Erróneamente se ha anunciado que esta edición iba a aparecer con varios capítulos nuevos. Habría que haber dicho inéditos, porque, si por nuevos entendemos recién hechos, los capítulos añadidos en esta edición no son nuevos. Fueron escritos al mismo tiempo que el resto de la obra, datan de la misma época y proceden del mismo pensamiento, siempre han formado parte del manuscrito de Notre-Dame de París. Más aún, el autor no comprendería que a una obra de este tipo se añadieran con posterioridad acontecimientos nuevos. No es algo que pueda hacerse a voluntad. Según él, una novela nace, de una forma en cierto modo necesaria, con todos sus capítulos; un drama nace con todas sus escenas. No crea usted que el número de partes de que se compone ese todo, ese misterioso microcosmos llamado drama o novela, es arbitrario. El injerto o la soldadura agarran mal en obras de esta naturaleza, que deben surgir de un tirón y permanecer tal cual. Una vez terminada, no cambie de parecer, no siga retocándola. Una vez que el libro está publicado, una vez que el sexo de la obra, viril o no, ha sido reconocido y proclamado, una vez que la criatura ha proferido el primer grito, ha nacido, ya está, es así, ni el padre ni la madre pueden hacer ya nada, pertenece al aire y al sol, déjela vivir o morir como es. ¿Su libro ha resultado fallido? Resignación. No añada capítulos a un libro fallido. ¿Está incompleto? Debería haberlo completado al concebirlo. ¿Su tronco es nudoso? No lo enderezará. ¿Su novela está tísica? ¿Su novela no es viable? No le insuflará el aliento que le falta. ¿Su drama ha nacido cojo? Hágame caso, no le ponga una pata de palo.
El autor concede, pues, un valor particular a que el público sepa que los capítulos añadidos no han sido escritos expresamente para esta reimpresión. Si no se publicaron en las precedentes ediciones del libro, fue por una razón muy sencilla. En la época en que Notre-Dame de París se imprimió por primera vez, la carpeta que contenía esos tres capítulos se extravió. Había que reescribirlos o prescindir de ellos. El autor consideró que, de esos capítulos, los únicos que tenían cierta importancia en razón de su extensión eran dos, de arte e historia, que no afectaban en nada al fondo del drama y de la novela, que el público no advertiría su desaparición y que él, el autor, sería el único que estaría en el secreto de esa laguna. Tomó la decisión de pasarla por alto. Además, puestos a decirlo todo, su pereza se impuso ante la perspectiva de reescribir tres capítulos perdidos. Le habría parecido menos costoso escribir otra novela.
Ahora, los capítulos han aparecido y aprovecha la primera oportunidad que se le presenta para ponerlos en su sitio.
He aquí, pues, su obra entera tal como la concibió, tal como la hizo, buena o mala, duradera o frágil, pero tal como la quiere.
Sin duda estos capítulos encontrados tendrán poco valor a ojos de las personas, por lo demás muy juiciosas, que solo han buscado en Notre-Dame de París el drama, la novela. Pero quizá haya otros lectores a los que no les ha parecido inútil estudiar el pensamiento estético y filosófico oculto en este libro, que han querido, leyendo Notre-Dame de París, entretenerse en buscar bajo la novela algo más que la propia novela y en comprender —discúlpensenos estas expresiones un poco ambiciosas— el sistema del historiador y el objetivo del artista a través de la creación del poeta.
Para estos últimos sobre todo, los capítulos añadidos en esta edición completarán Notre-Dame de París, suponiendo que Notre-Dame de París merezca ser completada.
El autor expresa y desarrolla en uno de estos capítulos, que versa sobre la decadencia actual de la arquitectura y sobre la muerte, a su entender hoy casi inevitable, de este arte-rey, una opinión desgraciadamente muy enraizada en él y muy meditada. Pero siente la necesidad de decir aquí que desea vivamente que algún día el futuro lo desmienta. Sabe que el arte, en todas sus manifestaciones, puede esperarlo todo de las nuevas generaciones, cuyo genio todavía en germen oímos brotar en nuestros talleres. La semilla está en el surco e indudablemente la cosecha será buena. Él solo teme, y en el segundo tomo de esta edición se verá por qué, que la savia sea retirada del viejo suelo de la arquitectura, la cual ha sido durante muchos siglos el mejor terreno del arte.
Sin embargo, en los jóvenes artistas hay actualmente tanta vida, energía y, por decirlo de algún modo, predestinación que, a día de hoy, en nuestras escuelas de arquitectura en particular, los profesores, que son detestables, forman, no solo de manera involuntaria sino incluso totalmente a su pesar, a unos alumnos excelentes; justo al revés que aquel alfarero del que habla Horacio, que ideaba ánforas y producía pucheros. Currit rota, urceus exit.*
En cualquier caso, cualquiera que sea el futuro de la arquitectura, resuelvan como resuelvan un día nuestros jóvenes arquitectos la cuestión de su arte, en espera de los monumentos nuevos, conservemos los antiguos. Inspiremos a la nación, si ello es posible, el amor por la arquitectura nacional. Ese es, el autor lo declara, uno de los objetivos principales de este libro; ese es uno de los objetivos principales de su vida.
Quizá Notre-Dame de París haya abierto realmente algunas perspectivas sobre el arte de la Edad Media, sobre ese arte maravilloso hasta el momento desconocido por unos y, lo que es todavía peor, mal apreciado por otros. Pero el autor se encuentra muy lejos de considerar finalizada la tarea que se ha impuesto de forma voluntaria. Ya ha abogado en más de una ocasión en favor de la causa de nuestra vieja arquitectura, ya ha denunciado en voz alta muchas profanaciones, muchas demoliciones, muchas irreverencias. Y seguirá haciéndolo. Se ha comprometido a abordar con frecuencia este tema y lo abordará. Defenderá tan incansablemente nuestros edificios históricos como encarnizadamente los atacan los iconoclastas de nuestras escuelas y academias. Pues es desolador ver en qué manos ha caído la arquitectura medieval y cómo tratan los amasadores de yeso del presente la ruina de este gran arte. Llega a ser una vergüenza para nosotros, hombres inteligentes que los vemos actuar y nos limitamos a abuchearlos. Y no nos referimos aquí solo a lo que sucede en provincias, sino a lo que se hace en París, en nuestra puerta, bajo nuestras ventanas, en la gran ciudad, en la ciudad letrada, en la capital de la prensa, de la palabra, del pensamiento. No podemos resistirnos a la necesidad de señalar, para terminar esta nota, algunos de esos actos de vandalismo que a diario se proyectan, se debaten, se inician, se continúan y se llevan a término tranquilamente ante nuestros ojos, ante los ojos del público artista de París y ante la crítica, a la que tamaña audacia desconcierta. Acaban de demoler el arzobispado, edificio de un gusto lamentable, por lo que el mal no es grande; pero, junto con el arzobispado, han demolido el obispado, raro vestigio del siglo XIV que el arquitecto encargado de la demolición no ha sabido distinguir del resto. Ha arrancado trigo y cizaña a un tiempo, como si fueran lo mismo. Se habla de arrasar la admirable capilla de Vincennes para hacer con las piedras no sé qué fortificación, cuya necesidad ni siquiera Daumesnil había sentido. Mientras invierten elevadas sumas en reparar y restaurar el palacio Borbón, ese caserón, dejan que los vientos del equinoccio destrocen las magníficas vidrieras de la Santa Capilla. Desde hace unos días hay un andamio en la torre de Saint-Jacques-de-la-Boucherie y en cualquier momento el pico se pondrá a trabajar. Han encontrado un albañil para construir una casita blanca entre las venerables torres del Palacio de Justicia. Han encontrado otro para castrar Saint-Germain-des-Prés, la abadía feudal de tres campanarios. Encontrarán otro, no lo duden, para derribar Saint-Germain-l’Auxerrois. Todos esos albañiles se creen arquitectos, son pagados por la Prefectura o los Menus Plaisirs, y van vestidos de verde. Todo el daño que el mal gusto puede hacer al buen gusto, ellos lo hacen. En el momento de escribir estas líneas, uno de ellos —¡deplorable espectáculo!— es el responsable de las Tullerías, uno de ellos señala a cuchillo en plena cara a Philibert Delorme, y ciertamente no es uno de los menores escándalos de nuestro tiempo ver con qué desvergüenza la amazacotada arquitectura de ese señor se superpone a una de las más delicadas fachadas renacentistas.
París, 20 de octubre de 1832