El 1.º de marzo de 1894, en una sala de la Taylorian Institution de Oxford, Mallarmé pronunció el discurso conocido como La Musique et les Lettres. El público estaba constituido por unas sesenta personas, entre las que se encontraba algún profesor; pero la mayoría, según lo contará el propio Mallarmé, eran señoras que «buscaban una ocasión para oír hablar francés». Mallarmé se encontraba allí gracias a una invitación para dar «noticias de algunas circunstancias de nuestra situación literaria». Por lo que, tomándose al pie de la letra su cometido de cronista, comenzó con una información que imitaba un título de periódico:
En efecto traigo noticias. Las más sorprendentes. Nunca se había visto un caso similar.
On a touché au vers.
Es admirable la ironía de ese «on», como en las crónicas sobre crímenes, donde la incertidumbre del sujeto acrecienta el terror. Seguido de ese «touché», tan físico. Ello presupone, para el verso, un precedente estado de intangibilidad, mientras que ahora parecía anunciarse la entrada en una condición promiscua. Mallarmé continuaba luego la parodia de la primera página de un diario, empezando esta vez por la columna editorial: «Los gobiernos cambian: la prosodia siempre permanece intacta: ya sea porque, durante las revoluciones, transcurre inadvertida, o porque el atentado no se impone, gracias a la opinión que no cree que este dogma pueda cambiar.»12 Después se disculpa de la dicción alambicada y jadeante, como quien ha presenciado un accidente y tiembla al contarlo, con una angustia proporcional a la gravedad del hecho: «Porque el verso lo es todo, si se escribe.» Mallarmé no dice «si se es poeta»; dice: «si se escribe». Parte del presupuesto de que la prosa misma no es otra cosa que «un verso fragmentado, que juega con sus timbres e incluso con sus rimas disimuladas». Siguen algunas líneas técnicas, con una fulguración final: «porque toda alma es un nudo rítmico».
Observemos esta secuencia de puro teatro mental, que es por otra parte la disciplina favorita de Mallarmé: convocado para disertar sobre el tema «French poetry», como si se tratase de una escuela nocturna, y precedido –para los pocos que ya habían oído hablar de él– de una fama de poeta más bien hermético, Mallarmé abre su discurso con una fórmula que podría ser el título de varias columnas de un diario vespertino. Pocas líneas más abajo enuncia –o, mejor dicho, da por sobrentendido– una de sus tesis más audaces: que la poesía no existe, que todo es verso, más o menos reconocible. En fin, culmina una de aquellas fórmulas luminosas que era tan propias de él: el alma como «nudo rítmico». Quien no adivine la «flor» de Mallarmé –en el sentido que daba a esta palabra Zeami, el fundador del teatro Nō– en la sucesión de estas tres escenas, difícilmente será capaz de descubrirla en alguno de sus sonetos.
Pero intentemos reconstruir los acontecimientos acerca de los cuales Mallarmé quería dar noticia urgente. En el origen encontramos la muerte de Victor Hugo, en 1885. Se trataba del brusco final de una época en la historia secreta de la literatura. Mallarmé la describe así en Crise de vers:
En su misteriosa labor, Hugo redujo toda la prosa, la filosofía, la elocuencia y la historia al verso y, como era el verso en persona, a punto estuvo de confiscar, en quien piensa, discurre o narra, el derecho a enunciarse. Monumento en este desierto, con el silencio a lo lejos; en una cripta, la divinidad, así, de una majestuosa idea inconsciente, según la cual la forma llamada verso es, sencillamente, y por sí misma, la literatura; que hay verso en cuanto se acentúa la dicción, y ritmo desde que hay estilo. A mi juicio, el verso esperó con respeto a que faltase el gigante que identificaba con su mano tenaz y cada vez más firme de herrero, y, por él, llegara a romperse. Toda la lengua, ajustada a la métrica, y recobrando en ella sus cesuras vitales, desaparece, según una libre disyunción en mil elementos simples...13
Si la historia de la literatura supiese denominar aquello que tiene lugar en la misma literatura, hablaría sin duda en estos términos. En pocas líneas, Mallarmé había contado el movimiento, antes centrípeto que centrífugo, que gobierna la lengua francesa hasta él mismo, y, también, de él en adelante. Centrípeto: Hugo confisca todas las formas en su taller humeante. Deja entender de esta manera que el verso abarca en sí toda la literatura. Centrífugo: muerto Hugo, la literatura aprovecha la ocasión para evadirse del cerco mágico del metro, que el Cíclope ya no puede vigilar, y se dispersa «según una libre disyunción de miles de elementos simples». Síntoma primero de esta fase: algunos jóvenes poetas comienzan a reivindicar, acaso con ingenua arrogancia, la práctica del vers libre. Pero Mallarmé sabe mejor que nadie que el vers libre dista mucho de ser un gran descubrimiento. Sabe que hablar de libertad en literatura es incluso impropio, y sugiere (genialmente) denominar «polimorfo» a aquel verso nuevo. Sin embargo, no pretende desalentar a aquellos jóvenes que lo practican, puesto que ve en ellos a los primeros agentes de la saludable fundición que debe seguir a la «fragmentación de los grandes ritmos literarios». Ahora bien: casi de improviso, los metros, incluido el alejandrino, que es «la joya definitiva» de todos ellos, fluctúan como nobles fragmentos de un naufragio, tal como lo haría un «viejo molde exhausto», al mismo tiempo que Laforgue invita a experimentar «el seguro encanto del verso falso». Las «sabias disonancias» eran por entonces un divertimento para las sensibilidades más delicadas, pero tiempo después sencillamente se las condenaría, con furiosa pedantería. Algo semejante estaba sucediendo en la música: el cromatismo exacerbado hería y vaciaba la tonalidad desde su interior; tiempo después los vieneses iban a repudiarla definitivamente.
Pero estos acontecimientos eran observados además sobre la base de otra traumática noticia que Mallarmé se consideraba en el deber de transmitir. Con gran displicencia, escoge esta vez la ocasión de una encuesta periodística realizada para el Écho de Paris por el providencial Jules Huret. He aquí la respuesta de Mallarmé:
El verso se halla en cualquier parte en que la lengua tenga ritmo, salvo en los carteles y en los anuncios publicitarios. En el género denominado prosa, existen también los versos, a veces admirables, en todos los ritmos. Pero, en verdad, es la prosa la que no existe: existe el alfabeto y después versos más o menos ceñidos, más o menos difusos. Cada vez que se produce un esfuerzo de estilo, existe versificación.
Declaración suficiente para invertir las posiciones de todos los términos, con una audacia incomparablemente superior a la de los vers-libristes. Esas tres frases eran suficientes para conseguir que el verso asumiera una fisonomía que hasta entonces hubiera resultado aberrante: no se trata ya del verso canónico de la métrica ni siquiera el informe verso libre, sino de un ser ubicuo, nervadura oculta en toda composición hecha de palabras. Si el verso respetuoso de la prosodia ha sufrido un atentado que hirió para siempre su integridad, si la prosa, además, «no existe», ¿qué nos queda? La literatura, pero bajo una nueva vestidura: resplandeciente y ubicua, como un polvillo que todo lo envuelve, sujeta a una «dispersión en estremecimientos articulados próximos a la instrumentación».
Un pasaje tan radical difícilmente podía atribuirse a alguno de los eufóricos poetas que se dedicaban a ensayar acentos nuevos. Éstos eran sólo la punta visible de un movimiento subterráneo, sordo y grandioso, primera manifestación del hecho de que ya no era posible establecer una correspondencia inmediata entre estilo y sociedad. Eso es precisamente lo que agrega Mallarmé en la respuesta a su entrevistador, utilizando un lenguaje sencillo y claro: «Sobre todo nos faltaba esta noción indudable: que en una sociedad sin estabilidad, sin unidad, no puede crearse un arte estable, un arte definitivo.» De ahí «la inquietud de las inteligencias», de ahí, «la no explicada necesidad de individualidad, de las que las manifestaciones literarias actuales son el reflejo directo». Formidable sociólogo, Mallarmé estaba mucho más interesado, en esta ocasión, en un orden de acontecimientos que comenzaba a perfilarse: la palmaria incapacidad de la comunidad para crearse un estilo daría al estilo mismo la ocasión –esperada, quizás, desde hacía siglospara emanciparse, evadiéndose fuera de la sociedad que lo había utilizado siempre para sus propios fines. Se abría entonces un nuevo territorio, desconocido: el territorio de los «nudos rítmicos», lugar de las formas escindidas de toda obediencia y que sólo reposan en sí mismas.
Estas respuestas de Mallarmé a Huret acerca de la prosa aparecen como afirmaciones apodícticas y, sin embargo, del todo convincentes. Pero ¿cómo probarlo? Intentaré aproximarme al tema mediante un ejemplo. Baudelaire incluyó en Spleen de Paris tres fragmentos que tienen el mismo título y tema que tres poesías de las Fleurs du mal. Entre ellas, la célebre Invitation au voyage. El poema es perfecto, ligero como un Vermeer: en cada sílaba destila aquella «dosis de opio natural, incesantemente secreta y renovada», que «cada hombre lleva en sí», y que en Baudelaire era particularmente generosa. El poème en prose, posterior, repite el poema en verso punto por punto, pero suena mucho menos eficaz, y por momentos demasiado enfático, al menos para quien conozca los versos. Al confrontar los textos se observa que muchas de las imágenes y de las tournures comparecen en ambos. Pero el texto en prosa tiene un vicio: es al mismo tiempo lírico y prolijo. Los versos, en cambio, son sobrios y lacónicos. En varios de sus puntos, no sería posible dar una versión más simple. Consideremos por ejemplo la descripción de los muebles que deberían decorar el lugar de felicidad evocado. En el poema se dice: «Des muebles luisants, / Polis par les ans, / Décoreraient notre chambre.» En la prosa se lee: «Los muebles son grandes, curiosos, sofisticados, armados de cerraduras y de secretos como almas refinadas. Los espejos, los metales, las alfombras, la orfebrería y la loza suenan a los ojos como una sinfonía muda y misteriosa; y de todas las cosas, de todos los ángulos, de las grietas de los cajones o de los pliegues de la tapicería exhala un perfume singular, un olor de Sumatra, que es como el alma del departamento.» Baudelaire, aquí, en su voluntad de ser preciso, se diluye. El lector no sabe qué defecto es mayor: si la comparación de los muebles con las «almas refinadas», sólo porque están provistas de cerraduras; o, quizás aún más, la imagen de los diversos objetos que «suenan a los ojos como una sinfonía muda y misteriosa»; o el carácter puntilloso con que se precisa que un cierto perfume exótico sería «el alma del apartamento» (y aquí la palabra «apartamento», en su imperiosa facies catastral, da la puntilla al encanto del texto). Se notan diversas torpezas que alejan al texto en prosa del poema en verso: la mujer invitada al viaje es evocada, en el poema, desde el primer verso, con el definitivo «Mon enfant, ma sœur», al que nada se podría añadir. En el texto en prosa, en cambio, la mujer es definida al principio como «une vieille amie», fórmula que suena como un ripio, y que más abajo se vuelve, con segura progresión en esa línea insípida, «mon cher ange», después «la femme aimée», y aun «la sœur d’élection» (en la que «élection» suena como una nueva precisión innecesaria). Pero también el uso del adjetivo «profond» es revelador: en el texto en prosa aparece dos veces, lo que es ya demasiado, tanto más cuanto se suma a una mención de las «profoundeurs du ciel». Por otra parte, ambas comparecencias del mismo adjetivo sólo están separadas por tres líneas; la primera vez referido al sonido de los relojes, la segunda a ciertas pinturas que deberían adornar las habitaciones de los ausentes: «Beatas, serenas y profundas como las almas de los artistas que las crearon.» En el texto en verso, en cambio, se habla solamente de «miroirs profonds», en las mismas habitaciones. Se hace evidente cuánto más eficaces, cuánto más intensas y misteriosas resultan las dos palabras del poema respecto a la pesada acumulación de adjetivos de la prosa, agravada por una ulterior aparición de la palabra «âme», esta vez en plural.
Podríamos continuar con otros paralelos, pero el ejemplo dado es suficientemente elocuente. No quisiera sin embargo que se pensara que se trata aquí sólo de un enfrentamiento entre prolijidad y concisión, entre la poeticidad –enemiga de toda literatura– y la sobriedad. Mucho menos aún quisiera que se pensara en una superioridad intrínseca del verso sobre la prosa: de hecho, sería fácil imaginar un ejemplo inverso, de una poesía redundante que arruina la eficaz rapidez de un apunte en prosa. La razón por la que he propuesto este ejemplo tiene que ver, en cambio, con la teoría mallarmeana de la inexistencia de la prosa. Si los versos de la Invitation son incomparablemente más bellos que su versión en prosa, es ante todo porque en ellos actúa, de manera soberana, la potencia del metro, porque los versos están sujetos por una blanda tenaza hecha de metro y de rima: dos pentasílabos con rima masculina seguidos de un heptasílabo con rima femenina, en el que a la angulosidad –como si fueran vértices de un triángulo– de las rimas masculinas responde cada vez el muelle leve de las rimas femeninas. Esta berceuse apenas ondulante –como la de ciertos navíos del «humeur vagabonde» en los canales de Amsterdam, almacén europeo de esencias orientales–, este movimiento apenas esbozado, pero perceptible con flamante nitidez, hace que las palabras se vuelvan sus propias prisioneras y no puedan expandirse ni siquiera en una sílaba de más, evitando de esta forma abismarse en explicaciones letales, en eso que Verlaine llamaba «la Pointe assassine».
¿Qué sucede, en cambio, en la versión en prosa? ¿Actúa allí en verdad un metro oculto e innominado, según la tesis de Mallarmé? ¿No sería esto contradictorio con los propósitos del propio Baudelaire, quien en la carta a Houssaye que precede el Spleen de Paris presentaba la obra como ejemplo de «una prosa poética, musical sin ritmo ni rima»? «Sin ritmo»: se diría, a primera vista, una tesis del todo opuesta a la de Mallarmé. Como si la prosa quisiera conquistar los territorios de la poesía evitando someterse a los rigores de la métrica. Pero se sabe que las declaraciones de poética resultan a menudo trampas que los escritores tienden amorosamente a sus lectores. Así, Gianfranco Contini pudo detectar, ya en el primer párrafo de aquella soberbia carta programática de Baudelaire, una tesitura hecha de emistiquios y alejandrinos, y que culmina, en la última frase, con un alejandrino puro: «J’ose vous dédier le serpent tout entier.» Y el asunto no acaba aquí, ya que, extendiendo la investigación a cada uno de los poèmes en prose, Contini encontró numerosos emistiquios de alejandrino, entre los cuales puede detectarse incluso «un depurado alejandrino, a veces de los más extraordinarios que Baudelaire escribiera: “au loin je en sais quoi avec ses yeux de marbre”». O un alejandrino ligeramente irregular, como éste: «Que les fins de journées d’automne sont pénétrantes.» Las pruebas convergen hacia esta conclusión: todo el Spleen de Paris está «impregnado de alejandrinos internos». Pero ¿qué sucede cuando, como en el caso de Invitation au voyage, a la prosa preexiste un modelo en verso «que no tiene ninguna relación con el alejandrino»? Hemos visto ya las consecuencias semánticas, con aquellas amplificaciones que disuelven la fórmula mágica del verso en una onda lenta, de mucho menor fascinación, aunque siempre poderosa. Sin embargo, el oído de Contini consiguió aislar el numerus de esa onda: «Tanto lujo se presta a una sola interpretación, que epigráficamente se podría enunciar como la transformación de la Invitation en un equivalente de la poesía en alejandrinos.» Como si Baudelaire hubiera obedecido aquí, una vez más, a la oscura compulsión a decirlo todo en alejandrinos. Sólo en este metro podía escandirse para él la lengua adánica. Por tanto, en ambas versiones de la Invitation, la lucha no se establece entre el metro y la prosa «sin ritmo», como Baudelaire pretendía. Se trata, en cambio, de una lucha entre dos metros. Por una vez, el alejandrino sucumbe a la berceuse. Acontecimiento tanto más singular cuanto que, para decirlo en palabras de Contini, «Baudelaire, a pesar de todo, habla, por así decir, naturalmente en alejandrinos o en fragmentos de este metro, incluso allí donde los difumina o condensa». De modo que alejandrinos internos del Spleen de Paris acaban por corroborar, como una demostración por el absurdo, las tesis de Mallarmé.
Ahora bien: ¿su intención era solamente la de reafirmar la omnipresencia del metro en la prosa? ¿O buscaba expresar algo más sutil y más grave? Volvamos un momento a la respuesta a Huret, en su pasaje más sorprendente: «... en verdad, es la prosa la que no existe: existe el alfabeto y después versos más o menos ceñidos, más o menos difusos». Es difícil comprender enseguida las consecuencias de esta frase, puesto que son demasiado vastas. Como el opio según Baudelaire, son palabras que tienen el poder de «prolongar lo ilimitado». El paisaje que ahora se abre tiene dos extremos: por una parte el alfabeto, por la otra un ritmo. Y ritmo significa metro. En un primer momento, se diría que el lenguaje, que hasta entonces había dominado por completo la escena, se ha disuelto. Luego lo reencontramos, como puro material que se elabora y continuamente transmigra de un extremo al otro. Las relaciones han cambiado; ya no es el metro el que subsiste en función del lenguaje, sino al contrario: el lenguaje se elabora en función del metro. Sólo el metro permite que exista el estilo; sólo el estilo permite que exista la literatura. En consecuencia, la diferencia entre poesía y prosa es inconsistente. Se trata sólo de grados distintos en el interior de un mismo continuo. Las escansiones rítmicas pueden ser más o menos evidentes y reconocibles. De todas formas, son ésas las potencias que rigen la palabra, como si su cualidad literaria se jugase sobre todo en la tensión entre este elemento no verbal, gestual, urgente, y la articulación de la palabra misma. Por otra parte, si «la prosa no existe», se puede agregar que tampoco la poesía existe. ¿Qué queda, entonces? La literatura. Mallarmé lo había dicho con la mayor nitidez: «La forma llamada verso es simplemente la propia literatura.» Pero había dicho también que, hasta la muerte de Hugo, esta verdad había permanecido oculta como una divinidad en una cripta. Operante, pero bajo la forma de «una majestuosa idea inconsciente», una suerte de sueño clandestino de la literatura sobre sí misma. Ahora ese sueño salía a la luz del día. No otra cosa tenía en mente Mallarmé cuando escribió que el fin de su siglo venía acompañado por una «inquietud del velo del templo, con pliegues significativos y hasta con ciertos desgarros». Palabras que sonaban en la mente de Yeats cuando tituló «El temblor del velo» la primera parte de Autobiographies. Y sobre todo cuando, la noche del estreno de Ubu Roi, dijo a un amigo: «Después de Stéphane Mallarmé, después de Paul Verlaine, después de Gustave Moreau, después de Puvis de Chavannes, después de nuestros propios versos, después de todo nuestro sutil color y nuestro ritmo nervioso, después de las pálidas tintas mixtas de Charles Conder, ¿qué más es posible? Después de nosotros, el Dios Salvaje.»
A un siglo de distancia, aunque un leve asomo de incredulidad se asome frente al nombre de Puvis de Chavannes, al que nos resistimos a atribuir cualquier poder inquietante, no podemos dejar de reconocer en esas palabras el acuerdo exaltado de los nuevos tiempos. Sobre todo si tenemos en cuenta que Mallarmé aparece como el nombre que hace de guía.
En este punto se hace del todo evidente la forma en que, detrás de las reivindicaciones del vers libre, Mallarmé había entrevisto un acontecimiento de dimensiones muchos más vastas, que se manifestaba «por primera vez en el curso de la historia literaria de cualquier pueblo»: la posibilidad, para cada individuo, «con la propia manera de tocar y con su oído propio, de componerse un instrumento, con tal que lo sople, roce o percuta con conocimiento». Se trata, en otros términos, de la evasión del canon de la retórica, de la que no se reniega pero cuyo valor vinculante ha caducado, ni puede pretender ya establecerse como la voz de una comunidad. A lo sumo, la retórica entera correrá la suerte que corría ya el alejandrino: ser expuesto, en cuanto «cadencia nacional», como la bandera, sólo en días de fiesta y para celebraciones señaladas. Sin embargo, para Mallarmé la salida de la fortaleza de la retórica no era equivalente a zambullirse en un amorfo maelström. Al contrario, lo que él vislumbraba era una literatura en la que el poder de la forma tendría una fuerza aún mayor, liberada ya de toda sujeción y aún más severamente cifrada, pero justamente por ello más cercana a nuestro fondo, porque «debe de haber algo de oculto en el fondo de cada uno». Aquella literatura inaudita se abría como una vasta superficie combinatoria, compuesta de letras y sembrada de metros (enteros, quebrados, evidentes, contrahechos). Justo en el momento en que se desautorizaba la métrica como voz de una comunidad, los metros aislados, los singulares pasos fisiológicos se volvían el numerus escondido y dador de vida de toda la literatura, dirigida ahora hacia una fase altamente «polimorfa».
Pero nada era más ajeno a Mallarmé que el gesto altanero de las vanguardias. Es cierto que la situación impulsaba a una «alta libertad adquirida, la más nueva». A lo que sin embargo él agregaba (y aquí el timbre de Mallarmé era tan sereno como firme): «No veo, y es ésta mi firme opinión, cancelación alguna de nada que haya sido bello en el pasado.» El cambio radical se producía en la posición estratégica de la palabra «literatura». Por una parte, ésta se volvía superflua e inoperante, anegada bajo el peso del «universel reportage» que la sofocaba. Pero era catapultada al mismo tiempo hacia un nuevo cielo y una nueva tierra. Era ésta la noticia más imperceptible e inquietante. Mallarmé la ubicó cerca del centro de su conferencia de Oxford. Y se aproximó a ella con todas las cautelas, adelantándose a advertir que se trataba de una «exageración»:
Sí, la Literatura existe y, si se quiere, sola, a excepción de todo.
Esta afirmación era mucho más chocante que cualquier disputa sobre el verso. Con su manera «un poco de sacerdote, un poco de bailarina», con su dicción infinitamente delicada y terrorista al mismo tiempo, Mallarmé notificaba que la literatura, una vez salida por la puerta de la sociedad, volvía a entrar por una cósmica ventana, después de haber absorbido en sí nada menos que el todo. Estas palabras señalaban la conclusión de una larga y sinuosa historia. Celebraban además la cristalización de una fiction temeraria, de la que se nutriría todo el siglo siguiente; y de la que nosotros seguimos alimentándonos, todavía: la literatura absoluta.