El principal argumento contra los mitos griegos fue siempre de carácter moral, y sexual en primer lugar: los mitos resultaban condenables en tanto eran prolíficos en historias inconvenientes, protagonizadas por los propios dioses. Este argumento no fue en absoluto razonado por los Padres de la Iglesia, que, cumpliendo con su misión, sólo se preocuparon de exacerbarlo. Aparece ya en Jenófanes, y de modo ejemplar en Platón. Después, cada época le daría su color, desde los alejandrinos al rococó. La cadena de condenas no se había interrumpido nunca hasta que, en el año 1879, Stephane Mallarmé tradujo y adaptó un pequeño manual de mitología: el Manual of Mithology del reverendo George W. Cox. Mallarmé se había dedicado a esa labor, destinada a las escuelas secundarias, debido a sus apremios económicos, pero en parte también por su inclinación hacia un cierto esoterismo privado; de la misma forma, años atrás se había lanzado a redactar, de la primera a la última página, una revista de frivolidades, La Dernière Mode, que todavía, cuando le sacudía el polvo, conseguía hacerlo «soñar largamente», según escribió. En la adaptación del texto de Cox al «espíritu francés», Mallarmé agregó cosas y quitó otras del original, parafraseando o reformulando según criterios reveladores. De esta forma, cada vez que encontramos una divergencia entre ambos textos nos preguntamos cómo y por qué ha intervenido Mallarmé. Hasta que la lectura se topa con esta frase clamorosa: «Si les diuex en font rien d’inconvenant, c’est allors qu’ils ne sont plus dieux du tout» («Si los dioses ya no hacen nada inconveniente, significa que han dejado de ser dioses»).
Veinticinco siglos de moralidad –pagana, cristiana, laica– parecen hundirse bajo el peso de estas palabras. ¿Para que los dioses sean tales necesariamente deben realizar actos inconvenientes? ¿Es posible que ese vasto repertorio de gestas innombrables que encontramos en las fábulas antiguas sean en sí mismas el código con el que los dioses se manifestaban? Una visión teológica tal induciría a una larga reflexión, que podría resultar más clarividente que las súplicas a las que estamos habituados, por lo menos si la entendiéramos como el desconcertante preludio de alguna forma de misterio. Tras recuperarnos de la sorpresa, corremos a verificar el texto de Cox, en el que leemos (en lo que es por lo demás una precisa traducción de Eurípides): «If the gods do aught unseemly, then they are not gods at all» («Si los dioses hacen algo inconveniente, entonces ya no son dioses»). Es decir, lo contrario de lo que dice la traducción de Mallarmé. Sin embargo, visto en su contexto inmediato, la traducción respeta el sentido de la página de Cox. Se impone entonces la hipótesis propuesta por Bertrand Marchal: «Es posible que Mallarmé escribiera, en efecto “Si les dieux font rien d’inconvenant”, y que un corrector demasiado celoso agregara el enojoso “ne”, que después hubiera pasado inadvertido para el poeta.» Esta catástrofe teológica se debería al cruce entre la hipercorrección de un impresor y un descuido del poeta. De esta forma, la revancha de los dioses paganos, después de una persecución milenaria, tendría su punto culminante en esta errata, tanto más significativa cuanto aparece en una página de quien hubiera querido eliminarlas de la escritura. Debe tenerse en cuenta que hasta entonces nadie había osado pensar lo que este caso ayudó a formular.
Todo esto asume otro aspecto si aún resuenan en nuestros oídos las Poésies de Lautréamont, ya que la frase escandalosa podría muy bien formar parte de las muchas que, en ese texto, se someten al procedimiento sarcástico de la inversión. Entonces esa sensación de incertidumbre y de vértigo suscitada por las Poésies se expande, como los largos tentáculos de un pulpo, hasta Mallarmé. Como si el acto de la suprema irrisión de la literatura debiera mezclar sus linfas con la obra que arriesga la suprema reivindicación de la literatura misma. Esa frase sobre los dioses nos hace pensar, también, en otra singularidad de Mallarmé, que esta vez no pude atribuirse a los azares de la errata. Casi en todas las ocasiones en que Cox escribe «God», Mallarmé traduce «divinidad». El caso de «máxima desviación» es el siguiente, que encontramos en el párrafo que sigue al que contiene la frase escandalosa:
COX: «Zeus waz a mere name by wich they might speak of him in whom we live, and move, and have our being.»
MALLARMÉ: «Zeus était un pur nom, à la faveur de quoi il leur fût possible de parler de la divinité, inscrite au fond de notre être.»
La desviación es evidente y de consecuencias nada desdeñables. Por una parte tenemos a Cox, que trata a los griegos como niños que confusamente vislumbran la verdad, que sólo se alcanzará plenamente en la revelación cristiana, cuando aparecerá el que es verdaderamente aquella Persona «en quien vivimos y nos movemos y tenemos nuestro ser», como expresa la alta fórmula de San Pablo dirigida a los Atenienses; por otro lado está Mallarmé, que se refiere a una entidad impersonal, de la que sólo se dice, con palabras parcas y misteriosas, que está «inscrita en el fondo de nuestro ser». Pero ¿a qué se refiere Mallarmé con la palabra «divinidad»? Más que a los dioses, el término parece ser tomado de su versión parnasiana, precursora una de cierta gimnasia rítmica, o de una coreografía a lo Isadora Duncan. Mallarmé siempre se dejó atraer por la forma neutra de lo divino, como fondo que nutre todo y de lo que todo mana, fondo al mismo tiempo cósmico y mental, ecuánimemente repartido entre ambos, sobre el que un día escribiría: «Debe de haber algo oculto en el fondo de todo, creo decididamente en algo recóndito, significante cerrado y escondido, que habita la generalidad.» Pero, antes de acceder a ese «significante cerrado y escondido», que abarcaría toda su obra, Mallarmé había pasado a través de una feroz, silenciosa, vasta dramaturgia mental, que culmina en una «lucha terrible con ese viejo y malvado plumífero, felizmente abatido, Dios». Más exactamente: «Aquella lucha había acontecido sobre su ala huesuda que, en una agonía más vigorosa de cuanto hubiera podido sospechar, me había arrastrado hacia las Tinieblas.» Este duelo anticipa en algunos meses las atroces descripciones de los reiterados desencuentros entre Maldoror y el Creador, por ejemplo cuando este último ve caídos «de su pedestal los anales del cielo», mientras Maldoror aplicaba sus «cuatrocientas ventosas a la cavidad de su axila», haciéndole «emitir gritos terribles».
Antes de acceder a cualquier contacto con lo divino, se imponía por tanto el asesinato de un ser llamado Dios, viejo pájaro tenaz, aferrado a su antagonista en una agonía demasiado larga. ¿Qué sucedería después? Lo cuenta Mallarmé en una carta del mismo período: «Acababa de trazar el plan de mi Obra entera después de haber encontrado la clave de mí mismo, clave de bóveda, o centro, si quieres, para no confundirte con las metáforas, centro de mí mismo, en el que resido como una araña sagrada, sobre los principales hilos ya salidos de mi mente, y con la ayuda de los cuales tejeré, en los puntos de cruce, los maravillosos encajes que presagian y que existen ya en el seno de la Belleza.» Igual que el pájaro de «ala huesuda», esta «araña sagrada» pertenece a la zoología de Lautréamont. Lo que estaba aconteciendo en el secreto de la mente parecía a la temerosa espera de aquel nuevo teratólogo, visionario de un gran reino animal.
Ahora bien, ¿por qué Mallarmé se describe como una araña «sagrada»? Después de haber abatido al «viejo plumífero, Dios», ¿habrá querido sustituirse por él, presa de un delirio de grandeza? ¿O era más bien, por el contrario, un delirio de impotencia lo que afligía a aquel joven profesor de inglés, recluido en la más sombría provincia? Ni lo uno ni lo otro. Al referirse a sí mismo como una «araña sagrada», Mallarmé no hacía más que ejercer como poeta, cuya función primera es la de ser preciso. Lo que no podía saber era que no estaba hablando de sí, sino del Sí, de a-tman.
Veamos la Br.ahda-ran.yaka Upanis.ad:
Como una araña trepa sobre su hilo, como del fuego ascienden pequeñas chispas, así del Sí surgen todos los sentidos, todos los mundos, todos los dioses, todos los seres.
En otras Upanis.ad se habla de un «dios único que, como la araña, se envuelve en los hilos salidos de la materia inmanifiesta (pradhāna), según su naturaleza (svabhāvatah.)». Se dice también: «Como una araña emana y reabsorbe su hilo, como las hierbas surgen de la tierra, como los pelos de la cabeza y del cuerpo de un ser viviente, así todo lo que hay surge de lo indestructible.»
Mallarmé no conocía los textos védicos; su amigo Lefébure le había enseñado apenas los rudimentos del budismo, pero él siempre se mostró reacio a admitir todo contacto directo: «la Nada, a la que llegué sin conocer el budismo», dice. Mallaré se estaba abriendo camino hacia algo que en el léxico de su tiempo no tenía nombre, pero que él habitaría para siempre. A ello se propuso dedicar, tres años más tarde, una thèse d’agrégation de la que sólo ha sobrevivido poco más que el título: De divinitate. Pero sabemos que Mallarmé veía en ella la desembocadura –además de la convalecencia– de un largo, agotador proceso que lo había transformado en otro ser.
La fase aguda, álgida de aquel proceso duró un año, de mayo de 1886 a mayo de 1867. Mallarmé tenía entonces veinticuatro años y era profesor de inglés en el liceo de Tournon, y más tarde de Besançon, donde el clima es «negro, húmedo y glacial». Descendía de una cepa pura de funcionarios del Registro. En su familia, «hacer carrera» significaba ascender en el escalafón del Registro. Mallarmé fue el primero de su linaje que se apartó de la tradición para dedicarse a la poesía. Se había dado cuenta ya de que el mundo que lo rodeaba tenía «olor de cocina». Como poeta, su destino era el de llegar un paso más allá en la senda de Baudelaire. Lo había hecho ya, de manera magistral, en sus poemas «Azur» y «Brise marine». En la primavera de 1866, Mallarmé pasa una semana en Cannes y algo sucede, una especie de acontecimiento primordial, como será la «noche de Génova» para Valéry. El primer indicio se encuentra en la carta a Cazalis del 28 de abril de ese año.
Mallarmé relata: «excavando el verso hasta ese punto he encontrado dos abismos, que me desesperan. Uno es la Nada.» Aquel «pensamiento opresor» le había hecho apartarse de la poesía. Pero, inmediatamente después, Mallarmé se lanza a un párrafo que es una suerte de fundación metafísica de la poesía que aún le quedaba por escribir: «Sí, lo sé, no somos más que vanas formas de la materia, pero formas sublimes, puesto que hemos inventado a Dios y a nuestra alma. Tan sublimes, amigo mío, que quiero permitirme este espectáculo de la materia, que tiene consciencia de ser y al mismo tiempo se lanza arrebatadamente en el Sueño de lo que ella sabe que no es, y canta el Alma y todas las divinas impresiones similares que se han acumulado en nosotros desde la primera edad, y que proclama, frente a la Nada que es la verdad, aquellas gloriosas mentiras.» Los hilos que se tejen en esta frase no dejarán de desarrollarse hasta la muerte de Mallarmé. Incluidas sus ambigüedades; en primer lugar, aquel «s’enlançant», en el que convergen el sujeto que quiere darse «este espectáculo de la materia» y la materia misma que se observa.
Aquí nos sentimos bruscamente inmersos en ese lugar geométrico denominado Mallarmé, en el que se respira un aire químico y, al mismo tiempo, la tibieza del opus. Es el semblante de la décadence, que fue sobre todo el producto de la disociación entre las formas y la psique. Mallarmé se aprestaba a convertirse al mismo tiempo en el hierofante y el erudito de esa situación. Mientras tanto, el proceso seguía su curso. En julio Mallarmé escribe, nuevamente en carta a Cazalis: «Desde hace un mes me encuentro en los más puros hielos de la estética; después de haber descubierto la Nada me he encontrado con lo Bello.» Al mismo tiempo que se va proyectando su obra, ahora en masculino, porque se trata de «le Grand Œuvre, como decían los alquimistas, nuestros antepasados», anuncia una larga elaboración: «Me doy veinte años para llevarlo a término [el opus], y el resto de mi vida estará dedicado a una Estética de la Poesía.»
¿De qué se trataba, en definitiva? De «un descenso a la Nada», comparable a una saison en enfer, pero no tórrida y enfurecida, como la de Rimbaud. Imperceptible desde el exterior, como un edificio que se disuelve en polvo de escombros mientras la fachada queda intacta; sólo más tarde, de pronto, las ventanas se descubren como órbitas vacías que encuadran el cielo detrás de sí. Así se componía, calladamente, algo espeluznante, que Mallarmé describe de esta forma: «Estoy en verdad descompuesto en mis elementos, ¡y debo decir que tal cosa es necesaria para tener una visión muy – una del universo! De otro modo no se percibe otra unidad que no sea la de la propia vida. En un museo de Londres se exhibe “el valor de un hombre”: una larga caja-ataúd, con numerosos compartimientos, en el que hay amido-fósforo-harinabotellas de agua, de alcohol – y grandes trozos de gelatina fabricada. Yo soy un hombre así.» De nuevo sentimos un olor envolvente, ligeramente nauseabundo, de formaldehído. ¿Quién es el que se describe de este modo? El oscuro profesor de inglés. ¿Alguien más? ¿Alguien más dentro de él?
Ahora se nos presenta de nuevo el Progenitor, el Prajāpati de los Brāhman.as: exhausto, desarticulado, agónico, aquel que debía descomponerse para que algo apareciese, para que algo existiera. Incluidos los dioses, que son seres con su propia silueta, y no conocen el espasmo de lo «indefinido», anirukta, del que surgieron y que de ellos irradia. Pero esta vez Prajāpati, sacudiéndose la niebla de los siglos, se encuentra traspuesto en la época áurea del positivismo, cuando el hombre no es más que física y química, y la consciencia es un vago epifenómeno de las funciones superiores, de las que nadie tiene tiempo de ocuparse. En su vida ilimitada no podían salvarse de este episodio. Sin embargo, ¿por qué Mallarmé los había buscado, si ni siquiera los conocía?
Aquí aparece la chispa de los inicios: para convertir en obra, para hacer obra de literatura absoluta, es necesario remontarse a la época indistinta anterior a los dioses, cuando Prajāpati elaboraba su deseo de una exterioridad visible y palpable con el «ardor» llamado tapas, al que alude Mallarmé al referirse al hornillo para el crisol alquímico. Mallarmé se había sentido atraído por él, y se había dejado guiar, de modo que poco a poco los elementos de su cuerpo se depositaran en aquellos lúgubres compartimientos químicos, de farmacia y tanatorio. ¿Pero quién lo guiaba? Así respondía el poeta: «La Destrucción fue mi Beatriz.»
Mallarmé tenía en su apartamento un espejo de Venecia, objeto talismánico. Allí, en el curso del proceso que lo había «arrastrado hacia las Tinieblas», él creyó hundirse «apasionada e infinitamente». El espejo ya no reflejaba a aquel que lo miraba y estudiaba su reflejo. De allí un día él volvería a salir a la superficie, como el derrelicto de un naufragio en un lago. Se miró, se reconoció y volvió a la vida de costumbre. Pero sabía que algo había cambiado. Quiso advertírselo a su amigo más íntimo, Cazalis: ya no era el «Stéphane que has conocido, sino una disposición que tiene el Universo Espiritual a verse y desarrollarse, a través de lo que yo fui». Estas palabras, que suenan sosegadamente delirantes tratándose de una carta dirigida a un amigo, asumen una perfecta evidencia y un carácter plausible si las pensamos como descripción de un episodio en la vida de Prajāpati. Mallarmé estaba tratando de dar nombre a un proceso que no estaba registrado en el léxico de su tradición. Sin embargo él insistía, como si hubiera tenido el presagio de que aquella vía impracticable era la única posible para él. ¿Cuál era el vínculo que lo unía a aquel ser –Prajāpati– del que Occidente apenas sabía nada (ni uno solo de los Brāhman.as había sido traducido por aquellas fechas)?
Una palabra: manas, «mente» (la mens latina). Dicen los Brāhman.as: «Prajāpati es, por así decir, la mente». O también: «La mente es Prajāpati.» Si debiéramos decir qué es lo que define de modo peculiar y radical a la obra de Mallarmé con respecto a la poesía precedente –y a la posterior–, sería esto: nunca la poesía se había superpuesto de modo tan soberbio al más elemental y misterioso de todos los hechos: que un cierto fragmento de materia esté dotado de aquella cualidad que no se asemeja a ninguna otra, que es el medium mismo en que aparece toda cualidad y toda semejanza: lo que llamamos «consciencia».
Se equivocará Proust cuando, en una carta a Reynaldo Hahn, afirme que en Mallarmé las imágenes se pierden. No, son «todavía las imágenes de las cosas, porque nada seremos capaces de imaginar sino, por así decir, los reflejos en el espejo oscuro y pulido de mármol negro». Ese «mármol negro» es la mente. Con Mallarmé, la materia de la poesía se vuelve –con un rigor sin antecedentes ni continuadores– experiencia mental. Encerrada en un invisible templum, la palabra evoca sucesivamente simulacros, mutaciones, acontecimientos que surgen y se disuelven en la cámara sellada de la mente, en la que el crisol arde. El lector es invitado a ese lugar, pero para tener acceso a él deberá recorrer en sí el mismo iter. A eso aludía Mallarmé cuando insistía obstinadamente en el hecho de que su poesía estaba compuesta de efectos, sugestiones que debían actuar como sobre un teclado mental. Nunca dar el objeto sino la resonancia del objeto. ¿Por qué esta obsesión? Muchos lectores recientes han creído ver que en este precepto mallarmeano se halla implícita una reducción del mundo a palabra, con la evidente consecuencia de la plena autorreferencialidad y autosuficiencia verbal. Pero no se trata de eso: por el contrario, una posición tal empobrece y vuelve vana la operación oculta que allí tiene lugar. El presupuesto de esta interpretación es el mismo postulado que rige en buena parte de nuestro mundo, que lo ayuda a funcionar, pero al mismo tiempo lo vuelve inepto para acoger una buena parte de lo esencial. En su forma más concisa, tal postulado declara que el pensamiento es lenguaje. Más ambiciosamente aún: que la mente es lenguaje. Pero nosotros no pensamos en palabras. Pensamos a veces en palabras. Las palabras son archipiélagos fluctuantes y esporádicos. La mente es el mar. Reconocer en la mente este mar parece algo prohibido, que las ortodoxias vigentes, en sus diversas versiones, científicas o sólo commonsensical, evitan casi por instinto. Pero radica aquí, precisamente, la bifurcación esencial. Aquí es donde se decide en qué dirección se moverá el conocimiento.
En este punto se impone una pregunta: ¿de qué modo la agitación geológica que había vivido Mallarmé entre mayo de 1866 y mayo de 1867 se manifestó en su poesía? Veamos ahora el soneto «en -ix», así denominado porque incluye una secuencia de rimas en -ix, y que Mallarmé también definió como «soneto alegórico de sí mismo». Ya esta definición nos advierte que nos hallamos ante un experimento completamente nuevo. En la época en que la alegoría se estaba volviendo un apéndice de la función pública y servía ante todo para proyectar groseros monumentos a la celebración de toda mayúscula –la Patria, la Humanidad, el Progreso, la Victoria o cualquier cosa por el estilo–, la misma pretensión de ofrecer en una secuencia de palabras algo que fuera «alegórico de sí mismo» constituía un desafío y un gesto insolente. A lo que se agregaba un desafío ulterior: el de tejer un soneto con rimas «en -ix», de las más raras en lengua francesa, hasta el punto que, durante la elaboración del poema, Mallarmé deberá pedir a sus amigos noticias sobre el significado preciso de la palabra ptyx, de las que tenía necesidad para una rima.10 Pero este aspecto, pese a ser el más llamativo del poema, no es el más importante.
El territorio que conquista el soneto «alegórico de sí mismo» no es sencillamente el de la virtuosa serie de rimas en -ix. Después de todo, la poesía barroca había alumbrado abundantes empresas por el estilo, y sólo hubiera hecho falta desenterrarlas de las bibliotecas. Tampoco es el juego de las refracciones, el «espejo interno de las palabras mismas», según el precepto que Mallarmé hizo explícito: «Creo que... lo que debemos apuntar, antes que nada, es que en la poesía las palabras... se reflejan unas sobre otras hasta perder su color propio para no ser más que las transiciones de una gama.» Esta regla se aplica a toda la obra de Mallarmé, pero, para entenderla, debe determinar- se primero dentro de qué espacio opera.
Ahora bien, para aproximarse a tal espacio disponemos –raro privilegio– de la paráfrasis del soneto escrita por su autor, el menos parafraseable de todos.
La escribió con la intención de ayudar al grabador que debía ilustrar el poema con un aguafuerte. Mallarmé lo veía «pleno de Sueño y de Vacío». De todos modos la ilustración no llegó a realizarse: el soneto fue rechazado, seguramente porque se lo juzgó incomprensible. Así fue como Mallarmé resumió su poema:
Por ejemplo, una ventana nocturna abierta, pero con las dos persianas cerradas; un cuarto con nadie adentro, a pesar del aire estable que ofrecen las persianas cerradas y, en una noche hecha de ausencia o interrogación, sin muebles, salvo el esbozo plausible de vagas consolas, el marco, belicoso y agonizante, de un espejo colgado al fondo, con el reflejo, estelar e incomprensible, de la Osa Mayor, que enlaza al cielo solo esta habitación abandonada del mundo.11
Esta paráfrasis, que es un fragmento de prosa encantada, se refiere al único poema sobre el que el propio Mallarmé declara no saber si tiene algún sentido, aunque si no lo tuviese, agrega, el autor se consolaría «gracias a la dosis de poesía que el poema encierra». Es una demostración definitiva de que la única paráfrasis aceptable no es la que responde al improbable propósito de traducir el supuesto significado del poema, sino que se asume como un género literario en sí mismo. Particularmente precioso, en este caso, porque declara cuál es el sujeto implícito del poema: un «cuarto con nadie adentro». Ya se ha advertido que, a partir de la crisis de 1866, la poesía de Mallarmé abandona el mundo exterior y se recluye en una habitación. Pero ¿qué es esta habitación que coincide con el espacio mismo de la poesía? ¿Acaso coincide con aquel cuarto «con nadie adentro», habitada solamente por un espejo? ¿Quién es el que, en el soneto en -ix, acaba de abandonar la estancia, hace pocos segundos o hace milenios?
Existe un sentimiento muy fuerte, y muy antiguo, que raramente es nombrado ni reconocido: el de la angustia ante la ausencia de los ídolos. Si la mirada carece de una imagen en la que posarse, si le falta una mediación entre el fantasma mental y lo que simplemente es, un sutil desaliento la invade. Ésta es la tonalidad que domina el primer sueño del que tengamos noticias, contado por una mujer, Addudûri, superintendente del palacio de Mari en Mesopotamia, en un carta grabada en tablillas de arcilla que data de hace más de tres mil años: «En mi sueño había entrado al templo de la diosa Bêlit-ekallim; ¡pero la estatua de Bêlit-ekallim no estaba! Tampoco las estatuas de las otras divinidades, que normalmente están cerca de ella. Frente a tal espectáculo lloré largamente.» El primero entre todos los sueños habla de un templo vacío, como la habitación de Mallarmé. Probablemente las estatuas han sido objeto de una deportación, junto con su pueblo. Lo mismo sucede en el soneto. La pérdida precede a toda presencia: éste es el régimen en el que vive toda imagen. Así puede comprenderse por qué la literatura ha mostrado tal agilidad para reencontrar y restaurar a los ídolos fugitivos, en cuanto guardiana de todo lugar atravesado por los fantasmas.
El espejo, a su vez, ¿quedará sin habitar? Observémoslo: en el marco vemos el perenne recorrerse, engrescarse, engañarse de los dioses, Ninfas y animales prodigiosos. En medio –sobre la superficie del espejo– un vasto, profundo vacío, en el que vibran siete puntos luminosos, como siete pupilas: son el reflejo de la Osa Mayor, es decir de los Saptars.i que vigilan el cosmos, y son la consciencia perpetuamente despierta. Una vez más, Mallarmé se ha remontado a algo anterior a los dioses, porque los Saptars.i son también los vientos que, al unirse, conforman a Prajāpati. Lo que acontece en el tenue resplandor dorado del marco del espejo –las reyertas divinas–, tal como lo que tiene lugar en la oscuridad de la noche, más allá de las ventanas –y es el mundo mismo, también él un marco–, igualmente se ofrece a la mirada. Es el puro hecho de la consciencia, escindido de todo. ¿Pretendía Mallarmé aludir a los Saptars.i? ¿Acaso su frecuentación de los textos hindúes no es posterior en varios años al soneto en -ix? Es difícil que alguna vez se llegue a una certeza acerca de este punto. Pero ¿por qué lo consideramos un punto tan importante? Los Saptars.i pertenecen a la Osa Mayor, sólo hace falta redescubrirlos. Donde está ella, están ellos. ¿Y qué decir del espejo en el que afloran? Aparece aquí la fuerte sospecha de que se trate de aquel espejo veneciano en el que Mallarmé se había abismado, según su propio testimonio, durante su primera exploración en las regiones tenebrosas de la literatura. Así, según le contó a su amigo Cazalis, se había «vuelto a ver un día delante del [su] espejo de Venecia, tal como [se había] olvidado varios meses antes». Pero aquel estado de ausencia del espejo se revelaría como uno de los presupuestos de toda su poesía. El soneto registra la persistente ausencia del poeta. Mientras lo leemos, resuena en nosotros, con una repentina transparencia, unas palabras que nos resultaban oscuras: «una disposición del Universo Espiritual a verse desarrollado, a través de lo que yo fui». ¿No es acaso esto lo que se ha depositado, como agua sobre el agua, en el soneto? Lo que queda es el mundo (la noche que se percibe en el exterior), una habitación vacía (casi la envoltura hueca del autor desaparecido) y el reflejo de siete astros en un espejo, «de scintillations le septuor»: así se manifiesta la mente, y su vigilia no volverá a mostrarse jamás de modo tan nítido.