En un abrir y cerrar de ojos todo estuvo preparado para poner en práctica la idea de Coppenole. Burgueses, estudiantes y curiales se habían puesto manos a la obra. La pequeña capilla que se hallaba frente a la mesa de mármol fue elegida como escenario de las muecas. Un cristal que rompieron del bonito rosetón situado sobre la puerta dejó libre un círculo de piedra, a través del cual acordaron que los participantes meterían la cabeza. Para llegar hasta él, simplemente había que subirse a dos toneles que habían cogido no sé dónde y puesto uno sobre otro de cualquier manera. Quedó establecido que cada candidato, hombre o mujer (pues podían nombrar una papisa), para preservar la impresión que causaría su mueca, se cubriría la cara y permanecería escondido en la capilla hasta el momento de su aparición. En menos de un instante la capilla se llenó de participantes, tras los cuales la puerta se cerró.
Coppenole, desde su sitio, ordenaba, dirigía y organizaba todo. En plena barahúnda, el cardenal, tan desconcertado como Gringoire, so pretexto de supuestos quehaceres y vísperas, se había retirado con todo su séquito sin que aquella muchedumbre, a la que su llegada había agitado tan vivamente, se conmoviera lo más mínimo por su partida. Guillaume Rym fue el único en advertir el aturullamiento de su eminencia. La atención popular, al igual que el sol, proseguía su revolución; había partido de un extremo de la sala y, tras haberse detenido un rato en el centro, se hallaba ahora en el otro extremo. La mesa de mármol y el estrado de brocado habían tenido su momento; ahora le tocaba el turno a la capilla de Luis XI. Libre estaba ya la pista para toda suerte de locuras. Solo quedaban flamencos y chusma.
Empezaron las muecas. La primera cara que apareció en la lucera, con los párpados enrojecidos, la boca ferozmente abierta y la frente tan arrugada como nuestras botas de estilo húsar del imperio, provocó unas risas tan inextinguibles que Homero habría tomado a todos aquellos villanos por dioses. Sin embargo, la Gran Sala era cualquier cosa menos el Olimpo, y el pobre Júpiter de Gringoire lo sabía mejor que nadie. Una segunda mueca y una tercera siguieron, luego otra, luego otra más, y las risas y los brincos de alegría no paraban de ir en aumento. Había en ese espectáculo un extraño vértigo, un extraño poder embriagador y de fascinación que resultaría difícil transmitir al lector de nuestros días y de nuestros salones. Imagínense los lectores una serie de rostros que presentaran sucesivamente todas las formas geométricas, desde el triángulo hasta el trapecio, desde el cono hasta el poliedro; todas las expresiones humanas, desde la cólera hasta la lujuria; todas las edades, desde las arrugas del recién nacido hasta las arrugas de la vieja moribunda; todas las fantasmagorías religiosas, desde Fauno hasta Belcebú; todos los perfiles animales, desde las fauces hasta el pico, desde el morro hasta el hocico. Represéntense todos los mascarones del Pont-Neuf, esas pesadillas petrificadas por la mano de Germain Pilon, cobrando vida y aliento y acercándose uno a uno para mirarles a la cara con ojos ardientes; todas las máscaras del carnaval de Venecia sucediéndose ante sus anteojos; en una palabra, un caleidoscopio humano.
La orgía adquiría cada vez más tintes flamencos. El propio Teniers no podría sino dar una muy imperfecta idea. Imagínense la batalla de Salvator Rosa en bacanal.*Ya no había allí ni estudiantes, ni embajadores, ni burgueses, ni hombres, ni mujeres; ni un Clopin Trouillefou, un Gilles Lecornu, una Marie Quatrelivres o un Robin Poussepain. Todo desaparecía en la licencia común. La Gran Sala se había convertido en un vasto horno de desvergüenza y jovialidad donde cada boca era un grito, cada cara una mueca, cada individuo una postura. Todo gritaba y vociferaba. Los extraños rostros que iban por turnos a hacer rechinar los dientes en el rosetón eran como teas arrojadas al fuego. Y de toda esa muchedumbre efervescente escapaba, como el vapor del horno, un rumor áspero, agudo, acerado, silbante como las alas de un moscardón.
—¡Ah! ¡Maldición!
—¡Mira esa cara!
—No vale nada.
—¡Otra! ¡Otra!
—¡Guillemette Maugerepuis, mira ese morro de toro! Solo le faltan los cuernos, así que no es tu marido.
—¡Otra!
—¡Por la barriga del papa! ¿Qué mueca es esa?
—¡Hola, hola! ¡Eso es trampa! ¡Solo hay que enseñar la cara!
—¡Esa maldita Perrette Callebotte! ¡Es muy capaz de eso!
—¡Bravo! ¡Bravo!
—¡Ay, que me ahogo!
—¡Ese no puede meter las orejas por el agujero!
Etcétera, etcétera.
Preciso es hacer justicia, sin embargo, a nuestro amigo Jehan. En medio de aquel pandemónium, se le distinguía aún en lo alto del pilar, cual grumete encaramado en la gavia. Se revolvía con una furia increíble. Tenía la boca desmesuradamente abierta y de ella escapaba un grito que no se oía, no porque quedase cubierto por el clamor general, por intenso que este fuera, sino porque sin duda traspasaba el límite de los sonidos agudos perceptibles: las doce mil vibraciones de Sauveur o las ocho mil de Biot.
En cuanto a Gringoire, pasada la primera reacción de abatimiento, había recuperado el dominio de sí mismo y había desafiado a la adversidad. «Continuad», había dicho por tercera vez a sus comediantes, máquinas parlantes. Y mientras se paseaba dando zancadas por delante de la mesa de mármol, le asaltaba el deseo de aparecer también en la lucera de la capilla, aunque solo fuera para darse el gusto de hacerle una mueca a ese pueblo ingrato. «No, no, eso no sería digno de nosotros. ¡Nada de venganza! Luchemos hasta el final —se repetía—. El poder de la poesía sobre el pueblo es grande. Les haré volver. Ya veremos quién gana, si las muecas o las bellas letras.»
Por desgracia, él había seguido siendo el único espectador de su obra.
Y ahora era mucho peor que antes. Ya solo veía espaldas.
No, miento. El orondo hombre paciente al que ya había consultado en un momento crítico permanecía de cara al escenario. Gisquette y Liénarde, en cambio, habían desertado hacía un buen rato.
A Gringoire le llegó a lo más profundo del alma la fidelidad de su único espectador. Se acercó a él y le dirigió la palabra asiéndolo del brazo para zarandearlo ligeramente, pues el pobre hombre, apoyado en la balaustrada, estaba dormitando.
—Señor —dijo Gringoire—, muchas gracias.
—¿De qué? —contestó el hombre orondo, bostezando.
—Me doy cuenta perfectamente de lo que os molesta —respondió el poeta—. Todo ese ruido es lo que os impide escuchar a gusto. ¡Pero no os preocupéis! Vuestro nombre pasará a la posteridad. Por favor, ¿cómo os llamáis?
—Renault Château, guardasellos del Châtelet de París, para serviros.
—Señor, sois el único representante de las musas en esta sala —dijo Gringoire.
—Me hacéis demasiado favor, señor —repuso el guardasellos del Châtelet.
—Sois el único que ha escuchado la obra como es debido —prosiguió Gringoire—. ¿Qué os parece?
—Pues, en realidad, bastante entretenida —respondió el orondo magistrado, ya medio despierto.
Gringoire tuvo que conformarse con ese elogio, pues una tormenta de aplausos, unida a una prodigiosa aclamación, interrumpió de golpe su diálogo. Habían elegido al papa de los locos.
—¡Viva! ¡Viva! ¡Viva! —gritaba el pueblo desde todas partes.
Era una maravillosa mueca, en efecto, la que resplandecía en ese momento en el agujero del rosetón. Después de todas las caras pentagonales, hexagonales y heteróclitas que se habían sucedido en la lucera sin hacer realidad ese ideal de lo grotesco formado en las imaginaciones exaltadas por la orgía, hacía falta para ganar como mínimo la mueca sublime que acababa de deslumbrar a la asamblea. El propio maese Coppenole aplaudió; y Clopin Trouillefou, que había competido —y Dios sabe la cota de fealdad que podía alcanzar su rostro—, se declaró vencido. Nosotros haremos lo mismo. No intentaremos que el lector se haga una idea de aquella nariz tetraédrica, de aquella boca en forma de herradura, de aquel ojillo izquierdo obstruido por una enmarañada ceja pelirroja, mientras que el derecho desaparecía por completo bajo una enorme verruga, de aquellos dientes desordenados con los bordes desportillados, como las almenas de una fortaleza, de aquel labio calloso sobre el que uno de esos dientes se superponía como el colmillo de un elefante, de aquel mentón hendido y, sobre todo, de la fisonomía extendida sobre todo esto, de esa mezcla de malicia, asombro y tristeza. Imagínese, si ello es posible, ese conjunto.
La aclamación fue unánime. Todos se precipitaron hacia la capilla y sacaron a hombros al bienaventurado papa de los locos. Pero fue entonces cuando la sorpresa y la admiración llegaron a su cenit. La mueca era su rostro.
O más bien toda su persona era una mueca. Una voluminosa cabeza erizada de pelos rojos; entre los hombros, una joroba enorme que le deformaba también el pecho; un sistema de muslos y piernas tan extrañamente desviados que solo podían tocarse por las rodillas y, vistos de frente, parecían dos hoces unidas por el mango; unos pies anchísimos y unas manos monstruosas; y, con toda esa deformidad, cierto aspecto temible de vigor, de agilidad y de coraje. Una rara excepción de la regla eterna según la cual la fuerza, como la belleza, es resultado de la armonía. Así era el papa que acababan de elegir los locos.
Parecía un gigante roto y mal soldado.
Cuando esta especie de cíclope apareció en la puerta de la capilla, inmóvil, fornido y casi tan ancho como alto, «cuadrado en la base», como dice un gran hombre, el populacho lo reconoció de inmediato por su sobretodo mitad rojo y mitad morado, cuajado de campanillas de plata, y todavía más por la perfección de su fealdad, y exclamó con una sola voz:
—¡Es Quasimodo, el campanero! ¡Es Quasimodo, el jorobado de Notre-Dame! ¡Quasimodo el tuerto! ¡Quasimodo el patizambo! ¡Viva! ¡Viva!
El pobre diablo, ya se ve, tenía sobrenombres para dar y vender.
—¡Que se anden con ojo las mujeres preñadas! —gritaban los estudiantes.
—O las que tienen ganas de estarlo —añadía Joannes.
Las mujeres, en efecto, se tapaban la cara.
—¡Vaya mono más feo! —decía una.
—Y más malo que feo —añadía otra.
—Es el diablo —añadía una tercera.
—Tengo la desgracia de vivir al lado de la catedral y lo oigo rodar de noche por el canalón.
—Con los gatos.
—Sí, siempre anda por los tejados.
—Nos echa conjuros por las chimeneas.
—La otra noche vino a hacerme muecas por la ventana. Creía que era un hombre. ¡Pasé un miedo…!
—Estoy segura de que va a los aquelarres. Una vez dejó una escoba en la puerta de mi casa.
—¡Ah! ¡Qué repugnante cara de jorobado!
—¡Ah! ¡Qué alma tan repulsiva!
—¡Puaf!
Los hombres, por el contrario, estaban encantados y aplaudían.
Quasimodo, objeto del tumulto, permanecía en la puerta de la capilla, de pie, taciturno y serio, dejándose admirar.
Un estudiante, Robin Poussepain creo que era, se acercó demasiado a él para reírse en sus narices. Quasimodo se limitó a cogerlo por la cintura y lanzarlo a diez pasos a través de la multitud sin decir una palabra.
Maese Coppenole, maravillado, se aproximó a él.
—¡Voto a Dios! ¡Por san Pedro! Tu fealdad es la más perfecta que he visto en mi vida. Merecerías el papado tanto en Roma como en París.
Mientras esto decía, le pasaba alegremente la mano por la espalda. Quasimodo no se movió.
—Me muero de ganas de ir de francachela contigo —prosiguió Coppenole—, aunque me cueste un doceno nuevo de doce torneses.* ¿Qué te parece?
Quasimodo no contestó.
—¡Voto a Dios! —dijo el calcetero—. ¿Acaso eres sordo?
Era sordo, en efecto.
Sin embargo, empezaba a impacientarse por los modales de Coppenole, y se volvió de repente hacia él con un rechinar de dientes tan formidable que el gigante flamenco retrocedió como un bulldog ante un gato.
Se formó entonces alrededor del extraño personaje un círculo de terror y de respeto que tenía como mínimo quince pasos geométricos de radio. Una vieja le confirmó a maese Coppenole que Quasimodo era sordo.
—¡Sordo! —exclamó el calcetero con su sonora risa flamenca—. ¡Voto a Dios! Es un papa perfecto.
—¡Eh! Yo lo conozco —dijo Jehan, que había bajado por fin del capitel para ver a Quasimodo más de cerca—. Es el campanero de mi hermano el arcediano. ¡Buenos días, Quasimodo!
—¡Demonio de hombre! —dijo Robin Poussepain, todavía maltrecho por la caída—. Aparece, y es jorobado. Se pone a andar, y es patizambo. Te mira, y es tuerto. Le hablas, y es sordo. ¡Demontre!, ¿y qué hace con la lengua este Polifemo?
—Habla cuando quiere —dijo la vieja—. Se quedó sordo de tocar las campanas, pero no es mudo.
—Eso es lo que le falta —observó Jehan.
—Y lo que le sobra es un ojo —añadió Robin Poussepain.
—No —dijo juiciosamente Jehan—. Un tuerto es mucho más incompleto que un ciego. Sabe lo que le falta.
Entre tanto, todos los mendigos, todos los lacayos y todos los cortabolsas, unidos a los estudiantes, habían ido en procesión a buscar en el armario de la curia la tiara de cartón y la ridícula sotana del papa de los locos. Quasimodo dejó que se las pusieran sin pestañear y con una especie de docilidad orgullosa. Después le hicieron sentarse en unas abigarradas andas. Doce oficiales de la cofradía de los locos las levantaron y se las cargaron sobre los hombros; y una suerte de alegría amarga y despreciativa apareció en la cara triste del cíclope al ver bajo sus pies deformes todas aquellas cabezas de hombres apuestos, erguidos y bien hechos. Después, la procesión vociferante y andrajosa se puso en marcha para hacer, siguiendo la costumbre, el recorrido interior por las galerías del palacio antes del paseo por calles y callejas.