La razonabilidad y los límites de la persuasión (1993)

Argumento, retórica y propaganda

La principal preocupación de este capítulo es la ética del razonamiento, que abordo a través de una discusión sobre la propaganda y el engaño. Apoyaré la tesis de que manipular una audiencia es antiético incluso cuando se hace por el mismo bien de la audiencia. Además, haré algunas sugerencias en relación con el desarrollo de un concepto de razonabilidad que ayudaría a trabajar los problemas que rodean a esta cuestión.

Al decidir cómo determinamos la calidad de un argumento o de un evento comunicativo, es importante establecer qué criterios usamos para juzgarlos. Si, por ejemplo, los argumentos deben evaluarse en relación con una audiencia, ¿debería utilizarse el éxito como un criterio primario para evaluarlos? Si la persuasión es parte de una buena argumentación, ¿qué límites pueden, o deberían, ponerse sobre cuán lejos un defensor puede avanzar para persuadir?

Al abordar estas preguntas necesitamos, primero, considerar que el estudio y la construcción de argumentos tienen diferentes dimensiones. La perspectiva lógica trata los argumentos simplemente como productos del razonamiento, existentes independientemente de cualquier contexto, y disponibles para su evaluación.1 Aunque importante, este es solo un aspecto de todo lo que está en juego. Y al mismo tiempo es un aspecto que, por sí solo, nos confunde, haciéndonos pensar que podemos tratar adecuadamente los argumentos sin considerar los contextos en los que surgen. Prestar atención a la perspectiva retórica, que considera el proceso de comunicación involucrado, y a la perspectiva dialéctica, que observa las reglas y procedimientos para alcanzar acuerdos, requiere tratar los argumentos en sus contextos y particularmente en relación con la audiencia a quienes estos están dirigidos. Dedicar tiempo a considerar las audiencias en términos de sus formaciones, creencias, valores, permite su tratamiento justo e incrementa la probabilidad de que los argumentos subsecuentes sean aceptables para ellas. Pero también permite la explotación de la audiencia y su tratamiento injusto.

Esos problemas no se limitan a asuntos de propaganda, pero quizás este sea un buen punto para comenzar. Esto ya que la propaganda con frecuencia se ve como un espacio que involucra la manipulación de las audiencias. Trataré la propaganda como un tipo de argumento sesgado, pero lo que debe entenderse por el término “sesgado” necesita primero aclararse. Me referiré a él en dos sentidos. Douglas Walton (1991) define al “sesgo” como “el hecho de mostrar como muy fuerte un apoyo parcial para una de las partes de un argumento, en relación con el tipo de diálogo en el que un argumentador está involucrado. Es un tipo de actitud que se revela en la actuación de un argumentador. Puede determinarse al comparar el texto dado de un argumento con un modelo normativo del tipo de diálogo en el que el argumentador supuestamente está involucrado” (Walton, 1991, p. 21). En el sentido en el que Walton está discutiendo el sesgo, parece un impedimento para el buen razonamiento ya que interfiere con la propia actitud crítica. Esta es una observación importante dado que tendemos a reconocer que todo el mundo está sesgado, en el sentido que todos asumimos una postura en los asuntos que nos implican. Pero lo cierto es que el único sesgo que resulta ilegítimo es la substitución de una respuesta razonada por una respuesta emocional. Aunque Walton podría estar de acuerdo con esto, está sugiriendo además que nuestros sesgos naturales podrían influenciarnos a ser menos críticos de lo que normalmente seríamos. La idea de determinar esto comparándolo con un modelo normativo de lo que debería ocurrir, también es útil y es algo que deseo esbozar más adelante. El sesgo propiamente dicho, en su forma más inaceptable, involucra distorsión deliberada y/o selección de material presentado a una audiencia. Quiero, en lo que sigue, pensar en esta idea como en la de Walton.

Ambos tipos de sesgo pueden aparecer en la propaganda pero es más probable que su sentido fuerte sea el que más nos perturba. Aún así, la propaganda en sí misma puede definirse en un modo neutral como la “difusión deliberada de información destinada a servir o perjudicar una causa” (Little, Groarke & Tindale, 1989: 64).2 Aquí el propagandista exhibirá sesgos que pueden ser juzgados como problemáticos si le impiden llevar a cabo una actitud crítica en la presentación del material. Pero el mero hecho de que esto sea una propaganda no excluye la posibilidad de que el caso sea argumentado con cuidado y justicia. Claramente, tal propaganda se preferirá sobre aquella que emplee selección, exageración y “todos los trucos del oficio” para alcanzar su objetivo. Aquí es donde se cruza la línea entre lo ético y lo antiético. Pero todavía no está claro qué es lo que, en la propaganda distorsionada, viene a justificar su clasificación como antiética.

De hecho, es posible que tener un argumento clasificado solo como una propaganda sea, en efecto, tenerlo bajo una luz negativa, y que ningún sentido neutral de “propaganda” se pueda usar realmente. El ejemplo del film canadiense If You Love This Planet y su tratamiento en los Estados Unidos, parecería ilustrar este punto. Esta película, ganadora de un Premio de la Academia, fue producida por el National Film Board de Canadá. Contiene representaciones gráficas de las consecuencias del conflicto nuclear, desde la pérdida inmediata de vida en los puntos de impacto de las armas hasta los efectos de la lluvia radioactiva. El gobierno de los Estados Unidos clasificó la película como propaganda. Esta clasificación significaba que reflejaba negativamente la política internacional de los Estados Unidos y tenía que registrarse bajo la Ley de Registro de Agentes Extranjeros. Un descargo público de responsabilidad legal precedió a cada presentación del film, en el que se lo identificaba como propaganda política no aprobada por el gobierno estadounidense. Los distribuidores debieron completar un reporte con el Departamento de Justicia enlistando las organizaciones que mostraban la película y, cuando se requirió, el nombre de los espectadores.

Cuando un distribuidor de California desafió la clasificación de “propaganda”, siguió una batalla legal que finalmente se resolvió con una decisión mayoritaria de los Jueces de la Corte Suprema de los Estados Unidos. Dicha corte encontró que, mientras el término se percibe como teniendo una connotación negativa, “propaganda” es un término neutral a los ojos de la ley, y por tanto, designar un film como propaganda no afecta la libertad de expresión ni constituye censura.3 Por consiguiente, la película If You Love This Planet se desplazó entre los dos sentidos de “propaganda” y se vio afectada a causa de ello. Como la difusión de información en apoyo a una causa puede, efectivamente, clasificarse en el sentido neutral como “propaganda”, esto describe lo que es, no lo que hace. Pero a causa de su tratamiento por parte de las autoridades estadounidenses, la película se vio como propaganda en el sentido negativo. Por el cargo de responsabilidad pública y el reporte requerido, fue juzgada como propaganda por muchos miembros del público, no en el sentido de que promueve una causa sino en el sentido negativo de cómo hizo esto; es decir, se le juzgó como engañosa.

Mientras algunos pueden considerar que los detalles de este caso son desafortunados, resultan instructivos en la medida en que nos permiten hacer, para la “propaganda”, la misma distinción que hicimos para el argumento: la distinción entre producto y proceso. No es la promoción de una causa en sí misma la que provoca alarma, sino algunos de los modos a través de los cuales esto se realiza. Como una subcategoría de argumentación, hacer propaganda puede ser legítimo o ilegítimo. Desde el punto de vista ético, la adecuación de la propaganda debe juzgarse de acuerdo con el mismo criterio clave que conviene a otros argumentos: cómo estos tratan a la audiencia. Esto nos conduce al asunto más difícil de los medios del argumento, en general, y de la propaganda, en particular. Antes de que podamos juzgar la adecuación de los medios usados, necesitamos tener una idea más clara de los fines que pueden alcanzarse.

Hay una serie de teorías del argumento que actualmente compiten entre sí y que dominan la literatura, pero comparten la misma asunción común sobre las metas y las intenciones del argumento. Muchos suscriben de alguna manera la noción tradicional de que un argumento es el producto y, por lo tanto, el fin de la argumentación es la producción de un argumento válido. Cualquier meta secundaria de persuadir una audiencia se deja abierta, bajo la idea de que la validez forzará en sí misma consentimiento y, por ello, existe escasa necesidad de mirar más allá del producto. Aún así, la propaganda, al menos, no procede difundiendo formas válidas de argumento y nuestra experiencia general de razonamiento interactivo nos lleva a apreciar que hay más cuestiones involucradas. Quizás, entonces, un rasgo incluso más comúnmente sostenido por las teorías de la argumentación sea la intención de persuadir. Por lo tanto, nuevamente, la dimensión retórica. Walton resume el consenso refiriéndose al argumento como “una forma social, interactiva y dirigida de persuasión” (Walton, 1990, p. 401).

Me parece que hay más metas que podrían reconocérsele a un argumento. Podemos llegar a un argumento con el propósito de aprender algo sobre nuestras propias creencias y valores, o desarrollar una sensibilidad en relación con las creencias y valores de la audiencia a la que nos dirigimos. Podríamos explorar más el argumento en sí mismo como una actividad humana que revela reglas sobre los actores y procesos involucrados. Pero estos podrían observarse como productos derivados del argumentar que hacemos y, ciertamente, no como productos centrales del uso pragmático del argumento, del que la propaganda es una forma.

La principal teoría pragmática, como su nombre sugiere, es aquella de la escuela pragma-dialéctica, y sus ideas jugarán un papel bastante considerable en este artículo para garantizar mejor mis dichos. Ya he recurrido al trabajo de uno de sus seguidores norteamericanos.

Esta aproximación observa la argumentación como un medio para la resolución de disputas, pero sus aplicaciones son más amplias y, lo más importante, sus seguidores la ven como una síntesis de la aproximación producto-orientada y proceso-orientada.4 Desde esta perspectiva, la meta más general de la argumentación es aquella que ve la utilidad en la satisfacción de tanta gente como sea posible, no maximizando el acuerdo sino minimizando el desacuerdo (Van Eemeren & Grootendorst, 1988, p. 286). Incluso aunque la meta primordial podría ser resolver una disputa, esto no se hará de un modo racional (hay otras formas, por supuesto) a menos que el argumentador “tenga éxito en convencer a su destinatario por medio de la argumentación sobre la aceptabilidad de su punto de vista” (Van Eemeren & Grootendorst, 1992, p. 14). Por ende, el fin de resolver disputas, que se defiende desde esta perspectiva, también involucra ganar acuerdo y convencer. A la luz de tales fines, podemos comenzar a pensar seriamente en las obligaciones y responsabilidades que recaen en el argumentador (o, en una disputa, en los argumentadores).

Los pragma-dialécticos nos ayudan aquí también. Ellos siguen los pasos de Paul Grice abogando por reglas o máximas que faciliten la comunicación. En particular, Grice ofrece la máxima “No diga lo que crea que es falso” bajo la gran máxima “Trate de que su contribución [a la conversación] sea verdadera” (Grice, 1992 [1989], p. 516). En Argumentation, Communication and Fallacies, Van Eemeren y Grootendorst readecuan esto en una regla de comunicación que requiere honestidad. Específicamente, “la orden ‘sé honesto’ refiere la condición de responsabilidad que forma parte de la condición de corrección del acto de habla”. “Puede asumirse” que el hablante “cree sinceramente en la aceptabilidad de la proposición expresada” (Van Eemeren & Grootendorst, 1992, p. 51). Tales órdenes o mandatos brindan una respuesta implícita a una de las preguntas formuladas anteriormente: ¿puede un hablante usar cualquier medio para persuadir a una audiencia? Los límites de la honradez precisan una respuesta negativa. Y aún así, en el presente contexto, surgen dos preocupaciones sobre una solución fácil al problema. En el primer caso, no está claro por qué el hablante debería ser honesto o sincero. Es decir, todavía debemos descubrir las razones para una postura ética. En segundo lugar, muchos hablantes creen que existen circunstancias que requieren deshonestidad y garantizan actos de habla poco sinceros. O, para decirlo de modo más engañoso, que aunque una aserción sea falsa, los hablantes creen sinceramente que debería ser aceptada por una audiencia. Abordaré estas cuestiones en la próxima sección de este artículo.

La ética de la comunicación y su justificación

Como prácticas sociales, la comunicación y la argumentación necesitan cumplir normas mutuamente aceptadas, y muchos teóricos y practicantes ven que estas deben incluir lineamientos éticos rigurosos. Josina Makau, por ejemplo, pone énfasis en la ética de la comunicación en su discusión del argumento cooperativo. En particular, para ser exitosa, la argumentación cooperativa requiere adhesión al principio de fidelidad, el mantenimiento de promesas, y un principio de veracidad, el decir la verdad (Makau, 1990, pp. 119-29). Al igual que en la perspectiva de Van Eemeren y Grootendorst, la argumentación cooperativa de Makau apunta al acuerdo entre audiencia y argumentador. Pero la conformidad con la comunicación ética de Makau asume un compromiso previo con el valor de la argumentación cooperativa, y debemos preguntar cómo es ese valor que crea las obligaciones y responsabilidades subsecuentes. Makau es consciente de esto y hace varias referencias al estudio de Sissela Bok sobre la mentira, donde se examinan las justificaciones para violar los principios de fidelidad y veracidad.

Del mismo modo, Evert Vedung, en su examen del engaño político, apela a la autoridad del trabajo de Bok. Mientras reconoce una presunción moral contra el engaño y la manipulación, Vedung reconoce que haya circunstancias en las que las mentiras son justificables. Pero lo más importante es que ofrece una razón sobre por qué mentir y engañar de forma menos obvia son acciones éticamente malas. Lo son porque hay un engaño de por medio. “Nos oponemos al engaño porque quienes engañan pretenden jugar respetando las reglas cuando en realidad las están violando” (Vedung, 1987, p. 362). Esta no es quizás nuestra mayor objeción en contra del engaño, pero volveré a ella en breve. Al menos Vedung reconoce la necesidad de justificar nuestras intuiciones sobre la naturaleza ética del engaño.

Sissela Bok ha producido un análisis comprensivo de las formas de duplicidad que parecen estar más inextricablemente entrelazadas con las estructuras de nuestras instituciones sociales, pero la parte de su estudio que nos es más útil concierne a la “mentira noble” que se justifica por la apelación al bien público. Platón introdujo la expresión “mentira noble” para describir la historia que podría contarse a las personas a fin de persuadirlas para aceptar distinciones de clase por el bien de la armonía social. Para Bok, los comunicadores (y seguramente muchos propagandistas) adoptan esta línea, ya que están convencidos de que únicamente ellos comprenden las circunstancias y probablemente las consecuencias. “[M]uy a menudo”, escribe ella, “ellos observan sus tretas como teniendo un juicio inadecuado, o probablemente como una respuesta en el modo equivocado a información honrada” (Bok, 1980, p. 168). Esta es una observación muy importante para nuestros propósitos. Los oficiales de gobierno han atravesado un largo proceso de estudio y discusión y no creen que puedan presentar toda la “verdad” al público sin arriesgar la probabilidad de que, lo que los oficiales juzguen como el mejor resultado para todos, sea elegido. Los líderes sindicales no pueden contar a sus miembros todas las concesiones y reservas que ellos han hecho en el razonamiento detrás de sus recomendaciones y temen que revelar los detalles complejos confundirá a los miembros y los conducirán a tomar la decisión “equivocada”. Los productores no pueden decir a su público todo sobre sus productos y luego contratar publicistas que puedan presentar lo que necesite decirse de la mejor manera posible. Más allá de la dificultad para determinar realmente el “mejor” resultado, la principal objeción de Bok a la “mentira noble” es que el engaño corrompe y se propaga; que no importa cuáles sean los intereses que los engañadores tengan primero en mente, los atractivos para el propio interés probarán ser demasiado seductores para ellos. Presumiblemente, Bok no solo está preocupada por la corrupción de los engañadores bienintencionados, sino por los efectos más amplios que esta corrupción podría traer (y trae) a la sociedad.

Entonces tenemos, en las conclusiones de Vedung y Bok, razones para rechazar las comunicaciones engañosas, incluyendo la propaganda engañosa. A saber, que el engaño está involucrado y que objetamos a las personas que violan las reglas, como también que los mentirosos bienintencionados se volverán corruptos, egoístas, y la sociedad sufrirá. Al reflexionar sobre esto, es necesario preguntar si estas razones son suficientes para apoyar las obligaciones del comunicador para decir la verdad, ser honesto, ser sincero. Pues bien, no lo creo.

Primero, veo que el mismo conocimiento que me permite persuadir a mi audiencia también me permite manipularla. En Fedro, Platón y Sócrates sostienen que los comunicadores efectivos primero deben conocer sus temas, y seguidamente, deben conocer los diferentes tipos de almas de modo que ellos puedan acomodar sus discursos de acuerdo con el tipo de discurso apropiado para cada alma (277 B-C). Incluso aquellos que engañarían primero deben saber cuál es la verdad, como ellos la ven. Esto dado que las mentiras descansan en la intención, no en la emisión de falsedades.5 Al conocer el “alma” de mi audiencia–lo que considere sus creencias, valores y formación general– puedo adoptar en un discurso para que sea el más efectivo para persuadirla. Pero esto también permite su posible manipulación, como vimos previamente. De este modo, en efecto, los he engañado; he engañado a los miembros de la audiencia arrebatándoles la oportunidad de descubrir algo por sí mismos. Porque les he dicho que crean en lugar de conducirlos a un punto en el que puedan ver el valor de una creencia por sí mismos, después de reflexionar sobre toda la información disponible.

Quizás sea mejor poner a nuestro argumentador o propagandista hipotético en una perspectiva mejor. Esto es, tal como el individuo bienintencionado de la discusión de Bok, la persona cree genuinamente en el interés de una audiencia por aceptar una conclusión “X”. La persona también se da cuenta de que conducirlos a esto a través de un camino de argumentos bien razonados sería una tarea ardua, y que alguno puede seguir todo este camino y, al mismo tiempo, tomar la decisión “equivocada”. Pero seleccionando la información a presentarse, explotando sus creencias, y hablando a sus emociones, la persona puede esperar una gran probabilidad de éxito en la mitad del tiempo. Suponiendo que el argumentador tiene las mejores intenciones y asumiendo además que la aceptación de “X” de hecho constituiría el mejor resultado para la audiencia, ¿por qué la manipulación de la audiencia alcanzaría ese fin antiético? ¿Acaso porque el hablante violaría estas reglas? ¿Acaso porque el hablante podría corromperse? Estas dos opciones parecen insuficientes.

Vivimos en un mundo en el que esto ocurre. La gente delega su poder de decisión en aquellos que “saben”. Pero al hacer esto nos absolvemos de nuestra fastidiosa responsabilidad de tener que decidir por nosotros mismos. Esta parece una receta para la vida satisfactoria, libre de las demandas de decisiones difíciles. Aun así, tales escenarios no nos atraen básicamente porque sentimos (esta es nuestra intuición aquí) que tales audiencias han sido privadas de algún aspecto de su autonomía, y que esta autonomía es un prerrequisito para cualquier satisfacción auténtica. Muchos de nosotros valoramos decidir por nosotros mismos y, si se nos permite, elegiríamos una situación que nos posibilite hacer esto antes que otra que no lo habilite. Incluso cuando fallamos al tratar de entender el punto y tomamos una decisión que no es la mejor para nuestros propios intereses, muchos de nosotros preferiríamos esto como una satisfacción que surge de no estar impedidos para decidir.

Podría objetarse que la situación no es tan mala: en realidad no se prohíbe a la gente tomar decisiones, las personas solo están siendo manipuladas para tomar decisiones que de otro modo no tomarían. Si bien esta es una diferencia importante, no debilita el punto de que nuestra autonomía ha sido afectada, de que no han confiado en nosotros para reflexionar libremente sobre la información completa o parcial y tomar nuestras propias decisiones. Una cosa es entregarle conscientemente algo de nuestros poderes de decisión a organizaciones democráticas, y otra cosa bastante distinta es ser engañados para creer que hemos decidido libremente por nosotros mismos cuando no lo hemos hecho.6

Una segunda cuestión reside en considerar si el argumentador o el comunicador que engaña puede efectivamente saber qué es lo mejor para la audiencia. Concedí esto antes; ahora estoy poniéndolo en cuestión. Incluso armado con un conocimiento completo sobre un asunto o circunstancia y algún entendimiento del “alma” de la audiencia, el argumentador todavía se pone a sí mismo en una perspectiva que él no puede apreciar completamente. Valoramos decidir por nosotros mismos porque creemos que existen algunas cosas sobre nosotros que nadie más puede entender. Nuestro descontento ocasional con las políticas de algún gobierno o con las reglas institucionales deriva de sentir que demasiadas personas están decidiendo qué es lo mejor para nosotros. Incluso conociendo mis valores y creencias, otra persona no puede estar segura de cómo reflexionaré sobre aquellos valores en respuesta a un asunto sobre mi modo de alcanzar una decisión. Nadie puede saber cómo jerarquizaré mis valores, cambiaré mis creencias o reorganizaré mis metas. Entonces la autonomía personal o, en el contexto de la comunicación, la autonomía de la audiencia, es un valor central que está presupuesto por nuestros otros valores y creencias. Al violar esto, el argumentador o el propagandista que usa un discurso engañoso hace algo mucho peor que solo engañar o actuar interesadamente. Esta es la fuente de nuestras intuiciones negativas en relación con tal comportamiento y una razón clara de por qué deberíamos juzgarlo antiético.

Dado esto, se siguen algunas conclusiones sobre las obligaciones del comunicador, y algunas de tales obligaciones miran hacia una meta del argumentar o comunicar de mayor alcance que aquella que he discutido hasta ahora. Ese fin involucra una idea de razonabilidad y dedicaré la sección final de este artículo a discutir esta idea.

Lo razonable

Así como los teóricos de la argumentación tienen diferentes ideas sobre los fines del argumento, del mismo modo varían sus nociones sobre la “razonabilidad”. El concepto de “persona razonable” ha tenido una historia interesante en discusiones de derecho y de política social. A menudo se utiliza como un indicador para evaluar los valores de una comunidad y los niveles de tolerancia. Pero frecuentemente parece ser un concepto tan abstracto que no refleja las visiones de ninguna persona real o, peor aún, puede reflejar opiniones perjudiciales de personas que son todo menos razonables en un sentido comúnmente aceptado. Infame al respecto es la noción de Patrick Devlin (1959) del “hombre razonable”, a quien él distingue del “hombre racional”. Lord Devlin escribió de este individuo: “De él no se espera que razone acerca de nada y su juicio puede estar basado, en gran medida, en una cuestión de sentimientos. Estamos haciendo referencia al punto de vista del hombre de a pie”. Las visiones de esta “persona razonable” son aquellas “sobre lo que puedan ponerse de acuerdo de manera unánime, tras debatir acerca de ello, doce hombres o mujeres escogidos aleatoriamente” (Devlin, 1959 p.45). No es claro qué involucrará esta discusión, ya que no se espera que estas “personas razonables” razonen sobre nada en particular. Claramente, Devlin sostiene que la verdad en la forma de corrección o incorrección puede encontrarse en la opinión de la mayoría, lo que significa llegar intuitivamente más que a través de una reflexión considerada. La pasividad de esta visión la traiciona cuando pensamos en cómo los individuos interactúan realmente y producen un resultado en un debate abierto.

Más palpables son algunas de las visiones contemporáneas de razonabilidad, o persona razonable, asociadas con diferentes fines del argumento. Una de las más interesantes de estas visiones es aquella del enfoque pragma-dialéctico. Los pragma-dialécticos distinguen su modelo de razonabilidad contrastándolo con otras nociones dominantes. El modelo geométrico, por ejemplo, busca razonabilidad formal en la validez de los argumentos. Un “concepto retórico de razonabilidad”, como postulan Perelman y Olbrechts-Tyteca, propone un estándar de efectividad relativo a una audiencia. Y otro modelo antropológico-relativista similar es propuesto por la apelación de Stephen Toulmin a los fundamentos específicos de expertos.7 Los pragma-dialécticos optan por una “aproximación crítica a la razonabilidad” (Van Eemeren & Grootendorst, 1988, p. 280). Al respecto, están interesados en la actitud del argumentador. Creen que su aproximación atraerá a

personas que aceptan las dudas como una parte integral de su modo de vida y que usan la crítica hacia ellos mismos y otros para resolver problemas por prueba y error. Ellos usan las discusiones argumentativas como medios para detectar puntos débiles en nuestros puntos de vista en relación con el conocimiento, los valores y objetivos, y eliminan estas debilidades cuando sea posible. Tales personas son opuestas a los proteccionistas en lo que atañe a los puntos de vista y a la inmunización de cualquier tipo de punto de vista en contra del criticismo, y rechazan todas las formas de justificacionismo fundamentalista (Van Eemeren & Grootendorst, 1988, p. 286).

De hecho, sostener tal actitud califica a la persona como miembro de la “sociedad abierta” de Popper, que Van Eemeren y Grootendorst conciben como opuesta a todas las variantes de pensamiento no crítico. A la luz de estas cuestiones previas sobre la duda crítica, podemos reconocer el acuerdo central de Douglas Walton con esta perspectiva. Mantener una actitud de duda crítica es el mejor modo de evitar el tipo de parcialidad que más concierne a Walton.

La razonabilidad, como se entiende aquí, no es una característica de un argumento (en tanto producto) o un estado de acuerdo dentro de una audiencia o entre expertos. La razonabilidad es, creo, un rasgo de carácter observable principalmente en la adopción de la duda crítica. La “persona razonable”, en este modo, está muy alejada de la idea de Devlin. En la manera como la actitud de duda crítica es adoptada por los miembros de una discusión racional se exhibe, en esa discusión, la razonabilidad.

Quisiera considerar dos cosas a este respecto. Una es relativa a las obligaciones resultantes que pueden atribuirse a una persona; la segunda concierne el modo como se presentan tales personas. Tomando el segundo punto, Eemeren y Grootendorst identifican personas que tienen estas características y aquellas que quisieran adoptar su modelo. La duda crítica es, entonces, no un resultado de la argumentación razonable sino un prerrequisito para ella. Más importante, quizás, es preguntarse cómo tal modelo de argumento puede emplearse para producir estos rasgos de carácter en la gente. El otro punto reflexiona sobre el deseo o la voluntad de los argumentadores de tener esta meta como un fin. Quisiera cerrar reflexionando sobre el modo en el que las actitudes del argumentador condicionan los modos en los que él o ella llegan a ver a la audiencia. Esto indica un modo diferente de concebir el argumento a aquellos considerados previamente.

El propagandista trata de hacer que la gente piense de determinada manera y puede lograr esto intentando evitar que piensen por ellos mismos. Si esto no es demasiado contradictorio, la sugerencia es que el propagandista busca el acuerdo sin pensamiento reflexivo (un modo posible de distinguir persuasión de convicción), ya que en muchos casos él ya ha pensado por la audiencia. En el modelo de argumento que estamos discutiendo ahora, el argumentador intenta primero, y ante todo, hacer que su audiencia piense por sí misma. El problema que he identificado en la sección previa de este artículo, involucra la interferencia del argumentador/propagandista en los procesos de razonamiento autónomo de la audiencia. Queremos mínimamente un modelo que no permita tal interferencia y preferiblemente un modelo que facilite en realidad, e incluso que aliente, el pensamiento autónomo de la audiencia.8 Más que solo unos rasgos de carácter del hablante, el modelo de razonabilidad implica como meta el desarrollo de estos rasgos en la audiencia.

Removidas como están estas sugerencias de nuestros debates reales, ellas no hubiesen sonado tan extrañas a griegos como Platón y Aristóteles. Al trazar un contraste entre la retórica apropiada e inapropiada en el Gorgias y el Fedro, Platón defendió la mejora de la audiencia como un factor decisivo. El discurso que mejora se prefiere sobre aquel que adula, o manipula, o meramente entretiene. Esta preocupación fue desarrollada por Aristóteles, aunque él no la vio necesariamente como una virtud. En la Retórica, señala que existen tres razones del porqué los hablantes son persuasivos más allá de probar una demostración lógica: “Esas causas son la sensatez [phronesis], la virtud [arete] y la benevolencia[eunoia]” [2.1.5]9. Dos secciones más adelante, sin embargo, sugiere que mientras la virtud es un aspecto del carácter, la benevolencia o el tener otros intereses en el corazón10 son aspectos del pathos: “necesita describirse en una discusión de las emociones” [2.1.7-Kennedy]. Proponer que la ética de la retórica debe involucrar de forma central una virtud ética es focalizar la discusión ética de lleno en cuestiones de carácter, y esto es lo que entiendo se está efectuando. Para este fin, estoy considerando esta preocupación por el interés de los otros como un asunto de carácter.

Una concepción amplia de argumento lo concibe como una actividad que involucra la obligación de parte de los argumentadores de examinar sus propias creencias y valores. Una obligación posterior atañe a un compromiso de conocer algo de la audiencia antes de que se hagan intentos de comunicación. Ahora bien, además de estas, hemos descubierto la sugerencia de una tercera obligación: intentar mejorar las comunidades en las que somos activos.11 La manera como lo hacemos, sin imponer nuestros valores sobre otros, constituye una tarea desafiante y valiosa para la reflexión. Los intentos de tal mejoría requieren algún tipo de visión para darle forma a nuestra actividad. Quizás estas ideas no fuesen extrañas a los griegos porque ellos estaban conformes con la noción de una visión que le dé forma a la acción. Sus visiones del Bien fueron entendidas de formas variables y complejas. En contraste, nuestro experimento de vivir sin ninguna visión ha sido menos que efectivo y haríamos bien en considerar su abandono. Producir por el hecho de producir y consumir por el hecho de consumir son ejemplos de este tipo de falta de visión que es relevante aquí. No es necesario tener una visión que sea alcanzable. Más bien, lo que hace tal visión es establecer los valores en relación con ella, para organizar y focalizar nuestro pensamiento. La gente sin una visión orientada por valores humanos piensa y actúa en el vacío. Cualquier visión puede ser mejor que no tener ninguna en absoluto. Pero una visión que incluye alentar este desarrollo de la persona completa, que enfatiza creencia, pensamiento y acción en una vida informada, reflexiva y consistente, es mejor que solo cualquier visión. Este es el modelo ideal de razonabilidad y de persona razonable al que hemos llegado por medio de estas deliberaciones. Si nos comunicamos con una mente para facilitar el rasgo de carácter de la razonabilidad en otros promoviendo el desarrollo de la duda crítica, entonces hay un fin para nuestra actividad que excede aquellos discutidos previamente. A partir de este medio, ciertas responsabilidades y valores humanos se siguen naturalmente y podemos ver, de una vez y para siempre, qué está mal en la propaganda manipuladora. Una falla en decir la verdad es una respuesta demasiado simple para nuestra preocupación; es más bien la violación de la obligación primaria del hablante, que es la de mejorar a la audiencia para que identifique más claramente el error en cuestión.12