Cuando Pierre Gringoire llegó a la plaza de Grève, estaba aterido. Había ido por el Pont-aux-Meuniers para evitar el gentío del Pont-au-Change y las banderolas de Jehan Fourbault; pero, al pasar, las ruedas de todos los molinos del obispo le habían salpicado y llevaba la ropa empapada. Tenía la sensación, además, de que el fracaso de su obra le hacía aún más friolero. Se apresuró, pues, a acercarse a la hoguera que ardía magníficamente en medio de la plaza. Pero una multitud considerable se agolpaba alrededor.
—¡Malditos parisienses! —se dijo a sí mismo, pues Gringoire, como verdadero poeta dramático que era, tenía debilidad por los monólogos—. ¡Ahora me tapan el fuego! Pues yo necesito un rincón de chimenea. Mis zapatos parecen esponjas, ¡y con lo que esos malditos molinos han llorado encima de mí! ¡Demonio de obispo de París con sus molinos! ¡Me gustaría saber para qué quiere un obispo un molino! ¿Acaso quiere el obispo hacerse molinero? ¡Si no necesita más que mi bendición para ello, se la doy, a él, a su catedral y a sus molinos! ¡A ver si me dejan un poco de sitio estos mirones! ¿Qué estarán haciendo ahí? Calentarse, ¡menudo placer! Mirar cómo arde un puñado de chamarasca, ¡menudo espectáculo!
Observando más de cerca, se dio cuenta de que el círculo era mucho más grande de lo que hacía falta para calentarse en la hoguera del rey y de que aquella cantidad de espectadores no había sido atraída únicamente por la belleza del puñado de chamarasca que ardía.
En un vasto espacio dejado libre entre la multitud y el fuego, una joven bailaba.
Si aquella joven era un ser humano, un hada o un ángel, Gringoire, por muy filósofo escéptico, por muy poeta irónico que fuera, no pudo discernirlo en un primer momento, tan fascinado quedó por aquella deslumbradora visión.
No era alta, pero lo parecía por la audacia con que se estiraba su fino talle. Era morena, pero se intuía que de día su piel debía de tener ese bello reflejo dorado de las andaluzas y las romanas. Sus pequeños pies también eran andaluces, pues estaban a la vez comprimidos y a gusto en sus graciosos zapatos. Bailaba, daba vueltas, giraba como un torbellino sobre una vieja alfombra persa extendida descuidadamente bajo sus pies; y cada vez que, sin parar de dar vueltas, su radiante rostro pasaba por delante de alguien, sus grandes ojos negros le lanzaban un destello.
A su alrededor, todas las miradas estaban fijas, todas las bocas abiertas; y en efecto, mientras así bailaba al ritmo de la pandereta que sus dos brazos redondos y puros levantaban por encima de su cabeza, delgada, delicada y viva como una avispa, con su impecable corpiño dorado, su vestido multicolor de volantes, con sus hombros desnudos, sus piernas finas que en algunos momentos la falda dejaba al descubierto, sus cabellos negros, sus ojos ardientes, era una criatura sobrenatural.
«¡En verdad es una salamandra! —pensó Gringoire—. ¡Es una ninfa, una diosa, una bacante del monte Ménalo!»
En ese momento se soltó una de las trenzas de la «salamandra» y una moneda de latón sujeta a ella rodó por el suelo.
—¡Ah, no! —dijo Gringoire—. Es una gitana.
Toda ilusión había desaparecido.
La muchacha se puso a bailar de nuevo. Cogió del suelo dos sables, cuya punta apoyó en su frente, y los hizo girar en un sentido mientras ella giraba en el contrario. En efecto, era simplemente una gitana. Pero, pese a que Gringoire se sentía un tanto desencantado, el conjunto de aquel cuadro no se hallaba desprovisto de hechizo y de magia. La hoguera la iluminaba con una luz cruda y rojiza que temblaba, llena de vida, en el círculo formado por los rostros de la multitud, en la frente morena de la joven, y despedía un pálido reflejo mezclado con las vacilaciones de sus sombras hacia el fondo de la plaza, a un lado sobre la vieja fachada negra y rugosa de la Casa de los Pilares, al otro sobre los brazos de piedra de la horca.
Entre los mil rostros que este fulgor teñía de escarlata, había uno que parecía más absorto aún que todos los demás en la contemplación de la bailarina. Era una figura de hombre, austera, serena y sombría. Aquel hombre, cuyo traje quedaba oculto por la gente que lo rodeaba, no aparentaba más de treinta y cinco años. Sin embargo, estaba calvo; apenas tenía en las sienes unos mechones de escaso pelo ya gris; unas arrugas empezaban a surcar su frente despejada, pero en sus ojos hundidos resplandecía una juventud extraordinaria, una vida ardiente, una pasión profunda. Los mantenía clavados en la gitana y, mientras la alocada joven de dieciséis años bailaba y volteaba a gusto de todos, sus pensamientos parecían tornarse cada vez más sombríos. De vez en cuando una sonrisa y un suspiro coincidían en sus labios, pero la sonrisa era más dolorosa que el suspiro.
La muchacha se detuvo por fin, jadeante, y la gente la aplaudió con fervor.
—Djali —dijo la gitana.
Gringoire vio llegar entonces a una graciosa cabrita blanca, viva, despierta, lustrosa, con los cuernos dorados, las pezuñas doradas y un collar dorado, a la que aún no había visto y que había permanecido hasta ese momento echada en una esquina de la alfombra mirando bailar a su ama.
—Djali —dijo la bailarina—, ahora te toca a ti.
Y, sentándose, presentó graciosamente la pandereta ante la cabra.
—Djali —continuó—, ¿en qué mes del año estamos?
La cabra levantó una pata delantera y dio un golpe en la pandereta. Era, en efecto, el primer mes del año. La multitud aplaudió.
—Djali —prosiguió la joven moviendo la pandereta hacia el otro lado—, ¿a qué día del mes estamos?
Djali levantó su patita dorada y dio seis golpes en la pandereta.
—Djali —prosiguió la gitana cambiando de nuevo la posición de la pandereta—, ¿qué hora es?
Djali dio siete golpes. En el mismo momento, el reloj de la Casa de los Pilares dio las siete.
La gente estaba maravillada.
—Esto es cosa de brujería —dijo una voz siniestra entre la multitud. Era la del hombre calvo, que no apartaba los ojos de la gitana.
La muchacha se estremeció y se volvió, pero una nueva salva de aplausos ahogó la sombría exclamación.
La borró incluso hasta tal punto de su mente que continuó haciéndole preguntas a la cabra.
—Djali, ¿qué hace maese Guichard Grand-Remy, el capitán de los pistoleros* de la ciudad, en la procesión de la Candelaria?
Djali se irguió apoyándose en las patas traseras y se puso a balar, a la vez que echaba a andar con tan graciosa seriedad que todo el corro de espectadores rompió a reír ante esta parodia de la devoción interesada del capitán de los pistoleros.
—Djali —prosiguió la joven, envalentonada por su creciente éxito—, ¿cómo predica maese Jacques Charmolue, procurador del rey en la jurisdicción eclesiástica?
La cabra se sentó sobre sus posaderas y se puso a balar moviendo las patas delanteras de un modo tan extraño que, salvo el mal francés y el mal latín de Jacques Charmolue, todo lo demás —gestos, acento y actitud— estaba ahí.
La gente aplaudía cada vez más.
—¡Sacrilegio! ¡Profanación! —exclamó la voz del hombre calvo.
La gitana se volvió otra vez.
—¡Ah, es ese hombre ruin! —dijo.
Acto seguido, adelantando el labio inferior por encima del superior, hizo un mohín que parecía serle familiar, giró sobre sus talones y se puso a recoger en la pandereta los donativos de la gente.
Llovían monedas de toda clase: blancas, tarjas, algún que otro liarte…* De pronto pasó por delante de Gringoire. Este se metió tan atolondradamente la mano en el bolsillo que ella se detuvo.
—¡Demonios! —dijo el poeta al encontrar en el fondo de su bolsillo la realidad, es decir, el vacío.
Pero allí estaba la bella joven, mirándolo con sus grandes ojos, tendiéndole la pandereta y esperando. Gringoire sudaba a mares.
Si hubiera tenido el Perú en el bolsillo, sin duda se lo habría dado a la bailarina; pero Gringoire no tenía el Perú, y además, América aún no había sido descubierta.
Por fortuna, un incidente inesperado acudió en su auxilio.
—¿Te irás de una vez, langosta egipcia? —gritó una voz agria que salía del rincón más oscuro de la plaza.
La joven se volvió, asustada. No se trataba esta vez de la voz del hombre calvo; era una voz de mujer, una voz falsa y malvada.
Aquel grito que tanto asustó a la gitana fue, en cambio, causa de alborozo para un grupo de niños que rondaba por allí.
—¡Es la reclusa de la Tour-Roland! —dijeron entre risas incontenibles—. ¡Es la Sachette* refunfuñando! ¿Será que no ha cenado? ¡Llevémosle alguna sobra del bufé público!
Todos se precipitaron hacia la Casa de los Pilares.
Gringoire, sin embargo, había aprovechado la confusión de la bailarina para desaparecer. Los gritos de los niños le recordaron que él tampoco había cenado. Corrió, pues, hacia el bufé. Pero los bribonzuelos tenían mejores piernas que él y, cuando llegó, habían dejado la mesa limpia. No quedaba ni una miserable galleta de cinco sueldos la libra. Solo seguían en la pared las esbeltas flores de lis, mezcladas con rosales, que en 1434 pintó Mathieu Biterne. Era una cena frugal.
Es una cosa molesta acostarse sin cenar; es una cosa menos divertida aún no cenar y no saber dónde acostarse. Gringoire se encontraba en esta última situación. Ni pan, ni yacija. Se veía acosado por doquier por la necesidad, y la encontraba muy desabrida. Había descubierto hacía tiempo esta verdad: que Júpiter creó a los hombres en un acceso de misantropía y que, durante toda la vida del sabio, su destino tiene en estado de sitio a su filosofía. En cuanto a él, nunca había visto el asedio tan completo; oía a su estómago anunciar que se rendía y le parecía totalmente fuera de lugar que el aciago destino ocupara su filosofía sirviéndose del hambre.
Se hallaba cada vez más absorto en estas melancólicas reflexiones cuando un canto, extraño aunque lleno de dulzura, vino a sacarlo bruscamente de ellas. Era la joven egipcia,** que se había puesto a cantar.
Podía decirse de su voz lo mismo que de su danza y de su belleza. Era indefinible y encantadora; algo puro, sonoro, etéreo, alado, por así decirlo. Eran continuas expansiones, melodías, cadencias inesperadas, frases sencillas sembradas de notas aceradas y silbantes, saltos de gamas que habrían desconcertado a un ruiseñor, pero en las que siempre se recuperaba la armonía, suaves ondulaciones de octavas que subían y bajaban como el pecho de la joven cantante. Su bello rostro seguía con una movilidad singular todos los caprichos de la canción, desde la inspiración más desenfrenada hasta la más casta dignidad. En algunos momentos parecía una loca y en otros una reina.
Las palabras que cantaba eran de una lengua desconocida para Gringoire y que parecía serle desconocida también a ella, a juzgar por la escasa relación entre la expresión que daba al canto y el sentido de las palabras. Así, estos cuatro versos eran, en su boca, de una loca alegría:
Un cofre de gran riqueza
hallaron dentro de un pilar,
dentro de él nuevas banderas
con figuras de espantar.
Y un instante después, Gringoire sentía que se le saltaban las lágrimas de los ojos por su forma de entonar esta estancia:
Alárabes de caballo
sin poderse menear,
con espadas, y los cuellos,
ballestas de buen echar.*
Sin embargo, su canto transmitía sobre todo alegría, y ella parecía cantar, como los pájaros, con serenidad y despreocupación.
La canción de la gitana había turbado los pensamientos de Gringoire, pero como un cisne turba el agua en calma. La escuchaba con una especie de arrebato y de olvido de todo. Era, desde hacía varias horas, el primer momento que pasaba sin sufrir.
Ese momento fue corto.
La misma voz de mujer que había interrumpido el baile de la gitana interrumpió su canto.
—¿Te callarás de una vez, cigarra del demonio? —gritó desde el mismo rincón oscuro de la plaza.
La pobre «cigarra» se calló de golpe. Gringoire se tapó los oídos.
—¡Ah! —exclamó—. ¡Maldita sierra mellada que viene a romper la lira!
Los demás espectadores murmuraban como él. «¡Al infierno la Sachette!», decía más de uno. Y la invisible vieja aguafiestas habría tenido motivos para arrepentirse de sus ataques contra la gitana, si en ese momento no los hubiera distraído la procesión del papa de los locos, que, tras haber recorrido no pocas calles y callejas, desembocó en la plaza de Grève con sus antorchas y su bullicio.
Esta procesión, que nuestros lectores vieron partir del palacio, se había organizado por el camino y había reclutado a todos los pícaros, ladrones ociosos y vagabundos disponibles que había en París, de manera que cuando llegó a la Grève presentaba un aspecto respetable.
Al frente desfilaba Egipto. El duque de Egipto en cabeza, a caballo, con sus condes a pie, sujetándole la brida y los estribos; detrás de ellos, los egipcios y las egipcias mezclados, con sus hijos sobre los hombros gritando; todos, duque, condes y plebe, con harapos y oropeles. Seguía el reino de Argot, es decir, todos los ladrones de Francia, ordenados según su dignidad, de menor a mayor. Desfilaban de cuatro en cuatro, con las diversas insignias de sus grados en esa extraña facultad, la mayoría lisiados, unos cojos y otros mancos: los temporeros, los concheros, los hubertinos, los convulsos, los pelones, los desahuciados, los parranderos, los birriosos, los tahúres, los alfeñiques, los achicharrados, los mercadantes, los truchimanes, los huérfanos, los archisecuaces, los mangantes…,* la enumeración, en fin, cansaría al propio Homero. En el centro del cónclave de los mangantes y de los archisecuaces costaba distinguir al rey de Argot, el gran coesre, sentado sobre los talones en un carretón tirado por dos grandes perros. Detrás del reino de Argot venía el imperio de Galilea. Guillaume Rousseau, emperador del imperio de Galilea, desfilaba majestuosamente con su túnica púrpura manchada de vino, precedido de saltimbanquis peleándose unos con otros y bailando danzas pírricas, rodeado de sus maceros, de sus secuaces y de los escribientes del Tribunal de Cuentas. Cerraba la marcha la curia, con sus mayos coronados de flores, sus ropajes negros, su música digna de un aquelarre y sus velones de cera amarilla. En el centro de esta multitud, los oficiales mayores de la cofradía de los locos llevaban sobre los hombros unas andas más sobrecargadas de cirios que el relicario de Santa Genoveva en época de peste. Y sobre esas andas resplandecía, luciendo báculo, capa y mitra, el nuevo papa de los locos, el campanero de Notre-Dame, Quasimodo el Jorobado.
Cada una de las secciones de esta procesión grotesca tenía su música particular. Los egipcios hacían sonar sus balafones y sus tambores africanos. Los argoteros, raza muy poco musical, todavía estaban con la viola, el cuerno y la gótica rubeba del siglo XII. El imperio de Galilea no estaba mucho más avanzado; apenas se distinguía en su música algún miserable rabel de la infancia del arte, todavía aprisionado en el re-la-mi. Mas era en torno al papa de los locos donde se desplegaban, en una cacofonía magnífica, todas las riquezas musicales de la época. No sonaban más que notas agudas, sobreagudas e hiperagudas de rabel, sin contar las flautas y los metales. Recuerden nuestros lectores que era, ay, la orquesta de Gringoire.
Resulta difícil dar una idea del grado de regocijo orgulloso y beatífico que el triste y repulsivo rostro de Quasimodo había alcanzado en el trayecto del palacio a la Grève. Era la primera vez que sentía satisfecho su amor propio. No había conocido hasta entonces sino la humillación, el desprecio por su condición, la repugnancia hacia su persona. Así pues, pese a ser sordo, saboreaba como un auténtico papa las aclamaciones de esa multitud a la que odiaba porque se sentía odiado por ella. ¡Qué importaba que su pueblo fuera una caterva de locos, de tullidos, de ladrones, de mendigos! Aun así, era un pueblo, y él un soberano. Y se tomaba en serio todos aquellos aplausos irónicos y reverencias ridículas en los que, debemos decirlo, se mezclaba en la gente un poco de miedo muy real. Porque el jorobado era fornido, porque el patizambo era ágil, porque el sordo era malo, tres cualidades que atemperan lo ridículo.
Por lo demás, que el nuevo papa de los locos fuera consciente de sus propios sentimientos y de los que inspiraba a los demás, distamos mucho de creerlo. El espíritu que se hallaba alojado en aquel cuerpo fallido forzosamente debía ser también algo incompleto y sordo. Por ello, lo que sentía en ese momento era para él absolutamente vago, impreciso y confuso. Solo la alegría se abría paso, y el orgullo dominaba. Aquel sombrío y desdichado semblante irradiaba luz.
No sin sorpresa y sin miedo vieron, pues, en el momento en que Quasimodo, en esa semiebriedad, pasaba triunfalmente ante la Casa de los Pilares, a un hombre surgir de pronto de entre la multitud y arrebatarle de las manos, con un gesto de cólera, el báculo de madera dorada, insignia de su demencial papado.
Ese hombre, ese temerario, era el personaje calvo que, poco antes, mezclado entre el público de la gitana, había dejado a la pobre muchacha helada con sus palabras de amenaza y odio. Vestía ropas eclesiásticas. En el momento en que salió de entre la multitud, Gringoire, que no le había prestado atención hasta entonces, lo reconoció.
—¡Anda! —exclamó, extrañado—. ¡Es mi maestro en Hermes, don Claude Frollo, el arcediano! ¿Qué diablos pretende? ¡Ese horrible tuerto va a devorarlo!
Un grito de terror se elevó, en efecto. El formidable Quasimodo había bajado precipitadamente de las andas, y las mujeres apartaban los ojos para no verlo destrozar al arcediano.
El jorobado dio un salto hasta el sacerdote, lo miró y cayó de rodillas.
El sacerdote le arrancó la tiara, le rompió el báculo, le rasgó la brillante capa.
Quasimodo permaneció arrodillado, bajó la cabeza y juntó las manos.
A continuación entablaron un extraño diálogo de signos y gestos, pues ni el uno ni el otro hablaban. El sacerdote, de pie, irritado, amenazante, imperioso; Quasimodo, prosternado, humilde, suplicante. Y sin embargo es indudable que Quasimodo habría podido aplastar al sacerdote con el pulgar.
Finalmente el arcediano, zarandeando con rudeza a Quasimodo por los hombros, le indicó que se levantara y lo acompañara.
Quasimodo se levantó.
Entonces la cofradía de los locos, pasados los primeros momentos de estupor, quiso defender a su papa tan bruscamente destronado. Los egipcios, los argoteros y toda la curia se pusieron a chillar alrededor del sacerdote.
Quasimodo se colocó delante de este, mostró los músculos de sus puños atléticos y miró a los asaltantes con el rechinar de dientes de un tigre enfurecido.
El sacerdote recuperó su expresión de sombría gravedad, le hizo una seña a Quasimodo y se retiró en silencio.
Quasimodo caminaba delante de él, apartando a la gente a su paso.
Cuando hubieron atravesado la plaza entre la multitud, la nube de curiosos y ociosos intentó seguirlos. Quasimodo cubrió entonces la retaguardia y siguió al arcediano andando de espaldas, fornido, huraño, rudo, monstruoso, cubriéndose con los brazos, lamiendo sus colmillos de jabalí, gruñendo como un animal salvaje y provocando inmensas oscilaciones en la multitud con un gesto o una mirada.
Los dejaron adentrarse a los dos en una calle estrecha y tenebrosa, por la que nadie se atrevió a aventurarse tras ellos, hasta tal punto cerraba el paso la simple visión de Quasimodo haciendo rechinar los dientes cual quimera.
—He aquí un suceso maravilloso —dijo Gringoire—, pero ¿dónde demonios encontraré yo algo para cenar?