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PIERRE GRINGOIRE

Sin embargo, mientras hablaba, la satisfacción y la admiración unánimemente suscitadas por su traje iban desvaneciéndose, y cuando llegó a aquella malhadada conclusión: «En cuanto el eminentísimo cardenal haya llegado, empezaremos», su voz se perdió en una tormenta de abucheos.

—¡Empezad ya! ¡El misterio! ¡Queremos el misterio ya! —gritaba el pueblo.

Y por encima de todas las voces se oía la de Johannes de Molendino, que traspasaba el griterío como el pífano en una cencerrada de Niza.

—¡Empezad inmediatamente! —chillaba el estudiante.

—¡Abajo Júpiter y el cardenal de Borbón! —vociferaban Robin Poussepain y los otros letrados encaramados en la ventana.

—¡Que empiece inmediatamente la moralidad! —repetía la muchedumbre—. ¡Ya! ¡En el acto! ¡El saco y la cuerda para los cómicos y el cardenal!

El pobre Júpiter, azorado, amedrentado, pálido bajo el maquillaje, dejó caer el rayo, se quitó el bicoquete, y con él en la mano balbucía, saludando y temblando:

—Su eminencia… los embajadores… Margarita de Flandes…

No sabía qué decir. En el fondo, tenía miedo de que lo colgaran.

De que lo colgara el populacho por esperar, o de que lo colgara el cardenal por no haber esperado; en los dos lados veía un abismo, es decir, una horca.

Afortunadamente, alguien fue a sacarlo del apuro y a asumir la responsabilidad.

Un individuo que permanecía de pie en el lado de acá de la balaustrada, en el espacio dejado libre alrededor de la mesa de mármol, y en quien hasta ese momento nadie había reparado, tan completamente protegida de todo campo visual quedaba su larga y delgada figura por el diámetro del pilar en el que estaba apoyado, ese individuo, decimos, alto, enjuto, muy pálido, rubio, joven todavía, si bien con arrugas ya en la frente y en las mejillas, de ojos brillantes y boca sonriente, vestido de sarga negra, raída y lustrosa a fuerza de vieja, se acercó a la mesa de mármol e hizo una seña al pobre increpado. Pero este, aturdido, no lo veía.

El recién llegado dio un paso más:

—¡Júpiter! —dijo—. ¡Mi querido Júpiter!

El otro no oía nada.

Finalmente, el hombre alto y rubio, perdiendo la paciencia, le gritó casi delante de las narices:

—¡Michel Giborne!

—¿Quién me llama? —preguntó Júpiter, como si despertara sobresaltado.

—Yo —respondió el personaje vestido de negro.

—¡Ah! —dijo Júpiter.

—Comenzad de inmediato —indicó el otro—. Complaced al pueblo. Yo me encargaré de calmar al baile, y él calmará al cardenal.

Júpiter respiró aliviado.

—¡Señores burgueses! —gritó con toda la fuerza de sus pulmones a la multitud que continuaba abucheándole—. ¡Vamos a comenzar de inmediato!

Evoe, Juppiter! Plaudite, cives!* —exclamaron los estudiantes.

—¡Viva! ¡Viva! —gritó el pueblo.

Hubo un batir de palmas atronador, y las aclamaciones aún hacían temblar la sala después de que Júpiter hubiera desaparecido bajo el tapiz.

Sin embargo, el personaje desconocido que tan mágicamente había trocado «la tempestad en bonanza», como dice nuestro querido amigo Corneille, había regresado con modestia a la penumbra del pilar, y sin duda allí habría permanecido, invisible, inmóvil y mudo como antes, si no lo hubieran sacado dos muchachas que, situadas entre la primera fila de espectadores, habían asistido a su breve coloquio con Michel Giborne-Júpiter.

—Magistrado… —dijo una de ellas, haciéndole señas para que se acercara.

—Callad, querida Liénarde —dijo su compañera, una joven guapa, lozana y perfectamente endomingada—. No es un clérigo, sino un laico; luego no hay que llamarle magistrado, sino micer.

—Micer… —dijo Liénarde.

El desconocido se acercó a la balaustrada.

—¿Qué queréis de mí, señoritas? —preguntó con solicitud.

—¡Oh, nada! —dijo Liénarde muy turbada—. Es mi amiga Gisquette la Gencienne quien desea hablar con vos.

—¡No, no! —repuso Gisquette, ruborizándose—. Es que Liénarde os ha llamado magistrado y yo le he indicado que debía decir micer.

Las dos jóvenes bajaban la vista. El otro, que estaba deseando entablar conversación, las miraba sonriendo.

—Entonces, ¿no tenéis nada que decirme, señoritas?

—¡Oh, nada en absoluto! —respondió Gisquette.

—Nada —confirmó Liénarde.

El joven alto y rubio dio un paso atrás para retirarse, pero las dos curiosas no querían soltar la presa.

—Micer —se apresuró a decir Gisquette, con el ímpetu de una esclusa que se abre o de una mujer que toma una decisión—, ¿conocéis a ese soldado que va a interpretar el papel de la Virgen en el misterio?

—¿Queréis decir el papel de Júpiter? —preguntó el desconocido.

—¡Sí, claro! —contestó Liénarde—. ¡Será tonta…! ¿Conocéis, entonces, a Júpiter?

—¿A Michel Giborne? Sí, señora —respondió el desconocido.

—¡Lleva una barba soberbia! —dijo Liénarde.

—¿Será bonito lo que van a decir ahí arriba? —preguntó tímidamente Gisquette.

—Muy bonito —respondió el desconocido sin la menor vacilación.

—¿Qué será? —preguntó Liénarde.

El buen juicio de la Virgen. Una moralidad, señora.

—¡Ah!, eso cambia la cosa —dijo Liénarde.

Siguió un breve silencio que el desconocido rompió:

—Es una moralidad completamente nueva, que aún no se ha representado.

—¿No es entonces la misma que dieron hace dos años —preguntó Gisquette—, el día de la llegada del señor legado, en la que intervenían tres muchachas que hacían de…?

—De sirenas —dijo Liénarde.

—Y que iban completamente desnudas —añadió el joven.

Liénarde bajó púdicamente los ojos. Gisquette la miró e hizo lo mismo.

—Era muy agradable a la vista —prosiguió el joven, sonriendo—. Lo de hoy es una moralidad escrita especialmente para la doncella de Flandes.

—¿Cantarán pastorelas? —preguntó Gisquette.

—¡Ni pensarlo! —respondió el desconocido—. ¡En una moralidad! No hay que confundir los géneros. Si fuera una sotía, entonces sí.

—Lástima —repuso Gisquette—. Aquel día había en la fuente del Ponceau hombres y mujeres salvajes que luchaban y adoptaban diferentes posturas cantando breves motetes y pastorelas.

—Lo apropiado para un legado —dijo en un tono bastante seco el desconocido— no lo es para una princesa.

—Y junto a ellos —intervino Liénarde—, rivalizaban varios instrumentos de sonido grave que ofrecían grandes melodías.

—Y para refrescar a los que pasaban —continuó Gisquette—, de la fuente manaban por tres bocas distintas vino, leche e hipocrás, de los que bebía quien quería.

—Y un poco más abajo del Ponceau —prosiguió Liénarde—, en la Trinidad, había una pasión con personajes que no hablaban.

—¡Sí, la recuerdo! —dijo Gisquette—. Dios en la cruz, y los dos ladrones a derecha e izquierda.

Llegadas a este punto, las jóvenes charlatanas, excitadas al recordar la entrada del legado, se pusieron a hablar a la vez.

—Y antes, en la Porte-aux-Peintres, había otras personas lujosamente vestidas.

—¡Y en la fuente Saint-Innocent, aquel cazador que perseguía a una cierva con gran estruendo de perros y trompas de caza!

—¡Y en el matadero de París, aquellos cadalsos que representaban la Bastilla de Dieppe!

—Y cuando pasó el legado, se abalanzaron y les cortaron el cuello a todos los ingleses, ¿verdad, Gisquette?

—¡Y junto a la puerta del Châtelet había personajes muy distinguidos!

—¡Y en el Pont-au-Change, que estaba todo tapizado por encima!

—Y cuando pasó el legado, soltaron sobre el puente más de doscientas docenas de toda clase de pájaros. Era precioso, ¿verdad, Liénarde?

—Hoy será más bonito —intervino finalmente su interlocutor, que parecía escucharlas con impaciencia.

—¿Nos prometéis que este misterio va a ser bonito? —dijo Gisquette.

—¡Por supuesto! —respondió él, antes de añadir con cierta ampulosidad—: Señoritas, yo soy su autor.

—¿De verdad? —dijeron las jóvenes, pasmadas.

—De verdad —respondió el poeta pavoneándose ligeramente—. Es decir, los autores somos dos: Jean Marchand, que ha serrado las tablas y construido la estructura del escenario y todo el entablado, y yo, que he escrito la obra. Me llamo Pierre Gringoire.

El autor del Cid no habría dicho con más orgullo: «Pierre Corneille».

Nuestros lectores habrán podido advertir que ya debía de haber transcurrido cierto tiempo desde el momento en que Júpiter se había metido bajo el tapiz hasta el instante en que el autor de la nueva moralidad había revelado de forma tan súbita su identidad, ante la ingenua admiración de Gisquette y Liénarde. Y, cosa extraordinaria, toda esa multitud, unos minutos antes tan tumultuosa, esperaba ahora con indulgencia, confiando en la palabra del comediante; lo que demuestra esa verdad eterna y verificada a diario en nuestros teatros, según la cual la mejor manera de hacer esperar pacientemente al público es asegurarle que la función va a empezar de inmediato.

Pese a ello, el estudiante Joannes no se dormía.

—¡Hola, hola! —exclamó de repente, en medio de la apacible espera que había sucedido al alboroto—. ¡Júpiter, señora Virgen, cómicos del demonio! ¿Os burláis acaso? ¡La obra! ¡La obra! Empezad de una vez, o seremos nosotros los que empezaremos de nuevo.

No hizo falta más.

Una música de instrumentos graves y agudos empezó a sonar en el interior del tinglado, el tapiz se levantó, cuatro personajes abigarrados y maquillados salieron a la luz del día, subieron la empinada escalera del escenario y, cuando llegaron a la plataforma, se colocaron en fila ante el público, al que saludaron haciendo grandes reverencias. Entonces la sinfonía se interrumpió. Comenzaba el misterio.

Los cuatro personajes, tras haber recibido ampliamente en aplausos el pago por sus reverencias, iniciaron, en medio de un silencio religioso, un prólogo del que gustosamente dispensamos al lector. Por lo demás, tal como todavía sucede en nuestros días, el público estaba mucho más pendiente de los trajes que llevaban que del papel que recitaban, y en verdad era de justicia. Los cuatro iban vestidos con túnicas mitad amarillas y mitad blancas, que solo se diferenciaban por la naturaleza de la tela: la primera era de brocado de oro y plata; la segunda, de seda; la tercera, de lana, y la cuarta, de lienzo. El primer personaje llevaba en la mano derecha una espada; el segundo, dos llaves doradas; el tercero, una balanza, y el cuarto, una laya. Y para ayudar a las inteligencias perezosas que no hubieran visto claro a través de la transparencia de esos atributos, se podía leer en grandes letras negras bordadas, en la parte inferior de la túnica de brocado, ME LLAMO NOBLEZA; en la parte inferior de la túnica de seda, ME LLAMO CLERO; en la parte inferior de la túnica de lana, ME LLAMO MERCANCÍA, y en la parte inferior de la túnica de lienzo, ME LLAMO TRABAJO. El sexo de las dos alegorías masculinas estaba claramente indicado para todo espectador juicioso por las túnicas más cortas y por el birrete que llevaban en la cabeza, mientras que las dos alegorías femeninas, cuyos ropajes eran más largos, iban tocadas con una caperuza.

Habría hecho falta asimismo muy mala voluntad para no comprender, a través de la poesía del prólogo, que Trabajo estaba casado con Mercancía y Clero con Nobleza, y que las dos felices parejas poseían en común un delfín de oro, que según afirmaban no adjudicarían sino a la más bella. Iban por el mundo, pues, en busca de esa belleza, y tras haber rechazado sucesivamente a la reina de Golconda, a la princesa de Trebisonda, a la hija del Gran Kan de Tartaria, etcétera, etcétera, Trabajo y Clero, Nobleza y Mercancía habían ido a descansar sobre la mesa de mármol del Palacio de Justicia, y ante la honrada audiencia recitaban tantas sentencias y máximas como podían prodigarse entonces en la Facultad de Artes en los exámenes, sofismas, disputas, figuras y actos en los que los maestros recibían sus bonetes de licenciado.

Todo aquello era, efectivamente, muy bonito.

Sin embargo, en aquella multitud sobre la que las cuatro alegorías vertían a cuál más y mejor oleadas de metáforas, no había un oído más atento, un corazón más palpitante, un ojo más penetrante, un cuello más estirado que el ojo, el oído, el cuello y el corazón del autor, del poeta, del buen Pierre Gringoire, que unos momentos antes no había podido resistirse a la satisfacción de decir su nombre a dos guapas muchachas. Había regresado a unos pasos de ellas, detrás de su pilar, y allí escuchaba, miraba, saboreaba. Los amables aplausos que habían acogido el comienzo de su prólogo resonaban todavía en sus entrañas, y se hallaba totalmente absorto en esa especie de contemplación extática con la que un autor ve salir una a una sus ideas de la boca del actor, entre el silencio de una vasta audiencia. ¡Digno Pierre Gringoire!

Nos pesa decirlo, pero este primer éxtasis no tardó en verse enturbiado. Apenas se había acercado Gringoire a los labios esa embriagadora copa de alegría y de triunfo cuando una gota de amargura la estropeó.

Un mendigo andrajoso que, perdido como estaba en medio del gentío, no podía hacer su recaudación, y que seguramente no había encontrado suficiente indemnización en los bolsillos de sus vecinos, había tenido la ocurrencia de encaramarse a algún lugar bien visible para atraer así las miradas y las limosnas. Había trepado, pues, durante los primeros versos del prólogo, apoyándose en los pilares del estrado reservado, hasta la cornisa que bordeaba la balaustrada en su parte inferior, y allí se había sentado, demandando la atención y la piedad de la multitud con sus harapos y una horrible llaga abierta en su brazo derecho. Por lo demás, no profería una sola palabra.

El silencio que guardaba dejaba avanzar el prólogo sin obstáculos, y ningún desorden apreciable se habría producido si la mala fortuna no hubiera querido que el estudiante Joannes divisara, desde lo alto de su pilar, al mendigo y sus gesticulaciones. Una risa incontenible se apoderó del jocoso muchacho, quien, sin importarle interrumpir el espectáculo y turbar el recogimiento general, exclamó alegremente:

—¡Mirad a ese enclenque que pide limosna!

Quienquiera que haya arrojado una piedra a una charca llena de ranas o haya disparado un tiro contra una bandada de pájaros puede hacerse una idea del efecto que produjeron aquellas palabras incongruentes en medio del silencio general. Gringoire se estremeció como si hubiera recibido una descarga eléctrica. El prólogo quedó interrumpido y todas las cabezas se volvieron de golpe hacia el mendigo, el cual, lejos de desconcertarse, vio en ese incidente una ocasión propicia para obtener una buena cosecha y se puso a decir con expresión doliente, entornando los ojos:

—¡Una caridad, por lo que más queráis!

—¡Por mi honor! —prosiguió Joannes—. ¡Pero si es Clopin Trouillefou! ¡Hola, hola! ¡Eh, amigo!, ¿acaso te molestaba la herida en la pierna y por eso te la has pasado al brazo?

Y mientras esto decía, lanzaba con la destreza de un mono una blanca en el mugriento sombrero que el mendigo tendía con su brazo herido. El mendigo recibió sin inmutarse la limosna y el sarcasmo, y continuó en un tono lastimero:

—¡Una caridad, por lo que más queráis!

Este episodio había distraído considerablemente a la audiencia, y un buen número de espectadores, con Robin Poussepain y todos los clérigos a la cabeza, aplaudía alegremente a ese dúo extravagante que acababan de improvisar, en medio del prólogo, el estudiante con su voz chillona y el mendigo con su imperturbable salmodia.

Gringoire estaba muy disgustado. Una vez repuesto de su estupor inicial, se desgañitaba ordenando a los cuatro personajes que estaban en el escenario, sin dignarse siquiera dirigir una mirada de desdén a los dos causantes de la interrupción:

—¡Continuad! ¡Qué diablos! ¡Continuad!

En ese momento notó que alguien le tiraba del borde del sobretodo; se volvió, no de muy buen talante, y tuvo que esforzarse bastante para lograr sonreír. Había que hacerlo, sin embargo. Era el bonito brazo de Gisquette la Gencienne, quien, pasándolo a través de la balaustrada, solicitaba de este modo su atención.

—Señor —dijo la joven—, ¿van a continuar?

—¡Por supuesto! —respondió Gringoire, bastante ofendido por la pregunta.

—En tal caso, micer, ¿tendríais la amabilidad de explicarme…?

—¿Lo que van a decir? —la interrumpió Gringoire—. ¡Pues escuchad!

—No —dijo Gisquette—, lo que han dicho hasta ahora.

Gringoire, como un hombre a quien le tocan una herida en carne viva, dio un respingo.

—¡Maldita niña tontaina y obtusa! —masculló entre dientes.

A partir de ese momento, Gisquette perdió todo interés para él.

Sin embargo, los actores habían obedecido sus órdenes, y el público, al ver que se ponían de nuevo a hablar, se había puesto de nuevo a escuchar, no sin haberse perdido infinidad de perlas en la suerte de soldadura que se llevó a cabo entre las dos partes de la obra tan bruscamente cortada. Amarga reflexión que Gringoire hacía en voz baja. Con todo, la tranquilidad se había restablecido poco a poco, el estudiante callaba, el mendigo contaba unas monedas que había en su sombrero y la obra había salido a flote.

Se trataba, en realidad, de una obra muy bella, de la que nos parece que todavía hoy se podría muy bien sacar partido haciendo algunos arreglos. La exposición, un poco larga y un poco vacía, es decir, conforme a las reglas establecidas, era sencilla, y Gringoire, en el cándido santuario de su fuero interno, admiraba su claridad. Como todo el mundo imaginará, los cuatro personajes alegóricos estaban un poco cansados después de haber recorrido medio mundo sin encontrar la manera de deshacerse convenientemente de su delfín de oro. Con este pretexto, elogio del maravilloso pez con mil delicadas alusiones al joven prometido de Margarita de Flandes, a la sazón tristemente recluido en Amboise y sin sospechar en absoluto que Trabajo y Clero, Nobleza y Mercancía acababan de dar la vuelta al mundo por él. El mencionado delfín, pues, era joven, era apuesto, era fuerte y, sobre todo (¡magnífico origen de todas las virtudes reales!), era hijo del león de Francia. Declaro que esta atrevida metáfora es admirable y que la historia natural del teatro, en un día de alegoría y de epitalamio real, no se asusta en modo alguno por un delfín hijo de un león. Precisamente esas raras y pindáricas mezcolanzas son una prueba de entusiasmo. No obstante, para dar también voz a la crítica, añadiremos que el poeta podría haber desarrollado esta bella idea en menos de doscientos versos. Cierto es que, por disposición del señor preboste, el misterio debía durar desde las doce del mediodía hasta las cuatro de la tarde, y que algo hay que decir. Por lo demás, el público escuchaba pacientemente.

De pronto, en plena discusión entre la señorita Mercancía y doña Nobleza, en el momento en que maese Trabajo pronunciaba este verso mirífico:

¡Jamás vi en los bosques fiera más triunfal!

la puerta reservada del estrado, tan inoportunamente cerrada hasta entonces, se abrió más inoportunamente todavía, y la sonora voz del ujier anunció con brusquedad:

—Su eminencia el cardenal de Borbón.