Nos complace tener que informar a nuestros lectores de que durante toda esta escena Gringoire y su obra habían resistido. Los actores, espoleados por él, no habían dejado de recitar su texto y él no había dejado de escucharlo. Se había resignado al griterío y estaba decidido a llegar hasta el final, confiando en recuperar la atención del público. Ese destello de esperanza se reavivó al ver a Quasimodo, Coppenole y el cortejo ensordecedor del papa de los locos salir con gran estruendo de la sala. La muchedumbre se precipitó en tropel tras ellos. «Bueno —se dijo—, por fin se van todos los alborotadores.» Desgraciadamente, los alborotadores eran el público. En un abrir y cerrar de ojos, la Gran Sala se quedó vacía.
A decir verdad, todavía quedaban algunos espectadores, unos dispersos, otros agrupados alrededor de los pilares, mujeres, viejos o niños cansados de la batahola y del tumulto. Algunos estudiantes habían permanecido a caballo en el entablamento de las ventanas y miraban hacia la plaza.
«En fin —pensó Gringoire—, todavía quedan suficientes para escuchar el final del misterio. Son pocos, pero es un público selecto, un público culto.»
Al cabo de un instante, una sinfonía que debía producir un gran efecto a la llegada de la santísima Virgen no sonó. Gringoire se percató de que la procesión del papa de los locos se había llevado su música.
—No importa, continuad —dijo estoicamente.
Se acercó a un grupo de burgueses que, según le pareció, hablaban de su obra. He aquí el fragmento de conversación que pilló al vuelo:
—¿Conocéis, maese Cheneteau, el palacete de Navarra, que era del señor de Nemours?
—Sí, justo enfrente de la capilla de Braque.
—Pues bien, el fisco acaba de alquilárselo a Guillaume Alixandre, historiador, por seis libras y ocho sueldos parisienses al año.
—¡Cómo suben los alquileres!
«¡Bueno! —se dijo Gringoire, suspirando—, los demás sí que escuchan.»
—¡Compañeros! —gritó de pronto uno de los bribones de las ventanas—. ¡Esmeralda! ¡Esmeralda está en la plaza!
Esta palabra produjo un efecto mágico. Todos los que quedaban en la sala se precipitaron hacia las ventanas y se encaramaron a donde pudieron para ver, repitiendo: «¡Esmeralda! ¡Esmeralda!».
Al mismo tiempo, fuera se oía un estruendo de aplausos.
—¿Qué quieren decir con eso de «Esmeralda»? —dijo Gringoire juntando las manos, desolado—. ¡Dios mío! Parece que ahora les toca el turno a las ventanas.
Se volvió hacia la mesa de mármol y vio que la representación se había interrumpido. Era justo el momento en que Júpiter tenía que aparecer con el rayo; pero Júpiter permanecía inmóvil bajo el escenario.
—¡Michel Giborne! —gritó el poeta, irritado—. ¿Qué haces ahí? ¿No te toca ahora a ti? ¡Pues sube!
—Es que un estudiante acaba de llevarse la escalera —dijo Júpiter.
Gringoire miró. El hecho no podía ser más cierto. Toda comunicación entre el nudo y el desenlace estaba cortada.
—¡El muy sinvergüenza! —murmuró—. ¿Y para qué ha cogido la escalera?
—Para ir a ver a Esmeralda —respondió, compungido, Júpiter—. Ha dicho: «¡Anda! ¡Aquí hay una escalera que no sirve para nada!», y se la ha llevado.
Era el golpe de gracia. Gringoire lo recibió con resignación.
—¡Que el diablo se os lleve! —dijo a los comediantes—. Y si me pagan, os pagaré.
Entonces se retiró, con la cabeza gacha pero el último de todos, como un general que ha luchado valientemente.
Y mientras bajaba las tortuosas escaleras del palacio, mascullaba entre dientes:
—¡Menuda recua de asnos y cernícalos estos parisienses! ¡Vienen para ver un misterio y no le prestan ninguna atención! Han estado pendientes de todo el mundo, de Clopin Trouillefou, del cardenal, de Coppenole, de Quasimodo, ¡del mismísimo diablo!, pero de la Virgen María, ni por asomo. Si lo llego a saber, ¡Vírgenes Marías os habría dado yo, papanatas! ¡Por no hablar de mí! ¡Venir para ver caras y no ver más que espaldas! ¡Ser poeta y tener el éxito de un boticario! Cierto es que Homero mendigó por las aldeas griegas y que Nasón murió exiliado entre los moscovitas. ¡Pero que me aspen si entiendo lo que quieren decir con eso de «Esmeralda»! Para empezar, ¿qué significa esa palabra? ¡Suena a egipcio!