Hace unos años, visitando o, para hablar con propiedad, escudriñando Notre-Dame, el autor de este libro encontró, en un oscuro rincón de una de sus torres, esta palabra grabada a mano en la pared:

'A N Á Γ Κ H*

Estaban aquellas mayúsculas griegas ennegrecidas por la vetustez y profundamente entalladas en la piedra, lo cual, unido a la presencia de ciertas marcas propias de la caligrafía gótica impresas en su forma y en su posición —como para revelar que era una mano de la Edad Media la que las había escrito— y, sobre todo, al sentido lúgubre y fatal que encerraban, impresionaron vivamente al autor.

Se preguntó a sí mismo e incluso trató de adivinar quién sería el alma en pena que no había querido abandonar este mundo sin dejar ese estigma de crimen o de desgracia en la frente de la vieja iglesia.

Más adelante enlucieron o rascaron (no sé muy bien cuál de las dos cosas) la pared, y la inscripción desapareció. Pues ese es el trato que se dispensa desde hace casi doscientos años a las maravillosas iglesias medievales. Las mutilaciones les vienen de todas partes, tanto de dentro como de fuera. El párroco las enluce, el arquitecto manda rascarlas, hasta que finalmente interviene el pueblo, que las derriba.

Así pues, salvo el frágil recuerdo que le dedica aquí el autor de este libro, actualmente ya no queda nada de la misteriosa palabra grabada en la oscura torre de Notre-Dame, nada del destino desconocido que tan melancólicamente resumía. El hombre que escribió aquella palabra en aquella pared desapareció hace varios siglos de entre los vivos, la palabra desapareció a su vez de la pared de la iglesia, la propia iglesia tal vez desaparezca muy pronto de la tierra.

Aquella palabra ha dado pie a este libro.

Febrero de 1831