Maniobra constreñida: la retórica como empresa racional (2006)

Parte I: Maniobra estratégica para maniobrar estratégicamente

Todas las teorías de la argumentación, y particularmente aquellas que son normativas en fuerza, enfatizan la razonabilidad subyacente de la actividad y los modos en los que esto debería alcanzarse y mantenerse. Pero existe también el reconocimiento práctico que los argumentadores tienen más en mente, incluso cuando están preocupados por mantener la razonabilidad. Los argumentadores pueden, por ejemplo, querer mantener la razonabilidad en sus propios términos y alcanzar resultados que sean favorables a sus propios intereses, y medirán el éxito de este modo. Reconociendo esto, el desarrollo del proyecto de la maniobra estratégica es una iniciativa bienvenida que debería convocar a asumir más seriamente a los teóricos de la argumentación las dimensiones retóricas de la argumentación. En lo que sigue, considero de cerca algunos de los rasgos centrales del proyecto de la maniobra estratégica en relación con mis propios intentos recientes para trabajar con un modelo retórico de argumentación (Tindale, 2004; 1999). Comienzo delineando mi propio entendimiento del proyecto y sus rasgos centrales al considerar un breve caso de estudio donde los argumentadores intentan persuadir a una comunidad para que acepte su posición. El caso involucra a un par de teóricos de la argumentación, Frans van Eemeren y Peter Houtlosser, conscientes de la tensión exacta que acabo de presentar y preocupados por persuadir al amplio cuerpo de teóricos de la argumentación de que una perspectiva retórica puede tener valor, y de que también puede ser contenida, en una serie de rasgos vinculados con las varias etapas de la argumentación, a partir del término “maniobra estratégica”.

Por supuesto, el cuerpo amplio de teóricos de la argumentación constituye una audiencia compuesta particularmente diversa; algunos de quienes no tardarán en persuadirse del rol de la retórica puesto que esta ha formado parte de la aproximación que ellos tenían. Su preocupación puede ser el rol específico que la retórica debería jugar. Aquellos que provienen de las perspectivas fundadas por el trabajo de Perelman y Olbrechts-Tyteca son ejemplos obvios. Pero otros no serán tan fáciles de persuadir puesto que los fundamentos de su perspectiva se han liberado de la retórica y pueden incluso haberse establecido en contra de ella. Aquellos teóricos que trabajan en la perspectiva pragma-dialéctica, como fue concebida inicialmente, son ejemplos obvios. Los proponentes de esta nueva iniciativa tienen su trabajo separado de ellos.

Un estudio de caso

Vemos ciertos movimientos en la etapa de la confrontación, donde la naturaleza de la disputa se aborda. La decisión de cómo aproximar el tema será importante y se hace enfatizando cómo se fortalece la maniobra estratégica y cómo se completa la explicación pragma-dialéctica.

Hasta ahora, el análisis pragma-dialéctico tendió a concentrarse en reconstruir primariamente los aspectos del discurso argumentativo. Es claro, sin embargo, que el análisis y su justificación pueden ser considerablemente fortalecidos por una mejor comprensión del fundamento estratégico detrás de los movimientos que se hacen en el discurso. Para este propósito, es indispensable incorporar una dimensión retórica en la reconstrucción del discurso (van Eemeren & Houtlosser, 1999a, p. 164).

En la etapa de la confrontación, entonces, la tensión tradicional entre dialéctica y retórica es minimizada y su relación es presentada como complementaria y útil. Esto sofocará a la audiencia (al menos la parte potencialmente agonística de una audiencia amplia). Pero los autores van a demandar aún más, en la expectativa de una relación entre las dos perspectivas que encaje con los principios establecidos que son compartidos y que explique los nuevos roles. Por ende, la demanda de la audiencia se satisface al evitar explícitamente una contradicción1 y al enfatizar la naturaleza complementaria de la influencia de la nueva retórica; pero también al explicar cómo el nuevo emprendimiento encaja en la tradicional división entre dialéctica y retórica (Van Eemeren & Houtlosser, 1999c, pp. 482-3). No hay dudas sobre la relación apropiada aquí –la retórica es la sirvienta de la dialéctica, y los movimientos retóricos operan dentro de un marco teórico dialéctico (1999c, p. 493). Esto contrasta marcadamente, como ellos mismos notan, con los teóricos retóricos Perelman y Olbrechts-Tyteca, quienes traen elementos de la dialéctica a la retórica (van Eemeren & Houtlosser, 1999a, p. 165). Esta relación preferida presenta una extensión natural de los compromisos ya efectuados en la pragma-dialéctica.

También existe argumentación que se construye sobre una comprensión ya viva en la audiencia más amplia: la dialéctica, se nos recuerda, lidia con las preguntas generales y abstractas, mientras la retórica se preocupa de casos específicos (Van Eemeren & Houtlosser, 2000a) y de los ajustes contextuales requeridos para convencer a personas específicas (Van Eemeren & Houtlosser, 2002a, p. 15). Parece natural, entonces, que lo específico se deba materializar en lo general. Además, los teóricos han caracterizado la norma retórica como aquella vinculada a la efectividad, mientras la dialéctica abraza la idea de razonabilidad. Aunque Van Eemeren y Houtlosser insisten en que no hay incompatibilidad entre ambas normas (2002a, p. 15), no resisten la caracterización tradicional y, entonces, nuevamente, parece natural fundamentar la efectividad en la razonabilidad: “la persuasión efectiva debe ser disciplinada por la racionalidad dialéctica” (2000b, p. 297).

Pienso que es en la etapa de apertura que los autores del proyecto deben proveer criterios específicos o herramientas para llegar a la explicación. Este requisito se cumple por una triada importante de rasgos que –mientras son diferentes en muchos sentidos–, sirven para conectar con la audiencia de la retórica en su sentido amplio. Ello por medio de la apelación a, por ejemplo, una triada similar en Perelman y Olbrechts-Tyteca con ecos de la Rhetorica ad Herennium.

La primera de esas dimensiones implica la selección de tópicos de aquellos que están disponibles. Van Eemeren y Houtlosser denominan a esto el potencial tópico de cada etapa de la discusión. Es decir, los argumentadores seleccionarán materiales de aquellos disponibles de acuerdo con los que creen mejores para avanzar sus intereses. En la etapa de la confrontación, el hablante o escritor seleccionará o excluirá estos, en un intento de indicar cómo se define la confrontación. En una disputa sobre el lugar de la retórica en la argumentación, por ejemplo, la idea clave podría ser definida en términos de fortalecer un modelo establecido de argumentación. En la etapa de apertura, los participantes intentan crear los puntos de partida más beneficiosos. Esto puede hacerse por medio del establecimiento de acuerdos sobre los roles y tradiciones de la dialéctica y la retórica, ganando concesiones sobre cómo estos podrían relacionarse. En la etapa de la argumentación, los mejores “estados de intemperancia” se seleccionarán de aquellos apropiados para el tipo de punto de vista en cuestión. Y en la etapa de conclusión, la atención se dirigirá a alcanzar el mejor resultado posible para una parte, por ejemplo, al señalar las consecuencias (1999a, p. 166), o al indicar que el nuevo modelo está mejor equipado para manejar tipos convencionalizados de actividad argumentativa, como la negociación (Van Eemeren & Houtlosser, 2005).

La segunda dimensión involucra adaptar las demandas de la audiencia (auditorio). En general, esto equivaldrá a crear “empatía o ‘comunión’ entre el argumentador y su audiencia” (Van Eemeren & Houtlosser, 2000b, p. 298). Pero esta adaptación funciona en modos específicos en cada etapa, dependiendo del asunto y la naturaleza de la audiencia involucrada. Nuevamente, al defender el rol de la retórica en la argumentación, los argumentadores acordarán con las preocupaciones potenciales de la audiencia, al enfatizar el rol benigno de la retórica y al abordar las expectativas de la audiencia para tener esta influencia controlada. Esto al no alternar significativamente la perspectiva dialéctica subyacente.

La tercera dimensión exige explorar los dispositivos presentacionales apropiados para cada etapa. Aquí, las figuras retóricas se usan para imprimir movimientos en la mente y crear “presencia”. En la etapa de apertura, la estratagema retórica adoptada por los argumentadores debe ser efectivamente presentada para adoptar la metáfora de la maniobra, de moverse alrededor de obstáculos hacia una meta.

Estas tres dimensiones o rasgos son importantes en sí mismas porque establecen los términos de la explicación y definen cómo la retórica puede incluirse en la argumentación. Pero, aún así, esto debe introducirse teniendo en cuenta la razonabilidad de toda la empresa. Aquí pienso que vemos aspectos de la etapa de la “disputa” de la argumentación, donde se debe problematizar algo para obtener la racionalidad de la explicación.

Un criterio clave para evaluar si una estrategia retórica “debe seguirse” (1999a, p. 166; 1999b, p. 170) en cualquier etapa es aquella de la convergencia: la selección de materiales, la adaptación a la audiencia, y el uso de dispositivos retóricos deben todos converger.

Posteriores detalles muestran la convergencia como un criterio de éxito (razonable). Como se observa, “maniobrar estratégicamente funciona mejor cuando las influencias retóricas provocadas para tener en cada uno de los tres niveles se hacen para converger” (2000a, cursivas añadidas). En efecto, la argumentación para reconocer y adoptar la maniobra estratégica ha fusionado las tres dimensiones (de la selección tópica, adaptación a la audiencia, y presentación de dispositivos) en la tradición de una aproximación valorada para la argumentación: aquella de la pragma-dialéctica. Al hacer esto, la argumentación ha hecho más que solo maniobrar estratégicamente, ha “mostrado una estrategia retórica genuina” (2000a). En el mismo artículo, los autores hablan de una estrategia retórica que es “óptimamente exitosa” cuando tal fusión de influencias ocurre.

Podríamos además ponderar la naturaleza de este éxito. En retórica, está usualmente ligado en algún modo a la efectividad de la persuasión, de acuerdo con el propio entendimiento de Van Eemeren y Houtlosser. Pero el éxito en términos de lo que ellos han establecido ahora puede significar no más que ser capaz de combinar los propios intereses retóricos con las propias obligaciones dialécticas a través de estrategias que explotan (en un sentido neutral) las oportunidades de una situación argumentativa. Más claramente identificado está un requerimiento negativo que gobierna las estrategias apropiadas. Ser persuasivo no sería suficiente para considerar aceptables a las estrategias retóricas si ellas no son también razonables (2000b, p. 297). Y el modo clave en el que ellas deben cumplir estas condiciones adicionales las liga con el programa de evaluaciones pragmadialéctico, y con ello además se satisface la demanda de la audiencia: evitando falacias (1999c, p. 485). Las falacias en los pragmadialécticos involucran violaciones de una o más reglas que gobiernan discusiones críticas. En la visión de Van Eemeren y Houtlosser, es “posible identificar ‘tipos’ específicos o ‘categorías’ de maniobras estratégicas que pueden ponerse contra la pared como falacias para su correspondencia con un tipo particular de violación a la regla en una etapa especifica de la discusión” (2001, p. 24). El requisito de la razonabilidad presentado por las reglas para la discusión sirve como una verificación de que el argumentador simplemente se ha salido con la suya. Para que tal cosa ocurra, deberían los compromisos del argumentador de proceder razonablemente y ser denegados por la meta de la persuasión (en otras palabras, cuando la relación correcta entre la dialéctica y la retórica se invierte). Cuando esto ocurre, Van Eemeren y Houtlosser dicen que la maniobra estratégica se ha “descarrilado”, y por lo tanto se ha cometido una falacia. Claramente, este es un punto que desean fijar en las mentes de las audiencias, porque los autores adoptan un dispositivo presentacional vívido para presentarlo: “todos los descarrilamientos de las maniobras estratégicas son falaces, y todas las falacias pueden observarse como descarrilamientos de las maniobras estratégicas” (2001, p. 23). Es un mérito adicional de esta nueva propuesta, la inclusión apropiada en la etapa de la argumentación donde las consecuencias importantes y las ventajas puedan demostrarse, que enfaticen las maniobras estratégicas hace posible explicar la relación entre falacias y sus contrapartes positivas y explicar además por qué las falacias parecen ser persuasivas (Van Eemeren y Houtlosser, 2003, p. 3).

Asunciones en la maniobra estratégica

No pertenezco a esa parte de la audiencia de los teóricos de la argumentación que necesitan persuadirse del valor de incorporar la retórica a la argumentación. Cualquier modelo de argumentación que busque focalizar la retórica no puede ser ayudado por componentes del trabajo de Van Eemeren y Houtlosser. Las decisiones que hacen hablantes y escritores al seleccionar términos y estructuras de sus argumentos, por ejemplo, se destinan a dar a sus ideas presencia. Las afirmaciones se designan para captar la atención de la audiencia, de modo que resalten en su mente ideas específicas. Incluso la primera dimensión, la de seleccionar un asunto, implica este intento (1999b, p. 168). Pero es mediante el uso de figuras retóricas como dispositivos presentacionales que esto se torna más evidente, en tanto ellas “hacen que las cosas se presenten en la mente” (1999a, p. 166; 1999c, p. 485). Veo que esto es un eco y un reconocimiento importante del énfasis de Perelman y Olbrechts-Tyteca sobre el modo en el que las figuras retóricas atraen la atención en la argumentación (1969, p. 168).

Por otra parte, en mi propio trabajo he focalizado más el rol jugado por la audiencia en la argumentación que sobre las maniobras estratégicas adoptadas por los argumentadores. Al respecto, existen varias asunciones prevalentes conectadas con el proyecto de la maniobra estratégica que establecen la aproximación lejos de la dirección que mi propio trabajo ha seguido. Esto involucra el rol subsidiario que el primero ha dado a la retórica en relación con la dialéctica y la importancia relativa que el proyecto brinda a los argumentadores sobre las audiencias. Los argumentadores, se nos dice, no solo están interesados en resolver diferencias de opinión; ellos diseñan sus contribuciones a fin de resolver disputas en su propio favor. Es su auto-interés racional que los vuelve retóricos. El primer error ha sido prestar atención a los “propósitos de los argumentadores” (Van Eemeren & Houtlosser, 2003, p. 2) que se ha visto como una falta en el proyecto pragma-dialéctico. Pero la razón retórica que es crucial para la argumentación en muchos otros modelos lo es porque la argumentación es exclusivamente orientada hacia la audiencia. En los intercambios dialécticos entre participantes en una disputa podemos monitorear las estrategias que cada uno usa para avanzar sus propios intereses. Pero en la argumentación de variedad monológica, en la que la discusión crítica debe imaginarse y el rol de una parte “activarse”, tal atención primaria al argumentador parece desequilibrada. Más atención a las nociones de audiencia puede modificar para bien el modo en el que pensamos sobre la maniobra estratégica en la argumentación. Esto es lo que sugeriré en lo que sigue.2 Además, al proceder a explicar alguno de los modos alternativos en los que he incorporado estrategias de la retórica en la argumentación, consideraré otra asunción que asiste al proyecto, a saber que la retórica misma no es suficientemente racional sino que necesita de la dialéctica para ser “disciplinada”.

Parte II: Argumentación retórica como una empresa cooperativa: maniobra múltiple

Retórica y dialéctica

En el núcleo de cualquier explicación de la argumentación que dé prominencia a la retórica hay una orientación fundamental a la audiencia. Ciertamente, esto sitúa a la argumentación retórica por fuera de la lógica. La aproximación lógica tradicional ha sido la de ver la argumentación como algo separado de su contexto; el foco está en la producción, naturaleza, análisis y evaluación de los argumentos per se. Perelman (1989, p. 246) nos dice, por ejemplo, que Henry Johnstone Jr. ya en 1971 negó que la audiencia jugase cualquier rol en absoluto en la argumentación en general, y él (Perelman) se distinguió de un innovador similar como Toulmin porque este último ignoró el rol de la audiencia (1989). Incluso entre aquellos que estamos en casa en la lógica informal, y que venimos de ese trasfondo compartido de la tradición en que prestamos atención a la retórica (y no todos lo hacemos), ha habido una tendencia a “redescubrirla” desde la perspectiva de esa tradición y sobre la base de términos lógicos. Es decir, las asunciones de la tradición lógica han influenciado ese redescubrimiento. De modo que la retórica trae de nuevo tarde, hacia una empresa como la lógica informal, un término que ya está activado y parcialmente desarrollado. Tenemos el estudio de los argumentos esencialmente vistos como productos y ahora llegamos a considerar un rasgo retórico como la audiencia. Por ende, observamos la audiencia a la luz y con respecto a los argumentos-productos que ya existen. Pero el asunto es que lo tenemos formulado de una manera equivocada: la audiencia subyace a los productos; esta es parcialmente responsable por ellos y ellos necesitan ser extraídos (si ellos necesitan ser extraídos) en tales términos.3

En términos de la división retórica/dialéctica, Perelman y Olbrechts-Tyteca dan esta apreciación como una razón clave para llamar a su teoría de la argumentación retórica en vez de dialéctica: “es en términos de un auditorio que se desarrolla una argumentación” (1969, p. 5). En cuanto a clarificar esta idea, los autores anotan que la retórica debe valorarse por sobre la dialéctica porque aquella da primacía a la influencia que un discurso (hablado o escrito) tiene sobre la personalidad completa de los oyentes en el sentido de que puede movernos a la acción. Esta es una de las influencias que me conducen a otorgar tal prominencia a las consideraciones sobre la audiencia en mi propia aproximación a la argumentación (2004, 1999), aunque existe, al menos sobre este punto, algo más para la perspectiva que trataré de exponer.

Como sabemos, Perelman y Olbrechts-Tyteca definen al auditorio de una argumentación como “aquellos a quienes esta se le destina” (p. 7).4 Es decir, están interesados en la audiencia que un hablante prevé. Es sorprendente que un filósofo de la formación de Perelman haya pasado de largo sin comentar los problemas inherentes a esta idea. Buscar por el auditorio “previsto” nos deja adivinando las intenciones de los argumentadores con frecuencia cuando sus mentes ya no son accesibles para nosotros. Por supuesto, es parte de la explicación que estamos juzgando para la adhesión de ideas, y así algún sentido de la audiencia para la que las ideas fueron previstas necesita recogerse. Aun así, solo queremos trabajar en argumentación con audiencias reales, aquellas que son destinadas, ya sea previstas o no. Platón nos interpela ahora, aunque él no podría habernos imaginado con nuestras formaciones, intereses y creencias. Y sentimos remordimientos al evaluar los argumentos de Platón, juzgando su fuerza en parte sobre si la gente todavía adhiere o no a las ideas involucradas. De modo que necesitamos estar interesados en la audiencia real tanto como en la prevista. De hecho, si cambiamos el foco desde el argumentador/hablante hacia la audiencia, podemos considerar quién es destinado por la argumentación. Esta idea ya está presente en el trabajo de Perelman y Olbrechts-Tyteca porque ellos están interesados en cómo los oyentes experimentan la argumentación. Pero esta es una idea que merece desarrollo.

He enfatizado en la experiencia de una apreciación diferente de la audiencia. Parece un rasgo fundamental de nuestro ser social que estemos “en audiencia”.5 Esto significa que siempre tenemos la perspectiva de una audiencia, de cómo se siente la experiencia de una audiencia; esta es nuestra relación primaria con la argumentación, nuestra puerta de acceso. Individualmente, y en los grupos a los que pertenecemos o con los que los hablantes asumen que pertenecemos. Tenemos este potencial. Estamos constantemente abiertos a ser interpelados, destinados. Somos capaces de aprender a ser argumentadores, a estar comprometidos en la argumentación desde esta perspectiva, porque primero hemos sido audiencias y hemos estado comprometidos con esa perspectiva. Por lo tanto, la audiencia como un modo de ser es fundamental para la argumentación como fenómeno social.

Una idea que sintetiza esta experiencia es la “destinación”. Como la noción surge en el trabajo de Bajtín (1986; 1981), se refiere a los modos en que las palabras usadas en enunciados, en su estructura variada, buscan y anticipan una respuesta. Los enunciados no son componentes aislados del discurso, tejidos juntos para formar un todo coherente; son esencialmente dialógicos en su naturaleza, el enunciado capta tanto al productor como al público en la medida en que las expectativas del público, su interpretación y respuesta condicionan el desarrollo del enunciado y del discurso subsiguiente. Transfiriendo esta comprensión del enunciado al género de la argumentación, debemos ver este carácter dialógico que fija a la audiencia como una fuente de contribución primaria de la argumentación. El desbalance entre argumentador/audiencia que favorece al argumentador en tantos modos (como el controlar intenciones; como el participante activo para la pasividad de la audiencia) se muestra del modo que es, o sea, mal concebido e incorrecto. Entender cualquier argumentación, incluyendo las intenciones involucradas, debe comenzar en primer término con la audiencia como con el argumentador.

Los modos de ver esta involucración activa de aquellos destinados se capturan en alguno de los varios intentos de redestinar la concepción de retórica como explotativa, donde el interés y los deseos de una parte se imponen sobre la otra y cualquier medio puede usarse para crear un resultado “exitoso”. Foss y Griffin (1995), por ejemplo, denominan a esta visión tradicional la “conquista” retórica.6 En contraste, ellos defienden una visión de la retórica que describen como “invitacional”. La apertura caracteriza esta aproximación. Protege la integridad de la otra persona al crear espacio para el crecimiento y el cambio a través de la auto-persuasión, y tiene un foco cooperativo. También parecería enfrentar las creencias generalizada de que todos los argumentadores están interesados en resolver una disputa en modo que favorezca sus propios intereses, a menos que leamos esto en un modo que sea esencialmente trivial (donde incluso el comportamiento de la Madre Teresa es auto-interesado porque ella no ayudaría a los otros si antes que nada esto no le trajese su propia satisfacción). Mientras Foss y Griffin derivan mucho de la teoría feminista al desarrollar su explicación, he argumentado que este modelo de retórica no se ha perdido de la tradición como un todo, e incluso se sugiere en lugares donde menos se le esperaría, como el razonamiento de los sofistas (Tindale, 2004, pp. 50-55). En situaciones donde ningún argumento es prima facie fuerte o débil, muchos sofistas invitaron audiencias para experimentar la situación por ellos mismos y juzgar cuáles de las varias posibilidades tuvieron más probabilidad acorde con su experiencia (la de los miembros de la audiencia). Dado que la audiencia no estuvo presente cuando los eventos tuvieron lugar, un sofista como Antifón en sus piezas de discurso se está preguntando efectivamente qué otra fuente primaria puede tener una audiencia juez más allá de su propia experiencia de lo que es probable, y entonces si ella ha de ser persuadida por sus propias luces. Y una vez que esta visión de la argumentación retórica aparece a través de los sofistas no desaparecerá en otras explicaciones subsiguientes. Es en los Diálogos de Platón, expresados a través de la retórica socrática, podemos sostener, que no se impondrá una visión sobre sus interlocutores, sino que se buscará llevarlos a un punto donde ellos se vean reflejados en las afirmaciones desarrolladas; donde ellos estén invitados a tomar posesión de estas afirmaciones, seguirlas hasta sus consecuencias (probablemente, contradicciones) y ser persuadidos (o no) por el conocimiento que resulta. Una retórica invitacional es también evidente en la Retórica de Aristóteles, en el entimema retórico que, a diferencia del silogismo, se determina por la audiencia, por lo que ella entiende (Kennedy, 1991, p. 42). Tales entimemas se “encarnan en las posibilidades que nos interesan” (McCabe, 1994, p. 155) y se construyen, presentan y hacen efectivos en esos términos.

Lo que es común a estas aproximaciones a la retórica en el argumento es el foco puesto sobre la perspectiva de la audiencia, sobre cómo la argumentación aparece para ella, y sobre cómo ella la experimenta. También es relevante aquí el trabajo de Jeanne Fahnestock (1999) sobre figuras retóricas en ciencias. Su estudio captura una apreciación de los entimemas recién mencionada en la medida en que ella ve que las figuras retóricas invocan la colaboración de las audiencias. Los patrones de discurso alientan la participación de la audiencia por virtud de su forma. Todos los descarrilamientos de la maniobra estratégica son falaces, y todas las falacias pueden observarse como descarrilamientos de la maniobra estratégica tiene un patrón predicativo tal que una audiencia activa es invitada a seguir el patrón. Fahnestock sugiere que esta figura (la antimetábole) puede ser más predicativa porque es la más fácil para completar siguiendo la primera cláusula (1999, p. 124). La simplicidad de su patrón la hace fácil de reconocer y completar, y la audiencia puede completarla aunque se la deje parcialmente no dicha.

Por otra parte, Perelman y Olbrechts-Tyteca proveen una advertencia sobre los peligros involucrados cuando tales movimientos son demasiado abiertos. Entonces sugieren que el argumentador se abre a acusación de “dispositivo”, tan peligrosa en términos retóricos como una acusación de “falacia” en términos lógicos. El uso de la retórica en la argumentación, como apreciamos, ha sido siempre vulnerable a la descalificación cuando sus estrategias parecen no-naturales, artificiales y diseñadas solo como una elaboración destinada a un fin. Cuando se ve así, la estrategia aparece como un dispositivo solo (Perelman y Olbrechts-Tyteca, 1969, p. 450). “¿Cómo puede uno reaccionar contra el encasillamiento de un discurso como un dispositivo, o más aun, cómo puede uno prevenirlo?” (p. 453). Entre las respuestas más útiles que ellos proveen a esta pregunta es aquella extraída de Pascal –que las personas se persuaden mejor por razones que ellos mismos han descubierto–. En otras palabras, a través del tipo de auto-persuasión discutido arriba.

La audiencia en la maniobra estratégica

Dado que la “demanda de la audiencia” parece jugar el tipo de rol central en la maniobra estratégica que la “comunión” hace en la New Rhetoric, es una preocupación que parece ver a la audiencia tan rígidamente desde la perspectiva del argumentador, como aquella a ser persuadida. Naturalmente, la realidad de la situación favorece la perspectiva del argumentador, ya que esta es una que a menudo adoptamos como también adoptamos los intereses que pueden dominar. Pero existe un peligro aquí de alguna circularidad. Si las estrategias se diseñan para alentar un resultado en el que los intereses del argumentador se promueven, las estrategias mismas podrían ser afectadas con una parcialidad que ilegítimamente cree ese resultado.7 Además, si estamos con un lado de la perspectiva, podemos no recuperar todo del otro lado, el de la audiencia, en particular la naturaleza dinámica de la audiencia retórica. Una revisión de cómo la demanda de la audiencia se imagina puede ayudar a enfatizar estas cuestiones y sugerir contrastes con lo que he ido subrayando.

“Para obtener óptimos resultados retóricos, los movimientos en cada etapa del discurso deben adaptarse a la demanda de la audiencia de tal modo que ella cumpla con el buen sentido y las preferencias del oyente o lector” (Van Eemeren y Houtlosser, 1999c, pp. 484-85). El intento aquí es crear un fundamento común, una comunión con la audiencia. Los juicios de valor ampliamente compartidos podrían usarse en la etapa de confrontación, o los principios argumentativamente aceptados usarse como premisas básicas en la etapa de argumentación. Nuevamente, podemos imaginar el uso de eunoia, una buena voluntad siendo expresada por la audiencia a través de gestos generosos o elogios de algún tipo. Que tales efectos continúen a través de las etapas del discurso indica la preocupación perdurable que la audiencia representa. Pero la audiencia en la maniobra estratégica no se considera un co-desarrollador de la argumentación en los modos en lo que he estado sugiriendo. Aun así, si el fundamento es “común”, el argumentador y la audiencia ya comparten algo que los une, ellos pertenecen conjuntamente como una audiencia a un nivel previo a la situación particular que ahora provee la disputa. Si los juicios de valor o los principios argumentativos ampliamente compartidos están en discusión, entonces estas cuestiones están siendo elevadas en la situación argumentativa desde un fundamento compartido subyacente de involucración. El argumentador y la audiencia se pertenecen en lo que consideraría una dimensión retórica de la involucración que precede cualquier situación argumentativa y hace esa situación posible. En la “demanda de la audiencia”, entonces, el énfasis podría bien ubicarse sobre la demanda. La audiencia tiene una voz y el argumentador oye la voz (activa) porque él es parte de la audiencia.8 Además, el caso de estudio de William el Silente (van Eemeren & Houtlosser, 1999b) parecería ilustrar nuestra habilidad para evaluar textos históricos (donde no tenemos relaciones inmediatas con la audiencia) porque compartimos la perspectiva de ser audiencia. Allí aprendemos que la “actitud asumida por el autor parece en gran medida depender de su destinatario” (p. 169, el énfasis es mío), y por lo tanto esto es importante para apreciar que el texto se destina a una audiencia compuesta y también, los aspectos de la argumentación deben entenderse desde la perspectiva de subgrupos dentro de esa audiencia. Para ejecutar este acto de comprensión, el evaluador debe en algún nivel ser la audiencia para ese texto, asumir la perspectiva del lector en un modo activo, y es nuestra naturaleza como audiencia la que se sigue.

Menos directamente, la audiencia es igualmente importante para el otro en relación con los aspectos en la maniobra estratégica, el potencial tópico y el dispositivo presentacional, ya que los tópicos a elegirse y los dispositivos más efectivos para la presentación se deciden teniendo en mente a la audiencia. Esto puede constatarse al revisar el texto. Por ejemplo, qué dispositivos presentacionales se usan en William el Silente para abordar a sus múltiples audiencias. Pero uno debe ver las cosas desde las perspectivas dentro de esa audiencia para juzgar cómo y por qué estos dispositivos particulares fueron elegidos, qué nos dicen sobre la comprensión del autor de su audiencia y los modos en los que la audiencia actúa hacia él para sugerirle que estos dispositivos particulares serían efectivos. Así, mientras la motivación primaria detrás de la maniobra estratégica parece ser el interés de los argumentadores, resulta que como importante en el éxito de la maniobra estratégica se encuentran los intereses de la audiencia. Y la maniobra que la asegura está, por esta razón, limitada por la audiencia.

Parte III: El núcleo racional de la retórica

[La retórica] es la aplicación de la prueba a las personas

Charles Sears Baldwin, Ancient Rhetoric and Poetic

En las secciones previas, he enfatizado en el rol fundamental de la audiencia y he argumentado a favor de una visión más avanzada de la relación argumentación/audiencia que reconozca las contribuciones activas de esta última. Pero nada de esto desafía explícitamente la afirmación de que la retórica necesita a la dialéctica para proveer razonabilidad porque esta no puede ser razonable en sus propios términos. Nuevamente, formular la afirmación de este modo no es completamente justo. Los críticos permiten una razonabilidad intersubjetiva prevalente en la retórica y la juzgan como “uno de los pilares de la concepción de razonabilidad crítica característica de la dialéctica” (van Eemeren & Houtlosser, 2000a). Al mismo tiempo, sin embargo, este no es el tipo de objetivo razonable que alcanzamos al demandar que la argumentación cumpla con un conjunto de reglas dialécticas.

Tradicionalmente,9 ha habido una fuerte valoración de los argumentos tanto dialécticos como retóricos. Pero aunque estos no sean esencialmente similares, ambos se usan para provocar el asentimiento y cada uno depende de un tipo de opinión común. Se considera que los argumentos retóricos, a diferencia de su contraparte dialéctica, solo llevan a las personas a sostener creencias por razones que no sobreviven al escrutinio. Pueden ganar aceptación “superficial” pero no adhesión perdurable. Esto significa que la dialéctica (a través de sus reglas y procedimientos) deja a la retórica desprovista de su especificidad, donde las oportunidades de una situación particular han sido explotadas, y le da una racionalidad objetiva que no puede tener sus propios términos.

Contrariamente a una visión que continúa vigente al menos dentro de la lógica informal (Johnson, 2000, p. 163), aquella de que la retórica no está interesada en un sentido vibrante de la racionalidad, no tenemos que separar la visión aristotélica de la persuasión exitosa de sus ecos modernos en un ideal de razonabilidad.10 Lo que debemos considerar con cuidado es lo que entendemos por “efectividad”. En los términos de Perelman y Olbrechts-Tyteca, la efectividad se mide por la adhesión de una audiencia a una afirmación. Pero, nuevamente, el modo en que debería entenderse “adhesión” necesita ser investigado. Perelman y Olbrechts-Tyteca son menos que perspicaces aquí, aunque lo que sí parece es que ellos abogan por mucho más que una mera aceptación “superficial”. Ciertamente, los autores hablan de tipos de acuerdos. Aquellos acuerdos que conciernen a los hechos son un tipo común para muchas personas y no requieren posteriores refuerzos (Perelman & Olbrechts-Tyteca, 1969, p. 67). Por ende, podemos tomar tales acuerdos sobre premisas básicas en la argumentación y construir sobre ellos. Esto es crucial, la argumentación puede alcanzar adhesión porque se construye sobre la adhesión; es un movimiento desde y hacia las adhesiones. Pero aquellos hacia quienes se mueve la argumentación necesitan ser fortalecidos al estar enraizados en las vidas de la audiencia. Quizás podemos ver esto en la discusión del convencer y el persuadir. Aquí como a menudo es el caso, el análisis de Perelman y Olbrechts-Tyteca involucra una reconciliación de las oposiciones tradicionales. Podríamos ver la persuasión como opuesta a convencer, como una prima menor de esta. Tradicionalmente, la convicción se basa en la verdad y la persuasión en la opinión. Pero Perelman y Olbrechts-Tyteca revierten esta oposición y la asimilan en un nivel mayor. No es suficiente con ser convencido, uno también debe ser movido a la acción (puesto que este es el dominio de la argumentación para ellos) y esto implica ser persuadido en un nivel más profundo (p. 26). En cuanto admitimos otros significados de prueba, la argumentación asume un significado más allá de la mera creencia subjetiva (por lo tanto, desafiando la oposición objetivo/subjetivo). La adhesión conecta pensamiento y acción y hace de puente para la división entre lo que es el caso para mí y lo que debería ser el caso para otros. Adhiero a una acción porque esto es tan razonable como lo es para cualquiera hacerlo en la misma situación.

¿Qué hace a estos movimientos pasar de la adhesión a la adhesión racional?11 En mi trabajo reciente he enfatizado varios rasgos que abordan esta pregunta. Tengo espacio para consignar solo dos de esos rasgos aquí: el rol de las figuras, el rol de una audiencia adicional y el auditorio universal.

Las figuras comparten muchos de los rasgos de lo que tradicionalmente denominamos argumentos (como productos): ellas son patrones regularizados, o estructuras codificadas, que transfieren aceptabilidad de las premisas a las conclusiones. Las similitudes entre los argumentos y figuras han sido presentadas por Olivier Reboul (1989) y Fahnestock (1999). Reboul muestra cómo un argumento “posee el mismo estatus de imprecisión, intersubjetividad y polémica” (181) que una figura. Fahnestock nos lleva mucho más lejos dejando al desnudo el corazón cognitivo de la figuración e identifica dentro de figuras clave rasgos cruciales del argumento retórico como la colaboración y la experiencia. En este sentido, muestra cómo las figuras acabadas con sus empleos atípicos del lenguaje captan los movimientos que pueden tener lugar dentro de los discursos.

Perelman y Olbrechts-Tyteca refuerzan un rasgo adicional importante: los argumentos buscan un cambio de perspectiva, sean cuales sean las implicaciones. Como ellos explican el punto, una figura puede ser argumentativa o no, dependiendo del caso en cuestión, de modo que una figura funciona como un argumento cuando cumple determinadas condiciones.12 Mi propia explicación adopta las siguientes condiciones, la primera de las que se extrae de Perelman y Olbrechts-Tyteca: una figura sirve como un argumento cuando (I) tiene una estructura reconocible (está codificada); (II) su actividad interna promueve el movimiento desde las premisas a la conclusión; (III) tiene una de las metas de la argumentación.13 Existe, entonces, una “lógica” para una figura que vuelve su uso estratégico razonable, una razonabilidad que se transfiere a la adhesión. Y este uso estratégico está en relación con las metas de la argumentación, vistas más allá del alcance de la mera adhesión en intentos de alcanzar entendimiento conjunto, para abrir perspectivas, explorar asuntos y desarrollar investigaciones y, en efecto, resolver disputas y persuadir.

Cuando miramos a los argumentos desde un punto de vista retórico, más que dialéctico o lógico, determinados rasgos se tornan más importantes para nosotros, y formulamos preguntas que de otro modo no formularíamos, digamos, desde una perspectiva lógica: preguntas como “¿Cómo se experimenta este discurso?” “¿Cómo invita a la colaboración?”. En el caso de una figura como la praeteritio, entonces, podemos establecer tanto rasgos que identifican (como haríamos con un esquema argumentativo) y preguntas críticas para decidir si se ha usado apropiadamente:

Un argumentador a llama la atención a x mientras declara evitarlo. La audiencia es invitada (implícitamente) a construir x por sí misma. x, así construido, incrementa la plausibilidad de la posición de a. Y las preguntas críticas que serían apropiadas para explorar cualquier uso argumentativo de un praeteritio:

¿x ha sido suficientemente sugerido como para que la audiencia en cuestión probablemente lo vea? ¿Existen detalles suficientes provistos para la construcción de x por parte de la audiencia? ¿Se transfiere plausiblemente desde una posición x a la posición a?

Tales herramientas nos permitirían evaluar casos donde una praeteritio se ha usado, como aquel en el ejemplo de William el Silente, y decidir si su uso es razonable.14

El auditorio universal es un dispositivo mucho más difícil de resucitar; su historia está llena de malentendidos, y vuelvo a esta con algo de precaución. Pero he hecho algunos esfuerzos por revitalizar este concepto y presentarlo como una herramienta válida en la evaluación de la argumentación.

Perelman y Olbrechts-Tyteca introducen el auditorio universal como una de las audiencias que tienen un rol normativo cuando juzgamos si un argumento es convincente (1969, p. 30). De hecho, su rol para las audiencias particulares parece limitado e indistinto. En otra parte, Perelman ha juzgado correcta una comprensión presentada por aquellos que producen el “Report of the Committee on the Nature of Rhetorical Intervention”: que debe haber varias audiencias universales “aunque no en una única situación”, y que la tarea real en el proceso de persuasión no es abordar dos audiencias sino “transformar las particularidades de una audiencia en dimensiones universales” (1989, p. 246).

Lo que nos permite el concepto de audiencia universal es mantener el foco sobre la audiencia inmediata con las afirmaciones cognitivas particulares relevantes para su situación, mientras reconocemos un estándar de razonabilidad que debería incluir a esa audiencia y que debería reconocer cuándo se requiere un recurso alterno al auditorio universal.15 De este modo podemos entender la insistencia repetida de Perelman y Olbrechts-Tyteca según la cual la fuerza de un argumento es una función de la audiencia, y que al evaluar argumentos debemos mirar antes que nada a la audiencia. El auditorio universal no es un modelo de competencia ideal introducido en la situación argumentativa desde afuera. Se desarrolla desde afuera de la audiencia particular y por lo tanto está esencialmente conectada con ella.

Dada esta explicación, no es sorprendente ver a algunos críticos acusando a Perelman de relativismo. Como Van Eemeren y Grootendorst (1995) lo explican, Perelman reduce la validez de la argumentación a las determinaciones de la audiencia. “Esto significa que el estándar de razonabilidad es extremadamente relativo. En última instancia, podría haber justo tantas definiciones de razonabilidad como audiencias” (124). Introducir el auditorio universal como el principio de razonabilidad para mitigar este problema solo cambia la fuente de preocupación para el argumentador. Puesto que el auditorio universal es un constructo del argumentador, ahora podría haber tantas definiciones de razonabilidad como argumentadores. Aquí, sin embargo, algunos de los otros rasgos de la explicación que he estado describiendo entran en consideración. Las críticas en contra favorecen la perspectiva del argumentador (en control; que determina lo universal) y subestima el rol de la audiencia real. La acusación de que habrá tantas audiencias universales como argumentadores falla en brindar debida consideración a lo que un modelo dialógico de argumentación, como el que he desarrollado, deja en claro: que en un sentido muy real el “argumentador” solo existirá para nosotros en relación con un “argumento” en situación, y que este argumento es un evento único que involucra las particularidades de los hablantes, su situación y el auditorio universal relevante para ellos. No es que cada argumentador decida el auditorio universal de modo arbitrario, ni que haya tantas audiencias universales como argumentadores. Es un asunto de situación argumentativa la que determina los límites respecto de cómo el auditorio universal puede concebirse en ese caso, y quien responde o la audiencia particular, juegan un rol de coautoría en esa decisión. La situación argumentativa impone claros límites sobre la libertad del argumentador.

La visión (filosófica) tradicional del auditorio universal, a la que Perelman y Olbrechts-Tyteca se oponen, observa la universalidad involucrada como un tipo de razón separada, cartesiana en sus firmes convicciones. ¿Por qué, como un crítico lo ha formulado, alguien querría (o necesitaría) argumentar con tal audiencia? Las audiencias reales están conformadas por personas en quienes la razón no está separada de otras facultades mentales. Aun así qué otra fuente tenemos por principios de la buena argumentación (razonabilidad) si no las audiencias que viven en ella, la modifican, a través del tiempo y las comunidades. Estamos en desacuerdo sobre lo que es razonable y luchamos por resolver disputas precisamente porque no está establecido de antemano, sino que emerge, cuando emerge, a través de nuestra práctica argumentativa. Tener éxito en la argumentación sobre términos aceptables para todas las partes de una disputa es acceder a un entendimiento de la razonabilidad evocada por la situación. Esto es lo universal dentro de lo particular. Ignorar esto es subestimar las dificultades de cómo construimos comunidades razonables, cómo estas comunidades se comunican entre sí y cómo las ideas de razonabilidad se unen y crecen. La razonabilidad surge de la práctica de los razonadores reales, no es un código abstracto independiente de ellos que ellos consultan para corroboración. ¿Dónde se originan nuestros estándares de argumento lógico? ¿Son a priori en nosotros, o se desarrollan con el tiempo, se aprenden y redefinen? La historia del desarrollo de la lógica informal, desde Aristóteles hasta los Estoicos, y desde estos hasta los sistemas del siglo XX, sugieren una fase desarrollada de la razón, y los estudios de otras culturas controversiales pueden minar las creencias de que incluso ese modelo de razón es universal (véase Levi, 2000). Importa también que esta medida de la razonabilidad no sea la perspectiva lógica que irrumpe y ocupa toda la escena. Esta medida es una audiencia, conectada con una audiencia real; el proceso es retórico. Este concepto, junto con la explicación de las figuras, indica la naturaleza de la racionalidad inherente a la argumentación que llamo retórica.

Es claro, sin embargo, que la idea de retórica expresada aquí no es necesariamente la idea que informa el proyecto de maniobra estratégica, incluso aunque cada una pueda sacar provecho de lo que la otra provee. Por reflejo, he tomado “retórica” como una idea compleja e indirectamente intenté una especie de disociación aquí, entendiendo ese proceso en términos de clarificaciones que han emergido a través del trabajo del profesor van Rees (2005, 2002), aunque no he enfatizado un lado de la separación (la visión negativa tradicional).16 Intentos similares se remontan al menos hasta el Fedro de Platón, donde el filósofo extrae tanto una visión positiva como negativa de la retórica, dependiendo del criterio en cuestión. Ciertamente, he intentado resolver las contradicciones aparentes en la noción original, permitiendo que las afirmaciones sobre la retórica sean ciertas sobre una interpretación de ellas, mientras negar esto equivale a otra interpretación. Y he asignado con claridad un valor para la interpretación positiva que quiero defender y ver desarrollada (van Rees, 2005). Si esta disociación es en cualquier modo exitosa, nos llevará de nuevo a la etapa de apertura de nuestra “disputa” (van Rees, 2002, p. 2), porque ahora sirve como un nuevo punto de partida para la discusión.

Conclusión

La argumentación crece a partir de la audiencia, se desarrolla de acuerdo con las demandas y la interacción con una audiencia (fluida), que puede medirse por una audiencia adicional: el auditorio universal de cada situación. En esta explicación, la retórica es un vehículo para pruebas, en tanto ellas se mueven entre audiencias. Esta visión contrasta con la visión más instrumental que caracteriza al proyecto de la maniobra estratégica, donde la “retórica” es “el estudio teórico de las técnicas y prácticas de persuasión” (van Eemeren & Houtlosser, 1999c, p. 483).

El proyecto de la maniobra estratégica trae el foco al rol de la retórica en la argumentación y prevé ese rol en modos útiles: la elección al aproximar temas, el modo en que la presencia se aborda y experimenta y los dispositivos empleados para comprometer las mentes influencian el carácter y éxito de la argumentación. Pero resistiría la sugerencia de que el rol de la retórica en la argumentación está agotado por, o limitado a, su uso en la maniobra estratégica. Tampoco puede la maniobra estar completamente bajo el control del argumentador/proponente; también debe estar limitada por el rol de la otra parte/audiencia. Los argumentadores y sus audiencias interactúan sobre el modo de alcanzar exitosamente las metas de la argumentación. Entre esas metas, en mi opinión, se encuentran los esfuerzos de algunos participantes por ganar en sus propios términos.17