Como principio de universalización, un auditorio universal13 provee estándares de acuerdos compartidos por los cuales medir a la argumentación. Estos entregan detalles de lo que es “razonable” en un caso particular. Perelman y Olbrechts-Tyteca distinguen claramente entre lo racional y lo razonable, emparejando esto con la distinción fundamental entre demostración y argumentación. Partiendo desde premisas aceptadas y autoevidentes, los métodos de prueba demostrativos, funcionan bien en situaciones en las que no hay nada que amerite ser argumentado, donde cada quien estará obligado por la misma “evidencia”. La argumentación surge cuando las cosas son controversiales y están en disputa (1969, pp. 13-14; Perelman, 1982, p. 6). En campos tales como el derecho y la ética, aquellos que no se fundaron en la indubitable autoevidencia, la argumentación es indispensable. Al mismo tiempo, cuando surgen preguntas sobre las pruebas que están en la base de los axiomas o respecto a si algo es o no autoevidente, entonces también se recurre a la argumentación. De modo que no todo es argumentable y hay asuntos fuera de la argumentación, si los principios de demostración son compartidos.
En correspondencia con esta distinción, lo que es racional caracteriza a la demostración, o a la razón matemática, “que logra sujetar las relaciones necesarias, que sabe a priori ciertas verdades autoevidentes e inmutables” (Perelman, 1979, p. 117). La investigación holística, por otro lado, está caracterizada por aquello que es razonable y se nutre de la experiencia y el diálogo con otros. La persona racional, podría decirse, está subsumida por la dimensión del logos. La persona razonable complementa esto con el pathos14 y el ethos, y el logos que se persigue se transforma a través de esta alianza con estos u otros componentes de pensadores humanos. Los auditorios están compuestos por tales pensadores. A diferencia de la “persona racional”, en quien la razón está separada de otras facultades humanas, la persona razonable juzga la razón solo como uno de los componentes dentro del proyecto del desarrollo humano, y como algo que se materializa en las audiencias reales. Ellos, los pensadores reales en las audiencias reales, son la fuente de los principios de una buena argumentación. Mostrar cómo funciona esto y cómo se debe entender será la tarea a realizar en este artículo.
Como lo ha demostrado el artículo previo, el deseo de encontrar estándares objetivos a los cuales apelar es natural y necesario. Las dificultades asociadas con este deseo surgen de la complejidad del mismo problema al que aspira a abordar. Es el equivalente de una afirmación de problema de inducción reformulada en sí misma, puesto que, aunque nos aproximamos a esta, la razón subyace en sí misma, es su propia justificación. Por lo tanto, las críticas elevadas a propuestas como aquella de la audiencia de Perelman y Olbrechts-Tyteca son tan comprensibles como desafiantes. Ellas nos alertan de una aparente circularidad y subjetividad que es difícil de evitar.
Algo de la preocupación sobre la apariencia de un elemento subjetivo, en esto, fue tratado en el artículo anterior. La acusación de Van Eemeren y Grootendorst (1995, p. 124) de que el estándar de razonabilidad es extremadamente relativo puede saldarse con el reconocimiento, cortesía de Bajtín, de que la situación argumentativa es única. El argumentador, la audiencia y el argumento en sí mismo existen en relación con una situación que está definida por ellos y los define, y es entre estos componentes que debemos mirar para determinar qué es razonable en esa situación. Aún así, las críticas aquí pueden resonar de otros modos. Como Charles Arthur Willard (2002) escribe: “ya que ni Roper ni Gallup pueden sondear el auditorio universal, al menos esta parece ser una conveniencia para describir las propias intuiciones o corazonadas, o un modo de expresar la propia lucha por ser imparcial, o incluso un intuitivo recuento como el Consensus Gentium medieval” (p. 506). Lo que deberíamos preguntar realmente es cómo conocemos la mente (y el corazón) de un auditorio universal, e identificar un elemento aparente de subjetividad en tales juicios.
Relacionada con esta se encuentra una preocupación que ha propuesto J. Anthony Blair (2000) que llamaré la crítica de autoridad. Blair enfatiza cómo el auditorio universal permite el desarrollo de una explicación retórica nueva y útil de la aceptabilidad. En particular, él da la bienvenida al modo en el que la noción de un ambiente cognitivo de Dan Sperber y Deirdre Wilson (1986) se incorpora en la explicación del auditorio universal (véase Tindale, 1999). Un ambiente cognitivo es un conjunto de hechos o asunciones que un individuo o grupo de individuos es capaz de representar mentalmente y aceptar, independientemente de si ellos realmente los representan o aceptan. Esto hace hincapié en las ideas de que una audiencia tiene acceso en un ambiente y que podría por lo tanto esperarse que sepa, antes que tratar de establecer lo que esta conoce. Por lo tanto, la noción de un ambiente cognitivo reemplaza la noción menos parcial de conocimiento común. Pero Blair tiene entonces “problemas para entender cómo el auditorio universal construido a partir de una audiencia particular añade algo más que el propio sentido del argumentador de lo que sería razonable que la audiencia aceptara en ese entorno cognitivo” (p. 200).
Blair señala esta vaguedad de la noción de autoridad que subyace al auditorio universal cuando pregunta por qué deberíamos preocuparnos por las falacias: “¿qué hay de malo en hacer eso? ¿Por qué debemos objetarlo?” (p. 201). Por lo tanto, se pregunta cuál es la autoridad para definir las características del auditorio universal en audiencias particulares, tal que podamos juzgar una audiencia como “razonable”; o, por otra parte, para determinar que algo se excluya del auditorio universal y sea así objetable en una audiencia particular. La crítica tiende más a identificar la aparente circularidad, señalada antes, que profiere una razón materializada como su propia justificación.
Una tercera crítica primordial involucra un desafío a la tesis general de que la argumentación retórica es la base para cualquier modelo integrado que también incluya la dialéctica y la lógica. Una prueba clave de la razonabilidad de una afirmación o posición, desde la perspectiva de un auditorio universal, es si puede ser universalizada sin contradicción (Tindale, 199, p. 118). Ralph Johnson (2000b)15 focaliza la presencia aquí de la idea de contradicción: “no veo ningún modo de desarrollar esta frase sin recurrir a nociones de procesos y estándares lógicos” (p. 8). En particular, observa un recurso necesario para la teoría lógica de la contradicción y la inconsistencia (y esto a su vez tiene recurso con un estándar de verdad-Johnson, 2000a, p. 193). Entre los tipos de cosas que una audiencia rechazaría como contradicciones estarían las falacias. Pero Johnson pregunta cómo vemos esto. Dado que uno de los problemas con las falacias es que ellas engañan a la audiencia y las hacen creer, ¿por qué pensamos que ellas deberían reconocerse por el elemento razonable en una audiencia? Esto equivale a preguntar cómo el auditorio universal funciona realmente como el principio de razonabilidad dentro de una audiencia. ¿Cómo funciona y opera ese principio en circunstancias específicas? En ausencia de tal aclaración, Johnson extrae sus propias herramientas para proveer una respuesta:
Parece claro que esa [audiencia universal] confiará en algunos criterios o estándares al efectuar estos juiciosesa es la razón por la que son personas razonables. Mi sospecha es que mientras no exista una apelación abierta a ella, los estándares lógicos para la evaluación de un argumento (como relevancia, verdad y suficiencia) se materializarán en el modo en el que la audiencia se conceptualiza; ellas se construyen en la noción de persona razonable. En ese modo también, entonces, la retórica presupone la lógica. (2000b, p. 8)
Parece extraño referirse a los estándares que el auditorio universal podría usar cuando esta está siendo avanzada como el estándar, el problema descansa no tanto en las críticas sino en la vaguedad de la idea que está siendo caracterizada.
Finalmente, donde Johnson pregunta cómo una audiencia operaría en tanto que auditorio universal (o activaría ese principio dentro de ella), otros pueden preguntarse cómo el auditorio universal es útil para los individuos que deben evaluar el argumento. La confianza de la explicación dada hasta ahora es desde la perspectiva de alguien que construye argumentos, que debe decidir qué decir para convencer al auditorio universal. Pero un modelo comprensivo del argumento también debe abordar las cosas desde la perspectiva del evaluador, particularmente cuando ese evaluador también es la audiencia a la que se apunta con ese argumento. Los intereses del evaluador parecen mucho más atrapados en asuntos de validez que en asuntos de retórica. Por lo tanto, de nuevo, el auditorio universal falla en proponer su punto generalmente por la primacía de la retórica en el argumento.
Existen, entonces, dos preocupaciones generales sobre el auditorio universal que emergen de esta discusión. La primera tiene que ver con la vaguedad del concepto en sí mismo, los detalles de su naturaleza y su relación con el auditorio particular. El segundo tiene que ver con su aceptabilidad –su utilidad para un rango de asuntos que ocupan a aquellos interesados en la argumentación. Al abordar ambas preocupaciones generales también responderé a las cuestiones específicas que han surgido en torno a la subjetividad, la relación retórica/lógica, y la distinción entre construcción/evaluación. Ante todo, me aproximaré a estos asuntos explorando tres interpretaciones recientes y muy distintas del auditorio universal de Perelman y Olbrechts-Tyteca –de Alan Gross y Ray Dearin (2003), George Christie (2000), y James Crosswhite (1996)– antes de considerar más de lo que Perelman y Olbrechts-Tyteca mismos han escrito sobre el asunto y desarrollar el tema un poco más.
Las lecturas en las que estoy interesado aquí son todas positivas y tratan de proveer aplicaciones del auditorio universal.16 La primera de estas proviene de Alan D. Gross y Ray D. Dearin (2003), estudiosos de la retórica que ubican el examen del auditorio universal en un rico estudio sobre la generalidad de pensamiento de Perelman. Su objeción es que las explicaciones del auditorio universal han adolecido de incomprensión por no ser entendidas dentro de una teoría completa sobre el auditorio retórico que puede derivarse de Perelman y Olbrechts-Tyteca. Y es esta teoría completa la que les preocupa detallar. Para hacer esto, focalizan una distinción fundamental –aquella entre hechos y valores. (Hechos y verdades Olbrechs-Tyteca, 1969, p. 66). Los hechos son cosas que se fijan rápido; los valores cambian. Los hechos se relacionan con el auditorio universal; los valores con la audiencia particular.
La filosofía y la ciencia son los ejemplos paradigmáticos de discursos en los que los hechos, verdades y presunciones son centrales; estos son discursos que apuntan a un auditorio universal, la comunidad imaginada de todos los seres racionales. Por otra parte, el discurso público es el ejemplo paradigmático de un discurso destinado a una comunidad imaginada de seres particulares: norteamericanos, los Elks, los mayores (Gross y Dearin, 2003, pp. 31-32)
Este pasaje establece el fundamento para que Gross y Dearin exploren las ideas en sus últimos capítulos a través de discursos extraídos de la filosofía, la ciencia y los destinatarios públicos. De mayor significancia, sin embargo, es la afirmación indicada aquí de que todos los auditorios retóricos son construidos, ya sean universales o particulares.
Crucial para la interpretación involucrada es un pasaje temprano en la Nueva Retórica donde Perelman y Olbrechts-Tyteca distinguen entre estructuras argumentativas y los efectos que estas podrían tener sobre audiencias reales. Se sugiere que si quisiéramos juzgar los argumentos solo por los efectos que tienen, entonces estaríamos en el reino de la psicología experimental, “en la que se pondrían a prueba diferentes argumentaciones ante distintos auditorios” (1969, p. 9; p. 41). En cambio, Perelman y Olbrechts-Tyteca proponen proceder examinando las diferentes estructuras argumentativas, puesto que esto debe suceder previamente a cualquier prueba experimental sobre sus efectos. Gross y Dearin entienden que este pasaje significa que Perelman y Olbrechts-Tyteca no tienen ningún interés en estudiar audiencias reales, ya que esto está más allá del alcance de la retórica (2003, p. 32). Por eso este giro completo hacia las audiencias construidas.
Se concede que Perelman y Olbrechts-Tyteca sí escriben que la audiencia es “siempre una construcción más o menos sistematizada” (1969, p. 19; p. 55), pero ni esta afirmación ni el pasaje de la Nueva Retórica que Gross y Dearin citan pueden saltarse un estudio de las audiencias reales en relación con lo que se construye a partir de ellas, y la interpretación que ellos desarrollan falla en dar suficiente peso a los modos en los que la construcción de las audiencias siempre comienza con auditorios o lectores reales. Si buscamos un balance entre el hablante (o escritor) y la audiencia en cuestión, entonces la explicación de Gross y Dearin ha cambiado significativamente las cosas para la posición del hablante/escritor, quien debe adivinar las visiones sobre lo real y lo preferible que la audiencia tiene, incluso aunque ellos nunca nieguen que existen personas reales frente al argumentador (p. 36). Así, esta parece una interpretación que conduciría en sí misma hacia la crítica de que el auditorio universal no es más que un producto del argumentador.
Dado que los auditorios universales y particulares son construidos sobre esta lectura, la diferencia descansa en el foco del discurso –sobre lo real o lo deseable–. En abordar lo real, un hablante/escritor considera al hombre y a la mujer de la audiencia no en términos de su nacionalidad o religión, etc., sino como seres humanos racionales. El discurso focalizado sobre valores nunca puede apelar al auditorio universal porque los valores particulares unen a todos los humanos.
Lisa Ede (1989) critica al auditorio universal como demasiado ideal (e inconsistentemente presentado) porque Perelman y Olbrechts-Tyteca escriben que: “una argumentación dirigida a un auditorio universal debe convencer al lector del carácter apremiante de las razones aducidas, de su evidencia, de su validez intemporal y absoluta. Independientemente de las contingencias locales o históricas” (1969, p. 32; p. 72). Al menos uno de los modos en lo que esto es problemático es en su aparente contradicción con la afirmación de que es la demostración, y no la argumentación, la que apunta a ser autoevidente. Gross y Dearin no discuten lo que se dice en el pasaje, más bien lo defienden contra las críticas de Ede resaltando la paradoja natural en el ejercicio de construir audiencias universales: “los hablantes que argumentan a favor de lo real en un caso particular deben asumir su existencia en el caso general. Todos esos argumentos están sujetos a la paradoja de que los hablantes presupongan un concepto eterno de validez, un concepto claramente sujeto a la contingencia” (2003, p. 37).
Una defensa más fuerte de Perelman y Olbrechts-Tyteca sobre este punto, sin embargo, es poner en cuestión si la visión presentada en el pasaje ofensivo es aquella que ellos propugnan. Gross y Dearin están en lo cierto al señalar que Perelman es antes que nada un filósofo y que su aproximación es filosófica (p. 14). Para este fin, su posición y la de Olbrechts-Tyteca se establece en contra de una explicación filosófica tradicional de la razón objetiva con su propia noción de un auditorio universal. Sobre el tapete está, por ejemplo, que “el ideal cartesiano de conocimiento aplicable y autoevidente no deja lugar para la retórica y la dialéctica” (Perelman, 1982, p. 159). Perelman quiere separar su visión de argumentación de los valores filosóficos tradicionales de objetividad garantizada y una retórica basada en el “conocimiento de la verdad”. Los filósofos, insiste, deben ampliar su concepción de la razón (1982, p. 161). Por ende, existen dos nociones de audiencia universal en el trabajo de Perelman y Olbrechts-Tyteca: la tradicional, a la que están resistiendo, y aquella por la que están abogando. El pasaje que Ede critica se relaciona con la noción que está siendo rechazada: “vincula la importancia con la objetividad previamente garantizada y no con la adhesión de una audiencia, rechaza toda retórica no basada en el conocimiento de la verdad” (Perelman, 1989, p. 244). Es la familiaridad de las nociones tradicionales de universalidad junto con la oscuridad del nuevo modelo que Perelman está defendiendo con Olbrechts-Tyteca lo que dificulta nuestra tarea de entender esta última.
Aún así, emergen puntos importantes de la explicación de Gross y Dearin, particularmente dada la atención a la paradoja entre la audiencia que un hablante confronta y aquella a la que él se dirige. En la primera instancia, identificar los discursos filosóficos y científicos como paradigmas de discursos destinados a un auditorio universal saca la atención del importante contenido de esos discursos. Un filósofo como Sócrates, por ejemplo, imagina a cada miembro de su audiencia como la encarnación de un estándar de racionalidad universal. Esto “da cuenta”, escriben Gross y Dearin, “del énfasis puesto por el discurso filosófico en la lógica como separada de las apelaciones emocionales” (p. 38). Por ende, tenemos algunas sugerencias sobre cómo el auditorio universal podría hacer juicios –apelando al principio de lógica que, si no eterno, ciertamente perdura en el tiempo y trasciende audiencias particulares.
También es interesante considerar cómo la idea de que todas las audiencias son retóricas se hace efectiva. En contraste con discursos filosóficos y científicos, aquellos de destinatarios públicos focalizan tanto hechos como valores. Gross y Dearin ilustran esto con el ejemplo de la respuesta de Lincoln a Douglas en Galesburg, octubre de 1858. Al identificar ciertos valores en Douglas, Lincoln está elevando asuntos de hecho y, así, está dirigiéndose a un auditorio universal. Pero al afirmar que algunos de esos valores, como la defensa de la esclavitud, son malos, está apelando a los valores, y por lo tanto a una audiencia particular. Aún así, ambas audiencias son imaginarias, retóricas, que existen en el discurso. El significado de esto surge en la interpretación dada por las observaciones de Perelman sobre el modo en el que una audiencia cambia en el transcurso de un argumento: “no debemos olvidar que la audiencia, en el grado de que el discurso es efectivo, cambia con su desarrollo continuo” (Perelman, 1982, p. 149). Vimos tal cambio como un resultado natural del dinamismo de los encuentros dialógicos. Gross y Dearin, sin embargo, ven a estos cambios enraizados en los auditorios retóricos. Al final de su discurso, por ejemplo, Lincoln imagina que su audiencia como diferente de aquella que comenzó a escucharlo (Gross y Dearin, 2003, p. 41). Si la audiencia fue realmente afectada en esta historia, no es relevante para este punto.
La visión del tratamiento de las audiencias de Perelman y Olbrechts-Tyteca como una teoría coherente del auditorio retórico gobierna el modo en el que Gross y Dearin leen lo que se dijo sobre las relaciones entre los auditorios particulares y universal. Y esta lectura se deriva de su comprensión inicial de que Perelman y Olbrechts-Tyteca no están preocupados por los efectos de la argumentación sobre audiencias reales. A pesar de la percepción en esta explicación, esta distancia de las audiencias retóricas respecto de las reales que las subyacen es problemática por los vacíos que deja. O, más bien, no se ha dejado suficientemente claro cómo los auditorios retóricos están enraizados en los reales que, al subyacentes a ellos, también los limitan considerablemente, y por ende terminan por restringir la “imaginación” del argumentador.
La segunda lectura del “auditorio universal” que consideraré proviene de George C. Christie, un estudioso del derecho con una larga vinculación a Perelman. El auditorio universal fue una de las ideas que el autor encontró intrigante en el trabajo de Perelman, lamentando el hecho de que este no la hubiese desarrollado más durante su vida, particularmente en lo que se relaciona con la argumentación legal. El de Christie (2000) es un intento de remediar esa falta de desarrollo. Extrayendo de una riqueza de estudios y casos legales, Christie lucha por mostrar cómo las concepciones del auditorio universal influyen en la argumentación legal.
El lineamiento base que da forma al estudio de Christie es el siguiente: “que cada persona construye una visión de un auditorio ideal es indiscutible. También lo es el hecho de que para la mayoría de las personas este auditorio es, para usar el término de Perelman que también ha sido adoptado por Habermas, un auditorio universal” (2000, p. 193). Entonces, de modo relevante, para Christie –y en modos similares a las lecturas de Gross y Dearin– el auditorio universal es un auditorio ideal. Pero, lo que es igualmente importante, este ideal está basado en una visión común: “nuestra visión individual de la audiencia real coincide con las visiones de los otros. Algunas de estas visiones son compartidas entre personas que pertenecen a una determinada cultura. Otras visiones son compartidas por personas que, aunque pertenecen a distintas culturas, atribuyen ciertas características universales a determinadas formas de comportamiento humano” (2000, p. 193). Esto refleja la influencia no solo de Perelman sino también de George Herbert Mead. De hecho, Chirstie entiende el auditorio universal del primero en términos del pensamiento del segundo. Mead ha observado cómo desarrollamos un sentido de nosotros mismos a partir de nuestras interacciones con otros, en el curso de lo que internalizamos como un “otro generalizado”. El auditorio universal de Perelman es, para Christie, “la audiencia de lo que George Herbert Mead llamó ‘discurso universal’, esto es, el discurso dirigido a lo que Mead –de diversas maneras– denomina la ‘sociedad racional’ o el ‘mundo racional’” (p. 4).
La primera cuestión que debemos notar aquí es la naturaleza controversial de la interpretación de Chirstie sobre el auditorio universal, aunque, dada la idea que está siendo interpretada aquí, sería muy difícil encontrar una interpretación completamente libre de controversias. A pesar de la gran familiaridad de Christie con el trabajo de Perelman, no está claro de ningún modo que sea la mejor manera de entenderlo, y Christie toma muy pocas referencias de ese trabajo para apoyar su interpretación. La mención de lo racional parece estar contrapuesta a lo que Perelman proponía sobre lo racional como distinto de lo razonable, como dijimos en un artículo previo. E incluso la idea más básica de la audiencia como un concepto ideal implica una vaguedad que le impide verse materializada en una audiencia real. Sin embargo, la interpretación de Christie presenta un modelo viable cuando se aplica a la cuestión de la argumentación legal.
Ciertamente, Christie no concibe la noción de la audiencia ideal como algo que es único para un individuo (p. 26), y por tanto evita uno de los desafíos más serios a la subjetivación. La noción de que este ideal es ampliamente compartido en contextos sociales se enfatiza de principio a fin. De hecho, el principal uso del auditorio universal es el de manejar desacuerdos de modo que esas disputas no son tanto resueltas como entendidas, para que luego trasciendan, de manera tal que las diferentes perspectivas quedan contenidas dentro de un entendimiento mutuo. En ese sentido, escribe que “la posibilidad real de que algunas personas puedan efectivamente insistir sobre la primacía de algún principio último es evidencia de que una audiencia ideal o universal debería ver lo bueno como multifacético y, con ello, rechazar todas las teorías del bien mayor” (p. 150). Esto se refleja en el debate sobre el aborto, por ejemplo. El asunto no puede resolverse al mismo tiempo si se comprende en términos de verdad o falsedad, de que un feto sea una persona o de los derechos primarios de la mujer. El acuerdo puede alcanzarse, no obstante, en sus proposiciones menores: que un intento de encarcelar a varios millones de personas es probable que no tenga éxito, y que en una sociedad democrática existe una presunción en contra de la interferencia estatal coercitiva y a favor de dejar la toma de decisiones en manos de los individuos. Este fundamento medio, indicado por el auditorio universal, permite el aborto sin tener que garantizarle el estatus de un derecho moral o etiquetarlo como diabólico. El propósito de Christie aquí, y en general en su libro, es el de “establecer las razones históricas y teóricas por las que el auditorio universal que construimos como el auditor de la argumentación legal e incluso moral podría vacilar entre dos visiones y por qué en un momento dado puede escoger una en vez de la otra” (p. 151).
Estemos o no de acuerdo con esta aplicación de la noción, la observación de Christie es importante porque reconoce que el auditorio universal no es un mecanismo para la resolución de disputas, es decir, no proyecta el pronunciarse definitivamente sobre la corrección o incorrección, apropiación o inapropiación, de alguna posición o acción. Es más bien un modo de lo que implicaría seguir un camino razonable. “Razonable” aquí, como Christie lo emplea, parece a veces sinónimo de “justo”. Cuando escribe que “uno de los rasgos principales de la ley de negligencia es la noción de probabilidad, es decir, lo que uno razonablemente podría predecir como la consecuencia de su comportamiento” (p. 117), lo que gobierna la discusión es la justicia.17 Esto porque, parece, cualquier argumento legal que gane el asentimiento del auditorio universal debe basarse en principios legales que estén enraizados en principios morales aceptados. Por esta razón, Christie se inclina por los sistemas de common law que aceptan múltiples bienes sin reconocer un principio de ponderación que identifique cuáles de estos son los básicos (p. 146). Por ende, un método de common law de adjudicación se orienta a evitar pronunciarse entre sus concepciones básicas del bien y lo hace buscando modos menos contenciosos de desarrollar casos. Christie ve este deseo reflejado en las actitudes del auditorio universal.
Otra observación importante que se sigue de este desarrollo de la idea de auditorio universal es la siguiente: mientras la apelación al auditorio universal es intemporal (p. 23), el acuerdo sobre lo que es razonable cambia con el tiempo: la visión no es estática, sino “en constante evolución y los miembros de cualquier sociedad dada están con frecuencia divididos por visiones en conflicto” (p. 63). Por lo tanto, una corte (que refleja el auditorio universal) no está limitada por el cuerpo de casos paradigmáticos que hereda si puede reconocer las diferencias relevantes entre estos y un caso actual. Cómo es que aprendemos a razonar de este modo y, así, cambiar lo que juzgamos como aceptable, será tratado más adelante.
A pesar de las preocupaciones que podamos tener sobre la naturaleza ideal de la versión de Christie del auditorio universal, sus aplicaciones son útiles para sugerir modos prácticos en los que el auditorio universal se comportará en audiencias particulares, y también que esta puede desarrollarse más que ser una noción estática. La argumentación legal es un vehículo particularmente útil a través del cual examinar esta idea porque es un foro de adjudicación y esto parece un rol primario de un auditorio universal.
La explicación final que exploraré es la más desarrollada. De hecho, hay mucho más de lo que James Crosswhite (1996) tiene para decir sobre el auditorio universal que lo que puedo discutir aquí. Consecuentemente, focalizo lo que es más notable o útil para la investigación actual.
Decir que pertenecemos a audiencias es sugerir algo que parece meramente incidental para nosotros –un rasgo casual de nosotros mismos; uno que puede ser otro de tantos–. Crosswhite pone el énfasis aquí. La “audiencia” es un evento: “es decir, la audiencia es algo que ocurre en el tiempo, como un evento en la vida de las personas, en su hablar y escribir y comunicarse en general” (p. 139). Esto comienza a mover la audiencia desde la periferia hacia el centro, de algo casual a algo esencial. Más profundamente, Crosswhite reconoce que “la audiencia es modo de ser, uno de los modos en los que los seres humanos son” (p. 139). Aunque nos movamos constantemente en audiencias, a medida que nuestras lealtades e intereses cambian, estamos siempre “en audiencia”. Crosswhite enfatiza los modos en los que las audiencias sirven como evaluadores de argumentos. Pero su percepción central se extiende aquí a todos los aspectos de la argumentación. La argumentación es parte de nuestro ser esencial en el mundo de otros porque es formadora de audiencias y está dirigida a audiencias. Así como no podemos escapar de estar “en audiencia”, tampoco podemos escapar del terreno de la argumentación.
Desde el punto de vista de la evaluación, la argumentación puede dirigirse a nosotros a través de nuestros compromisos particulares en grupos, familias, religiones, etc. Aquí, nos habla a una audiencia específica a la que pertenecemos. Pero si este se dirige a nosotros simplemente como personas razonables, sin recurrir a los valores de grupo o religión, etc., entonces somos destinados como un auditorio universal (p. 141). Por ende, Crosswhite reconoce el vínculo inextricable entre los auditorios universal y particular y, combinado con esta percepción previa, podemos considerar estos dos aspectos de nuestro modo de ser como audiencia – particular o universalmente–. Esta es una observación importante sobre el auditorio universal, que a menudo se asume como una abstracción vaga. Está desde el inicio enraizada no solo en las audiencias reales, sino también en nuestra propia experiencia.18
Crosswhite cuestiona a Perelman y Olbrechts-Tyteca respecto de los varios modos de construir audiencias universales, por lo que llama “reglas” para tales construcciones. En cada caso, se comienza con una audiencia particular sobre la que se ejecutan operaciones imaginativas. Por lo tanto, podríamos dejar de lado los rasgos locales de una audiencia y considerar sus rasgos universales. O podríamos excluir de la audiencia particular a todos los miembros que son prejuiciosos, o irracionales, o incompetentes. O podríamos combinar audiencias particulares de modo de cancelar sus particularidades a través del tiempo, como audiencias similares en otros tiempos (p. 145). Ninguna de estas aproximaciones de construcción es infalible, y los conflictos pueden surgir. Pero ellas apuntan a modos útiles de determinar qué es particular y qué es universal.
Crucial para esta determinación nuevamente es la distinción entre hecho/valor a la que Gross y Dearin prestaron atención. Como recordamos, los hechos son cosas que se mantienen firmes mientras los valores cambian; los hechos se relacionan con el auditorio universal, los valores con la audiencia particular. “Por lo tanto”, escribe Crosswhite, “ existe un modo retórico de distinguir el dominio de lo real (lo que se mantiene firme) del dominio de lo preferible, así como de las presunciones e hipótesis sobre lo real (sobre lo que podemos argumentar sin mellar la situación retórica)” (p. 147). Los valores son los que definen diferentes grupos y explicaciones para los desacuerdos entre ellos. Los hechos son cosas sobre las que esperamos acuerdo. “Los hechos tienen una afirmación universal sobre los seres humanos o no son hechos” (p. 147). Y, cuando los valores ganan la adhesión del auditorio universal, adquieren el estatus de hechos.
Como una crítica implícita a esta explicación, Crosswhite nota que esta última refleja las actitudes de un europeo liberal contemporáneo. Pero una crítica más significativa que lo lleva más allá en la discusión se extrae de los puntos de Gross y Dearin en relación con un colapso de esta distinción hechos/valores cuando se trata del auditorio universal. Como observa Christie, el auditorio universal está esencialmente interesado en lo que es bueno, no solo en lo que es “verdadero”. En el mismo sentido, Crosswhite nota que “el interés universalizante de la razón es esencialmente ético” (p. 154). Por ende, las audiencias universales materializan lo evaluativo más lo factual.
Es en relación con la materialización de los valores de un auditorio universal que Crosswhite alcanza lo siguiente. Al ver el auditorio universal de este modo, estamos adoptando otra perspectiva externa, una que evalúa y juzga las audiencias universales mismas. ¿De quién es esta perspectiva? Crosswhite argumenta que el auditorio universal de la New Rhetoric puede comprenderse mejor como una audiencia parangón, un modelo de perfección o excelencia. En una extensión implícita del trabajo de Perelman y Olbrechts-Tyteca, Crosswhite sugiere “desde dentro de la situación retórica desde la que surge un auditorio universal, la universalidad es su rasgo definitorio. Sin embargo, vista desde ‘afuera’, la universalidad relativa es solo uno de esos rasgos de una audiencia parangón, y no el único rasgo definitorio. Desde una distancia, los conceptos locales de universalidad también son acuerdos sobre valores concretos” (p. 151). Luego introduce el concepto de una “audiencia universal indefinida” que se menciona solo una vez en la New Rhetoric (1969, p. 35). Esto es lo que suele juzgarse si el auditorio universal que deriva de una audiencia particular es apropiado. Esta es la audiencia para nuestra construcción de un auditorio universal.
Puede aparecer un peligro aquí, que es resbalar en un tipo de crítica del “tercer hombre” que fue avanzada contra las formas de Platón, donde cada audiencia “externa” extra requiere otra audiencia incluso más distante para juzgar su propiedad. Pero Crosswhite, al igual que Perelman y Olbrechts-Tyteca, contra-argumenta esto enfatizando los diferentes tipos de universalidad involucrados. Es indefinida en el sentido de que no está atada a ninguna audiencia particular. Por supuesto, son los fundamentos para su juicio los que nos interesan. Crosswhite argumenta a favor de la familiaridad de tal movimiento de dirigirse al auditorio universal indefinido, “incluso si uno no entiende exactamente qué es”. Lo vemos cuando una audiencia nos responde en un modo en el que no lo esperábamos incluso cuando lo reconocemos como legítimo. ¿Cómo hacemos este reconocimiento? Porque está operando en nosotros una idea (vacía) de un auditorio universal indefinido “que nos permite reconocer la legitimidad de sus respuestas una vez que ellas encuentran una voz” (p. 153).
Es este un pequeño paso hacia la conclusión de que los principios de razón (como se ven en los principios y reglas lógicas), como actualmente los entendemos, son lo que queremos decir por los juicios de un auditorio universal. La lógica nos da universalidad real. “En nuestra locación evolucionaria e histórico-cultural actual, tenemos una idea relativamente bien definida de lo que cuenta como un ser humano competente. En su forma más desmontada, esto se captura en algunas reglas básicas de la razón” (p. 159).
Crosswhite, entonces, llega al lugar donde los críticos que juzgan el auditorio universal se detienen innecesariamente. Pero llega tras un importante viaje cuyo propósito es explicar la fuente de estos principios de la lógica en el auditorio universal, y el auditorio universal en las audiencias particulares. Por lo tanto, vemos cómo nuestras nociones de lo que es razonable cambian con el tiempo, tal como lo hace nuestro entendimiento de los principios de la razón. La innovación actual en lógica informal y retórica parecería ser una indicación de este punto. Por ende, Johnson (2000b, p. 8) está justificado en su sospecha de que los estándares lógicos para la evaluación de argumentos son activos en el auditorio universal. Pero esto no subordina la retórica a la lógica. Por el contrario, vemos aquí cómo es el vehículo para el desarrollo de una expresión de la lógica, ya que la lógica es un producto de la audiencia y no puede ser nada más ni nada menos.
Las discusiones precedentes nos dan un rango de conocimientos útiles sobre el auditorio universal, pero también registran algunas diferencias significativas de interpretación. Probablemente no sea una coincidencia que las interpretaciones varíen sobre los mismos puntos sobre los que las ideas de Perelman y Olbrechts-Tyteca tienden a atraer críticas, como la extensión en la que el auditorio universal es un constructo totalmente ideal no más que las asunciones de su autor. En algún momento debemos reunir nuestras comprensiones de las intenciones y los logros de Perelman y Olbrechts-Tyteca y usaremos ese entendimiento para avanzar y aplicar esas ideas a discusiones actuales. Pero existen algunos otros puntos centrales para el proyecto de Perelman y Olbrechts-Tyteca que debemos abordar primero.
Alguna clarificación sobre los puntos ya expresados está también en orden. Antes que nada, la audiencia de Perelman y Olbrechts-Tyteca es la persona o grupo a ser persuadido, es la audiencia la que personaliza el argumento (1982, p. 3). Esta personalización de los argumentos, en los modos en los que lo hacen una co-empresa es, en parte, lo que permite la explotación y el abuso de las características de la audiencia desde la perspectiva de las críticas tradicionales. La argumentación actúa sobre una audiencia para estar segura, e intenta modificar sus convicciones. Pero “trata de ganar el encuentro de mentes en vez de imponer su voluntad a través de límites o condicionamientos” (1982, p. 11). Esto se hace eco de la retórica invitacional en los antiguos griegos (Tindale, 2004) y refuerza la naturaleza real de las audiencias concernidas. También refuerza la naturaleza cooperativa de la argumentación que emerge del primer artículo de esta colección. En el momento en el que imagino mi audiencia, lo que imagino es una anticipación de su respuesta probable, teniendo en cuenta quiénes son y en qué creen, así como lo que he dicho o escrito. No tengo licencia para construir algo que no esté enraizado en lo real. Hacer eso sería contraproductivo para mis esfuerzos. Y debo ser capaz de justificar las respuestas anticipadas en términos de lo que es probablemente dado, lo que es conocido por mi audiencia.
Tampoco es necesariamente mi audiencia aquella que escucha o lee lo que digo. Si mi intención es reforzar, digamos, las visiones políticas de la mayoría de aquellos presentes en una ocasión particular, entonces asumo que hay otros presentes que no comparten tales visiones o que (si el discurso es impreso y más ampliamente difundido) esto es incidental a mis intenciones, intenciones que tienen objetivos sobre una audiencia específica. Por otra parte, puedo deliberadamente apuntar a una audiencia compuesta, ampliando así mi alcance con miras a incluir a todos (o más de) los presentes, y construir mi argumento de acuerdo con este cambio de audiencia prevista. De cualquier modo, mi audiencia es aquella que quiero considerar y trabajar con mis argumentos (Perelman y Olbrechts-Tyteca, 1969, p. 49; Perelman, 1982, p. 14).
Si imagino a aquellos a quienes me dirijo como un auditorio universal, entonces apelo a la razón. Apunto a convencerlos como personas razonables. De este modo, mis premisas son universalizables y deberían ser “aceptables en principio para todos los miembros del auditorio universal” (1982, p. 18). Ahora mi ejercicio ha cambiado de foco, mientras todavía tiene como su meta principal las respuestas de una persona particular o de un grupo de personas. Pero aquí el asunto o las circunstancias me conducen a aspirar por una convicción mas firme y, por ende, la adhesión de mi audiencia debe ser consistente con lo que es aceptable en principio por personas razonables. No hay misterio en esto.
Se sigue que las premisas con las que un argumentador comienza son cruciales para el éxito del resultado. Donde las convicciones son deseadas, aquellas premisas deben ser aceptables tanto para la audiencia particular como para el auditorio universal. ¿Pero cómo conocemos lo que es aceptable para un auditorio universal? Perelman responde esto a través de su discusión de las presunciones.
Las presunciones son cosas que, mientras no tienen el estatus de hechos o verdades, “suministran una base suficiente sobre la que descansa una convicción razonable” (1982, p. 24). Estos son los acuerdos que se generalizan suficientemente de modo que cualquiera que desee rechazarlos debe dar buenas razones para hacerlo. En otras palabras, una presunción impone una carga de la prueba sobre cualquiera que quiera oponerse a ella.
Mientras pueden ser desafiadas, entonces, las presunciones están bastante bien establecidas en una comunidad para servir como premisas razonables básicas. Perelman y Olbrechts-Tyteca enlistan algunas presunciones comunes que podrían ser útiles:
Citemos algunas presunciones de uso corriente: la presunción de que la calidad de un acto manifiesta la de la persona que lo ha presentado; la presunción de credulidad natural que hace que nuestro primer movimiento sea aceptar como verdadero lo que se nos dice, y que se admita también por mucho tiempo y en la medida en que no tenemos razón para desconfiar; la presunción de interés, según la cual concluimos que se supone que nos interesa todo enunciado que llegue a nuestro conocimiento; la presunción relativa al carácter sensato de toda acción humana (1969, p. 126).
Richard Gaskins (1992) ha caracterizado la noción de presunción de Perelman y Olbrechts-Tyteca como “simples prejuicios o parcialidades localizadas, característicos de grupos discretos pero ciertamente no vinculantes para la comunidad en su conjunto” (p. 34). Los ejemplos recién provistos, sugieren que ellas son más amplias y fundamentales y, mientras pueden no ser “vinculantes”, no es claro que tal limitación se pretenda, o sea incluso consistente con esta idea básica.
Más allá de tales acuerdos ampliamente compartidos, también podemos extraer presunciones de lo que conocemos del ambiente cognitivo relevante. El punto aquí es que es legítimo presumir que algo es generalmente aceptado si sabemos que existe en el ambiente cognitivo apropiado. La prueba no es si todos en nuestra audiencia prevista, se sabe, comparten conocimiento, sino si viven en ambientes a los que podamos atribuir determinadas presunciones. Por ende, podemos justificar que las afirmaciones de tal y tal son presunciones por apelar a un ambiente cognitivo real.
Las presunciones están conectadas con lo que es normal y probable. De hecho, como sostienen Perelman y Olbrechts-Tyteca, esta afirmación es en sí misma una presunción aceptada por todas las audiencias (71). Nuestra habilidad para conocer y apelar a lo que es normal depende a su vez del concepto de inercia como Perelman y Olbrechts-Tyteca lo explican.
Para Perelman y Olbrechts-Tyteca, la razón está gobernada por una fuerza que le da su estabilidad y regularidad, una fuerza comparable con el efecto de inercia en física. Como ellos lo explican:
En ciencia, al distinguir diversas proposiciones calificadas de axiomas, se les concede explícitamente una situación privilegiada en el seno del sistema […] La mayoría de las veces, sin embargo, el orador solo puede contar, para sus presunciones, con la inercia psíquica y social, que, en las conciencias y en las sociedades, forma pareja con la inercia en física. Se pide suponer, mientras no se demuestre lo contrario, que la actitud adoptada anteriormente –opinión manifestada, conducta preferida– se continuará en el futuro, bien por deseo de coherencia, bien gracias a la fuerza de la costumbre (1969, pp. 105-106; pp. 177-178).
La inercia es lo que da valor a lo normal y habitual. En cualquier punto del tiempo, la razón, materializada en comunidades reales, tiene una base sólida de actitudes, opiniones y creencias que son estables y aceptadas generalmente. La validez de la argumentación está supuesta por sus fundamentos de aceptabilidad. Los ejemplos institucionales obvios de esto son el cuerpo de reglas legales que constituyen precedentes en el derecho. Ellas representan una tradición de razonamiento que no requiere justificación y es usada para iluminar y juzgar nuevos casos.
En contra del trasfondo de la tradición, el cambio debe ser justificado, ya sea señalando una modificación que las circunstancias necesitan, o una mejora que, aunque no sea necesaria, está dictada por los varios bienes que se favorece. La argumentación es la herramienta para hacer efectivo tal cambio. Cómo se justifica este cambio y cómo se reconoce su necesidad, apunta a la idea central en la explicación de Perelman y Olbrechts-Tyteca, como Crosswhite ya ha sugerido. Tal idea es la regla de justicia.
“La regla de justicia suministra el fundamento que hace posible pasar de casos previos a casos futuros. Hace posible presentar el uso del precedente en la forma de un argumento cuasi-lógico” (1969, p. 219).19
El vínculo aquí es la idea de precedente. Los precedentes son estándares para tratar casos similares en modos similares. La regla de justicia, del mismo modo, “requiere dar tratamiento idéntico a seres o situaciones del mismo tipo” (1969, p. 218). “La justicia”, para Perelman, es un principio de acción que demanda el mismo tratamiento para los seres de la misma categoría esencial (1982, p. 16). El énfasis sobre un principio de acción aquí es crucial, porque la argumentación que es efectiva en causar un cambio en las mentes de una audiencia “tiende a producir acción” (155). Además, Perelman cree que la regla de justicia es nuestra presunción más fundamental y más generalmente aceptada. No importa cuánto desacordemos sobre otros asuntos, acordamos en principio que aquellos que son iguales merecen el mismo trato. Este conocimiento se captura en todas las interpretaciones del trabajo de Perelman y Olbrechts-Tyteca que he revisado. No importa que difieran en otras cosas, ellos observan la regla de justicia como central (Gross y Dearin, 2003, pp. 24-25). De particular interés al respecto, podríamos recordar los comentarios de Christie sobre la justicia.
En la New Rhetoric, la regla de justicia se transforma en el estándar de juicio para la fuerza de los argumentos: “esta fuerza es evaluada por la aplicación de la regla de justicia: aquella que fue capaz de convencer en una situación específica parecerá convencer en una situación similar o análoga” (464). ¿Quiénes hacen estos juicios? Ya que estos hablan aquí de convencer, y una discusión previa ha asignado esto a la argumentación que presume ganar la adhesión de cada ser racional (28). Entonces este es un rol de un auditorio universal. De hecho, como Crosswhite (2000) también lo observa, esta discusión sobre la fuerza de los argumentos es el único lugar donde el auditorio universal se identifica con la aplicación de la regla de justicia.
Reflexionemos sobre lo que hemos reunido en las secciones previas: la base (fundamento, justificación) para el auditorio universal de Perelman y Olbrechts-Tyteca es la audiencia particular que lo “ancla”. Uso este término deliberadamente. Como hemos tratado de mostrar, acordando aquí con la lectura de Crosswhite, un auditorio universal no es un modelo de competencia ideal introducido en una situación para moderar o juzgar lo que implica ser razonable; se desarrolla a partir de la audiencia particular para una situación, por lo tanto, en un sentido estricto, describe lo que es razonable. El auditorio universal de Devlin falla porque no está anclado en una audiencia particular para una situación, la razonabilidad de la que esta es reflejo. Más bien, es otra audiencia particular (selecta) desarrollada para ser aplicada a situaciones en las que no tiene fundamento inherente y, por lo tanto, en las que es solo tangencialmente relevante. Demanda conformidad.
Como se reconoció en el artículo anterior, las audiencias particulares son notoriamente auto-interesadas y prejuiciosas. La retórica “efectiva” se ve con frecuencia como si tuviera licencia (o se la tomara) para explotar tales características. Hemos visto cómo Perelman y Olbrechts-Tyteca se resisten a esta alternativa, y el tipo de moralidad que vimos asociado con un modelo bajtiniano correspondería con tal resistencia. Mientras el éxito de su retórica reside en la habilidad para ganar la adhesión de una audiencia, ellos no sacrifican razonabilidad por efectividad. Cualquier audiencia universal, como representación de la razonabilidad en un contexto específico, no puede valorar la efectividad sobre la razonabilidad. Esto sería auto-contradictorio. Los prejuicios todavía están ahí, pero excluidos por la audiencia particular en el momento en el que el auditorio universal es activo en ella.
Sobre este modelo, la audiencia particular es conducida hacia el acuerdo sobre sus propios términos; sobre términos que son internos a ella, que esta reconoce y apoya. Producir y evaluar la argumentación involucra aprender sobre lo que es razonable, repensarlo, ampliarlo y tomar de él. La fuente para esto es la audiencia particular y sus propios valores, que es llevada a reconocer esto y, quizás, desea modificarlos a través de la argumentación. No hay otro fundamento empírico. Y la prueba subsiguiente de aprobación de lo que resulta es la audiencia particular. El proceso es la construcción de un auditorio universal. Y el resultado es el descubrimiento de lo que se asume como razonable, probado y confirmado como tal. No hay en ninguna otra parte para buscar estándares de razonabilidad que los razonadores mismos, en tanto ellos se comprometen conscientemente en esta actividad.
De nuevo para esto, podemos ver cómo las audiencias universales deben desarrollarse a través del tiempo. El grado de cambio involucrado depende siempre de las comunidades en cuestión y de los modos en los que estas llegan a acuerdos con, o desafían las visiones de, cada una. Al regular una disputa entre comunidades (entendidas en toda la variedad que el término “comunidad” permite), vistas ahora como audiencias particulares, damos un paso atrás y tratamos de derivar una audiencia común universal que refleje sus acuerdos y a la luz de los cuales podamos esperar avanzar. Pero, como también hemos visto, tal procedimiento no es una panacea para la resolución de disputas, aún si contribuye a tal posibilidad. Lo que el auditorio universal en tal circunstancia posibilita es un conocimiento común sobre los aspectos compartidos de las comunidades involucradas, un conocimiento que puede promover el entendimiento y quizás nada más.
Como Gross y Dearin observan correctamente, la construcción de un auditorio universal es una operación de la imaginación. Pero como también hemos visto a partir de las reglas para tales construcciones que Crosswhite extrae de Perelman y Olbrechts-Tyteca, esta es una operación imaginaria sobre una audiencia real que existe, ya sea aquella a la que deseo convencer argumentando con ella e invitándola a reconocer una conclusión con la que ella debería adherir, o aquella que necesito extraer a fin de evaluar la argumentación que me ha sido destinada como audiencia, o a alguna audiencia en la que no estoy involucrado (donde soy puramente un evaluador). En el primer tipo de casos, soy un argumentador; en el segundo, un evaluador. Mientras buena parte del procedimiento parecería ser el mismo en ambas empresas, las diferentes metas hacen emerger diferentes rasgos en términos de, digamos, probar la apropiación del auditorio universal invocado.
Para tomar un caso puntual, puedo decidir argumentar que el servicio comunitario es algo que deberíamos hacer. Aunque puedo sostener esto como una afirmación general, soportable en ese nivel, probablemente en la primera instancia la aplicaré en una circunstancia específica, argumentando frente a personas de mi propia comunidad. Aquí, conozco rasgos particulares sobre ellas, extraídos del trasfondo local y de la información sobre él, construyendo premisas que son aceptables para ellos porque involucran tal información. Tomando mi “deberíamos” en sentido amplio, puedo apelar a los modos en los que el propio interés de la audiencia puede tener un mejor lugar para vivir, y puedo apelar a los fundamentos que merecen ciertos tipos de sacrificios, de tiempo y finanzas, a través de la invocación de los valores que son compartidos por los miembros de la comunidad relacionada con las nociones del “bien” en común expresadas indirectamente.
Si deseo apuntar a la convicción más que solo a la mera persuasión, necesito considerar mi audiencia como personas razonables y asegurarme de que mi argumentación será aceptable para ellas sobre esta base. Estoy efectivamente probando mis argumentos por su razonabilidad, buscando por modos en los que fallar en tomar nota de los eventos conocidos en la comunidad podría mellar alguna de mis premisas (una agencia de servicio, por ejemplo, que ha recibido mala publicidad por derrochar, o peor, la ayuda recibida de los voluntarios), por modos en los que esta contradice otros valores que han sido expresados. Probar la relevancia de estas partes con la audiencia que tengo en mente. Asegurar que mi argumentación no viola las reglas del lenguaje que el elemento razonable en mi audiencia captaría. Aquí, por supuesto, mi audiencia es retórica en los modos en que lo entienden a Gross y Dearin, porque estoy imaginando reacciones que podrían ocurrir. Dirigiéndome a ellas aquí, también, están los principios del análisis lógico que Johnson (2000b) sospecha que actúan en el hecho de invocar a un auditorio universal. Pero, como se entiende a partir de lo anterior, esto es lógica puesta en relación con una situación retórica, activada por esta. Los principios abstractos no tienen peso real sobre la argumentación hasta que se actualizan en situaciones reales, se usan o prueban contra audiencias reales. Por lo tanto, la retórica subyace a este uso.
Hemos recurrido a nuestro entendimiento de lo que es “razonable” para las audiencias reales más que a los estándares vacíos de principios abstractos de lógica. Los últimos, aunque importantes y “reales” en su propio modo, solo ganan esa importancia y esa realidad para nosotros en el momento en que pueden usarse en la argumentación (más que los principios de la autoevidencia y similares que son inmunes a la argumentación, y por lo tanto están fuera de ella).
Por ende, entonces, podemos estar interesados en lo razonable en dos sentidos: en cómo esto informa a los argumentos, los valida, en la manera que fuese; y cómo esto es modificado por los argumentos. En el primer caso, lo razonable informa los argumentos si estos cumplen las condiciones del ambiente cognitivo de la audiencia involucrada. Hacer esto exitosamente asegura que un argumento tenga la relación importante de relevancia con la audiencia. Somos relevantes en el momento en que consideramos el ambiente cognitivo de la audiencia particular y construimos nuestro razonamiento consensuadamente. El principio de inercia de Perelman y Olbrechts-Tyteca viene a jugar un rol aquí. Al anticipar y adquirir el acuerdo de mi audiencia sobre premisas básicas (aquellas que pueden presumirse en los modos discutidos en la sección previa) comprometo al auditorio universal con mi audiencia particular. Mi argumentación es razonable para mi audiencia hasta el grado de que las premisas son aceptables como básicas en este modo. Probarlas no debería ser difícil en la mayoría de los casos: involucra preguntar dónde descansa la presunción en relación con una premisa específica, conmigo mismo como el argumentador que la defiende (buscar una premisa más básica que sea aceptable), o con cualquier miembro de la audiencia que la desafiara.
En el efecto más fuerte sobre la audiencia, la manera como me libero de aquellas premisas para ganar la adhesión de mi audiencia en relación con la conclusión involucra cambiar el ambiente cognitivo de la audiencia a fin de introducir los tipos correctos de evidencia para ella en las relaciones correctas con la conclusión. Nuevamente, es una combinación de audiencia-relevancia y de premisa-relevancia, la primera relacionada con la argumentación en su contexto, la segunda con las premisas del argumento y con su conclusión (Tindale, 1999, Capítulo 4). Como un principio lógico, la premisa-relevancia gana la utilidad de su relación con la audiencia-relevancia en contextos específicos.
El ambiente cognitivo puede modificarse por la evidencia a fin de causar la adhesión a la conclusión. Pero es de sumo interés central a este respecto el modo en que los argumentadores retóricos presentan los varios aspectos de su ambiente cognitivo, de modo que este se registre en las mentes de la audiencia, alentando la extracción de inferencias y la convicción de una audiencia causada dentro de la misma audiencia. Aquí sería efectivo el empleo de figuras retóricas como argumentos en los modos explicados en Tindale (2004, Capítulo 3); las figuras que evocan la experiencia del razonamiento e invitan a la colaboración.
A un grado mayor, el proceso discutido arriba involucra lo razonable dentro de una audiencia, siendo exitosamente activado y dirigido. Más difícil es imaginar los modos en los que lo razonable mismo es llevado al cambio. La discusión de Perelman y Olbrechts-Tyteca de la inercia enfatiza esta dificultad. Aún así, esta cambia, como lo sabemos. Mi entendimiento de lo que es razonable cambia cuando reconozco que el punto de vista o la respuesta de otra persona a mis argumentos tiene méritos, merece seria consideración, y debe entonces adoptarse sobre lo que yo había propuesto. Para ser capaz de tal reconocimiento, para salir de mi propia perspectiva con sus afinidades e intereses y adoptar una perspectiva “objetiva” sobre el cambio, debo activar lo razonable dentro de mí y luego añadirlo, modificarlo. Después del ejercicio, ya no pienso del mismo modo. Sostengo una afirmación o posición particular, que no sostenía antes, como razonable. Y en un nivel más general o abstracto, mi comprensión de lo que es razonable per se ha cambiado. Y he llegado a este convencimiento tras reconocer la fuerza de un buen argumento.
En un sentido, entonces, lo razonable cambia en el momento en que un auditorio universal diferente es destinado y convencido. Cambia cuandoquiera que modifiquemos nuestras ideas sobre la razón misma y los principios que la “gobiernan”. Este libro, a su manera, es un intento en esa dirección y, para ese fin, imagina un auditorio universal con la formación y los intereses para comprometerse en los argumentos y reflexionar sobre ellos. Y quizás, en el modo en el que Crosswhite sugirió, ser cautivado y convencido por ellos.
Por supuesto, es insuficiente decir que a veces reconocemos la corrección de las críticas de alguien a nuestras ideas, y que tal reconocimiento es el juicio de una razón separada y desinteresada. Pero esto basta para ver que sí cambiamos nuestras ideas cuando somos conducidos a “verlas” en este modo, y que el proceso involucra una actividad de razón en cada uno que está separada de asociaciones con nuestros intereses particulares. En un modo análogo, podemos imaginar que esto tiene lugar en audiencias más grandes, que experimentan esta razón desinteresada y que “ven” la necesidad de cambiar a causa de la incorrección de sus visiones (incluso si el cambio real tarda en ocurrir). Parte de lo que garantiza tales cambios debe ser algo como la regla de justicia de Perelman y Olbrechts-Tyteca que hace más que perpetuar las tradiciones de sus precedentes, al crear aquellos precedentes a través de modificaciones de casos análogos, si no idénticos.
Entre las críticas al auditorio universal expuestas al comienzo de este artículo, una permanece poco atendida en las siguientes discusiones. Es la acusación de que las consideraciones retóricas son raramente pertinentes para la evaluación de los argumentos.20 En particular, mientras debo considerar que un argumentador toma a su audiencia como si yo quisiera justamente entender su argumento, no es claro cómo la audiencia juega un rol cuando estoy tratando de decidir por mí mismo cambiar mi opinión una vez que el argumento ha sido determinado.
Hasta cierto punto, esto puede ser un caso de falla en ver lo que está próximo porque equivale a preguntar dónde está la audiencia cuando yo soy la audiencia. Como Crosswhite nos instruye pertinentemente, siempre estamos “en audiencia”. Por supuesto, a la luz de alguna de las otras cosas que ya he considerado en este artículo, podríamos querer revisar nuestra comprensión de este entendimiento. Porque mientras siempre debo estar “en audiencia”, mientras esto es un aspecto esencial de mi ser en el mundo, no siempre formo parte de una audiencia directamente destinada por un argumento, o de la audiencia prevista de un argumento. El punto de Crosswhite puede ayudarnos aquí si reconocemos que siempre podemos tener la perspectiva de una audiencia y, por ende, comprender que esto puede significar ser destinado por un discurso particular (incluso si no comprendemos las particularidades de destinar, es decir, aquellos rasgos que la hacen para una audiencia particular en la que no estamos incluidos). Por ende, podemos recoger un texto previsto para una audiencia que puede haber desaparecido hace tiempo y apreciarlo desde una perspectiva de la audiencia. Esto es, podemos ver qué demanda este de ella y los tipos de cosas que está asumiendo sobre ella; apreciamos que esto significaría ser destinado por ese texto.
Para esto necesitamos entonces añadir una distinción más para cubrir dos tipos de evaluación: una en la que soy parte de la audiencia prevista; y la otra en la que no lo soy (o no está claro si lo soy). Llamaré al primer tipo de evaluación comprometida y, a la segunda, no comprometida, por lo tanto, indico directamente cómo la audiencia puede entrar en la evaluación del argumento.
Bajo la explicación dialógica desarrollada en el segundo artículo de esta colección, podemos reconocer la evaluación comprometida como aquella que caracteriza la actividad en curso del intercambio argumentativo en su máxima dinámica. Este tipo de evaluación coexiste con el desarrollo del argumento, es parte del intercambio dialógico de anticipación y respuesta. La “evaluación”, desde un punto de vista esencialmente lógico, tiende a considerar un argumento como algo acabado con parámetros cuidadosamente definidos. Hemos tenido dificultades en ver esto tan claramente. Los argumentos son actividades en tiempo, definidos por sus participantes, y definen a estos participantes. Por lo tanto, me transformo en una audiencia para un argumento a través de tal compromiso. Y a medida que ingreso en los intercambios, cuya evaluación puede parcialmente invitarme a hacer, me transformo en co-argumentador, como hemos visto. Desde esta perspectiva, a medida que comienzo a revisar el razonamiento, debería ver algo de mí mismo reflejado allí, si el iniciador del argumento (el “argumentador”) ha hecho bien su trabajo. Para que él desarrolle su discurso teniéndome en mente, mis creencias y actitudes, debería encontrarme como destino de su discurso, e incluso ver mis respuestas anticipadas. Donde el argumentador no ha hecho esto bien, y fui la audiencia prevista (o parte de ella), entonces este argumento posiblemente fallará al tratar de ganar mi consideración seria. Esta es una medida de mi debilidad. Esto no me invita, porque no logra existir para mí. Una vez comprometido, como un contribuyente al intercambio, puedo buscar lo que me habla particularmente y lo que habla al principio de la razón dentro de mí. Y aproximando las habilidades de un buen evaluador a mi compromiso, alertaré a este último en forma particular. Aquí, los puntos que ya se han discutido se vuelven centrales: ¿el discurso es relevante para mí y, si hace eso, también exhibe relevancia interna entre sus partes? ¿Se han cometido falacias? Y así sucesivamente. La cuestión de la falacia es todavía apropiada bajo esta aproximación a la argumentación, incluso si la noción de “falacia” cambia en una explicación retórica,21 porque estas son violaciones de los principios de la buena razón. Este cambio en el tiempo aparece en algunas audiencias que siempre serán engañadas por aquellas. Pero como evaluador, y particularmente evaluador comprometido, existe siempre una preocupación para mí.
La argumentación no comprometida caracteriza el análisis áulico, así como también las lecturas conscientes que podríamos dar para los argumentos que no forman parte de los argumentos de la audienciahistórica, por ejemplo. Pero mientras estos se distinguen en que el evaluador no es un contribuyente del intercambio argumentativo, las evaluaciones comprometidas y no comprometidas no son necesariamente tan distintas, y la no comprometida puede ser ventajosamente influenciada por la existencia hipotética de la primera. Podemos ejecutar evaluaciones comprometidas porque podemos participar en la argumentación, y podemos hacer eso porque estamos socialmente “en audiencia”. Por lo tanto, podemos traer mucho de lo que aprendemos por estar comprometidos con los ejercicios más abstractos de las evaluaciones no comprometidas. Lo que se pierde por no tener comprensiones íntimas en las particularidades del caso, puede compensarse por la perspectiva de objetividad que puede ser posible cuando no tenemos nada en juego en el resultado. Aquí, más que en ningún otro lado, actuamos como un auditorio universal para ese argumento. Sin embargo, no lo hacemos de manera abstracta, pues todavía estamos preguntando qué es razonable en este contexto con sus circunstancias particulares. Es decir, cómo podrían los principios de la razón, las cuestiones de aceptabilidad y relevancia, haber jugado un rol aquí. Si encontramos el argumento (tratado como completo, como una lectura no comprometida tendería a hacer), podemos juzgar que el argumentador falla en construir el auditorio universal apropiado para el contexto. Cuán seria es una falla en una circunstancia particular dependerá de los problemas específicos involucrados, que los detalles de la evaluación deben resolver y sopesar.
Las audiencias están siempre en cuestión, entonces, y un auditorio universal lo está particularmente. Pero como estándar de objetividad en la argumentación, un auditorio universal triunfa cuando otros fallan. Un auditorio universal provee esta condición en el momento en que se ancla en una audiencia particular, real. Esto también significa que existen modos reconocidos de acceder y evaluar el estándar. Si las dificultades permanecen en comprender y aplicar el estándar, entonces la falta descansa en nuestra expectativa de que, dada la complejidad de la argumentación misma, nuestros medios de tratarla nunca serán directos. En el análisis final, esto parece un estándar mejor y más legítimamente fundamentado que cualquier otro disponible. El estándar del auditorio universal tiene el rasgo atractivo de confrontarnos con la cuestión de lo que cuenta como razonable y la realización que en cualquier caso particular no se ha decidido de antemano. Algunos de nosotros podemos preferir un modelo de argumentación con los estándares presentes que determinará de antemano la razonabilidad de cualquier caso particular. Pero tales modelos no solo nos privan de nuestra obligación de pensar por nosotros mismos a través de casos, ellos también nos remueven de las dinámicas de las situaciones argumentativas reales que caracterizan la vida cotidiana y en las que actuamos y crecemos como personas razonables.