Contextos y argumento (1999)

Las tradiciones separadas del “argumento” y la “retórica” han perdido de vista sus raíces comunes en la Retórica de Aristóteles. La argumentación retórica de Aristóteles estuvo caracterizada por sus intereses en el ethos y en el pathos y por su concepto de argumento retórico, que incluía el paradigma y el entimema. El entimema de la Retórica es una noción de un argumento probable y cotidiano, libre de cadenas más complejas de razonamiento, y requiere la implicación activa de la audiencia –quizás para completar el razonamiento y, ciertamente, para evaluarlo. En estos términos, la argumentación retórica es una empresa cooperativa que intenta incluir tanto al argumentador como a la audiencia en su desarrollo y resultado.

La perspectiva argumentativa difiere aquí del modelo dialéctico propuesto por Walton y quizás por otros pragma-dialécticos. En el diálogo de persuasión de Walton ambas partes tienen una tesis que probar a la otra parte (1989, p. 6; 1995, p. 19, p. 232). La argumentación retórica tiene como preocupación primera el intento de un argumentador de ganar o incrementar la adherencia de una audiencia en relación con una tesis. La audiencia no es pasiva en esto, como hemos visto. Pero tampoco se le concibe como una parte activa promotora de su propia tesis, como sí ocurre en el diálogo de persuasión. La audiencia no busca persuadir sino entender, considerar y evaluar. En este sentido, nuestro interés se extiende más allá de los intercambios verbales de los interlocutores y los “discursos” que agotan a la Retórica, para incluir también, los textos escritos que encarnan la posición y las estrategias de un argumentador y que comprenden una parte central de la argumentación en ese contexto. Al mismo tiempo, la audiencia sí persuade, en el sentido de que se persuade a ella misma (o no) de la legitimidad del razonamiento en cuestión, más que ser persuadida por el discurso del argumentador.

Más allá de sus orígenes en la Retórica, la argumentación retórica tiene un ejemplar contemporáneo en la nueva retórica de Chaïm Perelman, y es considerando ideas asociadas con este modelo que comenzaremos a explorar la perspectiva retórica en argumentación.

La Nueva Retórica

A diferencia de la demostración, la argumentación espera un encuentro de mentes: “la voluntad de parte del orador de persuadir y no de obligar u ordenar, y de una disposición de parte de la audiencia” (Perelman, 1979, p. 11).

La Nueva Retórica es un modelo de argumentación que derrumba la distinción aristotélica entre retórica y dialéctica (Arnold, 1982, p. ix) y que además abraza la lógica. Fundamentales para esta retórica resultan los conceptos de audiencia, argumento y adhesión; conceptos constantemente modificados por las demandas y las prácticas de las comunidades argumentativas (Perelman y Olbrechts-Tyteca, 1989, p. 44).

La argumentación tiene otra meta que la de solo deducir consecuencias, y es “obtener o incrementar la adhesión de los miembros de una audiencia a aquellas [ideas] que son presentadas para su consentimiento” (Perelman, 1982, p. 9). Esto implica transferir a la tesis la adhesión de una audiencia que ya se sostiene en ciertas ideas (1982, p. 23).

Esta meta de la argumentación no es puramente una adhesión intelectual, sino que incluye la incitación a la acción o la creación de una disposición para actuar. Esto, a su vez, implica poner atención no a las facultades (intelecto, voluntad o emoción), sino a la persona completa. Los argumentadores atienden a esto con gran adaptabilidad: “dependiendo de las circunstancias, sus argumentos buscarán diferentes resultados y usarán distintos métodos apropiados para el propósito del discurso como también para las audiencias a ser influenciadas” (1982, p. 13).

Aquí vemos el impulso de lo razonable sobre lo racional, tal y como Perelman los concibe. Lo racional está separado del contexto y despojado de pasión; lo razonable está encarnado en las vidas de los seres históricos.

Este interés también materializa la propia motivación de Perelman de adoptar una aproximación retórica. Habiendo estudiado derecho, aunque sin ver la importancia de la retórica (Perelman, 1963), Perelman extrae conclusiones profundamente insatisfactorias –que los juicios de valor no podrían justificarse, que todo valor es lógicamente arbitrario (Perelman, 1979, p. 8). En consecuencia, Perelman se volcó a estudiar los modos en los que la gente razona sobre los valores. Diez años de tal análisis, conducido conjuntamente con Lucien Olbrechts-Tyteca, llevaron a recobrar las áreas olvidadas de la lógica aristotélica, revivida bajo la rúbrica de “Nueva Retórica”.

Por lo tanto, la motivación es tanto práctica como ética. La nueva retórica emerge en Europa en un momento de tremendas convulsiones físicas e intelectuales. El positivismo, con su método de investigación, se había separado de la inmediatez de la experiencia humana y era incapaz de llenar el vacío moral de los años de posguerra. El problema aquí, o uno principal que se detectó, fue la separación –en el corazón de la objetividad– que removió la afirmación de la persona que la efectuaba (Perelman y Olbrechts-Tyteca, 1989 [1969], p. 113). Perdido en esta separación se encuentra un sentido de compromiso. El pensamiento que conduce a la acción es diferente de las afirmaciones en un sistema científico porque éste mueve a las personas a modificarse a sí mismas sobre la base de ese pensamiento. “Al no ser siempre totalmente necesaria la prueba retórica, quien se identifique con las conclusiones de una argumentación lo hace mediante un acto que lo compromete y del que es responsable” (p. 116).

James Crosswhite brinda una enérgica defensa del proyecto de Perelman a la luz de tales motivaciones. Es importante destacar que él apunta que la aproximación de Perelman a la argumentación eleva los valores de la libertad humana y de la vida política participativa, “el trabajo de Perelman en retórica no es accidental en relación con su trabajo en derecho o en la resistencia belga; es la culminación de ello: una respuesta filosófica a una Europa posmoderna formada por la violencia sistémica (y sistemática) y por la fragmentación ilimitada” (1995, p. 137).

En efecto, las afirmaciones de Perelman sobre la argumentación en la vida reflejan su vida en la argumentación. Él personifica el modelo de razonabilidad en el corazón de la teoría: el argumentador como actor y reactor, inmerso en una red intersubjetiva de contextos retóricos. De hecho, como Crosswhite lo formula, nuestra fe como humanos “está ligada a nuestra relación con la retórica” (1995, p. 140). De este modo, la observación previa de Crosswhite de que La Nueva Retórica no es el tipo usual de teoría de la argumentación (1936) parece una clásica sutileza.

Emoción y argumento

La atención hacia las experiencias humanas que motivan la argumentación retórica y el énfasis sobre el razonamiento con la “totalidad de la persona” evoca el tradicional problema filosófico de la separación entre razón y emoción. (“Tradicional”, es decir, si ignoramos la Retórica).

El punto de vista racionalista dominante de esta tradición excluye las consideraciones emocionales como irracionales y lucha por la objetividad y la imparcialidad. Las apelaciones emocionales son vistas como, “en el mejor de los casos, tácticas de diversión” (Brinton, 1988a, p. 78) y “siempre sospechosas, si no directamente falaces” (Walton, 1992, p. 67).

Sin embargo, recientemente (Brinton, 1986, 1988ª, 1988b; Damasio, 1994; Nehamas, 1994) se ha atendido seriamente a cómo las razones se relacionan con los sentimientos. Buena parte del ímpetu de esta perspectiva, al menos en Brinton, se debe a la recuperación de la importancia dada por Aristóteles a las emociones en la argumentación retórica. Mientras el primer capítulo del Libro I de la Retórica advierte sobre la tendencia a sobre-enfatizar las apelaciones emocionales en los tratados retóricos, el siguiente capítulo eleva el pathos al mismo nivel del logos y el ethos. Y, mientras los comentadores se dividen sobre cómo interpretar esta aparente ambivalencia, una lectura cautelosa permite reconocer un rol legítimo para el pathos en la argumentación cuando las condiciones apropiadas son observadas (cf. Nehamas, 1994; Frede, 1996).

Para Walton (1992, p. 68), una vez que nos liberamos del paradigma deductivo del argumento válido, podemos encontrar numerosos contextos legítimos para las apelaciones emocionales en la argumentación. Invariablemente, esto incluye situaciones que requieren un agente que actúe sobre lo que está argumentando, y estos son justo el tipo de circunstancias que, como hemos visto más arriba, motivan a la argumentación de la nueva retórica. Aquí cabe notar en particular, por supuesto, que la preocupación predominante de Perelman estuvo con la cuestión de la “justicia”.

Al discutir los fundamentos razonables para los sentimientos de emociones dadas por Aristóteles (Rhetoric 2.9. 1386b), Brinton (1988a, p. 80) muestra cómo las emociones como la furia, la indignación y la piedad comparten una referencia esencial a la justicia. Esto, a su vez, se vincula con el buen carácter (ethos), puesto que debemos reaccionar apropiadamente ante lo que es injusto (Brinton, 1988b, p. 210).

Ciertamente, esto desafía la idea de que la relación de la razón con la justicia se basa en la imparcialidad y la objetividad. A este respecto, resulta interesante lo afirmado por el neurólogo Oliver Sacks (1995), quien recuerda el caso de un juez que, como resultado de una lesión del lóbulo frontal, quedó totalmente privado de emociones. Más que sobresalir en su profesión, terminó por retirarse de su puesto, “diciendo que él ya no podía adentrarse con compasión en los motivos de las preocupaciones de ninguna persona, y que puesto que la justicia implica sentimiento, y no meramente razonamiento, sintió que su lesión lo inhabilitaba por completo” (Sacks 1995, pp. 287-88; las cursivas son mías).

Sin embargo, el rol que la emoción juega en la argumentación no puede ser arbitrario ni carecer de estructura. En su trabajo, Brinton lucha por reconocer las emociones como razones y por organizar explicaciones apropiadas bajo términos como argumento patético (que consiste en dar razones o en poner atención a los fundamentos razonables para las pasiones, emociones, o sentimientos [1988a, p. 79]); y el argumentum ad indignationem (“la forma del argumento patético que consiste en brindar buenos fundamentos para las emociones de enojo” [81]). Consecuentemente, la preocupación de Brinton radica no solo en la efectividad de tales tipos de argumentos, sino primariamente en su legitimidad (1988b, p. 209).

Como señala Brinton, si conocemos lo que cuenta como fundamentos razonables para una emoción, entonces podemos pensar en términos de evaluación del tipo de argumento que tiene una clase de emoción como su “conclusión” pretendida.1 Martha Nussbaum (2003 [1994] pp. 116-117) también reconoce que, para Aristóteles, las emociones pueden crearse y removerse mediante el discurso y el argumento.

Una distinción clave en la explicación de Brinton (1988b) se da entre evocar una emoción (que surge en los otros) e invocar una emoción (apelando a una emoción como base para la acción). La característica requerida para jugar un rol legítimo en una argumentación es que un tipo de evaluación racional es posible. Por ejemplo, la evocación de una emoción

podría o no ser “dadora de razón”. Si es dadora de razón, entonces trata la emoción (o la proposición de que uno debe someterse a la emoción) como una conclusión. Si uno debe sentir gratitud por la razón A, B y C, entonces presentarnos A, B o C no es menos apropiado que presentarnos razones para hacer X cuando deberíamos hacer X. Hasta allí quedó la pregunta de la legitimidad de la apelación a la emoción en el primer sentido: puede ser un tipo legítimo de argumento. Para un intento determinado de evocar podemos preguntar, “¿Es dadora de razón? ¿Procede adecuadamente entregando fundamentos (por medio, no obstante, de la cognición)?” Si la respuesta es “sí”, entonces podemos proceder con una evaluación del caso particular (1988b, p. 212).

Brinton liga el pathos al ethos porque, para Aristóteles, tener los sentimientos adecuados es en sí mismo un aspecto del buen carácter. Ethos fue otro de los elementos clave en la explicación de Aristóteles para la argumentación retórica y debe caracterizar cualquier explicación moderna.2 Aquí nos ocupamos del rol del carácter en la argumentación. Puesto que la argumentación apela al, o representa el, carácter en algún modo para conducir a la credibilidad (o a la detracción) de una afirmación, adaptaré el término de Brinton (1986) “argumento etótico”. Walton (1992, p. 248) restringe ethos, de acuerdo con el tratamiento de Aristóteles, a la argumentación política (cf. también, John Murphy, 1995), pero el uso de Brinton es más expansivo.3 Nuevamente, está interesado en la legitimidad de los argumentos etóticos más que en su efectividad, y con las impresiones preexistentes del carácter que solo surge en un discurso.

Usar apelaciones al carácter para apoyar o debilitar una afirmación tiene obvias asociaciones tanto con el ad verecundiam (apelación al experto/autoridad) como con el ad hominem. De hecho, Christopher Carey (1996, p. 409) indica una relación directa entre los dos en la medida en que “la manera como uno construye un caso contra un oponente (ad hominem) refleja el propio carácter (ethos)”. Pero los argumentos etóticos tienen un sentido más amplio que cada uno de estos. Las apelaciones a la autoridad involucran alguna experticia específica o conocimiento que presuntamente posee una persona, grupo o fuente.4 Pero tener un buen carácter, uno que se considere confiable, es un rasgo más general (puede, de hecho, ser una precondición para las apelaciones a la autoridad). En términos de Aristóteles, el caso ejemplar de tal carácter exhibe sabiduría práctica, excelencia y buena voluntad.5

Como tal, el carácter de Sócrates se erige como un caso resistente al tiempo para ilustrar tal ejemplo. ¿Si Sócrates nos recomendara hacer algo, sería eso una razón para hacerlo? Para Brinton (1986, p. 251), la respuesta debe ser “sí”. Mientras la aprobación o desaprobación de Sócrates no hace noble al acto, su estatus como deliberador y juez de extraordinaria perspectiva está más allá del nuestro y produce que nuestras razones para actuar se hayan incrementado. Puede no ser suficiente como razón para efectuar el acto, pero el ethos de Sócrates nos brinda un tipo específico de razón para hacerlo.

Cuando los argumentos etóticos de este tipo están bien fundamentados, esto es, cuando el carácter invocado o representado es de alta calidad y se sabe que así es y cuando el carácter del individuo está siendo apelado en un modo relevante, es decir, cuando el asunto es uno en el que el consejo de una persona de buen carácter podría tener peso, entonces tales argumentos son legítimos y no falaces. Esto es válido en las formas de argumentos etóticos representados en los razonamientos ad hominem o ad verecundiam que, por supuesto, cuentan con sus condicionamientos adicionales que gobiernan sus usos legítimos.

Contexto

En el corazón de la perspectiva retórica está la atención a la audiencia. Esto ha sido visto como su principal mérito (Scult, 1989) y como su gran debilidad (Van Eemeren y Grootendorst, 1995). Antes de mirar la centralidad de la audiencia para Perelman, quiero asumir una mirada más general en relación con lo que está en juego cuando recurrimos al contexto. El primer modelo sustancial de argumentación retórica dado por Aristóteles entendió el contexto en términos de las relaciones entre logos, ethos y pathos. Desde entonces, se han añadido otros rasgos como el “mensaje” y el “código común”.

Un mérito de la resurrección de la tradición de la argumentación, ha sido la atención general prestada al contexto en el que ocurre un argumento. Incluso la aproximación orientada al producto de la lógica informal comparte este avance, observándolo como detrás de la estructura nuclear del PPC.6 Aún así hay espacio tanto para una inclusión más amplia de los rasgos del contexto que deberían contar como relevantes para propósitos argumentativos, como para posteriores desarrollos de la argumentación desde la perspectiva de sus componentes contextuales.

Ralph Johnson (1995) aborda la argumentación como una compleja actividad sociocultural, una visión que él comparte con los pragmadialécticos. El contexto raíz de nuestra investigación es un contexto social (Billig, 1987, p. 87); la argumentación es un rasgo de las relaciones sociales y comparte la complejidad de esas relaciones. Billig describe los aspectos básicos del contexto de la argumentación como justificación y crítica. Él rastrea, en la perspectiva de Perelman (1979, p. 33), que este conjunto de aspectos básicos es central para la retórica, donde “una pregunta de justificación normalmente surge solo en una situación que ha permitido que emerja la crítica”. Tales críticas de lo que es sostenido o establecido, sean estas normas o valores, ocurren siempre, afirma Billig, dentro de un contexto social. Esto no significa que nos adentremos en un estudio de la cultura o de las relaciones sociales. Para nuestros propósitos, solo debe alertarnos sobre la importancia del primer elemento del contexto: la locación.

1. Locación. Con este término entiendo el tiempo y el lugar en el que se ubica el argumento. Dependiendo de este asunto, tales consideraciones pueden variar desde ser periféricas a jugar un rol central en el reconocimiento y la evaluación de argumentos.

Dónde y cuándo la gente vive afecta la naturaleza de su pensamiento y, por lo tanto, de sus argumentos. ¿Cuán a menudo hemos visto escritores (u oradores) criticar a autores de la antigüedad por equivocarse en pensar con la claridad que los siglos de desarrollos subsecuentes han hecho posible para aquellos mismos escritores (u oradores)? Se trata de algo más que una falta de caridad de parte de tales personas. Es una incapacidad para reconocer que el razonamiento tiene lugar dentro del medio familiar para el razonador. El desafío consiste en tratar de observar el problema desde la perspectiva del autor, a pesar de la vasta distancia entre ellos. Imaginar cómo lucía el mundo para Platón, es pensar en términos de las asunciones y tradiciones que hasta cierto punto limitan su razonamiento. Entonces podríamos comenzar a evaluar su razonamiento en sus propios términos, no en los nuestros. Es importante asumir que la República de Platón (una vez que la entendemos) no funcionaría en contextos modernos. Es bastante diferente, y bastante injusto también, criticarla por no haber anticipado preocupaciones modernas.

Entonces, parte de la evaluación de la argumentación reside en la interpretación. En los campos de la historia, la antropología, incluso la sociología, esto es ampliamente entendido. Pero con frecuencia se pierde de vista la lección en lo que atañe a la argumentación en general. Particularmente, como un intercambio social de ideas o razones, la evaluación de la argumentación entre sociedades o culturas enfrentará problemas no experimentados cuando la argumentación esté dentro de una sociedad. Esto es parte de lo que hace a la argumentación un área de estudio tan rica y fascinante: que podemos llegar a considerar el razonamiento de alguien fundamentalmente distinto a nosotros en términos del periodo de la historia en el que esa persona vivió, con sus normas y actitudes.

La argumentación intra-cultural también puede hacer demandas sobre nuestras habilidades interpretativas. Pero, al menos, nosotros compartimos el mismo lugar y tiempo, incluso si no acordamos cómo lo compartimos.

2. Trasfondo. Relacionado con lo local, como sugiere la última observación, está el trasfondo. Pocos teóricos de la argumentación ignoran este término y, con frecuencia, se asume como sinónimo de (y hasta el hartazgo) contexto en sí mismo. Por trasfondo, entendemos aquellos eventos que mantienen la argumentación en cuestión. Es decir, aquellos que son instrumentales a la hora de entenderla: la ocasión del intercambio/discurso; la argumentación previa sobre el asunto y/o entre los argumentadores y la audiencia; los eventos sociales/políticos actuales que dan claridad o urgencia o, incluso, ironía a la argumentación en cuestión; las consecuencias para los participantes del resultado de la argumentación. Billig captura la importancia de este trasfondo en el siguiente párrafo:

no podemos entender el significado de un fragmento de discurso razonado, a menos que conozcamos las contraposiciones que están siendo implícita o explícitamente rechazadas. Del mismo modo, no podemos entender las actitudes de un individuo, si ignoramos la controversia más amplia en la que se ubican sus actitudes. En otras palabras, el significado de una pieza de discurso razonado, y una actitud expresada, no reside meramente en la adición de definiciones de diccionario de las palabras usadas para expresar la posición: también reside en el contexto argumentativo (Billig, 1991, p. 44).

Un ejemplo ilustrativo de las consecuencias de perder de vista el trasfondo, también relatado por Billig (1987, pp. 91-92; 1991, p. 45), viene en la retracción, a primera vista, efectuada en el Historic Doubts Relative to Napoleon Bonaparte (1819) del obispo Whately. La argumentación en este texto apoya la posición de que Napoleón nunca existió. O eso parecería ser. Napoleón fue presentado como la invención de la prensa británica a fin de mejorar las ventas. Ni Whatley ni ninguno de sus conocidos había visto efectivamente a Napoleón. Y así sucesivamente. La argumentación estaba bien desarrollada y en sí misma tenía una vigencia contemporánea (engañaría a pocos hoy en día). El libro fue muy popular, tuvo varias ediciones. Pero muchos lectores no entendieron el punto, que dependía del contexto de un debate reciente. La argumentación, aunque apoyaba directamente la posición de la inexistencia de Napoleón, estaba indirectamente enfocada en ser un apoyo a la posición en contra del escepticismo de Hume sobre los milagros. Whately estaba tratando un “hecho obvio” sometiéndolo al mismo escrutinio que Hume había hecho con los milagros, por lo tanto, estaba cuestionando la empresa de Hume. Sin el trasfondo completo, el lector no solo pierde de vista el objetivo sino que pierde la oportunidad de evaluar el ejercicio bastante fascinante en esta contra-argumentación.

3. El argumentador. Un componente esencial de cualquier argumentación es la fuente –el creador inteligente de los significados inherentes en ella–. Mientras la locación y el trasfondo contribuyen a la fuente, el argumentador es su constituyente principal. Usualmente un individuo, el “argumentador” pude ser un grupo también, es la fuente de un anuncio, una afirmación de defensa o un discurso político.

Al igual que la audiencia, como se discutirá más adelante, el argumentador es uno de los principales, si no el principal, agente de la argumentación. En un contexto apenas diferente, Jonathan Potter (1998, pp. 95-204) provee varios ejemplos de los reportes médicos y científicos de casos donde las descripciones se construyen de modo tal de presentar hechos o evidencia como poseyendo agencia propia. El experimentador o reportero, con sus perspectivas y descripciones, desaparece detrás de un discurso que tiene la apariencia de ser neutral y objetivo. El análisis de Potter puede fácilmente transferirse a la presentación común de los argumentadores, especialmente en la tradición de la Lógica Formal Deductiva con sus productos libres de contexto.

Donde el argumento-como-producto se sostiene como la cuestión de máxima importancia, a menudo encontramos que es tratado como si tuviese agencia propia. El argumentador y su audiencia se olvidan y sus acciones se transfieren al producto, que descansa “completamente” en su estructura particular y “actúa” sobre nosotros. En tales casos, pueden decirnos cosas como: “el argumento muestra”, “la premisa apoya”, “la evidencia garantiza… (o habla por sí misma)”, o “la conclusión afirma…” ¿Cómo es que el argumento, la premisa, la evidencia o la conclusión hacen tanto? Porque sin el argumentador y la audiencia, –los comunicadores–, pasados por alto y el contexto ignorado, no hay nada ni nadie que pueda explicar la actividad en el corazón de la argumentación. La tendencia en tales casos es depositar en el argumento-como-producto una autoridad propia, aislarlos de los tipos de preguntas que, de otro modo, podrían surgir.

Recobrar el contexto en tales casos requiere que miremos atentamente a los agentes reales involucrados. Ignorar el punto de vista del argumentador es un error serio (Vorobej, 1992). Este juega un rol no solo a la hora de decidir cómo el contenido de un argumento debería interpretarse, sino también en lo que atañe a decidir el tipo de argumento-como-producto involucrado en la argumentación. Marl Vorobej, por ejemplo, presenta una explicación psicológica de la deducción, que define en términos de las intenciones del argumentador: “un argumento es deductivo si, y solo si, el autor del argumento cree la verdad de las premisas como una necesidad (garantizada) por la verdad de la conclusión (Vorobej, 1992, p. 105).

Esto se ubica dentro de una discusión general sobre la importancia de las consideraciones psicológicas en la reconstrucción del argumento. Identificar componentes suprimidos, por ejemplo, requiere enfocarse en las creencias de un autor: “es inapropiado añadir cualquier premisa a un argumento si hay una razón para creer que el autor del argumento no aceptaría esa premisa” (p. 111). Por supuesto, si la deducción puede definirse en términos de las creencias de un argumentador, entonces también pueden hacerlo otros tipos de argumentos.

Aún así, hablar de las creencias o intenciones de un argumentador plantea una serie de preocupaciones críticas. De hecho, mucha atención negativa se ha prestado a contextos con frecuencia relacionados con la dificultad de establecer o determinar las intenciones de un argumentador. Se plantean tres quejas principales: (a) las intenciones detrás de un texto raramente pueden ser recuperadas por completo (en especial cuando el autor ha fallecido o está, de otro modo, ausente); (b) el significado de un texto puede considerarse bastante independiente de cualquiera de las intenciones que un autor podría haber tenido (una cortesía crítica de la teoría literaria); y (c) incluso los hablantes no siempre saben a ciencia cierta qué es lo que quieren decir. A diferencia de los discursos ensayados (que están a la par con los textos escritos), el discurso espontáneo, como una parte de los argumentos ordinarios, no es “premeditado”, el hablante no sabe qué dirá antes de que lo diga y, entonces, lo “escucha” al mismo tiempo que su audiencia. Todos nos hemos encontrado en situaciones en las que, cuando se nos pregunta qué quisimos decir, respondemos “no estoy seguro; déjame pensarlo”.

Por supuesto, dada la importancia del argumentador para nuestra empresa, aceptar estas críticas mellaría significativamente nuestros esfuerzos. Tampoco podemos ignorarlas citando muchos ejemplos (quizás incluso el caso común) donde recobrar las intenciones del argumentador no resulta un problema. Abordaré brevemente cada una de estas críticas:

a) Si es el caso que las intenciones de un argumentador no siempre son claras, entonces esto apunta a la importancia de ubicar al argumentador en su lugar. Además, enfatiza el rol del evaluador como intérprete. El contexto en esta concepción amplia es el laboratorio del teórico de la argumentación. Consideramos, examinamos, probamos, y llegamos a la mejor y más completa reconstrucción de la argumentación que es proporcional a aquellas partes que son claras. Esto equivale a decir que lo que sabemos sobre el lugar, el trasfondo y la audiencia puede arrojar luces sobre lo que de otro modo sería un argumentador oscuro.

b) Que un texto puede tener significados independientes de cualquier intención de un autor no está en cuestión. Reconocer esto es reconocer la riqueza de nuestras relaciones sociales y las ambigüedades del discurso. Los significados múltiples desvían la atención más allá del argumentador mismo, principalmente hacia la audiencia. De hecho, dados tales problemas de traducción (Davidson, 1984), puede resultar una perogrullada que los significados atribuidos a un argumento diferirán de lo que un autor ha pretendido.

Aquí se registra una observación importante. Una vez que esto se ha mirado desde las perspectivas duales de la audiencia (con miembros diversos) y las ambigüedades del lenguaje, el argumento (o en otras palabras, el tradicional conjunto PPC) pierde su fijeza. Lo que los lógicos ven como el argumento se transforma en uno dentro de un grupo de argumentos contextualmente legítimos, y por lo tanto es solo una parte de la argumentación. Los miembros de una audiencia pueden leer una argumentación, en su sentido más amplio, de manera diferente, entender los diferentes significados para las palabras o frases (o gestos) clave, y por ello, reconocer diferentes argumentos. Los teóricos de la argumentación observarán los múltiples significados como parte de la argumentación. Si la retórica nos enseña algo aquí, es la dificultad de tratar de fijar un significado para una argumentación (sin excluir esta posibilidad). Los teóricos de la argumentación (como científicos con sus hipótesis) trabajan con todos los significados plausibles. Es decir, plausibles a la luz de otros aspectos del contexto. Trabajar con el contexto requiere que consideremos los modos en los que un texto ha sido y podría ser entendido.

Por supuesto, en este sentido, que los significados existan independientemente de un autor no evita que las intenciones del autor, cuando son claras, constituyan un significado. Pero lo que podría requerirse, en ocasiones, es que el significado atribuido al autor no sea considerado prioritario. Veremos más adelante que el sentido de los lógicos de un argumento todavía puede ser considerado si es el argumento del auditorio universal, porque ambos, el argumento del lógico y la perspectiva del auditorio universal, deberían reflejar lo que es razonable. En este modo podemos rescatar el núcleo de los lógicos del argumento-como-producto, pero lo hacemos desde una base retórica.

c) No toda la argumentación se relaciona con el habla espontánea. Una gran parte, quizás la mayoría, tiene en su núcleo un “texto” ensayado. Mucha de la argumentación cotidiana está vinculada a la espontaneidad de los hablantes, cayendo atolondradamente de las bocas (y las mentes) en los dimes y diretes de la conversación (Willard, 1989, pp. 93-98).

Las instancias en las que no ensayamos nuestros discursos nos ponen en un mismo lado con la audiencia –somos parte de la audiencia para ese argumento. Pero si la meta de la argumentación es ganar la adhesión de una audiencia en relación con una tesis, entonces un argumento tiene que ser más que mero discurso espontáneo. En tanto el hablante considere lo que está diciendo, lo refina, repite y focaliza sus ideas a fin de dejar en claro su punto. En la medida en que ese hablante se equivoque en hacer esto, no podemos decir que un argumento está en juego. No todo hablar es parte de una argumentación.

Estas críticas, individual y conjuntamente, sirven para enfatizar cuán importante es tener en cuenta el contexto. Debemos leer cuidadosamente el contexto antes de decidir sobre la posición del argumentador, incluso cuando una primera impresión podría habernos sugerido tal posición. Y una vez que la hemos recobrado, no podemos asumir que la posición del argumentador es el único significado o incluso el significado primario de un texto argumentativo. El contexto con frecuencia ofrecerá otros. Tiene una profundidad que una simple búsqueda de un conjunto de premisas/conclusión nunca llegará a revelar.

4. Expresión: Importante para la construcción, identificación, reconstrucción y evaluación de los argumentos, son los modos en los que se expresan: el enunciado involucrado y la fuerza de su expresión; lo que se dice y lo que se deja sin decir; los gestos del argumentador (cuando está presente); y el medio usado para comunicar el argumento, junto con las convenciones de ese medio.

Se ha prestado mucha atención al modelo del acto de habla como elemento apropiado para tratar los enunciados argumentativos. La teoría pragma-dialéctica de van Eemeren y Grootendorst, por ejemplo, se basa en una explicación de los actos de habla. El término “pragma-dialéctica” deriva su nombre de los intercambios verbales de una discusión crítica vista como una interacción de actos de habla (Van Eemeren y Grootendorst, 1992, p. 7). La argumentación es un complejo acto ilocutivo que puede entenderse dentro de un marco de “la ‘versión estándar’ de la teoría de los actos de habla” (el énfasis es mío) comenzada por Austin (1962) y desarrollada por Searle (1969). Puesto que Searle se ve como un desarrollador de la teoría de Austin, no es sorprendente que mucha de su discusión concierna a la representación más elaborada, basada en reglas del modelo (Van Eemeren y Grootendorst, 2013 [1984]). De hecho, Grootendorst (1992) es explícito en relación con esto: “cuando me refiero a la teoría de los actos de habla, quiero significar la versión estándar desarrollada por John R. Searle” (672, fn1).

Un examen de los modos en que los argumentos se han tratado dentro de un marco teórico de los actos de habla es desarrollado por Scott Jacobs (1989), quien selecciona el modelo de Van Eemeren y Groostendorst por su éxito a la hora de ofrecer un marco teórico descriptivo para analizar la argumentación como un marco teórico normativo para establecer estándares de procedimiento (1989, p. 349). Pero a pesar de este reconocimiento, existe un problema:

Este tipo de análisis, como el análisis del acto de habla en general, ubica la estructura y la función de las intenciones argumentativas en la unidad del acto de habla aislado (Schegloff, 1988). Por lo tanto, sugiere una constancia de estructura y función a través de un amplio rango de contextos y patrones de expresión (que es, por supuesto, parte de su atractivo)…un examen detallado de las circunstancias reales en la que los argumentos se expresan revela que los argumentos no siempre se prestan a este tipo de análisis. En lugar de un acto de habla aislado y homogéneo, uno encuentra una familia de tipos de acto que varían en función de la lógica pragmática dependiendo del contexto de su uso y la forma de su expresión (p. 350).

Jacobs apoya la existencia de una familia de tipos de actos al analizar las quejas: los argumentos hipotéticos, incluyendo los argumentos del “abogado del diablo” cuando el hablante no se compromete a creer en la afirmación efectuada; los argumentos indirectos y los argumentos de negociación. En cada caso, hay diferentes precondiciones pragmáticas y una fuerza ilocutiva diferente trabajando. Jacobs concluye: “la noción de argumento como una clase estable y homogénea de enunciados definibles por una fuerza común y un conjunto común de condiciones de felicidad va bien cuando se pone a prueba en los usos reales del lenguaje” (p. 360).7

Una crítica aún más decisiva de la “visión Searle/Austin” y sus desarrollos como un marco adecuado para la argumentación es propuesta por Charles Arthur Willard (1989). Él nota la crítica común del paradigma de caso en la teoría de los actos de habla, que deja de lado lo no literal, poco serio, ambiguo, etc. Cada discurso humano, incluyendo la argumentación, se caracteriza por las muchas cosas que han sido excluidas: “La comunicación es, por lo tanto, reducida a los enunciados literales del hablante más las reacciones del oyente en contextos no ambiguos” (Willard, 1989, p. 70). Esto es claramente demasiado restrictivo, dados los varios significados, directos e indirectos, por medio de los cuales los argumentadores comunican sus argumentos. Al igual que Jacobs, Willard es capaz de explicar varios casos significativos de comunicación argumentativa que no se ajustan a los criterios de la teoría de los actos de habla para captar un argumento. En particular, estos incluyen dos casos que dependen, para su plena comprensión argumentativa, de los silencios de un enunciado (1989, p. 96): donde lo no dicho combina con lo dicho para completar la posición del argumentador. Un ejemplo adicional, que Willard reconoce como un caso de interacción basada en disensos, consiste puramente en contacto visual y gestos sin enunciados expresados. La penetrante mirada de un oficial de policía le niega la entrada en un cálido lobby de hotel a un vagabundo. El hombre propone su punto frotándose el torso como si tuviese frío y mira hacia el lobby. El oficial de policía propone el suyo mediante una constante e impasible mirada. El vagabundo se encoge de hombros y sigue su camino. “Se hace un pedido; se brinda una razón. El pedido se niega; no se da razón… Tanto el pedido como el rechazo dependen de ‘lo que todo el mundo sabe’” (1989, p. 97).

En general, estoy de acuerdo con estos críticos respecto del modelo de actos de habla. Como hemos visto, no es adecuado para tratar el amplio rango de situaciones en las que los argumentos surgen y que son reconocidas por una aproximación retórica a la argumentación. Pero vale la pena mencionar aquí que el modelo que falla es, en concreto, aquel de John Searle. La asunción común de una progresión natural desde Austin a Searle no solo ignora la principal desviación de Searle del camino que Austin fue tomando, sino que también obvia los modos en los que Austin ofrece promisorias consideraciones en relación con la importancia del contexto.

El modelo de Searle se funda en la crítica al modelo de Austin, y Searle considera su propio trabajo como si fuese a “proporcionarnos los rudimentos de una teoría de los actos de habla” (1994 [1969], p. 137), algo que Austin ha fallado en hacer de acuerdo con los términos de Searle. El interés de Austin en los actos de habla tiene que ver con nuestras experiencias de ellos; Searle propone formular reglas teóricas sobre estos.8 Dos modelos muy diferentes emergen de esta divergencia: el de Austin es un acto de habla concreto derivado de la experiencia; el de Searle es un acto de habla abstracto, formulado e impuesto sobre la experiencia.

Searle especula que algunas personas podrían creer que aquí hay dos estudios semánticos distintos: uno es el estudio de los significados de las oraciones y el otro es un estudio de la ejecución de los actos de habla. De hecho, de acuerdo con Searle, estas no son áreas separadas de preocupación sino el mismo estudio desde diferentes perspectivas. Esto porque cada oración significativa puede usarse para ejecutar un acto de habla particular, y “resulta posible en principio que todo acto de habla que se realice o pueda realizarse esté determinado de manera singularizadora por una oración dada (o conjunto de oraciones)” (1994 [1969], p. 27). Enfatizo algunas palabras aquí porque ellas indican que la noción de un acto de habla que apoya el estudio aunado por Searle es una noción ideal. Él está interesado en lo que puede “en principio” suceder en actos de habla “posibles”, y cree que una formulación “exacta” en una oración puede ser dada de cada acto de habla. Mientras existen reiteradas referencias al contexto de los enunciados en el trabajo de Searle, es claro que está envuelto en una actividad abstracta y por sobre la descripción de los actos de habla totales que caracterizan el trabajo de Austin.

Cómo hacer cosas con palabras, de Austin, tal como vemos, defiende un cambio desde los análisis de proposiciones a los análisis de lo que Austin llama “el acto lingüístico total, en la situación lingüística total” (1962, p. 96). Esto indica una concepción del acto de habla como parte de la situación. Si el acto de habla debe entenderse, no es suficiente entender las proposiciones involucradas, sino que debería examinarse a la luz de la situación en la que surge. Esto porque la situación lo condiciona, y las situaciones variarán en sus “precondiciones pragmáticas”, para pedir prestadas de la crítica de Jacob de lo que ahora tiene más sentido llamar la teoría searleana de los actos de habla. Todavía es legítimo preguntarse si la situación de discurso “total” podría recobrarse, y reconocer que las convenciones apropiadas serían parte de esa situación. Pero un desarrollo de los términos de Austin reemplaza la abstracción basada en reglas del cambio de Searle con una descripción basada en el contexto de los enunciados. Un programa descriptivo permite la diversidad de contexto. No excluye lo que no encaja en un marco teórico predefinido.9

Mientras Austin no brinda un inventario comprensivo de la “situación de discurso total”, podemos reunir información a partir de su texto principal que incluirá tales cosas como el “yo” que está haciendo la acción (1962); gestos, señalamientos, encogimiento de hombros, etc., que pueden acompañar los enunciados o servir sin la enunciación de ninguna palabra; las convenciones que explican los actos como argumentar; y, por supuesto, el efecto consecuencial producido por los sentimientos, pensamientos o acciones de la audiencia, o del hablante, o de otras personas (1962).

En suma, las primeras reflexiones de Austin sobre el contexto anticipan la variedad de modos de expresión que capturan el sentido amplio de la perspectiva retórica del “argumento”. Fuera de las áreas profesionales limitadas, los argumentadores no son antes que todo lógicos, ellos son antes que nada comunicadores. Y al respecto:

Los argumentadores, como todos los comunicadores, usan alguno o todos los vehículos de la comunicación que están disponibles: predicación serial, afirmación, brindar razones, tanto como claves proxémicas, paralingüísticas, gestuales y faciales. Una vez que tenemos un argumento, cualquier cosa usada para comunicar en él es el germen para un análisis de cómo el argumento procede y cómo afecta a los argumentadores (Willard, 1989, p. 92).

Esto necesariamente amplía la extensión del “texto argumentativo”. Las películas, los noticieros, las anécdotas humorísticas, las fábulas y otras narrativas, incluso la yuxtaposición de títulos con fotografías sobre la página principal de un periódico, pueden promover un punto de vista por el cual se busque la adhesión de una audiencia o pueden usarse para la promoción de tal punto de vista. En cada caso, el “texto” puede ser analizado en sus propios términos, de acuerdo con sus convenciones particulares, a saber anécdotas humorísticas, bastante lejos de su naturaleza como argumentación. Lo que caracterizará cada una de estas en términos argumentativos es el común denominador de involucrar un intento de ganar e incrementar la adhesión de una audiencia por la posición proferida. Lo que nos conduce a la última y más importante consideración contextual: la audiencia.

Audiencias

En el corazón de la perspectiva retórica está la consideración de las audiencias. Walter Fisher sugiere que la audiencia es “el concepto decisivo y más fundamental en la nueva retórica de Perelman” (Fisher, 1986, p. 86). Focalizar la audiencia es ver la argumentación desde la perspectiva de su efectividad, su poder de mover y cambiar el mundo. Porque no hay discurso sin una audiencia, no hay argumentación sin un efecto retórico.

Dada la primacía de la audiencia para Perelman, extraeré varias de sus reflexiones. Siguiendo su bosquejo principal, y general, de la importancia de la audiencia, se puede ofercer un análisis en cuatro frentes.

Primero, las audiencias son complejas. La audiencia se define “por los propósitos de la retórica” (Perelman y Olbrechts-Tyteca, 1969, p. 59), y “por el desarrollo de una teoría de la argumentación” (Perelman, 1982, p. 19), como el conjunto de quellos en quienes el orador quiere influir con su argumentación” (Perelman y Olbrechst-Tyteca, 1969, p. 55; Perelman, 1982, p. 14). Por supuesto, una argumentación, particularmente en la forma de un texto escrito, puede alcanzar una audiencia más amplia. En consecuencia, debemos distinguir la audiencia para la argumentación de aquellos que solo están bajo su alcance o influenciados por ella. La complejidad reside en la conformación diversa de las potenciales audiencias. Para Perelman, la audiencia puede oscilar entre las reflexiones privadas del argumentador y la “audiencia universal” de todas las personas competentes y razonables. Y la competencia de las audiencias puede variar desde aquellas que conocen solo premisas de una naturaleza muy general (llamadas loci [Perelman y Olbrechts-Tyteca, 1969, p. 83]) hasta el conocimiento de los especialistas. Más específicamente, son audiencias compuestas que comprenden miembros que ordinariamente no concuerdan (Crosswhite, 1989, p. 165). En tales casos, el modelo del auditorio universal es particularmente útil.

Además de su complejidad, o como un aspecto adicional de ella, un segundo punto a notar sobre las audiencias es que ellas cambian, incluso en el curso de la argumentación. De hecho, la misma concepción de audiencias, al igual que los argumentos y las adhesiones, puede “siempre modificarse” (Perelman y Olbrechts-Tyteca, 1989, p. 449). Esto parecería referirse solo a la composición de la audiencia. Una observación posterior atañe a las actitudes de la audiencia: “no debemos olvidar que la audiencia, en la medida en la que el discurso es efectivo, cambia con su desarrollo desplegado” (Perelman, 1982, p. 149).

El énfasis en el cambio en la audiencia indica el tercer punto, que se acentúa en la explicación aristotélica. La audiencia retórica no es un consumidor pasivo de argumentos, como muchos lógicos parecen pensar; juega un rol activo en la argumentación. La naturaleza de las audiencias establece los términos de las premisas, que se formulan a la luz de que estas sean aceptadas por aquellos a quienes se dirigen (21). La audiencia contribuye asunciones al razonamiento, como vimos con el entimema retórico. Y la audiencia puede interactuar con la argumentación en la mente del argumentador o en diálogo con el argumentador. Aquí “las audiencias pueden tomar esos argumentos y su relación con el hablante como el objeto de una nueva argumentación” (p. 49).

Estos tres aspectos de la audiencia señalan un cuarto aspecto, que debe ser observado: que los argumentos se juzgan exitosos y se evalúan no directamente en términos de su apoyo interno lógico, sino en términos de su impacto sobre la audiencia.10 La meta de la argumentación es la adhesión de las audiencias a las tesis que se les presentan. Se juzgará fuerte o débil de acuerdo con los grados con lo que esto se haya alcanzado. Pero esto nos conduce rápidamente a dos obstáculos: puesto que el éxito se ve solo en términos de la audiencia que acepta una tesis, entonces parecería que cualquier cosa va a persuadir a la audiencia; y, conectado con esto, que el modelo de la argumentación involucrado es completamente relativista. Ambas objeciones son tratadas en lo que resta de este capítulo. Prepararé el terreno para dicha discusión indicando exactamente cómo el modelo de Perelman da ocasión para estas preocupaciones.

En efecto, Perelman no cree que “cualquier cosa valga” al persuadir a una audiencia. Esto se enfrenta directamente a la objeción filosófica tradicional respecto a la retórica (sofística), vista como la habilidad de hacer parecer fuerte al argumento débil.11 Perelman aborda esta preocupación con la distinción fundamental entre la audiencia particular y el auditorio universal.

Incluso aquí, la distinción no es tan clara como quizás podría parecer. Scult (1989) sugiere que el auditorio universal no es vigorosamente definido por Perelman porque no es un constructo lógico o estrictamente filosófico. Además, y más paradójicamente, “los intentos de definirla oscurecen su significado” (Scult, 1989, p. 154). Sin un significado claro, el auditorio universal de Perelman corre el riesgo de ser marginado, incluso a una oscuridad más grande.

Como hemos visto, existe un número de audiencias reconocidas en los textos de Perelman (1969, p. 30). Pero él hace una importante distinción entre la audiencia particular a la que uno se dirige y el auditorio universal que, de algún modo, subyace a, está enmarcada por, o participa de esa audiencia particular. Uso el término “participa de” bastante deliberadamente para invocar un problema similar de relación, aquel entre la Forma de Platón y sus materializaciones en el mundo. Es una relación que ha ocasionado considerable debate sobre su naturaleza exacta, y una controversia similar alrededor de las relaciones ambiguas entre el auditorio universal y particular de Perelman. Scult (1989), finalmente, ofrece la mejor interpretación:

La validación de tu argumento descansa en la seguridad de la adhesión de ambos, es decir, tu constructo del auditorio universal y la audiencia real a la que estás dirigiéndote. Una revisa a la otra. La audiencia particular evita que tu concepto de audiencia universal se torne una irrelevancia abstracta –simplemente una sirvienta de las excentricidades de tu pensamiento–. El auditorio universal concebido como la comunidad de mentes competentes para juzgar tu argumento te evita caer en la tentación de persuadir a cualquier costo a la audiencia particular a la que estás dirigiéndote (1989, p. 159).

En efecto, como veremos a continuación, así es como Perelman usa el constructo del auditorio universal como una herramienta imaginada del argumentador. Como tal, el auditorio universal da una rigidez a la estructura de una argumentación que reclama el núcleo del producto previamente ofrecido por los lógicos. Pero hace esto desde la base retórica subyacente. Es decir, mientras una argumentación es susceptible de un rango de interpretaciones de acuerdo con la conformación compuesta de audiencias particulares (todas las que están consideradas en la evaluación de ese argumento), un acuerdo del auditorio universal puede fijar un significado como su núcleo. La aproximación dialéctica favorece el recurso al acuerdo entre los discutientes, pero el acuerdo sobre el auditorio universal nos lleva más allá de eso.

Es necesario abordar las críticas lanzadas a la audiencia universal. Como concepto, es considerado como lleno de inconsistencias (Ray, 1978; Ede, 1989), o incluso como innecesario para el propio proyecto de Perelman (y Olbrechts-Tyteca) (Johnstone, 1978, p. 105). Nuevamente, aunque “cancela el subjetivismo asociado con la idea de audiencia… deja de ser un concepto operacional puesto que solo puede entenderse como una metáfora” (Meyer, 1986, p. 133).

El auditorio universal

Hasta cierto punto, Perelman debe compartir cierta responsabilidad por las críticas arrojadas sobre su noción del auditorio universal, en tanto dichas críticas pueden estar basadas en malentendidos. Perelman es un escritor que normalmente discute ideas o visiones sin clarificar su actitud hacia ellas. Solo en una discusión subsecuente nos damos cuenta que una idea que él ha estado explicando no es suscrita por él, o por lo menos no la defiende de la manera en que ha sido explicada.

Por lo tanto, algunas de las acusaciones de que el auditorio universal es un concepto demasiado ideal o hipotético (Ray, 1978; Ede, 1989) surgen del siguiente pasaje: “Una argumentación dirigida a un auditorio universal debe convencer al lector del carácter apremiante de las razones aducidas, de su evidencia, de su validez intemporal y absoluta, independientemente de las contingencias locales o históricas” (Perelman y Olbrechts-Tyteca, 1969, p. 32).

Este pasaje, y la extensa discusión de la que deriva, ha conducido a una gran cantidad de críticas y confusión. De hecho, esta no es la visión de Perelman. Lo que él está esquematizando aquí es la concepción tradicional de un auditorio universal a la que los filósofos han apelado desde hace tiempo. Es en contra de este concepto, y más generalmente contra el concepto de certidumbre en filosofía por él caracterizado, que la nueva retórica de Perelman está reaccionando. Su razón para rechazar la concepción tradicional es simple: “vincula la importancia a la objetividad previamente garantizada y no a la adhesión de una audiencia, rechaza toda la retórica que no esté basada en el conocimiento de la verdad” (Perelman, 1989a, p. 244). En otro fragmento, él la llama “una concepción supraindividual y ahistórica de la razón” (1967, p. 82). Entonces, desde el principio, debemos reconocer al menos dos nociones de la “audiencia universal”. Aquella empleada en la tradición que está siendo rechazada; y la modificación propuesta por Perelman. En juego están las dos concepciones distintas de razón. Perelman es claro al respecto: “pero mi concepción de razón difiere de la concepción clásica. No la veo como una facultad en contraste con otras facultades humanas. La concibo como una audiencia privilegiada, el auditorio universal” (p. 82).

La dificultad en reconocer cuándo está invocándose esta distinción explica algunas de las críticas a la nueva retórica, particularmente aquellas que culpan a Perelman de un uso inconsistente (Ede, 1989, p. 147).

Perelman está preocupado en separar los valores filosóficos tradicionales de la objetividad garantizada y una retórica basada en el “conocimiento de la verdad” por su aproximación a la argumentación. Los filósofos deben ampliar su concepción de la razón y, por lo tanto, del argumento (1982, p. 161).

James Crosswhite (1989), en su apología al concepto de Perelman, distingue el auditorio universal de las audiencias ideales y critica esta última. Desde la perspectiva de Crosswhite, la argumentación dirigida a las audiencias ideales debe formularse en los términos más abstractos y formales: “Los acuerdos que tales audiencias son capaces de alcanzar nunca conciernen los tipos concretos y sustantivos de temas con los que tales audiencias fueron designadas a tratar” (1989, p. 161). Esto contrasta marcadamente con el auditorio universal de Perelman, que está designada para considerar asuntos concretos abordados en argumentos dirigidos a través de los tiempos y culturas.

Al mismo tiempo, las audiencias no son dadas, sino hechas. Perelman (1969, p. 19) ve a todas las audiencias como tales, incluso a las particulares. Esto tiene sentido a la luz de nuestra experiencia como argumentadores. Cuando intentamos comprender nuestra audiencia inmediata construimos un modelo de sus creencias. En tales casos, como con el auditorio universal de Perelman, los rasgos del modelo pueden probarse con gente real. Aun así, es el auditorio universal el es que abordado por el filósofo. No hay elección entre la audiencia particular y universal: el trabajo del filósofo ha elevado los rasgos específicos de la audiencia particular a dimensiones universales.

Por lo tanto, existe una conexión importante entre la audiencia particular, inmediata, y el modelo universal extraído de ella. Perelman comienza con una audiencia particular y luego mira sus rasgos universales. Construir estas audiencias universales involucra defender la propia concepción de universalidad. El filósofo se dirige al auditorio universal como él la concibe (Perelman, 1989, p. 244). Como Crosswhite señala, este movimiento es particularmente útil a la hora de lidiar con audiencias compuestas: “cuando una audiencia real consiste en un número de audiencias particulares diferentes que ordinariamente no asienten los mismos argumentos, uno puede construir para ellos un auditorio universal, y destinar sus argumentos a esta”.

Perelman vincula esta universalización con aquella del imperativo categórico de Kant (1967, p. 82; 1989, p. 245), y no con la voluntad general de la pequeña comunidad política de Rousseau, como Ray (1978, p. 366) ha propuesto. El filósofo intenta universalizar los rasgos específicos de la situación y los acuerdos generales solicitados para ellos en este modo. Solo los argumentos que pueden ser universalmente admitidos se juzgan razonables. Esto no impide los argumentos sobre lo que constituye el auditorio universal para un caso específico. Los intercambios dialécticos pueden seguirse cuando los oponentes desacuerdan en relación con esto. Este es, después de todo, un rasgo esencial de lo que está en juego en la argumentación. Aquí el acuerdo sobre el auditorio universal debe alcanzarse a través del diálogo antes de la etapa de apelar a esa audiencia (Perelman, 1982, pp. 16-17).

El auditorio universal no es una abstracción, entonces, sino una comunidad populosa. Se deriva de su creador, condicionado por su medio (Perelman, 1989, p. 248): “Siempre hay algo empírico en ella, algo que proviene de la experiencia del autor y de las tradiciones de una cultura” (Crosswhite, 1989, p. 166). El auditorio universal es una audiencia concreta que cambia con el tiempo y la concepción del hablante sobre ella (Perelman, 1969, p. 491). Está lejos de ser un concepto trascendental confirmado a partir de un racionalismo (Ray, 1978). Pero aunque el auditorio universal cambiase, la prueba de la universalidad continuaría –esta trasciende un medio o una época dada–.

Como veremos en el próximo capítulo, las audiencias universales pueden construirse a partir de audiencias particulares por técnicas de universalización que imaginariamente expanden las audiencias a través de culturas y del tiempo y aplican nociones como competencia y racionalidad. Lo que resulta es una audiencia que puede asentir con proposiciones concretas y no simplemente con pruebas formales y tópicos vacíos. Pero el punto de partida, aquí y en toda la argumentación, ha sido una audiencia enteramente concebida, real o imaginada, que escucha, lee y reacciona. La universal está completamente fundada en los requisitos prácticos de la real. Perelman enfatiza esto cuando indica la necesidad de que el filósofo (argumentador) vigile los errores en su argumentación probándolos a través de “someterlos a la aprobación real de los miembros de esa audiencia” (1967, p. 83; las cursivas son mías).

De este modo, el auditorio universal es la destilación de la audiencia concreta, comprendida de los rasgos comunes como imaginada por el argumentador (hablante). Para que un argumento sea fuerte, debe obtener el acuerdo de esta audiencia universal, tan pronto como el argumentador la determina. Pongámoslo de otro modo: un argumento convincente es aquel cuyas premisas son universalizables (1982, p. 18).

Hay, sin embargo, una nueva distinción importante por hacer. Se nos deja, sobre los términos explicados hasta aquí, con el prospecto de “universalizar” audiencias absolutamente desagradables: los discursos de los racistas y la intolerancia en todos sus matices. Esta es una de las cosas que la demanda por un estándar objetivo en la argumentación está más preocupada por manejar. Y este problema, a su vez, evoca el espectro del argumento ad populum, que usualmente se considera falaz. La discusión de Walton (1992) de este tipo de argumento se relaciona con la necesidad de estándares universales, e incluso con el auditorio universal de Perelman. La preocupación tradicional sobre el argumento ad populum es que este está dirigido solo a un grupo específico de hablantes. La respuesta de Walton es ubicar esto dentro de los parámetros de una discusión crítica, la esfera primaria de la pragma-dialéctica. Allí es razonable que una parte intente resolver una disputa utilizando los compromisos de la otra parte. Consistente con su explicación de los tipos de diálogos, Walton permite que el ad populum pueda ser falaz en contextos como, digamos, la investigación científica, pero sea legítimo en una discusión crítica. Como él reconoce en un comentario también apropiado para la argumentación retórica:12 “si la meta es convencer al grupo por la persuasión razonada, entonces los compromisos del grupo deben asumirse como el punto de partida desde el cual seleccionar las premisas de los argumentos, si la propia argumentación desea ser exitosa” (1992, p. 71).

Es interesante la forma en que se reconoce la necesidad de una validación más amplia, ya que está dada por reglas que gobiernan los diálogos. De interés adicional es el modo en el que Walton procede para preferir las reglas para el auditorio universal de Perelman. Como vimos en el capítulo anterior, sin embargo, estas reglas pragma-dialécticas son en sí mismas sospechosas cuando se intenta emplearlas como un criterio objetivo de validación. Y las razones de Walton para rechazar el modelo de Perelman no son convincentes:

Puede ser que todo diálogo de persuasión de argumentación en lenguaje natural presuponga un contexto narrativo e histórico de presunciones de fondo y premisas inexpresadas que puedan ser entendidas y aceptadas solo por una audiencia o lectores específicos, incluso si esa audiencia se abstrae de épocas históricas y culturas. Por lo tanto, no parecería ser necesario requerir un auditorio universal para la argumentación en el diálogo de persuasión. El razonamiento interactivo basado en el conocimiento solo sería necesario y útil si todos los participantes en el diálogo compartiesen la misma base de conocimiento (universal) (1992, pp. 72-73).

Esta “base de conocimiento”, podemos conceder felizmente, la audiencia específica no la comparte. Pero lo que el comentario ignora es ese punto que he estado enfatizando en esta discusión: que hay un auditorio universal para cada audiencia específica y esta representa tanto un conocimiento base compartido como una concepción compartida de lo que es razonable. Si “es necesario requerir” el auditorio universal en un contexto particular depende de ese contexto en sí mismo. Pero continúa siendo una herramienta que requiere considerar tanto al argumentador como al evaluador.

Como enfatiza Crosswhite (1989), Perelman tiene dentro de su modelo distinciones con que abordar el problema de universalizar audiencias intolerantes o, de otro modo, problemáticas:

El filósofo, por otra parte, dice Platón, se preocupa por lo que es bueno –es decir, se preocupa por si una audiencia debería ser persuadida por un argumento o no. Esto es exactamente por lo que Perelman se interesa, y esto es por lo que él distingue entre los argumentos efectivos y los válidos sobre la base de una distinción entre audiencias particulares y universales (1989, p. 162).

No toda la retórica puede reducirse a una argumentación destinada al auditorio universal. Perelman distingue el auditorio universal al que, por lo tanto, busca convencer, de un discurso eficaz que busque persuadir a una audiencia particular solamente. Un joven que intenta persuadir a una mujer para que se case con él, o un cura que predica la fe en la Iglesia, son ejemplos de discurso que Perelman ve como destinados a la eficacia (1989, p. 247). Esto permite la distinción introducida previamente en la Nueva Retórica de salirse de la crítica tradicional, que afirma que la retórica se satisface meramente con persuadir a una audiencia usando cualquier medio: “proponemos llamar persuasiva a la argumentación que solo pretende servir para un auditorio particular, y denominar convincente a la que se supone que obtiene la adhesión de todo ente de razón” (1969, p. 67). Uno debe preocuparse, entonces, por determinar si un argumento está destinado a un auditorio universal o a uno particular (quizás usando el auditorio universal como una audiencia estándar donde las intenciones del argumentador son poco claras).

El filósofo, sabemos, está siempre preocupado por abordar el principio de razón inherente al auditorio universal. Pero muchos argumentadores pueden no compartir tal preocupación. Al construir sus argumentos, consagran su atención a la audiencia que persuadirían. Pero en cuanto son llamados a evaluar esos mismos argumentos, deberían juzgar su razonabilidad principalmente en términos de si estos serían aceptados por un auditorio universal (como la concebimos para esa argumentación). Por lo tanto, el auditorio universal alienta un “modelo de retórica crítica” que promueve los valores universales sobre la simple efectividad (Golden, 1986, p. 292).

Puesto en otros términos, una validez retórica del filósofo pondera antes una decisión razonable. Y dicha decisión está fundada no en una verdad anterior como lo estaba para Platón, sino en lo que está justificado para una audiencia por medio de los argumentos provistos. Por ende, lo “razonable” variará en el tiempo y en el espacio, y “lo que es razonable para una audiencia particular puede no ser así para un auditorio universal” (Perelman, 1989, p. 248). Por consiguiente, además, lo “razonable” en un discurso filosófico afirma el acuerdo del auditorio universal, como concebida por el filósofo enraizada en su tiempo y espacio. Por tanto, finalmente, concuerda con el pluralismo en filosofía y la ausencia de una verdad incontestable.

Aunque es una construcción hipotética, entonces, el modelo de Perelman no es, según esta lectura, un modelo ideal. Lo que esto nos permite hacer es conservar nuestro enfoque en la audiencia inmediata con sus particulares afirmaciones cognitivas. Al mismo tiempo reconocemos un estándar de razonabilidad que debería contener a esa audiencia y que debería ser reconocido siempre que se necesite recurrir al auditorio universal. De este modo, podemos entender la repetida insistencia de Perelman de que la fuerza de un argumento es una función de la audiencia, y que al evaluar los argumentos debemos buscar antes que nada a la audiencia.

Uno puede apreciar, a partir de esta discusión precedente del auditorio universal, por qué los críticos podrían cambiar su idea de que Perelman se casa con un relativismo. Como Van Eemeren y Grootendorst (1995, p. 124) lo explican, Perelman reduce la validez de la argumentación a las determinaciones de la audiencia: “Esto significa que el estándar de razonabilidad es extremadamente relativo. En última instancia, podría solo haber tantas definiciones de razonabilidad como las hay de audiencias”. Introducir el auditorio universal como el principio de razonabilidad para mitigar este problema solo traslada el recurso de la preocupación al argumentador. Puesto que el auditorio universal es un constructo mental del argumentador, ahora habrá tantas definiciones de razonabilidad como argumentadores.

Aunque hemos visto que Perelman sugiere algo más que esto, estas críticas aún se mantienen. En el próximo artículo, estableceré criterios para la evaluación y construcción de argumentos desde la perspectiva de la audiencia y el contexto. Al hacer esto, y aunque dependo de la elaboración de las ideas principales de Perelman, necesitaré desarrollarlas y adaptarlas más allá de la propia discusión de Perelman, y añadir más consideraciones (de relevancia, por ejemplo). De este modo, las críticas de abstracción inútil (audiencia universal) y relativismo se abordarán más adelante.