Existe un grado cero, un secreto nadir del siglo XIX; se alcanzó, aunque nadie se diera cuenta, cuando un joven ignoto publicó en París, pagando la edición de su propio bolsillo, un librito titulado Les Chants de Maldoror. Corría el año 1869: Nietzsche trabajaba en El nacimiento de la tragedia, Flaubert publicaba L’Éducation sentimentale, Verlaine, las Fêtes galantes, y Rimbaud escribía sus primeros versos. Pero algo aún más importante estaba por suceder; es como si la literatura hubiera comisionado, para cumplir con un acto decisivo, clandestino y violento, al joven hijo del canciller Ducasse, enviado desde Montevideo a Francia para emprender sus estudios. Isidore, que tenía entonces veintitrés años y ya había adoptado el seudónimo de Lautréamont, probablemente tomado de un personaje de Eugène Sue, le paga al editor Lacroix la suma de cuatrocientos francos para que éste imprima Les Chants de Maldoror. Lacroix cobra e imprime, pero, más tarde, se niega a distribuir el libro. Tal como el propio Lautréamont cuenta en una carta, Lacroix «se ha negado a dejar que el libro aparezca, porque en él la vida se representa con colores demasiado amargos, y Lacroix teme al procurador general». Pero ¿por qué Maldoror infundía semejante miedo? Porque se trataba del primer libro –dicho esto sin ningún énfasis– que se sustenta sobre el principio de someterlo todo al sarcasmo. Es decir, no sólo el inmenso lastre de la época que había favorecido el triunfo del ridículo, sino también la obra de aquellos que habían atacado crudamente el ridículo: Baudelaire, por ejemplo, que será definido como «el morboso amante de la Venus hotentota», aunque con toda probabilidad era su poeta predilecto, el antecedente inmediato de Lautréamont mismo. Las consecuencias de este gesto son arrolladoras: como si cada dato –incluso el mundo entero es tomado como un dato– rompiera de pronto sus puntos de apoyo y comenzase a vagar en una corriente llena de torbellinos, sometido a todos los ultrajes, a todos los azares, por obra de un prestidigitador impasible: Lautréamont, autor vacío, que opera una total, fría anulación de la identidad, más rigurosa aún que la de Rimbaud, todavía demasiado teatral. Morir a los veinticuatro años en una habitación de alquiler de la rue du Faubourg Montmartre, «sans autres renseignements», como se lee en el «acte de décès» de Lautréamont, es un destino mucho más temerario y eficaz que dejar de escribir para vender armas en África.
Precisamente porque el caso es aberrante conviene analizarlo con las leyes habituales. Por ejemplo, preguntarse de qué autores se había nutrido Lautréamont antes de publicar. En este punto, Lautréamont viene a nuestro encuentro, dejándonos entender que ha frecuentado mucho a «los chupatintas funestos: Sand, Balzac, Alexandre Dumas, Musset, Du Terrail, Féval, Flaubert, Baudelaire, Leconte y la Grève des Forgerons». Esta lista debería obrar desde ya como una advertencia de que se nos está tendiendo una trampa: el inventor de Rocambole y el de Madame Bovary se ponen en el mismo nivel, así como el prolífico folletinista Féval, y Balzac, todos junto a Baudelaire y a François Coppée. Como si toda jerarquización hubiera quedado abolida. Pero aún hay más: para desencadenar el tifón Maldoror, Lautréamont parece haber tomado el impulso de una constatación: que el satanismo romántico tenía un punto débil, su timidez. Maldoror, asesino en serie, no se conforma con estuprar a «la niña que duerme a la sombra de un plátano». En ese momento va acompañado de un bulldog, al que invita a matar a dentelladas a la desventurada muchacha. Pero el bulldog «se contenta con violar a su vez la virginidad de aquella delicada niña». Indignado porque el animal no obedece al pie de la letra sus palabras, Maldoror extrae un «pequeño cuchillo americano con diez o doce hojas» y se dedica a excavar en la vagina de la muchacha para extraer sus órganos de aquella «horrorosa abertura». Al final, cuando el cuerpo de la chica recuerda al de un «pollo vaciado», «deja el cadáver durmiendo a la sombra del plátano». En el romanticismo negro, los genios del mal solían entretenerse en la descripción del detalle. El escritor acumulaba adjetivos inquietantes, como «innombrable», «monstruoso», «perverso», «aterrador», que, además de afear la página, ocultaban el acto monstruoso en el flou de un esfumado. Lautréamont, en cambio, se toma el satanismo al pie de la letra. El primer efecto es el de una «risa nerviosa muy embarazosa» (J. Gracq), que comienza a sacudir al lector y pronto le provoca un enorme desconcierto. ¿Se trata de una parodia? ¿Es un caso clínico? ¿O es sólo un lírico negro, apenas un poco más radical que sus predecesores?
Observemos más de cerca la forma del libro: el procedimiento fundamental de Maldoror radica en la utilización de todo el material elaborado por la literatura que por entonces sonaba moderna –y era romántica, satánica o gótica según el criterio de quien la definía–, pero exacerbándolo, llevándolo a su extremo, de manera que lo desautorizaba con un gesto imperturbable, reprimiendo cuidadosamente una risa sardónica. Es más: Lautréamont yuxtapuso, y a veces amalgamó con toda frialdad, esa literatura, exaltada y ambiciosa, que había tocado sus cimas con Byron y Baudelaire, y la vasta literatura para camareras y señoras, con toda su gazmoñería y florituras sentimentales. De esta forma, los horrores de la novela negra son precisados hasta sus más mínimos detalles, ridiculizándolos e hibridándolos con las mièvreries de la novela edificante, positiva (entiéndase el «realismo socialista» del siglo XIX), implacablemente copiadas por él. Todo conspira para que «la tragedia estalle en medio de esta espantosa frivolidad». Todo se dispone sobre un mismo plano, en el sonido obsesivo de una misma voz, que nos llega «amplificada por un micrófono averiado».
Pero en Maldoror resulta también evidente otro procedimiento, a pesar de que –sorprendentementelos más ilustres críticos de Lautréamont ni siquiera lo mencionan, como si se tratase de una circunstancia accesoria. Me refiero a las repeticiones forzadas: bloques erráticos de prosa vuelven a aparecer, idénticos, a una distancia de varias líneas o de unas cuantas páginas. Se trata a veces de frases sueltas, de un género tal que ya de por sí llamarían la atención: «Pero una masa informe lo persigue encarnizadamente, pisando sobre sus huellas, en medio del polvo»; o también: «Allí, en un bosquecillo circundado de flores, duerme el hermafrodito, profundamente acurrucado sobre la hierba, bañado en sus lágrimas.» O bien: «Los niños siguen tirándole piedras, como si fuese un mirlo.» En otras ocasiones, las repeticiones van acompañadas de ligeras variaciones, a partir de una frase que aporta el acorde fundamental, como en el caso de «me han visto descender al valle, mientras la piel de mi pecho se hallaba inmóvil y en calma, como la losa de una tumba». O, en fin, las repeticiones pueden multiplicarse y encabalgarse, como en el episodio de Falmer, el muchacho rubio de catorce años, de rostro ovalado, al que Maldoror coge por el cabello y hace «girar en el aire a tal velocidad que la cabellera [se le] quedó en la mano y el cuerpo, arrojado por la fuerza centrífuga, fue a romperse contra el tronco de una encina».
Parece que la inofensiva anáfora, tal como es explicada en todos los manuales de retórica, se dilatase y fuese a dar en una deriva demencial. Una deriva que tiene, como mínimo, dos consecuencias: en primer lugar, acerca la página a la naturaleza profunda de la pesadilla, no tanto por el carácter más o menos horrible de sus elementos sino por el hecho de que éstos son sistemáticamente presentados a la conciencia. Además, impregna la narración de insensatez, de la misma forma en que una palabra suelta, si la repetimos un número suficiente de veces, se vuelve una cáscara fónica escindida de todo vínculo semántico.
Procedimientos como los que acabamos de describir presuponen que todo el mundo –en particular, cualquier forma literaria, de cualquier tipo– queda envuelto por el manto benéfico de la parodia. Ya nada es lo que declara ser. Desde el momento en que aparece, todo es ya una cita de otra cosa. Este acontecimiento, enigmático y desconcertante, en el que sin embargo muy pocos han reparado, puede verse como una manifestación del hecho de que el mundo entero, como Nietzsche anunciará poco después, está convirtiéndose de nuevo en una fábula. Pero ahora la fábula es un torbellino indiferente, en el que los simulacros se intercambian como un polvillo igualitario. «Allí donde no existen los dioses reinan los fantasmas»: lo había anunciado Novalis. Entonces se podía añadir: dioses y fantasmas se alternan sobre el escenario, con iguales derechos. Ya no existe una potencia teológica capaz de dirigirlos y ordenarlos. ¿Quién se atreverá, en tales circunstancias, a tener comercio con ellos, a tratar con ellos? Una potencia ulterior, hasta entonces mantenida en una permanente minoría y utilizada al servicio del cuerpo social, pero que empezaba a amenazar con levar todas sus anclas y navegar, solitaria y soberana, como el barco mismo que acoge todos los simulacros y vaga en el océano de la mente por el puro placer del juego y del gesto: la literatura. En esta mutación, ella podrá ser definida de esta forma: literatura absoluta.
No es fácil de probar la afirmación de que la parodia es el principio motor de toda la obra de Lautréamont, porque en lo que a este escritor se refiere nada es fácil de probar. Con estricta disciplina, no ha dejado una sola frase –no sólo en su obra sino también en sus cartas– que, con una mínima certeza, pueda ser tomada en serio. Es una tarea vana buscar en él una declaración de poética, a menos que su poética resida precisamente en la sospecha de que cada palabra suya es una burla. Una sospecha que invade al lector forzosamente en cuanto éste se acerca al segundo retablo de su obra: la exigua colección titulada Poésies. Antes aun, a aquello que la anuncia. En octubre de 1869, Lautréamont escribía a Poulet-Malassis: «He cantado el mal como lo han hecho Mickiewicz, Byron, Milton, Southey, A. de Musset, Baudelaire, etc. Naturalmente, he exagerado un tanto el diapasón con tal de hacer algo nuevo, en la senda de aquella literatura sublime que canta la desesperación sólo para oprimir al lector y hacerle desear el bien como remedio.» Ya en estas líneas se respira el aire tonificante de la burla. Pero hay que reconstruir el sobrentendido: los Chants de Maldoror yacían por entonces en folios apilados en el almacén del editor, quien se negaba a ponerlos en circulación, temeroso ante la posibilidad de una denuncia. En un primer momento, según el testimonio de Lacroix, «el conde de Lautréamont se negaba a enmendar la violencia de su texto». Lautréamont adeudaba todavía los gastos de imprenta (800 francos), que no pensaba desembolsar si el libro no se distribuía. La situación, pues, se hallaba estancada en un punto que perjudicaba tanto al autor como al impresor. Por eso se recurrió a Poulet-Malassis, bibliófilo y editor, acostumbrado a encontrar los canales apropiados para sacar al mercado toda clase de libros peligrosos. Lautréamont le escribió con la intención de llegar a un acuerdo con él («Vendedlo, no os lo impido; ¿qué debo hacer yo? Decidme cuáles son vuestras condiciones») y al mismo tiempo para sugerirle que lanzara el libro, recurriendo para ello a la risible teoría del escritor que canta el mal para «oprimir al lector» e incitarlo al bien. Curiosamente, Poulet-Malassis coge al vuelo la sugerencia. Dos días más tarde, en el Bulletin trimestriel des publications défendues en France imprimées à l’étranger, a través del cual este editor solía anunciar sus títulos, el libro de Lautréamont es presentado en los siguientes términos:
«Ya no quedan maniqueos», decía Pangloss. «Quedo yo», respondía Martin. El autor de este libro pertenece a una especie no menos rara. Como Baudelaire, como Flaubert, cree que la expresión estética del mal implica la más viva apetencia del bien, la moralidad más elevada.
Poulet-Malassis era un hombre mucho más sagaz e inteligente que Lacroix, a quien Baudelaire aborrecía. Por eso aquella burla, que ya estaba implícita en la carta de Lautréamont –quien quizás cuando decía «he exagerado un tanto el diapasón», pensaba, en lo relativo al erotismo, disciplina en la que Poulet-Malassis era un especialista, en la descripción del coito «largo, casto y horrible» entre Maldoror y una «enorme hembra de pezperro», acoplamiento que un día habría de hacer las delicias de Huysmans–, encuentra un eco en el anuncio publicitario. Parece como si, al escribirle a su nuevo distribuidor, Lautréamont le hubiera dado indicaciones de cómo camuflar el libro para permitir que circulara por el mundo. Sin embargo, al final de la misma carta, oímos cómo se insinúa un tono distinto. Después de rogarle que hiciera llegar el libro a los principales críticos, Lautréamont agrega: «Sólo ellos sabrán juzgar en primera y última instancia el inicio de una publicación que, como es evidente, sólo verá su fin más tarde, cuando yo haya visto el mío. Por eso la moral de su fin está todavía pendiente. Sin embargo, existe ya un inmenso dolor en cada página. ¿Se trata en verdad del mal?» La última y desgarradora pregunta constituye uno de aquellos raros intermedios en los que Lautréamont se permite hablar directamente, sin la mediación de la injuria o de la befa. Pero debe observarse también otro detalle: Lautréamont concede a Maldoror una especie de carmen perpetuum que no se cerrará hasta que el propio autor haya muerto. Hasta ese momento no podremos saber cuál es «la moral de su fin». Podemos sugerir que la posibilidad de que incluso el bien al que el texto debiera incitar es una conclusión provisional, que un día puede invertirse. Se trata de otra clave que ilumina Maldoror como una fantasmagoría llena de artificios y trampas.
El 21 de febrero de 1870, cuatro meses después de la primera carta a Poulet-Malassis, Lautréamont vuelve a escribirle. En apariencia, todo sigue igual: «¿Lacroix le ha cedido ya la edición, o qué ha hecho? ¿O usted la ha rechazado? A mí nada me ha dicho. Desde entonces no he vuelto a verlo.» Pero a lo largo de aquellos meses Lautréamont había realizado un paso decisivo en sus elucubraciones, tal como anunciaba en la misma carta: «He renegado de mi pasado. Ahora sólo canto la esperanza; pero, para ello, primero es preciso atacar la duda de este siglo (melancolías, tristezas, dolores, desesperaciones, perversidades artificiosas, orgullos pueriles, maledicencias ridículas, etc.). En una obra que le llevaré a Lacroix a principios de marzo selecciono los poemas más bellos de Lamartine, Victor Hugo, Alfred de Musset, Byron y Baudelaire, y los corrijo en el sentido de la esperanza; indico cómo hubieran debido hacerse. Corrijo al mismo tiempo seis piezas de las peores de mi bendito libro.» Se trata del anuncio de las Poésies. Da la impresión de que en aquellos meses Lautréamont había tomado conciencia de que, para conseguir que su monstruoso Maldoror circulara por el mundo, no bastaba con recurrir al argumento del mal cantado para incitar el bien, demasiado semejante al del pornógrafo que declara trabajar en pro de la castidad. En ese caso, ¿por qué no cantar el bien directamente? Así se esboza el nuevo procedimiento, que es aún más ofensivo y pernicioso que el que pusiera en juego en Maldoror; se puede afirmar que eleva al cuadrado la monstruosidad, al corregir textos ajenos «en el sentido de la esperanza». El presupuesto es arrasar con todo resto de propiedad literaria. Los autores son peleles. La literatura es un continuum de palabras sobre las que se puede intervenir a placer, incluso transformando cada signo en su opuesto. Lautréamont, lanzado por la vía de la irrisión absoluta, no quiere o no puede pararse. Lo que ha sido elevado al cuadrado puede también elevarse al cubo. ¿Por qué, entonces, limitarse a corregir a los autores del mal desviándolos hacia el bien? ¿Por qué no corregir a los autores que representan directamente el bien? ¿Cuáles serían esos autores, en todo caso? Por definición, aquellos que se leen en las escuelas.
Este último grado de exasperación, que alcanza a todo y a todos, tanto a los Buenos como a los Malvados, será anunciado por Lautréamont en otra carta, la última que escribió. Iba dirigida al banquero de la familia Darasse, que le pasaba una magra mensualidad. Lautréamont le pide un anticipo para pagar los gastos de imprenta de una obra que, ésta sí, se presenta como investida de una virtud intachable. Tras una breve crónica de sus desventuras con Lacroix, Lautréamont agrega: «Pero todo ha sido en vano, y eso me ha abierto los ojos. Me dije que, puesto que la poesía de la duda (de los libros de hoy no quedarán más que ciento cincuenta páginas) alcanza un punto tal de tétrica desesperación y de malignidad teórica, no se puede concluir sino que es radicalmente falsa; por eso se discuten los principios, cuando no se deben discutir: es del todo injusto. Los gemidos poéticos de este siglo no son más que horribles sofismas. Cantar el tedio, los dolores, las tristezas, las melancolías, la muerte, la sombra, lo oscuro, etc., representa la determinación de no querer ver sino el revés pueril de las cosas. Lamartine, Hugo, Musset se han metamorfoseado voluntariamente en señoritas. Son las Grandes Cabezas Blandas de nuestro tiempo. Siempre lloriqueando. Ése es el motivo por el cual yo he cambiado completamente de método, para cantar exclusivamente la esperanza, LA CALMA, la felicidad, EL DEBER. Así me reencuentro con Corneille y con Racine en la cadena del buen sentido y de la sangre fría, bruscamente interrumpida desde los engreídos Voltaire y Jean-Jacques Rousseau.»
Aquí debemos detenernos a señalar algunos detalles. En primer lugar, esta carta no se dirigía a un editor como Poulet-Malassis, que había sido amigo de Baudelaire, sino a un banquero que, frente al joven hijo de su cliente, se valía de un «deplorable sistema de desconfianza», completamente afín a sus funciones. Por otra parte, dada su naturaleza, esta carta parecía destinada a perderse, como tantas otras por el estilo. Sólo se ha conservado gracias a un hallazgo fortuito, marcado por una ironía intensamente ducassiana: en 1978, un electricista de Gavray, departamento de la Mancha (Bretaña), la encontró entre un montón de viejos papeles que estaban a la venta en la tienda de un ropavejero de Porbail, en la región de Valognes.
Al escribir a Darasse, Lautréamont asume el tono del demandante que quiere obtener un anticipo de dinero y, al presentarse ante el banquero de la familia, pretende tranquilizarlo adoptando el papel del joven de buenos sentimientos. Pero, al mismo tiempo, aquel banquero se vuelve el modelo de su lector, porque muchas de las expresiones de la carta pueden encontrarse, prácticamente idénticas, en Poésies. Mediante este movimiento Lautréamont alcanza el grado máximo del escarnio, al tiempo que, una vez más, revela su peculiaridad, casi como un vicio congénito, eso que Artaud definiría de esta forma: «[Lautréamont] no puede escribir una sencilla carta sin que se advierta esa trepidación epileptoide del Verbo que, sea cual sea el asunto tratado, no quiere ser utilizado sin temblor.» Pero ¿qué sucederá si la «trepidación epileptoide del Verbo» se pone el servicio, como pretendía por entonces Lautréamont, de aquella «famosa idea del bien» cultivada por los «cuerpos de maestros, receptáculos de lo justo», que encaminan a «las jóvenes y viejas generaciones por la vía de la honestidad y el trabajo»?
El resultado será las Poésies, obra de la que aparecieron dos entregas, diferenciadas por números romanos: de Poésies I se han conservado dos ejemplares; de Poésies II tan sólo uno, que se encuentra en la Bibliothèque National de París. También estas páginas abonan la gloriosa preeminencia de Lautréamont, quien, por otra parte, vuelve a asumir en ellas su verdadero nombre, Isidore Ducasse. ¿Por qué esconderse, cuando esta obra –tal como él afirma– puede «ser leída por una niña de catorce años»?
Poésies I se presenta como una drástica declaración de intenciones que desarrolla y amplifica en tono solemne los contenidos de la carta al banquero Darasse. Sin embargo, no tarda en aparecer una primera, brutal infracción contra las formas: una párrafo de una página y media constituido por un solo período, en el que el verbo principal no aparece sino después de cuarenta líneas, al final de una enumeración caótica9 de los elementos constitutivos de la literatura que debe condenarse. Leído hoy, el párrafo se impone como una soberbia parodia de toda la literatura del siglo XIX. Comienza con «las perturbaciones, las ansiedades, las depravaciones», lista que continúa a lo largo de una veintena de líneas; prosigue con «los olores de gallina mojada, las languideces, las ranas, los pulpos, los tiburones, el simún de los desiertos, lo que es sonámbulo, sospechoso, nocturno, somnífero, noctámbulo, viscoso, foca parlante, equívoco, tísico, espasmódico, afrodisíaco, anémico, tuerto»; y sigue así en un mismo impulso, tras lo cual el autor define todos los elementos incluidos en la lista como «fosa común, inmunda, que me ruborizo de sólo nombrar». Sin embargo, ha incluido en su lista nada menos que ciento un miembros, ruborizándose quizás cada vez. A propósito de esta «fosa común», el lector de Maldoror evocará enseguida al fantasmagórico Mervyn, cuando habla del «lugar en el que permanece [su] inmovilidad glacial, rodeada por una larga fila de salas vacías, inmundas fosas comunes de [sus] horas de tedio».
Pero Lautréamont no nos da descanso; pocas líneas más abajo del desmesurado párrafo enumerativo enuncia el nuevo canon literario: «Las obras maestras de la literatura francesa son los discursos para las graduaciones de los liceos, y los discursos académicos.» Aquí Lautréamont da la impresión de estar paladeando una inédita voluptuosidad: no ya la de contraponer, como en Maldoror, la frondosidad de lo monstruoso al orden probo y obtuso, sino el desarrollo de la monstruosidad en el interior del propio orden, usando la técnica que le era más consustancial: llevar hasta el extremo la interpretación al pie de la letra. De esta forma, se abisma a conclusiones como la siguiente: «Toda literatura que discuta los axiomas eternos está condenada a vivir sólo de sí misma. Es injusta, y se devora el hígado. Los novissima Verba hacen sonreír con soberbia a los niños de escuela. Nosotros no tenemos derecho a interpelar al Creador acerca de ninguna cuestión.» Cuando aún no hemos acabado de saborear estas frases perentorias y vacuas, un pensamiento nos alcanza: lo que estamos leyendo es, a su vez, una de las más claras muestras de la literatura que vive sólo de sí misma.
Pasemos ahora a Poésies II: aquí es donde se pone en práctica el perverso mecanismo que Poésies I anunciaba. El procedimiento esencial es ahora el plagio. O, para ser más exactos, el plagio como inversión y desorden de los términos. Opera de la forma siguiente: escoge pasajes de los grandes clásicos (sus predilectos son Pascal, en primer término; pero también La Rochefoucauld, Vauvernargues, La Bruyère, sin olvidar a los modernos Hugo y Vigny) y enuncia como afirmación aquello que era negación, o viceversa. Esta técnica de la inversión conduce a resultados diversos. Lo más frecuente es una obra de neutralización, que vacía de sentido tanto el pasaje deformado como el pasaje original, a veces celebérrimo, que está en su raíz. Para este fin, el principal instrumento consiste en eliminar el espacio en blanco entre un pasaje y otro, obligando al veloz aforismo y al denso fragmento a yuxtaponerse con una lógica tan modesta como insensata. En otras ocasiones, de la inversión se desprende el efecto contrario: un deslumbramiento que ilumina al maligno torturador de textos más que al atormentado texto clásico. Encontramos un ejemplo de ello en un pasaje de Pascal sobre la felicidad, que acaba con un tono sorprendentemente edificante, impugnando la conducta del hombre «que la busca inútilmente en las cosas externas, sin poder contentarse nunca, puesto que no está en nosotros ni en las criaturas, sino solamente en Dios». Se trata en este caso de Pascal, pero podría ser cualquiera de los numerosos maestros espirituales que se han turnado a lo largo de la historia de la literatura francesa. En este punto, incide Lautréamont: «El hombre se aburre, busca una multitud de ocupaciones. Tiene la idea de la felicidad que ha conquistado: encontrándola en su interior, la busca en las cosas exteriores. Se contenta. La infelicidad no está en nosotros ni en las criaturas. Está en Elohim.» De pronto, en la última frase, el juego burlesco cuaja en una sentencia gnóstica; y el procedimiento no se detiene allí. Poco más abajo, toma como pasaje original un enfático fragmento de Vauvenargues, constelado de signos de exclamación e interrogación, que Lautréamont diseca y reconduce hacia la sobriedad, desviando su sentido, una vez más, hacia una oscura escena de lucha cósmica: «Conocemos el sol y al cielo, poseemos los secretos de sus movimientos. En la mano de Elohim, instrumento ciego, mecanismo insensible, el mundo pide nuestras ofrendas. Las revoluciones de los imperios, las bóvedas del templo, las naciones, los conquistadores de la ciencia, todo eso emana de un átomo que trepa, dura un solo día y destruye el espectáculo del universo, en todas las épocas.» El timbre de Lautréamont vibra, inconfundible, en ese «destruye el espectáculo del universo», que en Vauvernargues aparecía de esta forma: «abraza de cierto modo con un solo golpe de ojo el espectáculo del universo en todas las épocas.» Pero quizás el ultraje definitivo tiene lugar algunas líneas más abajo (y justo antes del punto final), cuando Lautréamont usa como texto original un célebre pasaje de La Bruyère: «Todo ha sido dicho, y llegamos demasiado tarde, después de siete mil años de hombres pensantes. Por lo que respecta a las costumbres, lo bello y lo mejor ya han sido encontrados. Nosotros no hacemos más que espigar entre los antiguos y entre los más hábiles de los modernos.» Observemos la inversión: «Nada ha sido dicho. Llegamos demasiado temprano después de siete mil años de existencia de los hombres. Por lo que respecta a las costumbres, como en todo lo demás [subrayo las palabras que no aparecen en La Bruyère], la parte menos buena ya ha sido fijada. Contamos con la ventaja de operar después de los antiguos, nosotros, los más hábiles entre los modernos.» El pasaje de La Bruyère es el exemplum mismo de la cultura, de la lenta transmisión del saber, de la douceur que impregna con el tiempo la civilización y le quita mordiente, la debilita. El pasaje de Lautréamont es la proclama del bárbaro artificial, que se apresta a salir de la afasia, a pesar de que es todavía «demasiado pronto». Su desprecio envuelve todo el pasado, servil cadena de hombres que se transmiten un saber sólo referido a «la parte menos buena» de cada cosa. Por otra parte, como ya las Poésies habían sentenciado, invirtiendo a Vauvernargues, «se puede ser justo si no se es humano».
Al acabar la lectura de Poésies II la sensación es al mismo tiempo de inmensa hilaridad y de enorme malestar. Sensación difícil de comparar con ninguna otra experiencia literaria, pero cercana en cambio a la afasia evocada por Max Stirner en las páginas de El único. Se diría que Lautréamont y Stirner –y ningún otro de sus contemporáneos– comparten la estocada fatal de una autonomía que es, en realidad, un reposado delirio de autista. La soledad debe ser total, estruendosa y capaz de expandirse indefinidamente. De este modo, Maldoror elucubra: «Si existo, no soy otro. No admito en mí esta equívoca pluralidad. Quiero residir solo en mi íntimo razonamiento. La autonomía... o prefiero convertirme en hipopótamo.» Aquí la ínfima astilla del sujeto, tal como sucede con el único de Stirner, se contrapone a cualquier otro, pero sobre todo a aquel devastador Otro en el que es fácil reconocer al «Celeste Bandido», el Demiurgo funesto, preparado ya para exhibirse por doquier –y ante todo en los resquicios de la vida mental del individuo– con su «curiosidad feroz». Éste es precisamente el punto esencial, añade Maldoror: «Mi subjetividad y el Creador: demasiado para un solo cerebro.» Como observaría más tarde Remy de Gourmont, «[Lautréamont] no ve en el mundo otra cosa que él mismo y Dios –y Dios le repugna».
Junto con Stirner, Lautréamont es el otro bárbaro artificial que irrumpe en la escena. Ya no en la escena del espíritu sino en la literaria. Así como Stirner había demostrado a los audaces neohegelianos que eran en realidad una cuadrilla de gazmoños, temerosos del Estado y de la humanidad, de la misma forma Lautréamont demuestra que los satanistas románticos –vasta tribu que culmina en Baudelaire– se habían detenido a las puertas del noir, sin descender al detalle del horror, con precisión, paciencia y mirada atenta. Incluso los lugares desde los que se exhalaron estas nubes venenosas parecen afines: habitaciones de alquiler en medio de la gran ciudad, sea Berlín o París; pisos altos, cielo profundo detrás de los cristales, sombras en la pared. Para ambos, en su pasado callado se adivina una adolescencia febril, fantasiosa y frenética, que «respira por sus poros la violación de los deberes», encerrada entre esos muros de colegio que «incuban a millares ciertos resentimientos ardientes, imposibles de expiar, que pueden marcar a fuego una vida entera».
Una densa furia destructiva aparece como el carácter magmático de la forma. El primer lector digno de Lautréamont, Léon Bloy, lo advirtió enseguida: «Es lava líquida. Es insensato, negro, letal.» Sólo de Lautréamont y de Stirner no poseemos retratos (al menos hasta hace muy poco por lo que a Lautréamont respecta, en tanto que de Stirner sólo tenemos un perfil con gafas, trazado por Engels treinta y seis años después de su muerte). Stirner trata la filosofía (la más audaz filosofía) que le precede como Lautréamont trata la literatura de los rebeldes románticos: exasperándola para disolverla. A ambos los mueve el cruel frenesí de ver lo que sucedería si todas las reglas fueran burladas. Obviamente, no sucede casi nada, en el sentido de que prácticamente nadie fue capaz de advertir lo que estaba sucediendo. Pero el gesto quedó. Después de ellos, toda literatura, toda filosofía quedará atravesada por una herida mortal.