Modos de ser razonable: Perelman y los filósofos (2010)

Introducción

En 1958, Chaïm Perelman y Lucie Olbrechts-Tyteca publicaron La Nueva Retórica, culminación de muchos años de estudio. Un trabajo seminal en filosofía y retórica que buscaba acercar la retórica aristotélica clásica al mundo moderno con sus errores y presentar un modelo de argumentación que promovía la acción y la razonabilidad. Un rasgo de la densa explicación encontrada en este trabajo es la afirmación de que el éxito de la argumentación puede, en parte, medirse por las respuestas de la audiencia hacia la que se destina el argumento. Pero, en esos mismos términos, el proyecto de la Nueva Retórica parece poco exitoso. Porque la audiencia para la cual Perelman (y Olbrechts-Tyteca) escriben expresamente fue la audiencia menos cautivada por sus ideas. Escribiendo como un filósofo para filósofos, Perelman se esforzó por proveer “para el bien de los lógicos, una defensa filosófica a favor de una concepción amplia de prueba y razón”; “mostrar que los filósofos no pueden trabajar sin una concepción retórica de la razón” (Perelman, 1979, p. 42). Emergiendo de los intersticios de la lógica de Frege y en contra del telón de fondo del pensamiento árido de los positivistas, buscó establecer lo que al mismo tiempo parecía extraño con respecto al rumbo que había tomado el pensamiento filosófico –una lógica de valor–.

Aún así, el trabajo no cayó “prematuramente muerto para la prensa”,24 recibiendo alguna aclamación en Europa y, subsecuentemente, en los Estados Unidos. Pero esto es lo que podría pensarse de un “filósofo del montón”. Argumentativamente, la audiencia pretendida parece haber sido más muda en su respuesta. En este artículo, me interesa explorar algunas de las facetas centrales de esa recepción y sugerir algunas razones detrás de las mismas. Esto involucra apreciar no solo la insistencia de Perelman en la importancia de la retórica (una afirmación hacia la que los filósofos han sido tradicionalmente ambivalentes), sino también, y quizás más aún, su comprensión de la filosofía misma. Incluso, como mostraré en la tercera parte, es a partir de esa concepción que algunas de las ideas más ricas y promisorias de Perelman surgen, ideas que testifican la durabilidad y la importancia continua del proyecto de la Nueva Retórica.25

Parte I: Perelman y los filósofos

Tom Conley (1990) nota la recepción favorable que el libro recibió en Europa en 1958 y su inesperado recibimiento (por Perelman) en los Estados Unidos.26 El componente filosófico de esa recepción se ha ensayado en otras partes, no menos por algunos de los principales involucrados (Johnstone Jr., 1978; Perelman, 1989). Pero incluso la primera interacción de Henry Johnstone Jr. con las ideas de Perelman desafía su componente central, preguntándose, por ejemplo, “si existe una promesa real después de todo en el intento de definir la argumentación filosófica en términos de retórica” (1978, p. 91).

Conley además añade una nota de sorpresa que la Nueva Retórica fue “alabada incluso en Gran Bretaña, en una reseña efectuada por Peter Strawson en Mind, una revista dominada por la ‘filosofía del lenguaje ordinario’ actual en Cambridge y Oxford” (1990, p. 297). La sorpresa, sin embargo, puede ser sorprendente en sí misma. Como Alan Gross y Ray Dearin nos recuerdan acertadamente, Perelman fue antes que nada un filósofo: “sus escritos enfatizan las interrelaciones entre retórica y filosofía a cada paso, y cualquiera que trate de entender sus visiones retóricas debe primero examinar los axiomas metafísicos bajo los que están basadas” (2003, p. 14). Podríamos, entonces, esperar que otros filósofos de igual parecer hayan sido atraídos por ese aspecto de sus esfuerzos.

Al menos en Oxford, la filosofía del lenguaje ordinario estuvo dominada por la figura de J. L. Austin, otro filósofo con raíces en el trabajo de Frege. Entre otras conexiones, Austin tradujo Die Grundlagen der Arithmetik de Frege. Para el tiempo de su asociación con filósofos del lenguaje ordinario, Austin, igual que Perelman, había recorrido un largo camino por tales rutas.27 A finales de la década de 1940, Austin organizó una serie de encuentros que atrajeron a algunos filósofos jóvenes y significativos de Oxford, incluyendo a Grice, Strawson, R. M. Hare, Herbert Hart y Geoffrey Warnock, muchos de los cuales comentarían luego el trabajo de Perelman. Este grupo analizaría textos y, más ampliamente, estudiaría rasgos del lenguaje y del modo en el que este se usa ordinariamente.28 Ellos redactaron, por ejemplo, listas de palabras y para luego analizar sus usos, categorizándolas y tratando de decidir qué usos resultaban apropiados en qué contextos. Como afirmaba Grice (1986), “la filosofía del lenguaje ordinario”29 estaba interesada en la opinión generalmente recibida sobre el lenguaje en el modo en el que los antiguos griegos estaban interesados en la legomena (“lo que se habla”). Esto implica no solo un interés por el análisis del lenguaje sino por cómo hablan generalmente las personas sobre el mundo. Fue, para Grice, una parte importante (pero no la única) de la tarea del filósofo la de analizar, describir o caracterizar los usos ordinarios de ciertas expresiones (1989, p. 172).

La reseña en Mind fue escrita por Strawson, un miembro activo del grupo de Austin y también estudiante de Grice. Debemos observar, por supuesto, que la reseña de Strawson consta de apenas una página de la revista, mientras que el libro en francés tiene setecientas páginas. Describiéndolo como un “libro admirablemente civilizado” por su tono humano y antidogmático, Strawson sugiere que su alcance es tan amplio que existen pocos usos del lenguaje que no caigan dentro de su ámbito (1959). Dado el propio interés de Strawson en el uso del lenguaje, es difícil imaginar que no hubiera visto a los autores como compañeros de ruta, en cierta medida. Por lo tanto, la alabanza no debería ser tan sorprendente como sugiere Conley. Sin embargo, un punto extraño en la reseña concierne al sentido de “argumento” presente en el proyecto de Perelman y Olbrechts-Tyteca. Strawson señala que detrás de su afirmación para proveer una teoría de la argumentación, “ellos están preocupados, en efecto, con todos los significados discursivos, en asegurar la adhesión a una tesis o punto de vista o modos de mirar las cosas, ya sea que tales tesis o visiones sean presentadas como las conclusiones de argumentos o no” (1959, p. 420). Aparentemente, Strawson sostiene un sentido más tradicional de lo que cuenta como argumentación que lo que hace Perelman y Olbrechts-Tyteca. Pero, aún así, su aprobación de la empresa indicaría que se ha movido de la posición inicial de su Introduction to Logical Theory (1952), donde argumentar comparte un propósito común con inferir, prever o “conectar verdades con verdades” (p. 13) en un esquema tradicionalmente válido.

El trabajo posterior de Strawson adopta un interés en lo que él, en líneas generales, denomina “pragmática” (1974, vii), la cual, según él, ha sido dejada de lado por parte de los estudios de lógica y semánticasintaxis. Strawson demuestra una apreciación de la perspectiva de la audiencia cuando admite una variedad de respuestas para la afirmación de la misma identidad (pp. 53-5). Quizás sea en este reconocimiento y la reseña apreciativa que Perelman añade a su explicación del “análisis” en el Realm of Rhetoric (1982, p. 63) una discusión del tratamiento de Strawson del ejemplo del rey calvo francés que estuvo ausente de la Nueva Retórica. Aquí, el desacuerdo de Strawson con Russell sobre el significado de “el rey de Francia es calvo” –si no hay rey en Francia– cuando la frase es enunciada (para Russell es falsa; para Strawson carece de aplicación) sirve a Perelman como un ejemplo de cómo el “análisis” puede observarse como un argumento cuasi-lógico cuando depende de convenciones esperadas por la audiencia.

La reacción de otros filósofos de Oxford en relación con el trabajo de Perelman fue ambivalente. Para tomar dos ejemplos: H. L. Hart fue un férreo defensor y J. L. Mackie fue menos entusiasta. El primero fue un miembro del grupo de Austin, Mackie no lo fue. Pero es Mackie (1974) quien hace la rara y sorprendente afirmación de que él había expuesto una aproximación equivalente (no similar sino equivalente) a la del propio Perelman, al menos en lo que concierne a las falacias, o al menos en relación con una falacia, (estoy restringiendo la afirmación lo más generosamente posible).

Mackie está reseñando la colección Pragmatics of Natural Language editada por Yehoshua Bar-Hillel (1971), en la que Perelman había publicado un artículo muy breve titulado “La Nueva Retórica”. Esta es una versión del artículo común a muchas publicaciones y conferencias en su época, donde Perelman luchaba por promover las ideas de la Nueva Retórica resumiendo sus puntos esenciales. Mackie se da cuenta del punto refiriéndose al “extensivo trabajo [de Perelman] publicado en otra parte bajo este título”, aunque no es claro que Mackie haya consultado ninguno de sus trabajos. Aún así, juzga como “una aproximación tanto válida como importante” (1971, p. 84) el proyecto de reunir los requisitos de la argumentación dialéctica destinada a una audiencia más que aquellos de una lógica formal. Pero luego procede a acusar a Perelman de cometer un “error garrafal”30 al cometer una falla en la misma temática que está tratando de desarrollar. Mackie está refiriéndose a las indicaciones de Perelman sobre el petitio principii o petición de principio, la explicación de que (en general el mismo lenguaje) pueden encontrarse en varios trabajos.31 En su ensayo, Perelman ilustra esta afirmación de que los lógicos confunden explicaciones de petitio cuando ignoran la teoría de la argumentación al citar dos artículos de The Encyclopedia of Philosophy y al preguntar “¿cómo uno puede decir al mismo tiempo que un argumento es formalmente válido y que solo parece ser válido?” (Perelman, 1971, p. 146). El “error garrafal” consiste en que Perelman ha subestimado el hecho de que los dos artículos tienen diferentes autores y que, por lo tanto, no hay “nadie” que esté enunciando estas afirmaciones incompatibles. Más precisamente, (tal como Mackie lo observa), el autor de uno de estos artículos es Mackie mismo y se ofende rápido ante la insinuación puesto que él cree que “lejos de ignorar la teoría de la argumentación, [él] estuvo exponiendo, bajo el título de ‘Falacias en el discurso’, una aproximación equivalente a la propia de Perelman” (1974, p. 84).

Parece extraño que Perelman haya cometido la equivocación fundamental de atribuir a un autor lo que pertenece a dos. De ser así, hubiese necesitado justificar su examen, aunque solo fuera para mostrar con posterioridad cómo los filósofos (en este caso Mackie) entendieron el proyecto de Perelman. Pero después de todo, esta es una indicación seria, el que haya aproximaciones “equivalentes”, siendo desarrollada cada una de ellas, sobre ambos lados del canal que separa a Gran Bretaña del resto de Europa.

La explicación de Perelman del petitio es bastante clara: es un error estar despreocupado en relación con la adhesión de la audiencia a las premisas del discurso. Puesto que estamos preocupados no por la vinculación o consecuencia lógica de una conclusión con sus premisas, debemos distinguir la verdad de una tesis de la adhesión a ella. Incluso si una premisa fuese verdadera, asumir que esta sería aceptada y procesada sobre tal asunción es una petición de principio. En el artículo “ofensivo”, Perelman parece más interesado en señalar el problema general de que este esquema argumentativo es una falacia considerado bajo la definición tradicional de parecer válido cuando no lo es, e incluso así es efectivamente válido puesto que las premisas se vinculan lógicamente con la conclusión. No obstante, en efecto, Perelman también podría parecer estar identificando en la explicación de Mackie exactamente el error que Mackie está negando –de una única persona inconsistentemente afirmando tanto que el petitio es formalmente válido y de que este solo parece ser válido–. Podemos considerar tanto la aproximación general de Mackie en “Falacias en el discurso” como su explicación específica de la petitio al revisar cuán similar es al proyecto de Perelman.

Mackie define su categoría de falacias en el discurso como faltas que no son “errores de razonamiento desde las premisas, o evidencia, hacia una conclusión, sino que son sancionadas en base a algún otro fundamento” (1967, p. 169). Él incluye aquí cosas como la inconsistencia, la circularidad, el prejuicio, la irrelevancia y la interrogación injusta. Un grupo que parece carecer de cualquier hilo común. Incluso cuando él vuelve a este grupo, una característica dominante del conjunto es su naturaleza formal. La inconsistencia, por ejemplo, “es un rasgo formal que puede revisarse formalmente” (176). Solo cuando retorna al ignoratio elenchi nota la importancia del contexto, y en ninguna parte se preocupa particularmente por el surgimiento de la audiencia. Por lo tanto, en su marco teórico básico, el tratamiento de Mackie de las falacias del discurso no parece asemejarse a ninguna teoría de la argumentación que podría considerarse equivalente a la propia de Perelman. Más relevante nos parece, sin embargo, que lo mismo puede decirse del tratamiento específico del petitio principii. En su definición básica, Mackie lo presenta en los términos exactos en que Perelman lo asocia con los lógicos: “un argumento que pide principios”, escribe Mackie, “que usa la conclusión como una de las premisas, es siempre formalmente válido. Una conclusión no puede fallar en seguirse desde un conjunto de premisas que la incluyan” (p. 177). Procede entonces a explicar un tipo de petitio que surge cuando dos proposiciones se defienden cada una en referencia a la otra, notando la dificultad de detectar la falacia cuando el círculo es más amplio y más complejo. ¿Por qué ocurre esto?, podríamos preguntar. Porque “las proposiciones que han sido probadas entre sí parecen haber sido establecidas conclusivamente” (p. 177; el énfasis es mío). Esto es, seguramente, que ellas parecen ser válidas, pero no se ha provisto ninguna evidencia más que las dos proposiciones. Ahora, técnicamente, Mackie puede evitar la contradicción permitiendo que en un sentido todos los argumentos circulares sean en efecto formalmente válidos; y en otro sentido, ellos parecen ser válidos cuando no lo son. Él también está comprometido con el acuerdo de que lo falaz reside fuera de la validez formal. Pero en una lectura caritativa (más caritativa que la provista por Mackie), esta fue la medida de la preocupación de Perelman. A partir de esta preocupación entonces quiso desviar la atención a lo que realmente fue el problema subyacente, y cómo este inescapablemente involucraba a la audiencia y a la teoría de la argumentación. Haciendo un balance, entonces, es difícil ver los fundamentos para la afirmación de Mackie de que su aproximación (ya sea a las falacias del discurso en general o al petitio específicamente) sea equivalente a la de Perelman. Lo que sí indica, más bien, es un posterior error para apreciar completamente lo que la aproximación de Perelman involucra.

El miembro del grupo Oxford, H. L. A. Hart, fue un lector más caritativo de Perelman, uno que, sobre el testimonio de su introducción a la colección de artículos de Perelman sobre la justicia (1963) también estaba familiarizado con el proyecto de la Nueva Retórica. Hart fue capaz, por ejemplo, de ligar el trabajo de Perelman sobre la justicia con aquel sobre el argumento al enfatizar la importancia de “razonar sobre valores” y cómo tal razonamiento debe establecerse en contra de “la demostración lógica o la generalización inductiva o la aprensión de las verdades auto-evidentes” (1963, x). Además él aprecia plenamente el rol que la Regla de Justicia debe jugar en tal razonamiento y que las audiencias tienen una historia de precedentes sobre las que ellas se esbozan al hacer juicios.32 Uno no puede evitar pensar que Hart hubiese reconocido en el procedimiento perelmaniano de enumerar y luego analizar los usos del término “justicia” entonces vigente (Perelman, 1963, pp. 6-10) una metodología similar a aquella que ha compartido con Austin y los miembros del Saturday Morning Group.

Estas “conexiones” sugieren más de lo que realmente muestran. Ellas son lo que podría haber emergido, si los filósofos que entonces trabajaban en temas relacionados hubiesen querido adoptar las ideas de Perelman. Que ellos no lo hicieran es un asunto histórico más que claro. Pero es igualmente claro que muchos filósofos activos en su época no fueron adversos al proyecto de Perelman y lo compartieron, al menos, en espíritu.

Que allí debiese haber habido una mayor recepción es aparente en otros modos. Escribiendo sobre el estudio de Nicholas Rescher (1966) acerca de las modas recientes en la lógica, Bar-Hillel (1970) parece horrorizado de que ni los lingüistas ni los lógicos hayan parecido inclinarse para asumir la tarea de tratar seriamente la argumentación en el lenguaje natural y que Perelman y sus asociados no parezcan haber tenido ningún impacto sobre el asunto. Más “sorprendente” para Bar-Hillel es que la “escuela” de Perelman no esté ni siquiera mencionada en el “mapa” de Rescher, “y esto en un artículo publicado en una revista científica que aparece bajo los auspicios de la escuela belga de lógica” (1970, p. 355, nota 2).

Sin embargo, el propio trabajo de Bar-Hillel sobre argumentación está en sí mismo desafectado por las ideas de Perelman; ideas con las que Bar-Hillel estuvo bien familiarizado habiendo escuchado exponer a Perelman en varios congresos e incluyendo su trabajo en libros que él editó. Pero cuando se trata de argumentación, parece, Bar-Hillel usó el sombrero de un lingüista. El problema de evaluar argumentos en un lenguaje natural involucró, primero, determinar “qué afirmaciones, si hay alguna, se han referido a”, y en segundo lugar, “formular estas afirmaciones en un lenguaje (filosófico, universal) “normal” en alguna forma canónica. Después de 2.300 años de lógica formal estamos todavía infinitamente lejos de tener una idea clara de cómo debería lucir tal lenguaje” (1970, p. 204). Bar-Hillel se limita aquí al argumento deductivo, reconociendo que la mayoría de los argumentos son no-deductivos. Pero su aproximación no hace referencia en absoluto a la dirección distinta alentada por Perelman, que se asemeja al problema de Rescher por una omisión similar de algún modo extraña. Sintiendo que la argumentación ha sido traicionada por los lógicos (207), la dirección que Bar-Hillel persigue sugiere que él no ha sido persuadido ni siquiera por un lógico que esperaba profundamente no traicionarla.

Mientras Rescher fue un filósofo que subestimó el trabajo de Perelman, Johnstone no lo hizo y, al menos, hizo el honor de considerar valiosas varias de sus críticas. Las críticas de Johnstone, desarrolladas antes de la aparición completa de la Nueva Retórica, son bien conocidas pero merecen alguna atención aquí porque ayudan a explicar la reticencia de los filósofos a acoger plenamente el proyecto de Perelman.33

Las primeras reacciones de Johnstone parecen características de la cautelosa aproximación que los filósofos han tendido a tomar en relación con la retórica. Perelman aprecia esta situación notando que fue un hábito de los filósofos de su tiempo el de menospreciar la retórica. Los filósofos, después de todo, serían reacios a esperar el consentimiento respecto de los métodos con los que funcionan y que han ocultado a la audiencia (una sospecha común de la retórica). En este sentido también, Johnstone juzga que la teoría de la argumentación hace menos una contribución a la filosofía que a la retórica (1978, p. 90). La filosofía, por ejemplo, no considera la personalidad del hablante como pregunta. Además, en un artículo de 1954, Johnstone plantea preocupaciones sobre el auditorio universal que continuará molestándolo. Le parece extraño que los argumentos deban dirigirse hacia la Razón, como si esta fuese abstracta. Los argumentos filosóficos son destinados a audiencias específicas y la Razón es el medio de su expresión (1978, p. 91). Luego, será la misma idea de centrar la explicación alrededor de “audiencia” la que se pondrá en cuestión. De hecho, sostiene Johnstone, el principio que organiza La Nueva Retórica no es la audiencia sino la técnica. Y puesto que el proyecto falla en distinguir entre oyentes y lectores, entre argumentos orales y escritos, existe un error proporcional al lidiar con audiencias como fenómenos sociales (pp. 102-103). Y puesto que, además, no hay un modo aparente de probar la comprensión del auditorio universal (pp. 103-104) no hay entonces necesidad de mencionar las audiencias en absoluto (p. 106). No es necesario mencionar audiencias particulares una vez que dejamos caer la mención del auditorio universal. Y esa audiencia, resume Johnstone, solo estuvo ahí porque Perelman y Olbrechts-Tyteca pensaron que necesitaban un apuntalamiento filosófico para el cuerpo retórico de su trabajo (p. 106).

En otra parte, la preocupación de Johnstone descansa sobre las practicidades de un auditorio universal. ¿Cómo –se pregunta– podría la humanidad constituir una audiencia y qué desearía alcanzar un filósofo al dirigirse a ella? (Natanson y Johnstone, 1965, p. 147). Aquellos que no son convencidos por el argumento del filósofo serían marginalizados como irracionales, y entonces el auditorio “universal” quedaría reducido a una audiencia especializada de la propia elección del argumentador. Entonces: “¿qué significa ‘convencer’ a un modelo de audiencia que uno ha inventado?” (p. 147). Además, la naturaleza del argumento filosófico, tal como Johnstone lo entiende,34 está basada en desacuerdos y consecuentemente desafía la idea de que los filósofos sí se dirigen a un auditorio universal. El autor concluye que la exploración particular al cuestionar si la razón debe implicar universalidad “en el modo en el que usualmente se supone que lo haga” (p. 148), dado que las verdades alcanzadas, razonando lo que es aceptable para todos los seres racionales, constituirían verdades vacías.

Johnstone tiene otras críticas valiosas para contribuir: que la Nueva Retórica parece dividida en si la retórica es una técnica o un modo de verdad (las conclusiones de Johnstone apoyan la primera idea), y el problema de los argumentos cuasi-lógicos que asumen que las audiencias ya comprenden validez formal, ya que reconocen los argumentos cuasilógicos a causa de su similitud con las formas válidas.35 Estas se han mencionado antes, pero vale la pena ensayarlas porque se manifiestan en la cuestión central que tenemos ante nosotros: la recepción filosófica de la Nueva Retórica.

A pesar de los importantes problemas que Johnstone observa para una agenda que profundice el proyecto de Perelman, es claro que la influencia de Perelman fue central para advertir a Johnstone sobre los prospectos de la contribución retórica a la argumentación. En vez de mantener la distinción entre un argumento válido y uno que tiene una función retórica, Johnstone admite que la retórica es necesaria, puesto que el ser humano es “un animal que persuade y es persuadido. Pero esto implica un cambio en la comprensión de la retórica para capturar y expresar la función evocativa de la argumentación filosófica” (1978, p. 137).

En general, parece que ningún filósofo puede captar el valor del proyecto de Perelman sin también aceptar su idea de retórica. Significativamente, es tal referencia la que falta en la mayor parte de las reacciones filosóficas que he sondeado aquí. Mientras se reconoce valor en la idea de una argumentación que procede fuera de los perímetros del razonamiento formal, el reconocimiento complementario del rol que la retórica debe jugar en ella está ampliamente ausente.

Tal cuestión parece evidente desde la conferencia de 1958 que tuvo lugar en Francia y que convocó a un grupo de filósofos del continente interesados en la filosofía lingüística y un contingente de los filósofos clave de Oxford dedicados al lenguaje natural.36 En su reseña de las actas del congreso, Charles Taylor (1964) las llamó el registro de un diálogo que falló, identificando a los dos mundos filosóficos que se unieron conjuntamente como, en aras de brevedad, “los anglo-sajones” y “los continentales”. El contingente continental estaba, en su mayoría, conformado por simpatizantes de la fenomenología, aunque Taylor singulariza “al Profesor Perelman de Bruselas” como uno que “se ubicó más cerca de la tradición empirista” (p. 133). Taylor juzga que los dos lados conocían poco de la otra parte como para comprometerse en un diálogo fructífero. Taylor culpa ampliamente a los “oxfornianos”, que parecían carecer de voluntad para el diálogo, en parte porque tenían poca sustancia para ofrecer a las preguntas de los “continentalistas” sobre cuestiones de método. De hecho, como anota Taylor (p. 134), un desacuerdo más profundo parece existir en lo que se refiere al grado en el que el dominio legítimo de la filosofía incluye cuestiones de investigación empírica (tales como la psicología y la historia) que exceden las preguntas del lenguaje solamente. En otras palabras, el desacuerdo fue sobre el alcance de la filosofía misma. Es aquí donde las ideas de Perelman de la filosofía surgen en sí mismas como un impedimento para que otros comprendan los alcances completos de su propuesta.

Parte II: Perelman y la filosofía

Perelman fue un innovador filósofo en ambos lados y la imagen dividida de Taylor es un rechazo a ver la filosofía como un cuerpo de ideas fijas, una acumulación de verdades que deberían informar la investigación futura. La filosofía es un modo de pensar y hablar, un discurso dirigido al mundo. Es, como la conclusión del Realm of Rhetoric propondría, un asunto que abarca todo lo que cae fuera de la ciencia y cuyo método propio es la argumentación (1982, p. 160). Como Nathan Rotenstreich observa de La Nueva Retórica, “la filosofía siempre está en movimiento, en progreso” (1972, p. 12).

Para Perelman, una técnica nuclear de la argumentación involucra lo que él llama disociación de conceptos. La estrategia de disociación implica tomar un concepto establecido y dividirlo a lo largo de líneas particulares, con uno de los elementos separados promovido como el término Tipo II y teniendo un valor sobre su contraparte más tradicional, dejada como el término Tipo I. Una incompatibilidad en el modo en que un concepto aparece da surgimiento a la ruptura entre la unidad original de elementos dentro de un concepto único. Un ejemplo paradigmático usado por Perelman y Olbrechts-Tyteca para ilustrar esta técnica es el uso de la disociación en la tradición filosófica para distinguir apariencia de realidad.37 En trabajos anteriores, Perelman había efectuado tal disociación con el concepto de “filosofía”. Aunque no del tipo distintivo de apariencia/realidad, no son menos rotos los vínculos que unen los elementos independientes y causan un “profundo cambio en los datos conceptuales que se usan como bases de argumentos” (Perelman y Olbrechts-Tyteca, 1969, p. 412). El término II de Perelman, que él llama filosofía “regresiva” o “abierta”, como opuesta a la “primera filosofía” desde la que se extrae y en contra de la que se establece.

En contra de los sistemas metafísicos fijos de la “primera filosofía” con su búsqueda por una realidad necesaria, un concepto auto-evidente, desde el cual comenzar, Perelman establece la “filosofía abierta” que él llama “regresiva” (1949/2003, p. 191). Esta también estudia las proposiciones fundamentales que conciernen al ser, al conocimiento y a la acción, pero difiere en el peso otorgado a los puntos de partida: “la filosofía regresiva considera sus axiomas, sus criterios y sus reglas como resultado de una situación factual, y les da una validez medida por hechos verificables” (p. 191). Pero a diferencia de la primera filosofía que puede verse como destinada únicamente a conocer lo real, la filosofía regresiva aspira a una ontología que sea capaz de guiar la acción (Perelman, 1979, p. 103).

El valor de la filosofía regresiva surge en un sentido de las mismas limitaciones de la primera filosofía. Habiendo establecido de una vez un sistema de verdades absolutas, la primera filosofía debe entonces explicar cómo emergen los desacuerdos en el dominio del conocimiento o la acción (1949/2003, p. 193). La primera filosofía imagina su propia otredad, la cual devalúa. Perelman invierte ese sistema de valores.

Derivando de los cuatro principios de la dialéctica (otredad, dualidad, reusabilidad y responsabilidad) de Gonseth (1947), Perelman reconoce una forma de argumentación prefigurada en la retórica antigua: una argumentación retórica “que trata no la verdad, sino lo preferible, y lo que uno podría considerar como la lógica de los juicios de valor” (Perelman, 1949/2003, p. 198). Mientras los cuatro principios de Gonseth que caracterizan la filosofía regresiva en sí misma señalan una serie de problemas relacionados con su indecisión, aquellos problemas contribuyen a un programa de investigación.

La filosofía regresiva ve todo conocimiento como incompleto y sujeto a revisión de posterior experiencia, por lo tanto enfatiza la apertura. “Esta opone el conocimiento progresivo al conocimiento perfecto, opone conocimiento dialéctico a conocimiento dogmático” (p. 203). Está, en efecto, “siempre en progreso, en movimiento”. Y es esta la filosofía de la Nueva Retórica. Esta apertura misma da pie al surgimiento de la necesidad por un pluralismo filosófico (Perelman, 1979, p. 103).

Este es el carácter de desacuerdo que alienta a la filosofía pluralista. Sin acuerdo, debemos aceptar un pluralismo y diferentes escalas de valores, y esto a su vez hace fructíferos los diálogos que emergen en lo que las visiones opuestas pueden expresarse (Perelman, 1949/2003, p. 115). Esta actitud pluralista nos advierte en contra de las aspiraciones dominantes de la primera filosofía, puesto que “tener como puntos de partida al ser humano concreto comprometido en relaciones sociales y grupos de todo tipo, el pluralismo filosófico se abstiene de garantizar a cualquier individuo o grupo, no importa quiénes sean, el privilegio exorbitante de establecer un criterio único para lo que es válido y para lo que es apropiado” (Perelman, 1979, p. 71). Esto provee soluciones humanas más que soluciones finales, abiertas a cambios en el reconocimiento de problemas creados por la coexistencia humana. Y hace todo esto bajo el signo de la razonabilidad. Pero el concepto de razón en juego aquí es complejo, ya que en su promoción del pluralismo filosófico Perelman también apela a una idea universal. La apelación a la razón es una apelación al acuerdo de (y aquí la recomendación parece variar) “todos los hombres que no estén descalificados como miembros de esta audiencia universal” (1979, p. 70); es decir, excluyendo por razones legítimas a “aquellos que no son parte de ella” (Perelman y Olbrechts-Tyteca, 1969, p. 31);38 “una audiencia en armonía con la razón” (1979, p. 57); “o aquellos que están dispuestos a escuchar (al filósofo) y son capaces de seguir sus argumentos” (Perelman, 1982, p. 17).

De un modo u otro, “el filósofo debe argumentar de tal modo que su discurso pueda alcanzar la adhesión del auditorio universal” (Perelman, 1979, p. 58), porque la calidad de un discurso no puede juzgarse únicamente por su eficacia, sino también por la calidad de la audiencia sobre la que resulta eficaz. Estas son cuestiones, por supuesto, que han ocupado a los filósofos como Johnstone, y que exploraremos a continuación.

La filosofía de Perelman es, entonces, pluralista y abierta, y promueve una lógica de los juicios de valor a través de un énfasis sobre lo preferible más que sobre lo verdadero. Además, y nuevamente en términos que distancian a Perelman de sus contemporáneos, la empresa filosófica misma es comprensible debido a su naturaleza retórica (1979, p. 50). La primacía de la audiencia remedia la omisión poscartesiana que aflige a la filosofía (que contribuyó al declive de la retórica a los ojos de los filósofos –Perelman, 1982, p. 152). La argumentación filosófica es una nueva retórica; hecha nueva por las circunstancias de su resurgimiento y las tareas con la que se establece. Y el filósofo es un retórico (Perelman, 1989, p. 244). El dominio de la retórica abraza cada discurso que no afirma la validez impersonal de la primera filosofía, puesto que “uno apenas necesita un discurso para enviar a lo que está presente o a lo que se impone naturalmente” (Perelman, 1979, p. 103). Pero en relación con esto, la Nueva Retórica es aún en su núcleo una argumentación filosófica. Esta sirve a propósitos filosóficos, transmite ideas filosóficas y está primariamente destinada a una audiencia filosófica. Y nuevamente como tal, no puede evitar las tendencias universalizantes de su pasado. Lo que caracteriza al discurso filosófico es que está destinado a todas las personas razonables.

Parte III: Lo razonable

Si la filosofía de Perelman es irreconocible para muchos de sus contemporáneos, y por lo tanto poco atractiva para ellos, es en parte por su visión de que el futuro y las posibilidades del discurso filosófico incluyen la recuperación de una tradición de la que ellos podrían no haberse sentido parte. Aristóteles es un semillero para buena parte del pensamiento contemporáneo, pero sus discusiones de retórica son raramente los textos de elección. Incluso aunque Grice y Strawson co-planearon cursos sobre Aristóteles en Oxford (Chapman, 2005, pp. 49-50), ellos se interesaron en la riqueza lingüística del Organon y no en los conocimientos retóricos dentro del discurso civil, rasgo de lo que podría haberse pensado como transgredir los límites desde la filosofía a la psicología o la historia.

Una de las afirmaciones más interesantes de Perelman consiste en amplificar y extender a Aristóteles (1982, p. 4). Y hace eso en modos que concuerdan con las ideas de los escenarios contemporáneos que atraen a Perelman. Los discursos filosóficos de la argumentación retórica, mientras reconocen un núcleo epidíctico apenas visible, hablan a un rango más amplio de audiencias, incluyendo aquellas para textos escritos, y hablan en modos expansivos detrás de discursos cortos que una audiencia aristotélica, presumiblemente, sería capaz de seguir.

Pero la filosofía empírica de Perelman permanece plenamente aristotélica en sus sensibilidades esenciales. Consideremos el análisis aristotélico de la Forma Platónica del Bien (y de las formas en general). ¿Él pregunta por la bondad del Bien? No podemos saberlo, y si pudiésemos saberlo, no podríamos usarlo. Nosotros no vemos tales universales; vemos los particulares, y lo universal solo aparece incidentalmente en lo particular. El médico no “ve” la salud, sino un paciente. Y observando bastantes pacientes, el médico podrá con el tiempo acumular la experiencia que lo habilite a hacer juicios más generales (Ética, Libro I, Capítulo 6). A su vez, a través de las reciprocidades naturales del proceso que permite a quien conoce crecer con el conocimiento adquirido, el practicante (médico u otro) se hará mejor: mejor para reconocer, juzgar y actuar. Es decir, el conocimiento de los particulares no es suficiente; la acumulación apreciativa de lo universal es crucial para el éxito, lo que sea que éxito signifique.

El filósofo retórico de Aristóteles, como el de Perelman, es justo tal empirista, que acumula conocimiento de audiencias, dado a través de las reciprocidades que dichas experiencias proveen. Él no ve lo universal salvo incidentalmente, pero reconoce todo el tiempo que lo universal está allí, operando en los particulares. Aquí, los particulares en cuestión son las audiencias –vehículos de razón y emoción–. Uno llega a saber lo que es razonable, así como a comprender las emociones, a través de experimentar audiencias particulares que las expresan. Johnstone estuvo preocupado por el valor de los argumentos dirigidos a una razón abstracta. Pero para Perelman (como para Aristóteles) no existe una razón abstracta, solo expresiones particulares de ellas a partir de las que una comprensión general puede extraerse. Apelar a una audiencia es apelar tanto a sus modos particulares como universales. Nosotros “inventamos” este universal en el momento en que este es un producto de nuestra experiencia, de lo que conocemos a partir de las audiencias que confrontamos. No es algo que esté completamente bajo el control del argumentador (lo que Aristóteles denomina un rasgo entechnico de la situación argumentativa), pero atechnico, o parte de lo dado con lo que el argumentador debe lidiar. Aún así, su expresión o representación depende del argumentador que la invoca al abordarla, abordando el modo en que la audiencia entiende y se ajusta a lo razonable. El auditorio universal de los filósofos, tradicionalmente transmitido, parece vacío de contenido, mientras los argumentos destinados a él deben poseer un carácter auto-evidente que tiene una validez absoluta y eterna. Tal certidumbre cartesiana une todo. Empleando la técnica de disociación, podemos llamar a este (nuestro Término I) Audiencia Universal por completo, aunque confusamente ya expresado en La Nueva Retórica (1969, p. 32). Desde cualquier apreciación del proyecto de Perelman, podemos ver cuán compatible es este concepto, al punto que necesita una separación dentro de la unidad original del concepto involucrado y un nuevo Término II construido. Esta audiencia universal corrige las fallas de aquella a partir de la que se disocia. No es absoluta, no es eterna, no posee un carácter auto-evidente. Es relativa a la audiencia particular, tiempo y espacio, con la situación argumentativa, para la cual es relevante. En relación con esto, vemos un rasgo central de la explicación de Perelman como una amplificación de Aristóteles.39

Otros rasgos del trabajo de Perelman son más aparentes como extensiones de los tratamientos de Aristóteles, pujando la dialéctica más adentro de las situaciones contemporáneas. Un caso excelente aquí es el concepto de “adhesión”, un concepto tan central para el proyecto de la Nueva Retórica, y aún así uno que todavía demanda por la claridad del análisis filosófico, especialmente a la luz de los modos en los que Strawson y Mackie parecen haberlo entendido. Es un concepto importante que, contrariamente a las afirmaciones de Johnstone, contribuye tanto a la filosofía como a la retórica. Porque el concepto de “adhesión” habla a los problemas que han confundido o sorprendido a los filósofos, y continúa haciéndolo.

Se nos dice en La Nueva Retórica que toda argumentación busca ganar la adhesión de las mentes y en su modo asume un contacto intelectual (1969, p. 14). Previamente, el criterio se dispone en la distinción de aquel de la demostración:

El objeto de la teoría de la argumentación es el estudio de las técnicas discursivas que nos permiten inducir o incrementar la adhesión de las mentes a las tesis presentadas para su asentimiento. Lo que es característico de la adhesión de las mentes es su intensidad variable: nada nos obliga a limitar nuestro estudio a un grado particular de adhesión caracterizado por la auto-evidencia, y nada nos permite considerar a priori los grados de adhesión a una tesis como proposicional para su probabilidad y para identificar la auto-evidencia con la verdad. Es una buena práctica no confundir, al comienzo, aquellos aspectos del razonamiento relativos a la verdad y aquellos relativos a la adhesión, pero estudiarlos separadamente, incluso aunque podríamos tener que examinar luego su posible interferencia o correspondencia. Solo bajo esta condición es posible desarrollar una teoría de la argumentación con algún alcance filosófico (1969, p. 4).

Por lo tanto, “adhesión” es un estado o característica de las mentes y aparece gradualmente, con una menor a una mayor intensidad. Es el grado de acuerdo o asentimiento con una tesis.

Aquí, la “adhesión” es la meta de la argumentación. Pero a un nivel diferente, es el punto de partida. La estructura completa de la argumentación no tiene otra base, pues se nos dice “que es un factor de naturaleza psicológica, la adhesión de los oyentes” (1969, p. 104). Esta adhesión, se presume, existe y se construye. Es el nivel de acuerdo de las premisas básicas, aquellas premisas que no necesitan más apoyo y pueden tomarse como dadas.40 Por lo tanto, inicialmente, un argumentador emplea técnicas para reconocer la adhesión, buscando “señas” de su presencia (105), aunque en muchos casos podemos no tener mejor guía que las presunciones de inercia social.

La “adhesión” está ligada a las ideas. Pero la metáfora de la mente como una estructura núcleo con la que las cosas (tesis) son adheridas, con grados variados de fijación e intensidad, es extraña. De hecho, Goodwin (1995) define “adhesión” como el bastón de una persona y una proposición, y entonces explora los modos en los que tal “bastón” puede llegar a ser una convicción.41 En contraste, Mieczyslaw Maneli (1994) define “adhesión” como una decisión sobre la parte de la audiencia para cooperar con el hablante en algún tiempo predecible (p. 52). No se requiere ningún cambio de perspectiva, o cualquier opinión sentida profundamente, y ningún sentido de “fijación”. Pero quizás no deberíamos distraernos demasiado con esta metáfora. Nuestra experiencia nos dice que las personas concuerdan con nosotros y que ese acuerdo puede ser fuerte o débil, puede fortalecerse o puede decaer (¡Aquí hay una metáfora de nuevo!). Si podemos construir nuestra argumentación sobre acuerdos y mover a la audiencia a través de un proceso de razonamiento hacia nuevos acuerdos,42 aquellos nuevos acuerdos probablemente sean más firmes, más duraderos, que si construyésemos la argumentación sobre estructuras más débiles como la asunción o la especulación. Buscamos signos o señales de este acuerdo en todos los tipos de comportamiento, no solo en lo que las personas dicen, sino también en cómo ellos gastan su dinero y los uniformes sociales que visten y los libros que leen y los periódicos que compran, y así sucesivamente. Aristóteles entendió la importancia de la adhesión a las premisas básicas y el signo de su presencia en su teoría de los topoi –líneas de argumentos “vistos” por el argumentador y bosquejados de modo que se espera que la audiencia también los “vea” puesto que ellos comparten un fundamento de acuerdos básicos sobre los que puede construirse la argumentación–. La importancia de estos topoi, si se los elige con éxito, como nota Perelman (1979, p. 159), reside en que ellos justifican elecciones sin tener que justificarse. En Perelman, los topoi se convierten en los loci latinos y, por lo tanto, refuerzam la corporeidad de las ideas involucradas, establecidas en la geografía de la mente.

Los topoi de Aristóteles también incluyen aquellos que se relacionan con el pathos, presentes, por ejemplo, en su discusión sobre la tranquilidad: “Claramente, entonces, quienes deseen infundir tranquilidad o calma [en su audiencia] deberían hablar desde estos topoi” (Retórica, Libro II, Capítulo 3, 1380b). Esta calma debería conducirnos a volver a mirar con más cuidado el concepto perelmaniano de adhesión. En efecto, la adhesión comienza con un estado de la mente, como un contacto intelectual, pero a medida que se desarrolla abraza a la persona completa y ya no es solo la conexión intelectual de sus orígenes. La meta ya no es puramente adhesión intelectual, sino el incitar a una acción o crear una disposición para actuar, puesto que la comprensión no necesita ser inmediata (1982, p. 13). Podemos pensar esta incitación o creación como metas adicionales a la adhesión. Pero es más plausible verlas como parte de la adhesión. Perelman no está interesado simplemente en ideas abstractas, sino también en valores (1982, p. 19; 1979, p. 159). Por lo tanto, es central el género epidíctico, con su énfasis en promover o desalentar valores a través de la alabanza y el reproche. Sin tal adhesión, escribe, los discursos dirigidos a provocar una acción “no pueden encontrar la palanca para mover o inspirar a sus oyentes” (1982, p. 19). La adhesión más profunda implica un cambio de carácter (consistente con las prescripciones éticas de una teoría de la virtud aristotélica enraizada en el desarrollo del carácter) donde las personas estén dispuestas (aunque no garanticen hacerlo) a comportarse de determinados modos. Esta adaptación de las creencias y valores, en mi opinión, es el sentido fuerte de adhesión que imaginarías y abordaríamos en las elecciones y acciones que asociamos con convicción.43 Al otro extremo del espectro, podríamos prever una adhesión más débil captada en una apreciación del punto de vista del otro. Esto, también, dependiendo de las circunstancias, podría ser un resultado exitoso de la argumentación.

De modo que nos movemos desde un conjunto de adhesiones a otro conjunto de adhesiones, de uno que ya existe en la audiencia a otro que está por traerse a la existencia. Pero habiendo buscado signos del primero, podemos estar más preocupados en encontrar señales medibles del segundo, ya que este involucra la determinación de la fuerza de los argumentos y su relación con la naturaleza de la adhesión en el esquema perelmaniano. Esto es un rompecabezas que Perelman y Olbrechts-Tyteca mismos nos presentan. Por otra parte, parece como si la adhesión debiera medirse por las acciones de la audiencia, como aquellas acciones y audiencia están pensadas por el argumentador.44 Por lo tanto, Perelman y Olbrechts-Tyteca hablan de la argumentación en curso hasta que la acción deseada se ejecuta realmente (1969, p. 49). Y por lo tanto, la adhesión puede medirse por cómo se comporta una audiencia: qué obstáculos sobrelleva, qué sacrificios hace y así sucesivamente.45 Pero esto, como conceden los autores, conduce a un peligro: ya que la adhesión siempre puede ser reforzada, no podemos estar seguros de cuándo medir la efectividad de la argumentación. Si la comprensión de la audiencia es el único criterio, podemos ser prematuros al juzgar la cualidad de la argumentación o dejarla incapaz de decidir. Después de todo, si la adhesión implica crear una disposición a actuar, entonces hasta que las circunstancias puedan compeler a acciones apropiadas no podemos medir el grado de efectividad de la argumentación.

Este foco sobre la efectividad de la argumentación como el único criterio de fuerza puede obscurecer el peso completo de las propuestas de Perelman y Olbrechts-Tyteca y conducir al tipo de juicios peyorativos que vemos desde algunos de los críticos de la Nueva Retórica.46 Tal foco subestima el modo en el que este asunto es traído al foro en una de las preguntas clave de La Nueva Retórica: ¿Es un argumento fuerte, un argumento efectivo que gana la adhesión de la audiencia, o es un argumento válido el que debería ganarla?” (1969, p. 463). Solo plantear la pregunta en este modo nos ubica fuera de la cronología de los eventos argumentativos donde se nos deja esperando signos de eficacia. Aquí, podríamos evaluar la argumentación como si se desarrollase en términos de cuán bien el argumentador ha exhibido los elementos que deberían causar la adhesión (pero no la garantizan), a partir de lo que se conoce de la audiencia. Podemos trabajar entonces con una noción de validez. Johnstone pide algún modo de probar la comprensión del auditorio universal, y en su aparente ausencia juzgó inútil la apelación a la audiencia. Pero Perelman provee la prueba en el recurso de validez. No “validez” como ha sido comprendida en la lógica informal. Ese concepto ha revelado una incompatibilidad con las metas de la argumentación tal que a través de la técnica de disociación buscamos ahora un Término II que lo reemplace. Tal distinción es predicada en la identificación de los argumentos cuasi-lógicos. Como Johnstone observa correctamente, los argumentos cuasi lógicos asumen que las audiencias ya comprenden la validez a fin de ver la similitud. Pero esto no es tanto un problema como una confirmación de que existe un sentido paralelo de validez vivo en las audiencias en armonía con las exigencias de la argumentación. Esto no impide la validez formal, el poder que Perelman jamás ha negado. Esto solo restringe la validez formal a su dominio y la torna en un Término Tipo I a partir del que se extrae el Tipo II.

Aún así, ¿cómo reconciliamos eficacia con validez en la evaluación de un argumento? A medida que la pregunta se nos formula, ¿es el argumento fuerte el que persuade a la audiencia abordada, o aquel que debe convencer a un auditorio universal extraída de ella? Estas preguntas se dirigen a la audiencia y ya que la Nueva Retórica no es nada sino auto-referencial, se espera que la audiencia contribuya a la respuesta.

Aquí también la relación de las audiencias particular y universal se trae de nuevo a colación con la pregunta de la fuerza. Y al igual que con muchos rasgos de esta explicación, no pueden liberarse una de otra; cada una alimenta a la otra en respuesta al rompecabezas.

Siempre estaremos intrigados por los prospectos de efectividad, por los tipos de comprensión por parte de las audiencias por las que se mide la efectividad. Posteriores pistas de cómo esta comprensión puede ocurrir aparecen en el concepto de auditorio fluido que cambia a través del proceso de argumentación, “hasta el grado que el discurso es efectivo” (Perelman, 1982, p. 149). Enfatizo la frase porque resume la medición involucrada; uno ve en la interacción con la audiencia el impacto de la argumentación –a través de los puntos elevados, aquellos resistidos, donde se requieren énfasis y repetición, y otros puntos son esquivados porque la audiencia los ha concedido rápido–. La argumentación es un proceso de cambio (para ambos, la audiencia y el argumentador, aunque la explicación de Perelman se preocupe antes que nada por la primera). Por lo tanto, la eficacia se experimenta en los intercambios colaborativos entre argumentador y audiencias. Las respuestas del argumentador son para el éxito o falla de los intentos de eficacia. La persuasión, que no es casi nunca un asunto de todo o nada, se desarrolla en el toma y daca de los intercambios argumentativos, con cada participante que contribuye.

Pero ¿qué ocurre entonces con la validez? Este es quizás el concepto crucial, con su historia filosófica pendiendo como un velo. No hay, ni puede haber, un modelo racionalista de la validez trabajando aquí en un proyecto marcado en cada arista por sus sentimientos anti-cartesianos. En un artículo temprano, McKerrow (1977), influenciado por la interpretación de Scult (1976) del auditorio universal, agrupa a Perelman con otros teóricos que asumen que los argumentos justifican más de lo que aseveran sus afirmaciones. El sentido de validez que considera operativo es el sentido en el que el auditorio universal valida las transacciones retóricas (1977, p. 137). Pero la comprensión del auditorio universal parece aquí profundamente impersonal –un objeto desapasionado que “dispensará respuestas a mis indagaciones sobre la eficacia de mi argumento” (138). Perelman, sin embargo, convoca, auque solo implícitamente, la idea de una validez personal al hablar explícitamente del modo en el que el dominio de la retórica abraza cada discurso que “no afirma una validez impersonal” (1982, p. 162). Esta validez es el Término II que buscamos. En lo que es, como Taylor nos recuerda, un terreno empirista, el argumento válido también se experimentará. A diferencia de los argumentos aislados de una demostración, la argumentación siempre tiene una historia. La comunidad de razonadores que juzgan la fuerza de un argumento ha razonado antes, y aquellas decisiones influirán en decisiones futuras, pues ellas son recuperables en un análisis empírico. Cuando Perelman y Olbrechts-Tyteca sugieren que la fuerza debe ser evaluada por la regla de justicia, esta es la idea que viene al foro: que los argumentos se dirigen a audiencias que tienen una historia, que no emergen nuevamente a cada paso, sino que abrevan en sus juicios pasados cuando hacen otros nuevos. Mientras la eficacia del argumento los afecta ahora; la validez se erige aparte de esto, y se deriva de su pasado y de su proyección en el futuro. Ninguna afirmación se hace para una validez impersonal aquí. Pero la apreciación puede hacerse dado que cualquier audiencia que razona a través de justo esta situación, con esta historia a su tiempo, con estos valores y creencias, encontraría este resultado razonable. Esta validez, esta capa de confirmación que refuerza la elección persuasiva por universalizarla en este modo, puede ser anticipada por el argumentador que conoce bien a la audiencia involucrada, y puede experimentarse por la audiencia y puede ser evaluada en el resultado de la argumentación. La validez puede ser anticipada; la validez puede ser experimentada; la validez puede ser evaluada. En suma, esta provee el segundo aspecto importante del criterio de fuerza. Juzgar la explicación de Perelman como interesada solo en la efectividad de la argumentación falla en apreciar la película completa.

Los argumentos, entonces, se experimentan dentro de comunidades que tienen sus medidas diferentes de fuerza; sus modos de ser razonables. Esos desacuerdos surgen sobre si lo razonable es empíricamente evidente. Esa es la razón por la que necesitamos que la argumentación exista. Lo que apoya las interpretaciones precedentes son las afirmaciones hechas sobre lo razonable. No existe mejor modo de comprender estas y otras afirmaciones relacionadas: “lo que es razonable debe ser capaz de ser un precedente que puede inspirar a todos en circunstancias análogas, y de esto deriva el valor de la generalización o universalización que es característica de lo razonable” (Perelman, 1979, p. 119). Los modos de ser razonable involucran generalización de nuestra experiencia a una audiencia que, por deseo de un mejor término, es universal. Podríamos preguntar si este movimiento es necesario: dada la singularidad de las situaciones argumentativas, nadie más experimentará aquellas que nosotros experimentemos, así que juzgarlas como si ellas deberían es un gesto vacío. El movimiento de universalización nos alinea con una audiencia que no existe fuera de la situación particular, y por lo tanto es imaginada. Pero este es un modo de ver el auditorio universal en lo particular, de ver la razón en trabajo. Como el reconocimiento aristotélico de lo universal, podemos abstraer la idea de lo que significa ser razonable a fin de reconocer en otras comunidades y razonadores. La razonabilidad se transforma en una fuente para decisiones futuras y una verificación de las decisiones auto-interesadas que no puede justificarse más generalmente. Esto provee el contenido compartido para las premisas básicas en las que fundamos nuestros argumentos.

Al mismo tiempo, tal razonabilidad no garantiza unanimidad de pensamiento. La historia está repleta de ejemplos de argumentos opuestos que despiertan lealtad de personas que no juzgaríamos como razonables. Al momento en el que estos “modos razonados y reconocidos de pensar [existen] ellos son ambos razonables” (Perelman, 1979, p. 113). El éxito se mide con demasiada frecuencia en términos de alcanzar “verdades” lógicas o resolver desacuerdos. Pero en el modo en el que lo razonable toma vida aquí es el modo en el que sostenemos nuestros desacuerdos el que se ve influenciado por la argumentación exitosa –respetuosa, razonada y con una apertura hacia otras perspectivas–. Un modelo retórico de argumentación, con su foco en el valor, acerca lo razonable al núcleo de nuestra existencia, rechazando la visión de que esta es una simple herramienta para resolver problemas. Esto provee una red de conexiones con otros, ahora y en el futuro, dentro de la que pueden apreciarse las creencias que ellos mantienen.

Conclusión

Se considera a menudo que la persuasión supone imponerle algunas tesis a otras personas. Pero en el sentido expandido que hemos visto de “adhesión” trabajado en esta explicación, podemos movernos a acciones que reflejen sentidos diferentes de “aceptación”; podemos aceptar sin aceptar, en el sentido de que podemos aceptar la razonabilidad del punto de vista presentado sin adoptar las razones para nosotros mismos. En este modo también hay un prospecto, o promesa, de una razón (como se materializa en los razonadores) moviéndose, expandiéndose, cambiando.

Tal juicio de aceptación es quizás el mejor modo de resumir las respuestas filosóficas previas al proyecto de la Nueva Retórica. La razonabilidad de lo que se propone es reconocida y bienvenida, incluso mientras las posiciones y los procedimientos no son adoptados o apreciados completamente. Pararse en el camino, quizás, sea la resistencia “innata” de los filósofos ante los asuntos retóricos. Pero eso también está cambiando: uno de los avances más significativos que podríamos reconocer en los círculos filosóficos durante los últimos cincuenta años es la recuperación seria de los temas y conceptos retóricos, vistos en parte en los movimientos de los filósofos hacia la mayor interdisciplinariedad. Si el trabajo de Perelman no ha sido la causa mayor de esa recuperación, esta al menos la ha apoyado para que sea erigida en recurso e inspiración para el futuro. Lo que Perelman no hizo fue, simplemente, traer la retórica a la filosofía: su trabajo sistemático sobre los principios de ambas disciplinas involucró una fusión que produjo algo bastante novedoso. Fue la naturaleza completa de esta novedad que se perdió en muchos de sus contemporáneos. No asir esto resulta un equívoco a la hora de apreciar las muy reales contribuciones que Perelman ofreció a la comunidad en la que él se sintió más cómodo y que buscó persuadir –contribuciones como aquellas exploradas aquí hechas para la dialéctica sobre premisas básicas y problemas de evaluación de argumentos–.47