¿De qué hablan los escritores cuando nombran a los dioses? Si esos nombres no pertenecen a un culto –ni siquiera a ese culto traslaticio que es la retórica–, ¿cuál es su modo de existencia? «Los dioses se han vuelto enfermedades», escribió Jung, con luminosa ferocidad. La informe masa psíquica es el lugar en el que han acabado por recogerse todos los dioses, como prófugos del tiempo. ¿Se trata de una diminutio? ¿No podría, al contrario, considerarse un regreso al origen, o por lo menos un repliegue sobre aquel recinto en el que los dioses están aprisionados desde siempre? Porque, sea cual sea su naturaleza, los dioses se manifiestan ante todo como fenómenos mentales. Contrariamente a la ilusión moderna, las fuerzas psíquicas son fragmentos de los dioses, no al revés. Por eso, cuando son considerados de esta última manera, negándosele una existencia reconocida en los simulacros de una comunidad o al menos en un canon de imágenes, el choque puede resultar violento, sólo abordable con el léxico degradante de la patología. Ése es precisamente el momento en que la literatura puede convertirse en una estratagema eficaz para permitir que los dioses huyan de la clínica universal y vuelvan a entrar en el mundo, dispersándolos sobre su superficie. Donde por otra parte siempre han habitado, si es cierto que, como escribe el neoplatónico Salustio, «hasta el mundo mismo puede considerarse un mito». Sólo así podrán de nuevo viajar enmascarados, como parte de los muchos personajes que entran y salen de un astral Hôtel du Libre Échange; o también mostrarse con sus vestiduras antiguas, en calcomanías hiperreales. Lo que importa es que el mundo seguirá siendo el lugar de las epifanías y, para moverse entre ellas, la literatura será el último Pausanias superviviente. Ahora bien: ¿sabemos con exactitud qué significa «literatura»? Si hoy en día pronunciamos esta palabra, advertimos enseguida que un abismo nos separa de lo que significaba para cualquier escritor del siglo XVIII, mientras que ya a principios del XIX había asumido ciertas connotaciones que hoy nos resultan inmediatamente reconocibles. Sobre todo, las más aventuradas y las más exigentes, que dejan tras sí el antiguo edificio de las belles lettres y huyen hacia un saber que encuentra su fundamento en sí mismo y que se expande en todas las direcciones, como una nube, capaz de envolver todos los contornos, sin respetar frontera alguna. Este ser nuevo, cuya fecha de origen es imprecisa y habita aún hoy entre nosotros, puede definirse como literatura absoluta. Literatura porque se trata de un saber que se declara y se quiere inaccesible por otra vía que no sea la composición literaria; absoluta, porque es un saber que se asimila a la búsqueda de un absoluto, y por tanto no puede referirse a nada que sea más pequeño que el todo. Al mismo tiempo, es en sí misma algo ab-solutum, escindido de todo vínculo de obediencia o pertenencia, de toda funcionalidad respecto al cuerpo social. A veces proclamado con arrogancia, a veces practicado con destrezas clandestinas y fraudulentas, este saber se deja advertir en la literatura –como presencia o presagio– desde los albores del romanticismo alemán. Y parece destinado a no abandonarla ya nunca, como una especie de mutación irreversible, que puede ser celebrada o execrada, pero que pertenece ya a la fisiología de la escritura.
Si apelamos a la eficaz superstición de las fechas, podemos decir que la edad heroica de la literatura absoluta se abre en 1798, con una revista hecha por un grupo de veinteañeros, el Athenaeum, muchos de cuyos artículos estaban escritos de forma anónima por aquellos «serafines orgullosos», entre los que destacaban Friedrich Schlegel y Novalis; y se cierra en 1898, con la muerte de Mallarmé en Valvins. Un siglo exacto, a lo largo del cual todas las características decisivas de la literatura absoluta tuvieron oportunidad de manifestarse. Ello significa que cuanto aconteció después –y que en parte viene catalogado bajo las etiquetas igualmente equívocas de «modernismo» y «vanguardia»– había perdido ya su resplandor de aurora, y precisamente por ello potenció las fórmulas bulliciosas, como la del manifiesto. Hacia finales del siglo XIX, aquel oscuro proceso se había desarrollado ya en sus rasgos esenciales. Más tarde, y a lo largo de otro siglo, se cruzarían e hibridarían innumerables ramificaciones, repercusiones, extensiones a nuevos ámbitos. Pero ¿cómo dar cuenta de los orígenes de aquel proceso? Seguramente no mediante argumentos históricos o sociales. Existe la fuerte sospecha de que justamente ese proceso represente la más radical apostasía de la historia y de la sociedad. Es como si a medida que el tejido de la sociedad se vuelve más denso, hasta tapar del todo la bóveda celeste, y al mismo tiempo que la sociedad reclama con énfasis creciente un culto de sí misma, se hubiera reclutado una secta de refractarios, algunos callados, otros directamente delictivos, todos irreductibles en su rechazo. No se trataba de ninguna fidelidad a otro culto. Por el contrario, estaba motivado por una percepción tan intensa de la divinidad como para no tener siquiera la necesidad de darse un nombre, y tan precisa como para imponer ante todo la huida de la venenosa deformidad que el Gran Animal de la sociedad –según la definición platónica– estaba perfeccionando con celo y potencia tremenda. Desde Hölderlin a nuestros días, nada fundamental ha cambiado en este aspecto, salvo que el dominio de la sociedad se ha vuelto tan omnipresente como para coincidir con la obviedad misma. Éste es su triunfo supremo, así como la aspiración suprema del Diablo es persuadir a todo el mundo de su propia inexistencia.
En un siglo como el XIX, sacudido por acontecimientos de toda índole, el hecho que los resume a todos parece haber pasado inadvertido: la pseudomorfosis entre lo religioso y lo social. Fenómeno que se resume no tanto en la frase de Durkheim –«lo religioso es lo social»– como en el hecho de que tal frase, de pronto, sonaba natural. En el curso de ese siglo la religión no había conquistado nuevos territorios, más allá de las liturgias y de los cultos, como pretendían Hugo y tantos otros en su estela; sí lo social, en cambio, que progresivamente había invadido y anexado vastas zonas de lo religioso, primero superponiéndose a ellas, después infiltrándolas en una insana mezcla, al final engulléndolas dentro de sí. Lo que al final quedaba era la sociedad al desnudo, pero cargada de todos los poderes que, por vía de efracción, había heredado de lo religioso. El siglo XIX quedará como el del triunfo de lo social. La teología social se desvinculó crecientemente de toda dependencia y ostentó su peculiaridad: la de ser tautológica, publicitaria. La fuerza del choque de las formas políticas totalitarias no puede explicarse a menos que se admita que la noción misma de sociedad ha absorbido en sí una potencia inaudita, que había pertenecido antes a lo religioso. Consecuencia de ello serán la liturgia de los estadios, los héroes positivos, las hembras fecundas, las masacres. Ser antisocial se convertirá en el equivalente del pecado contra el Espíritu Santo. El pretexto puede ser de índole racial o clasista, pero para exterminar al enemigo el motivo reivindicado es siempre el mismo: se tratará de seres dañinos para la sociedad. La sociedad es el sujeto que está por encima de todos los sujetos, en aras de cuyo bien se justifica todo. En una primera fase se recurre a un énfasis arrebatado brutalmente al ámbito religioso (el sacrificio por la patria); más tarde, se hará en nombre del puro funcionamiento de la sociedad misma, que impone la eliminación de todo disturbio.
De esa secta dispersa y poco numerosa que rechazaba toda esta situación, movida en primer lugar por una mera incompatibilidad fisiológica, quedó como única señal de reconocimiento «aquella palabra misma, literatura, palabra tardía, sin honor, útil sobre todo para los manuales», que tanto más se distingue, solitaria e ilesa, cuanto «los géneros se diseminan y las formas se pierden, cuando por un parte el mundo no tiene ya necesidad de literatura y por la otra cada libro parece extraño a todos los demás e indiferente a la realidad de los géneros». En este punto se manifiesta un fenómeno singular. Para seguir la historia accidentada y tortuosa de la literatura absoluta deberemos fiarnos casi exclusivamente de los escritores mismos. Nunca de los historiadores, por supuesto, que aún no han levantado el acta de lo que sucedió, y sólo excepcionalmente de los críticos. Mientras, algunas disciplinas, como la semiología, que pretendían tener su propio papel, se han revelado superfluas, o incluso inoportunas. Los escritores son prácticamente los únicos que están en condiciones de abrirnos sus laboratorios secretos. Cicerones caprichosos y elusivos, son sin embargo los únicos que conocen paso a paso el territorio: cuando leemos los ensayos de Baudelaire o de Proust, de Hofmannsthal o de Benn, de Valéry o de Auden, de Brodsky o de Mandelstam, de Marina Tsvietáieva o de Karl Kraus, de Yeats o de Montale, de Borges o de Nabokov, de Manganelli o de Calvino, de Canetti o de Kundera, advertimos enseguida –aunque cada uno de estos poetas pudiera detestar al otro, o ignorarlo o incluso combatirloque todos hablan de lo mismo, aunque no por ello se muestren ansiosos por nombrarlo. Amparados en múltiples máscaras, saben que la literatura a la que se refieren se reconoce, más que por la fidelidad a una teoría, por una cierta vibración o luminosidad de la frase (o del párrafo, la página, el capítulo, el libro entero). Esa especie de literatura es un ser que se basta a sí mismo. Pero esto no quiere decir que sea meramente autorreferencial, como proclamará una nueva especie de gazmoñería, especular de aquella de los realistas ingenuos, ya barridos por una sola frase de Nabokov (acerca de la «realidad» que nada significa «sin comillas»; y en otro punto dirá que esas comillas se clavan «como garras»). No se puede dudar razonablemente del carácter autorreferencial de la literatura: ¿cómo podría no serlo una forma? Pero al mismo tiempo es omnívora, similar al estómago de ciertos animales en los que pueden encontrarse clavos, trozos de cristal, pañuelos. A veces están intactos, como insolentes recordatorios de que algo ha sucedido allí, en aquel lugar compuesto de realia múltiples, divergentes y mal definidas, que es el cauce de toda la literatura. Pero también de la vida en general.
Habrá que resignarse a esta evidencia: la literatura no exhibe, nunca ha exhibido signos de reconocimiento. La mejor verificación experimental a la que se puede recurrir, si no la única, fue sugerida por Housman: es cuando una secuencia de palabras, pronunciadas silenciosamente por la mañana mientras la navaja de afeitar corre sobre la piel y hace que se ericen los pelos de la barba, mientras «un estremecimiento desciende a lo largo de la espina dorsal». No se trata, obviamente, de reduccionismo fisiológico. Quien recuerda un verso mientras se afeita, experimenta ese estremecimiento, esa «horripilación», romaharṣa, que embargó a Arjuna frente a la extraordinaria epifanía de Kr˙s˙n˙ a en el Bhagavad Gītā. Deberíamos traducir «felicidad de los pelos», puesto que harṣa significa «felicidad», antes que «erección». Así se expresa una lengua como el sánscrito, que rehuye lo explícito, pero sobrentiende que todo es sexual. En cuanto a Baudelaire, se sentía orgulloso de que Hugo hubiera percibido en sus versos un «nuevo estremecimiento». ¿Cómo reconocer si no la poesía, y su escaso respeto por lo que ya existe? Coomaraswamy llama a este fenómeno «la sacudida estética». Su naturaleza es siempre la misma, ya se trate de un dios o de una secuencia de palabras. Ya que a esto conduce la poesía: mediante lo completamente inaudito hace visible lo que de otro modo sería imposible ver.
¿A qué se refieren todos los escritores que he mencionado cuando dicen, cuando piensan acerca de algo: es literatura? Alérgicos a toda pertenencia, socios honorarios, no menos que Groucho Marx, del club de aquellos que nunca se apuntarían en un club que los aceptase como miembros, señalan con esa palabra el único paisaje en el que creen vivir: una suerte de realidad secundaria, que se abre detrás de las fisuras de la otra realidad, donde todos se han puesto de acuerdo acerca de las convenciones que hacen funcionar a la máquina del mundo. La existencia de estas fisuras es, desde ya, un postulado metafísico; pero no todos estaban dispuestos a frecuentar los textos de filosofía. Sin embargo, operaban como si la literatura fuera una especie de metafísica natural, insoslayable, que no se basa en cadenas de conceptos sino en entidades heteróclitas: fragmentos de imágenes, asonancias, ritmos, gestos, formas de todo tipo. Ésta es, precisamente, la palabra decisiva: forma. Repetida a lo largo de los siglos, bajo las razones más variadas y las especies más diversas, mantiene aún el aspecto de ser –en cuanto se habla de literatura– el fondo que está debajo de todo fondo. Fondo huidizo, sobre todo debido a que por naturaleza es imposible de reducirse a enunciados. De las formas sólo se pude hablar de manera persuasiva mediante la utilización de otras formas. No existe ningún lenguaje superior a las formas, que pueda explicarlas, hacerlas funcionales para otra cosa. Lo mismo sucede con el mito. Sin embargo, la existencia de tal lenguaje ha sido el presupuesto de numerosas escuelas y corrientes de pensamiento, que invadieron el mundo por turnos sucesivos, sin rozar siquiera aquello que sigue siendo el «misterio evidente» –en palabras de Goethede toda forma.
Al mirar hacia atrás en este largo proceso uno puede preguntarse: ¿cuándo sonó por primera vez su timbre peculiar, inconfundible? ¿En qué momento preciso sucede que, leyendo cierta página, nos sentimos persuadidos de reconocer en ella el presagio de una historia inaudita, que todavía se desconoce a sí misma, inasimilable sin embargo a ninguna historia anterior? Por ejemplo, al leer el Monólogo de Novalis:
En el habla y en la escritura sucede algo loco: la verdadera conversación es un puro juego de palabras. Sólo podemos sorprendernos del hecho de que la gente, en virtud de un risible error, crea que habla por las cosas mismas. Aquello que, precisamente, el lenguaje tiene de particular, es decir el preocuparse sólo de sí mismo, es lo que todos ignoran. Por eso es un misterio tan admirable y fecundo, hasta el punto de que si uno habla sólo por hablar, expresa la verdad más esplendorosa, más original. Pero si ese mismo quiere hablar de algo determinado, el lenguaje caprichoso lo obliga a decir las cosas más risibles e incoherentes. De aquí surge también el odio que cierta gente seria siente por el lenguaje. Si tan sólo se pudiera hacerle entender a la gente que las cosas tienen con el lenguaje la misma relación que con las fórmulas matemáticas, las cuales constituyen un mundo aparte, juegan sólo con sí mismas, no expresan otra cosa que su naturaleza prodigiosa, y precisamente por ello son tan expresivas, precisamente por ello se refleja en ellas el extraño juego de las relaciones de las cosas. Su libertad es lo que les permite convertirse en articulaciones de la naturaleza, y sólo en sus libres movimientos se manifiesta el alma del mundo y hacen de sí una delicada medida y una arquitectura de las cosas. Lo mismo vale para el lenguaje: quien tenga un sentido sutil de su digitación, de su cadencia, de su espíritu musical, quien advierte en sí el delicado obrar de su naturaleza íntima, y lo sigue moviendo su lengua o su mano, ése será un profeta; por el contrario, quien sabe esto pero no tiene suficiente oído ni capacidad, escribirá verdades semejantes, pero será burlado por el lenguaje mismo y los hombres se mofarán de él, como le sucedió a Casandra entre los troyanos. Con esto creo haber indicado del modo más claro la esencia y el oficio de la poesía, pero sé también que ningún hombre será capaz de comprenderlo y habré dicho algo bastante idiota, precisamente porque he querido decirlo, y de este modo no hago surgir poesía alguna. ¿Y si en cambio me sintiera obligado a hablar? ¿Y si este impulso lungüístico a hablar fuera la contraseña de la inspiración del lenguaje, del obrar del lenguaje en mí? ¿Y si mi voluntad quisiera sólo aquello a lo que estoy obligado, no podría acaso esto, al fin, sin que lo supiera o creyera, ser poesía y hacer comprensible un misterio del lenguaje? ¿Sería entonces un escritor por vocación, puesto que un escritor es sólo aquel que se ha dejado entusiasmar por el lenguaje?
Esta página, que no tiene parangón en toda la obra de Novalis ni en la literatura romántica en general, no puede ser citada sino en toda su extensión. No es un argumento ni una serie de argumentos, sino un flujo continuo de palabras sobre el lenguaje, en el que se tiene la impresión de que es el lenguaje mismo el que habla. Jamás el lenguaje y el discurso sobre el lenguaje habían llegado a una proximidad tan extrema. Se tocan sin coincidir, y esta falta de coincidencia es un agudo placer que se agrega, como si pudieran coincidir en cualquier momento pero prefirieran dejar una mínima abertura para la respiración. Heidegger objetó a este texto, que por otra parte veneraba, el hecho de concebir el lenguaje «dialécticamente, en el horizonte del idealismo absoluto, sobre la base de la subjetividad». Pero este argumento no es más que un pretexto, puesto que en el Monólogo no hay traza alguna de la maquinaria dialéctica. Ni siquiera se advierte la necesidad de recurrir a algo así como la «subjetividad». En cambio, da la impresión de que lo que molestaba a Heidegger era otra cosa bien distinta: el carácter volátil del texto, su firme resistencia a la conceptualización, la osadía con la que presenta –como una «despreciable cháchara» sobre la cháchara– una especulación profunda, que alcanza la mayor proximidad posible a la fuente misma de donde mana la palabra. He ahí el gesto por excelencia de la literatura absoluta. Era precisamente eso lo que inquietaba a Heidegger: algo que se le aparecía como indomable, incluso para su poderoso aparato estratégico. En este texto, del que no se conserva el manuscrito, texto acéfalo, quizás una hoja suelta, imposible de fechar con certeza –pero posiblemente redactado en aquel año inaugural de 1798–, en estas pocas líneas susurradas como un presto demoníaco, la literatura absoluta se ofrece en la plenitud de su carácter temerario: irresponable, metamórfica, huidiza a todo intento de identificación policiaca, engañosa en el tono, hasta tal punto que algunos germanistas desprovistos por completo del sentido de la ironía creyeron que el Monólogo tenía un significado irónico; sustraído, en fin, a toda autoridad, no sólo a la augusta retórica sino también a la metafísica, de la misma forma que a un pensamiento que declara estar más allá de la metafísica, como el de Heidegger. Abocada exclusivamente a su propio proceso de elaboración, como un niño absorto en su juego solitario. «Arte monológica» lo llamaría a su vez Gottfried Benn, quien asumió el papel de formular para el siglo XX la versión más corrosiva e insolente de esa mutación de la literatura. Extenuado y proscrito, rodeado de escombros en su estudio de médico sifilopático de Berlín, escribía estas palabras a Dieter Wellershoff:
Usted habla de estilos: el estilo penetrante, el estilo seco, el estilo musical, el estilo íntimo. Son todos excelentes puntos de vista, pero no debe olvidar que el estilo expresivo, en que lo único que cuenta es la fascinación y la impronta de la expresión, en el que los contenidos sólo son arranques de euforia por ejercicios artísticos (...). A propósito de esto, observe el lenguaje de las novelas y de la poesía en la segunda mitad del siglo XIX. Verá que hay allí algo bienintencionado, probo, sincero (en el sentido antiguo), en absoluto carente de atractivo, pero que representa, estados de ánimo, relaciones, situaciones, transmite experiencias y conocimiento, pero que el lenguaje no es el agente creativo en sí, no en sí mismo. Entonces llega Nietzsche y comienza el lenguaje, que no quiere (y no puede) sino fosforecer, brillar, arrebatar, aturdir. Se celebra a sí mismo, arrastra a todo lo humano al interior de su frágil pero poderoso organismo, se vuelve monológico, diría incluso monomaníaco. Es un estilo trágico, estilo de crisis, híbrido y final...
A un siglo y medio de distancia, y tras un telón de ruinas, parece como si prosiguiera el monólogo de Novalis. Los timbres son distintos, es cierto: del acento angélico pasamos al venenoso. Pero las voces se reconocen, se responden, se entretejen. Heidegger tenía razón al desconfiar de aquella página de Novalis. Se anunciaba allí un conocimiento que no se dejaría subordinar a ningún otro, y que se insinuaría en los intersticios de todos los demás saberes. La literatura crece como la hierba entre las losas grises y potentes del pensamiento. «Entonces llega Nietzsche...»: ¿cómo es posible que un corte tan radical en la historia de la literatura se produzca en los escritos de un filósofo? Sin embargo, sabemos que Benn no hubiera podido poner en ese lugar ningún otro nombre. ¿Por qué? A despecho de la grandiosa insistencia de Heidegger para probar lo contrario en dos volúmenes que suman mil páginas, Nietzsche representa el primer intento de evadirse de la jaula de las categorías de raigambre platónica y aristotélica. Aún no se ha determinado qué es lo que existe fuera de esa jaula. Pero muchos viajeros han referido que la literatura es el salvoconducto más efectivo en aquella tierra incógnita en la que –según cuentan– todas las mitologías llevarían hoy una vida en buena parte ociosa, tierra de nadie surcada de dioses y simulacros errantes, de larvas y caravanas de gitanos en permanente movimiento. Todos estos seres entran y salen incesantemente de la caverna del pasado. Su único anhelo es el de volver a contarse, tal como las sombras de Hades anhelan la sangre. ¿Cómo alcanzarlas? La cultura, en su acepción más reciente, debiera ser la capacidad de celebrar de forma invisible los ritos que abren el acceso a ese reino, que es asimismo el reino de los muertos. Pero es justamente esta capacidad la que brilla por su ausencia en el mundo que nos rodea. Tras los inestables bastidores de lo que da en llamarse «realidad» se agolpan las voces. Si nadie las escucha, se enseñorean del traje del primero que irrumpe en escena, y el resultado puede ser catastrófico. Aquello que no encuentra quien lo escuche puede volverse violento.
Éste es el territorio en el que Nietzsche se adentró y del que nunca retornaría. La tierra de «verdad y mentira en sentido extramoral», como dice el título de un breve texto suyo que pertenece al período de El nacimiento de la tragedia, con el que comparte la clarividencia y el extremo ardor. Sin embargo, es distinto el gesto estilístico, que en el texto que ahora comentamos es ágil, rápido, ligero, como si un Nietzsche curado de la Gaya ciencia hiciera aquí sus primeros ejercicios. Pero desde las primeras líneas queda claro que, en estas páginas, lo que está en juego no es nada menos que el todo. Nietzsche se muestra ansioso por contarnos una historia, referida a un único minuto dentro de la historia del cosmos: «En algún apartado rincón del universo centelleante, desparramado de innumerables sistemas solares, hubo una vez un astro en el que animales inteligentes inventaron el conocimiento. Fue el minuto más altanero y falaz de la “Historia universal”: pero, a fin de cuentas, sólo un minuto. Tras breves respiraciones de la naturaleza el astro se heló y los animales inteligentes hubieron de perecer.»14 En esta fábula, el punto decisivo radica en la mención del conocimiento como algo inventado. Si el conocimiento no se descubre sino que se inventa, implica que actúa en él un poderoso elemento de simulación. Por eso Nietzsche osa afirmar que es precisamente en la simulación donde el «intelecto despliega sus fuerzas principales». Es suficiente como para minar todas las concepciones anteriores del edificio del conocimiento. Con su habitual rapidez, Nietzsche se dirige enseguida hacia las consecuencias de su propio planteamiento, y pocas líneas le bastan para responder a la pregunta definitiva: «¿Qué es entonces la verdad? Una hueste en movimiento de metáforas [...].»15 Apenas se enuncian estas palabras «los inmensos andamios y el entramado de los conceptos» se derrumban: metáfora no significa sencillamente ornamento no vinculante, sólo pertinente en el mundo inconsistente de los poetas. Al contrario: si «el instinto esencial del hombre» es precisamente el «instinto de formar metáforas», y si los conceptos no son otra cosa que metáforas rígidas y descoloridas, monedas melladas por el uso, como Nietzsche sugería, entonces ese instinto, que no se apacigua en el «gran columbario de los conceptos», buscará «otro cauce para su corriente». ¿Dónde? «En el mito, y en general en el arte.» Con un golpe de timón, Nietzsche acaba por atribuir al arte una suprema cualidad gnoseológica. Conocimiento y simulación dejan así de ser antagonistas para convertirse en cómplices. Si todos los conocimientos son formas de la simulación, el arte es al menos el más inmediato y vibrante. Por otra parte, si la metáfora es el vehículo normal y primordial del conocimiento, también la relación con los dioses y sus mitos aparecerá como una evidencia que no requiere demostración: «Si cada árbol puede hablar como Ninfa, o si un dios, bajo la apariencia de un toro, puede raptar doncellas, si de pronto la misma diosa Atenea puede ser vista en compañía de Pisístrato recorriendo las plazas de Atenas en un hermoso tiro –y esto el honrado ateniense lo creía–, entonces a cada momento, como en sueños, todo es posible y la naturaleza entera revolotea alrededor del hombre como si solamente se tratase de una mascarada de los dioses, para quienes no constituiría más que una broma el engañar a los hombres bajo todas las figuras.»16 En este pasaje, más que en ningún otro, Nietzsche ejerce la «magia del extremo», su primera y más temeraria virtud. Podríamos suponer, por tanto, que permaneció solo e incomunicado al situar sobre un pináculo gnoseológico la forma de operar propia del arte. Sin embargo, no muchos años más tarde, el joven Proust se ubicaría en la misma senda. Aunque con frecuencia es presentado como un fatuo mundano a la espera de ser rozado por la inspiración, Proust presupone desde un principio esa iluminación, incluso cuando está dando sus primeros pasos en la vida social. Enseguida aparece en él cierta dureza, una intransigencia, en cuanto habla qué es la literatura. Tempranamente ya habla de ella en términos de conocimiento.
En la Recherche pocas palabras se repiten con regularidad tan obsesiva como «leyes», cada vez que la apariencia se desgarra y deja entrever un fondo oscuro, o deslumbrante. Y no se trata de un azar que se manifiesta sólo en la Recherche, como su sello gnoseológico. En un fragmento que puede remontarse al período de Jean Santeuil, es decir a la época de la supuesta disipación mundana, Proust nos ofrece, casi de paso, una definición de la literatura que viene a coincidir con su apego legislativo. Se parte de la visión del poeta que «se detiene ante cualquier cosa que no merece la atención del hombre juicioso, de forma que nos preguntamos si es un amante o un espía y, después de que por largo tiempo pareciera que miraba un árbol, nos preguntamos lo que mira en realidad». A continuación, descarta toda apelación a la sensación pura: «Permanece frente a aquel árbol (...) pero lo que busca está sin duda más allá del árbol.» En este punto se pregunta, como en un apólogo Zen, qué es eso que está «más allá del árbol». Entonces aparece una de esas admirables frases moduladas, en la que encontramos, encastrada en su centro, la fórmula que buscábamos: «Pero el poeta, que siente con alegría la belleza de todas las cosas apenas las ha acogido en las leyes misteriosas que él porta en sí, y que muy pronto nos las ofrecerá en todo su encanto, mostrándolas a través de un borde de las leyes misteriosas, ese borde que converge hacia ellas, ese borde que él representará en el momento en el que representa a las cosas mismas, tocándola con sus pies o partiendo de su frente, el poeta siente y da a conocer con alegría la belleza de todas las cosas, de un vaso de agua no menos que de los diamantes, pero también de los diamantes no menos que de un vaso de agua, de un campo como de una estatua, pero también de una estatua como de un campo.» No sensaciones sino leyes es lo que encontramos en el corazón de esta percepción que distingue al escritor de todo otro ser, y lo impulsa a observar las cosas del mundo con esa concentración maníaca que evoca a un amante o un espía. Con tales «leyes misteriosas» (que tiempo más tarde perderán el adjetivo) se tejerá toda la Recherche, y parece claro que Proust veía ese tejido en toda la literatura. Hasta el punto que, en el texto que venimos citando, se sugiere, a través de esas leyes, una explicación biológico-metafísica de la obra: «La mente del poeta está llena de manifestaciones de las leyes misteriosas y, cuando estas manifestaciones aparecen, se fortalecen, se destacan fuertemente sobre el fondo de su mente, aspiran a salir de él, porque todo aquello que debe durar aspira a salir de todo aquello que es frágil, perecedero y que puede desaparecer esa misma noche o ya no ser capaz de sacarlo a la luz. De esta forma la especie humana tiende en todo momento, cada vez que se siente suficientemente fuerte y encuentra un cauce, a salir, en un esperma completo, del hombre que la contiene por entero, del hombre de un día que acaso morirá esta noche, y que acaso no la contendrá ya en su entereza, y en el cual (puesto que ella depende de él desde que es su prisionera) ya no recuperará su fuerza. Así, el pensamiento de las leyes misteriosas, o poesía, cuando se siente suficientemente fuerte, aspira a salir del hombre caduco que acaso esta noche estará muerto y en el cual (como depende de él puesto que es su prisionero, y él puede enfermar, o distraerse, volverse mundano, debilitarse, consumar en el placer aquel tesoro que porta en sí y que se deteriora bajo ciertas condiciones de su vida, puesto que su suerte está todavía ligada a él) no tendrá ya más esa energía misteriosa que le permitirá desplegarse en su plenitud; él aspira a salir del hombre bajo la forma de obra.» Detrás de esta mezcla, aquí particularmente cruda, entre fisiología positivista y platonismo –mezcla que, por otra parte, caracteriza la obra entera de Proust–, advertimos que en estas líneas tortuosas se cristaliza algo definitivo y esencial: ante todo, la idea de la poesía como «pensamiento de las leyes misteriosas», mientras la necesidad de la obra es considerada la transmigración de un cuerpo inmortal, que usa el cuerpo del autor como envoltorio provisional y lo abandona lo antes posible, por temor a quedar sofocado por él. Se vislumbra entonces la hipótesis de que sea justamente este proceso de transmisión osmótica, de obra en obra, lo que hace que, apenas comienza a perfilarse el desafío de una literatura absoluta, toda otra connotación –de escuela, de tradición nacional, de momento histórico– se vuelva inconsistente y secundaria. Los escritores que de alguna manera participan de ese desafío tenderán a formar una suerte de comunión de los Santos, en la que el mismo fluido circula de obra en obra, de página en página, y las unas responden a las otras por un vínculo de afinidad mucho más fuerte del que puede ligarlos a la época o a las tendencias en boga, e incluso a la fisiología y al gusto del autor. Eso también forma parte del «misterio en las Letras» que se declara, en su flamante oscuridad, a partir de los años del Athenaeum, y que permanece intacto hasta nuestros días, para quien se detenga a observarlo. Toda relación directa es superflua. Pero la afinidad y la continuidad entre un eslabón y otro de la cadena se declaran de modo imperioso, como en una renovada aurea catena Homeri.
Una situación muy semejante la encontramos en aquellos dos matemáticos que, a miles de kilómetros de distancia y sin conocerse, sienten idéntica urgencia por resolver una cierta ecuación, que sus colegas ni siquiera advierten. Un día, los apuntes de ambos matemáticos podrán compararse y superponerse, y casi parecerán provenir de la misma persona, excepto por cierta diferencia en el modo de exponer y de proceder, porque a pesar de todo cada uno de ellos conserva la traza del «ser misterioso que somos, que tenía el don de darle a todo una cierta forma que nos pertenece sólo a nosotros». Si un día sus caminos se cruzan podrán pasar el uno junto al otro sin decirse ni una palabra, como los sacerdotes del dios del que habla Hölderlin, «que de tierra en tierra avanzaban en la noche sagrada».
Hemos comenzado con Homero y acabamos en el Otro lugar de cualquier lugar. En medio, un camino que es un nudo de variantes. Sin embargo, sabemos que, detrás de todo el movimiento espasmódico, la escena ha permanecido siempre igual. La vemos en una copa ática de la época de la guerra del Peloponeso, que se conserva actualmente en el Corpus Christi College de Cambridge. Contiene tres figuras: a la izquierda, sentado sobre una roca, un joven que escribe sobre una tabla, un díptychon que parece casi idéntico a un laptop. Más abajo, una cabeza segada mira al joven que escribe. A la derecha está Apolo, en pie: con una mano sujeta una rama de laurel, mientras extiende el brazo derecho en dirección al joven que escribe.
¿Qué acción tiene lugar en esa escena? Según las representaciones más frecuentes, Orfeo fue decapitado por una Ménade que lo cogía desde detrás por los cabellos mientras le hundía la espada en el cuello. Para defenderse, el poeta blandía la lira como un arma. Cantaba, pero la vis carminum sólo consiguió detener unos instantes en el aire las piedras que las otras Ménades le disparaban. Después, el estruendo del asalto sepultó su voz, que ya no podía sostenerse. La cabeza de Orfeo fue segada con una hoz. Arrojada al Ebro, comenzó a navegar. Cantaba y sangraba. Pero no perdía lozanía, estaba reluciente. Así alcanzó el mar y atravesó un amplio trecho del Egeo, hasta llegar a Lesbos. Podemos suponer que allí tiene lugar la escena pintada en la kylix ática: es la escena primordial de la literatura, compuesta de sus elementos irreductibles.
La literatura no es nunca un asunto de un sujeto individual. Los actores son por lo menos tres: la mano que escribe, la voz que habla, el dios que vigila e impone. Su aspecto no es muy distinto: los tres son jóvenes, de cabellera tupida y serpentina. Se los podría tomar fácilmente por tres apariciones de la misma persona. Pero esto no es lo esencial. La cuestión es la de la división en tres seres autosuficientes. Podríamos llamarlos el Yo, el Sí y lo Divino. Entre estos tres seres acontece un proceso continuo de triangulación. Cada frase, cada forma es una variación dentro de aquel campo de fuerzas. De ahí proviene la ambigüedad de la literatura. Porque el punto de vista se mueve sin cesar entre esos extremos, sin advertencias previas. A veces, sin que el propio autor se aperciba del movimiento. El que escribe sobre la tabla está absorto, como si no viera nada de lo que acontece a su alrededor. De hecho, es probable que así sea. El estilete que graba las letras cautiva toda su atención. La cabeza que navega por las aguas canta y sangra. Cada vibración de la palabra presupone algo violento, un palaiòn pénthos, un «antiguo luto». ¿Un asesinato? ¿Un sacrificio? No queda claro, pero la palabra no acabará nunca de contarlo. Apolo empuña su rama de laurel. El otro brazo lo tiende para señalar algo: ¿impone?, ¿prohíbe?, ¿protege? Nunca lo sabremos. Pero ese brazo extendido, como en el Apolo del Maestro de Olimpia, eje inmóvil en el centro del vórtice, inviste y sostiene la escena entera, y toda literatura.