persuasión, cuando incluso la parte de belleza imaginaria, maravillosa, etc., es perfecta». En nosotros, los modernos, según Leopardi, falta la «persuasión», que no es sino el inextricable tejido de las «fábulas antiguas», con los gestos y las creencias compartidas por una comunidad, «puesto que aún no hemos heredado, junto con la literatura, la religión griega y latina». De la falta de este sustrato se deduce que «los escritores italianos o modernos que usan las fábulas antiguas a la manera de los antiguos, exceden todas las cualidades de la justa imitación». El resultado es una «afectación y ficción bárbara», una grosera impostura «simulando ser italianos antiguos, y disimulando lo máximo posible la condición de italianos modernos». Éste es el Leopardi más inclemente, que parece firmar una sentencia definitiva no sólo para el ímpetu romántico hacia las «fábulas antiguas» sino para toda la posterior gestualidad verbal de los parnasianos y simbolistas, que apelaban a los dioses para disimular su verdadera naturaleza. Pero, más allá de este juicio tajante sobre toda veleidad de «nueva mitología», en Leopardi encontramos una completa y clarividente justificación del uso de las «fábulas antiguas». Éstas sirven –son incluso precisas– para escapar de la asfixia del propio presente, respecto al cual el poeta no puede ser sino un perpetuo saboteador, dado que «cualquier cosa podría ser contemporánea de nuestro siglo excepto la poesía». Se diría que en este punto Leopardi se dispone a dar una magnánima arenga en defensa de Flaubert, para absolverlo del único pecado del que se le puede acusar: no la inmoralidad de Madame Bovary, claro, sino el brillante naufragio de Salammbô. Escuchemos la perorata:
Perdono por tanto al poeta moderno que sigue las cosas antiguas, adopta el lenguaje y el estilo y la manera antigua, usa también las antiguas fábulas, etc., muestra su cercanía con las opiniones antiguas, prefiere las antiguas costumbres, usos, acontecimientos, imprime a su poesía un carácter propio de otro siglo, busca en definitiva ser antiguo, en su espíritu y naturaleza, o bien al menos parecerlo. Perdono al poeta y a la poesía moderna que no se muestran, no son contemporáneos de este siglo, ya que ser contemporáneo de este siglo significa, o implica sencillamente, no ser poeta, no ser poesía.
Leopardi se refería de los escritores que nombraban a los dioses antiguos. Pero hay un escritor acerca del cual subsiste la sospecha de que viera a los dioses enargeîs con evidencia plena: Hölderlin. Respecto a sus contemporáneos, lo que le sucedió a Hölderlin –y que el dístico de Schmid anunciaba sutilmente– fue algo más radical. Hay que ir más atrás de los dioses, hasta el puro divino, o bien a «lo inmediato», como Hölderlin describiría un día en un deslumbrante fragmento sobre Píndaro. Lo inmediato es lo que huye, y no sólo para los hombres sino también para los propios dioses: «Lo inmediato es en rigor tan imposible para los mortales como para los inmortales.» Las palabras de Hölderlin se refieren al fragmento de Píndaro en el que se habla del «nómos basileús», de la «ley que reina sobre todas, sean mortales o inmortales». Sea lo que sea, lo divino es sin duda aquello que impone con la máxima intensidad la sensación de estar vivo. Esto es lo inmediato; pero la pura intensidad, como acontecimiento continuo, es «imposible», abrumadora. Para mantener su soberanía, lo inmediato debe transmitirse a través de la ley. Si la vida misma es el supremo invisible, la ley, que permite «distinguir mundos diversos», tanto a los mortales como a los inmortales, es aquello que transmite su naturaleza. Siempre que con tal palabra se entienda lo que, según Hölderlin, «está por encima de los dioses de Occidente y de Oriente». De ella se dice también que está «generada por el sacro caos». En este punto, Heidegger se preguntaba: «¿Cómo pueden hallarse junto cháos y nómos?» El carácter más temerario de la poesía de Hölderlin se encuentra probablemente en esto: nunca antes ni después de él caos y ley se habían acercado y habían conocido, como en la India védica –en la que Daksa, el supremo ministro, es hijo de Aditi, la Ilimitada, y Aditi es hija de Daksa–, una relación de generación recíproca. El caos genera la ley, pero sólo mediante la ley se puede acceder al caos. Lo inmediato a lo que es imposible acercarse es el caos; y «el caos es lo sagrado mismo», agrega Heidegger, y pasa a desarrollar una modulación –que resultaría obvia para los teóricos del nirukta pero que sin embargo suena abstrusa a los lingüistas occidentales– del verbo ent-setzen, «apartar» al neutro das Entsetzliche, «lo tremendo», que sirve para definir lo sagrado: «Lo sagrado es propiamente lo tremendo (das Entsetzliche).» A lo que sigue esta frase enigmática: «Pero lo tremendo permanece escondido en la dulzura del leve abrazo.» Palabras en las que escuchamos con claridad –una claridad deliberada por parte del propio Heidegger– el eco de la voz de Rilke:
Denn das Schöne ist nichts als des Schrecklichen Anfang, den wir noch grade ertragen.
Pues lo hermoso no es otra cosa que el comienzo de lo terrible en un grado que todavía podemos soportar...3
Al mismo tiempo volvemos a evocar las palabras del joven Schmid: «Son ligeros toques; pero de fuerza sagrada.» Entre Schmid y Rilke, entre 1797 y 1923, el mismo estremecimiento, de ebriedad y de espanto, había atravesado la palabra. Ése es el período en el que la epifanía de una multiplicidad de dioses se había encontrado con una sacudida de las formas, con un prolongado contacto con el «sagrado caos», con una desvinculación de la literatura de toda obediencia anterior.
En cuanto a esta nueva visión del caos, sería equivocado creer que se trató de un fenómeno peculiar y exclusivo de Hölderlin. Podríamos incluso precisar cuál es el año glorioso del caos: 1800. En aquellos meses Hölderlin escribe Wie wenn am Feiertage... («Como en un día de fiesta»), que sin embargo no verá la luz hasta 1910, cuando Hellingrath lo publique. Allí se presenta el movimiento inaugural: «das Heilige sei mein Wort», «¡Que esta visión sagrada inspire mi verbo!»; allí –tres versos más abajo– se habla de la naturaleza que «ahora se despierta con un fragor de armas»; allí, justo después, se nombra el «caos sagrado».4 Pero al mismo tiempo, en abril de 1800, se podía leer, en la quinta entrega de la revista Athenaeum, la Conversación sobre la poesía de Friedrich Schlegel. Pero, puesto que en Schlegel no habla ya una singularidad irreductible, sino la voz de un grupo de amigos –de un Bund que abarcaba de Novalis a Schelling–, nos vemos constreñidos a reconocer la forma en que ciertas palabras han adquirido una resonancia inaudita hasta entonces. De pronto la palabra «caos» se cargaba de significados sublimes. En lugar de contraponerse a la forma como a su enemiga, parecía indicar una forma más alta, de una vivacidad fragante, en la que finalmente la naturaleza y el artificio se mezclan en el «bello desorden de la imaginación» para no escindirse nunca más. Al emprender la búsqueda de un símbolo que indicase el «caos originario de la naturaleza humana», Schlegel reconocía no haber sido capaz de encontrar uno mejor que el «rutilante nudo de los antiguos dioses». Ésta es la coyuntura por la cual, a partir de entonces, el reflujo de los antiguos dioses aparecerá como en complicidad y como instigador de aquella descomposición y recomposición de las formas que es la marca de la literatura más temeraria. Como si la experimentación formal y la epifanía divina tuvieran un estrecho pacto, y una pudiese ponerse en lugar de la otra para decir: larvatus prodeo.
Por tanto, lo exclusivo de Hölderlin no es la percepción de una nueva evidencia de los dioses antiguos –puesto que todo el grupo del Athenaeum la compartía, como un flamante artículo de fe–, sino la indagación acerca de la diferencia que los dioses adquirieron al manifestarse a los modernos. Éste es, en el fondo, el punto en el que la historia incide sobre aquello que es, el punto que impulsa a reconocer la forma en que el tiempo, en su puro fluir, hace mutar la esencia del mundo.
Cuando Hölderlin nombra a los dioses, cuando escribe que el dios es «cercano / Y difícil de aferrar», advertimos que habla de una fuerza que precede, excede y supera toda visión poética. Él tenía de esa fuerza una percepción incluso demasiado precisa. Pero nadie como él sabía, además, hasta qué punto aquel dios era distinto del que se había aparecido a los griegos. A este aspecto de la cuestión dedicó sus especulaciones más arduas, desde las cartas a Böhlendorff a los fragmentos sobre Antígona. Para los griegos, el dios aparece como el Apolo de la Aurora a los Argonautas, según el relato de Apolonio de Rodas:
En el momento en que todavía no llega la luz inmortal ni hay excesiva penumbra, sino que a la noche se mezcla una ligera claridad –lo que llaman media luz los que se despiertan–, entonces alcanzaron el puerto de Tinias, fatigados por su mucho esfuerzo, y echaron pie a tierra.
Y el hijo de Leto, que ascendía desde la lejana Licia hacia el pueblo infinito de los hombres Hiperbóreos, se les apareció. Dorados bucles, arracimados a uno y otro lado de sus mejillas, se agitaban a su paso. En la mano izquierda llevaba el arco de plata, y a su espalda colgaba de sus hombros la aljaba. Bajo sus pies se agitaba la isla entera, y chascaban las olas contra la tierra firme. Al vislumbrarlo se apoderó de ellos un incontenible pasmo (thámbos amēchanon), y ninguno se atrevió a mirar de frente hacia los hermosos ojos del dios, y se pararon bajando la vista hacia el suelo. Mientras él, lejos, marchaba por el aire hacia el alta mar.5
Gigante como el Orión de Poussin, pero suspendido sobre el desierto marino, cuando la aurora apenas irradia su primera luz, absorto e indiferente: éste es el dios. Apenas roza a los héroes, a los que podría fácilmente pisotear. Sacude la tierra y el mar. ¿Qué pueden hacer los hombres? Escuchan las palabras de Orfeo: «¡Ea! Vamos a llamar sagrada a esta isla en honor a Apolo Matutino, puesto que se nos ha aparecido a todos viajero en el alba.»6 A continuación invita a los compañeros a ofrecer un sacrificio al dios. Nada más lineal: todos tienen la misma visión, todos sienten el mismo espanto, todos colaboran en la construcción del mismo altar. Pero ¿qué sucede cuando no hay argonautas, copartícipes de la misma experiencia? ¿Si ninguno sabe cómo se construye un altar? ¿Y si nadie osa hacer ofertas? Tal era el pensamiento de Hölderlin, que contenía en sí otra idea, aún más secreta: no sólo el modo de acoger al dios había cambiado, sino la forma en que el dios mismo aparece. Respecto a los griegos, «nosotros no podemos tener nada parecido», le confiesa a Böhlendorff. Entre otras cosas, porque –agrega pocas líneas más abajo, con repentina aspereza– «nosotros estamos siempre callados, empeñados en algún asunto, fuera del reino de los vivos». No podremos jamás, «consumidos en la llama, expiar la llama, que no hemos conseguido dominar». Esto es justamente «lo trágico para nosotros»: esta mezquindad de la muerte.
Hölderlin sabe que los dioses no pueden reaparecer como un círculo de estatuas sobre el cual se levanta, de pronto, la opaca cortina de la historia. Ésta es la visión neoclásica, de la que Hölderlin fue el primero en tomar distancia. No, los dioses y los hombres siguen la huella de un movimiento secreto que los acerca y aleja en el tiempo, como figuras en un carrusel. Todo consiste en comprender la ley de ese movimiento. Hölderlin la llamó «revolución natal» (o «categórica»). Sus pensamientos más proféticos y oscuros, que se agitan aún como una corriente profunda doscientos años después de haber sido formulados, están dedicados a este movimiento. Citaremos aquí sólo un pasaje; Hölderlin no se refiere a una situación en la que dioses y hombres vuelven a encontrarse. Por el contrario, en una situación comparada a la de la Tebas de Edipo, «en la peste y en la confusión de los sentidos, y en el general encenderse del espíritu adivinatorio», en una época que Hölderlin, con sorprendentes palabras, define como «müssig», que es a la vez «inerte» y «ociosa», sucede que «el dios y el hombre, para que el curso del mundo no tenga lagunas y la memoria de los celestiales no se extinga, se comunican en la forma, olvidada de todo, de la infidelidad, puesto que la infidelidad divina es aquello que mejor se retiene». Más que encontrarse, los dioses y los hombres buscan engañarse. «En un momento semejante, el hombre se olvida de sí mismo y el dios aparece (kehrt... um), aunque de modo sacro, como un traidor.» Por tanto resulta sumamente ambigua la nueva epifanía de los dioses, como una salvación a la que sólo se accediera mediante engaño. El lugar en que vivimos es la tierra de nadie donde acontece una doble traición, una infidelidad doble: de los dioses hacia los hombres y de los hombres hacia los dioses. Tal es el sitio en el que deberá surgir la palabra poética. No se tratará naturalmente de dar vida a nuevas mitologías, como si fueran disfraces para conferir a la vida una intensidad mayor. La misma idea de que la mitología es algo que se inventa es ya una señal de presunción, como si el mito fuese un acto volitivo, cuando es, por el contrario, aquello que somete toda voluntad.
«Nosotros soñamos con la originalidad y la autonomía, creemos decir sólo lo nuevo, pero todo eso no es más que una reacción, una suerte de tibia venganza contra el estado de servidumbre en que nos encontramos hacia la antigüedad», leemos en un categórico y drástico fragmento de Hölderlin. Pocas líneas más abajo precisa la forma en que nuestra relación con él acusa también una poderosa fractura, que tiene todavía poderosos efectos. Todo el pasado se muestra como «una casi ilimitada prehistoria, de la que cobramos conciencia bien con la educación, bien con la experiencia, y que actúa sobre nosotros, oprimiéndonos». No se trata ahora de la búsqueda del entusiasmo y el «fuego del cielo». Hölderlin ya lo había hecho, y de esa experiencia nos dice sólo: «Casi hemos perdido la palabra en tierra extranjera», pasaje en cuyo trasfondo se dibuja la sombra de Apolo, que lo golpeó en el camino de Francia. Se trata ahora de encontrar la «sobriedad occidental», la «claridad de la representación», aquella que los griegos, nacidos del ardor oriental, habían descubierto como un esplendor extranjero en la palabra homérica, y que en cambio para los Ésperos, como somos nosotros, los occidentales modernos, áridos y humildes, es la tierra natal, que ahora es preciso descubrir, traicionando a los dioses. Pero, sin duda, «de modo sacro».
Hölderlin no aclaró qué es esa «imponente sobriedad occidental» que nos caracteriza, y por eso es el elemento más difícil de reconocer, ya que «aquello que es propio debe ser apresado no menos que aquello que es extraño». No nos ha dejado de ello ilustraciones ni ejemplos. Sin embargo, advertimos que se trata de un carácter secreto y constante de la literatura occidental, aunque sea raro encontrarlo en su forma incontaminada. Una característica que puede rastrearse en cualquier época, en todo registro. Cuando se impone, tiene la autoridad de una pulsación. Entonces contemplamos atónitos su evidencia insoslayable. Nos sucede, por ejemplo, cuando abrimos un libro de Henry Vaughan y leemos:
I saw Eternity the other night
Like a great Ring of pure and endless light,
All calm, as it was bright
He visto a la Eternidad la otra noche
como un gran Anillo de luz pura e infinita,
tan calma como brillante.
No pocos han visto a la eternidad, pero sólo Vaughan, y sólo en este verso, la ha visto «la otra noche», como si se tratase de una vieja conocida o de un extranjero recién llegado. Resulta decisiva, en este punto, la total ausencia de preliminares, la manera repentina de la entrada en la visión, junto con la sobriedad de la forma en que el acontecimiento se registra. Exactamente como si dijese: «Hubo una reyerta, the other night, al encontrarse x con y.» Donde «night» es precisamente la palabra decisiva, por encima de «Eternity», dado que rige las tres rimas iniciales. Se puede por tanto aventurar la idea de que con la fórmula «sobriedad occidental» Hölderlin designara algo que nos hace señas desde más allá del entusiasmo, más allá de aquel arrojo que nos induce a mezclarnos con los dioses, pero que puede ser engañoso, porque no alcanza a «preservar a Dios en la pureza y la distinción». Se trata siempre, sin embargo, de una definición por la vía negativa. Por lo demás, debemos limitarnos a observar que, poco después de las elípticas formulaciones de la «revolución natal», la palabra de Hölderlin se vuelve cada vez más árida, abrupta, quebrada. Hasta llegar a la absorta, extremada uniformidad de los poemas últimos, en los que Scardanelli asume el papel de imperturbable maestro de ceremonias.
Al final, Hölderlin ya no teoriza. Si precisa emitir un juicio, escribe que algo es «prächtig», «espléndido»: la «vida» misma, o también el «cielo». No tiene más ambición que observar y nombrar a la naturaleza en sus manifestaciones más comunes, a veces también en las más raras. Como los cometas: «¿Quisiera yo ser un cometa? Es posible. Porque tienen la velocidad de los pájaros; florecen del fuego y son por su pureza como niños. La naturaleza del hombre no puede atreverse a desear algo más grande.»