Después de haber corrido como alma que lleva al diablo durante un rato, sin saber hacia dónde iba, golpeándose la cabeza en más de una esquina, saltando más de un arroyo, cruzando más de una calleja, más de un callejón y más de una encrucijada, buscando salida y paso a través de todos los meandros del viejo mercado de Les Halles, explorando, en su miedo pánico, lo que el bello latín de los documentos llama tota via, cheminum et viaria,* nuestro poeta se detuvo de pronto, en un primer momento porque estaba sin aliento y luego porque en cierto modo quedó paralizado por un dilema que acababa de acudir a su mente:
—Me parece, maese Pierre Gringoire —se dijo a sí mismo tocándose la frente con un dedo—, que estáis corriendo como un botarate. Los bribonzuelos no se han asustado menos al veros a vos que vos al verlos a ellos. Me parece, os digo, que habéis oído el ruido de sus zuecos alejándose hacia el mediodía, mientras que vos lo hacíais hacia el septentrión. Así que, una de dos: o han huido, y entonces el jergón que el terror debe de haberles hecho olvidar es precisamente esa cama hospitalaria tras la que andáis desde esta mañana, y que la Virgen os envía como por ensalmo para recompensaros por haber escrito en su honor una moralidad con triunfos y mascaradas; o bien no han huido, y en ese caso han prendido fuego al jergón, y ese es justo el excelente fuego que necesitáis para solazaros, secaros y calentaros. En los dos casos, buen fuego o buena cama, el jergón es un regalo del cielo. Quizá la bendita Virgen María que está en la esquina de la calle Mauconseil ha hecho que Eustache Maubon muera solo para eso, y es un despropósito por vuestra parte huir a espetaperro, como un picardo ante un francés, dejando atrás lo que andáis buscando delante, ¡y sois un majadero!
Así que volvió sobre sus pasos y, orientándose y escudriñando, olfateando como un perro y aguzando el oído, intentó encontrar el bendito jergón. Pero fue en vano. Todo eran intersecciones de casas, callejones sin salida y encrucijadas, en medio de las cuales titubeaba y dudaba continuamente, más atrapado y encerrado en aquella maraña de callejas oscuras de lo que lo habría estado en el propio laberinto del hotel de las Tournelles. Al final perdió la paciencia y exclamó solemnemente:
—¡Malditas sean las bifurcaciones! ¡El diablo las ha hecho a imagen y semejanza de su propia horca!
Esta exclamación lo alivió un poco, y una suerte de reflejo rojizo que vio en ese momento al final de una larga y estrecha calleja acabó de levantarle la moral.
—¡Alabado sea Dios! —dijo—. ¡Es allí! Mi jergón está ardiendo. —Y comparándose al nauclero que zozobra en plena noche, añadió piadosamente—: Salve, salve, maris stella!*
Si dirigía este fragmento de letanía a la Virgen o al jergón es algo que ignoramos por completo.
Apenas había dado unos pasos por la larga calleja, en pendiente, sin empedrar y cada vez más enfangada e inclinada, cuando observó algo bastante singular. No estaba desierta. Acá y allá, a lo largo de toda ella, reptaban unas masas vagas e imprecisas en dirección al resplandor que oscilaba al fondo de la calle, como esos torpes insectos que se arrastran por la noche de brizna en brizna de hierba hacia la fogata de un pastor.
Nada hace a un hombre tan aventurero como no notar el bulto de la bolsa. Gringoire continuó avanzando y muy pronto hubo alcanzado a la larva que se arrastraba más perezosamente detrás de las demás. Al aproximarse a ella vio que no era sino un miserable lisiado sin piernas que se desplazaba a saltos apoyado en las manos, como un segador herido al que solo le quedan dos patas. En el momento en que pasó junto a aquella especie de araña con rostro humano, esta alzó hacia él una voz penosa:
—La buona mancia, signor! La buona mancia!
—¡Que el diablo se te lleve, y a mí contigo, si entiendo lo que dices! —exclamó Gringoire.
Y siguió adelante.
Alcanzó a otra de aquellas masas ambulantes y la examinó. Era un tullido, cojo y manco a la vez, y tan manco y tan cojo que el complicado sistema de muletas y de patas de palo que lo sostenía le daba el aspecto de un andamio en marcha. Gringoire, que acostumbraba a hacer comparaciones nobles y clásicas, lo comparó mentalmente con las trébedes vivas de Vulcano.
Aquellas trébedes vivas lo saludaron al pasar, pero poniendo el sombrero a la altura del mentón de Gringoire, como si fuera una bacía, y gritándole al oído:
—¡Señor caballero, para comprar un pedaso de pan!*
—Parece que este también habla —dijo Gringoire—. Pero es una lengua endiablada, y más dichoso es él que yo si la entiende.
Entonces, golpeándose la frente por efecto de una repentina asociación de ideas, dijo:
—Por cierto, ¿qué demonios querían decir esta mañana con eso de «Esmeralda»?
Intentó apretar el paso, pero por tercera vez algo se interpuso en su camino. Ese algo, o más bien ese alguien, era un ciego, un ciego menudo, barbudo y con cara de judío que, moviendo un bastón por el espacio circundante y remolcado por un perrazo, le espetó con acento húngaro:
—Facitote caritatem!
—¡Albricias! —exclamó Pierre Gringoire—. Por fin uno que habla una lengua cristiana. Debo de tener cara de ser muy caritativo para que me pidan limosna en el estado de delgadez en que se encuentra mi bolsa. Amigo —añadió, volviéndose hacia el ciego—, la semana pasada vendí mi última camisa, es decir, puesto que solo comprendéis la lengua de Cicerón: Vendidi hebdomade nuper transita meam ultimam chemisam.
Dicho esto, volvió la espalda al ciego y prosiguió su camino. Mas el ciego empezó a acelerar el paso al mismo ritmo que él, y hete aquí que el tullido y el lisiado sin piernas lo alcanzaron también con mucha ligereza y gran estrépito de escudillas y de muletas contra el empedrado. Y los tres, empujándose unos a otros detrás del pobre Gringoire, se pusieron a entonar su letanía:
—Caritatem! —cantaba el ciego.
—La buona mancia! —cantaba el lisiado.
Y el cojo redondeaba la frase musical repitiendo:
—¡Un pedaso de pan!
Gringoire se tapó los oídos.
—¡Esto parece la torre de Babel! —exclamó.
Echó a correr. El ciego corrió. El cojo corrió. El lisiado sin piernas corrió.
Y a medida que se adentraba en la calle, lisiados, ciegos y cojos pululaban a su alrededor, y mancos, y tuertos, y leprosos con sus llagas, unos saliendo de las casas, otros de las callejas aledañas, otros más de los tragaluces de los sótanos, aullando, mugiendo, chillando, todos a trompicones, dando tumbos, precipitándose hacia la luz, rebozados de fango como babosas después de llover.
Gringoire, todavía seguido por sus tres perseguidores y sin saber en qué iba a parar aquello, caminaba asustado en medio de los otros, derribando a los cojos, saltando por encima de los sin piernas, tropezando a diestro y siniestro en ese hormiguero de lisiados, como aquel capitán inglés que encalló en un banco de cangrejos.
Le pasó por la mente la idea de volver sobre sus pasos. Pero era demasiado tarde. Toda aquella legión se había cerrado a su espalda y los tres mendigos lo sujetaban. Así pues, siguió adelante, empujado a la vez por aquel flujo irresistible, por el miedo y por un vértigo que le hacía percibir todo aquello como una horrible pesadilla.
Finalmente llegó al otro extremo de la calle, que desembocaba en una plaza inmensa donde mil luces dispersas oscilaban en la bruma confusa de la noche. Gringoire entró precipitadamente en ella esperando zafarse, gracias a la rapidez de sus piernas, de los tres espectros impedidos que se habían agarrado a él.
—¿Ónde vas, hombre?* —gritó el tullido soltando las muletas y corriendo tras él con las dos mejores piernas que jamás hubieran trazado un paso geométrico sobre el suelo de París.
Entre tanto, el lisiado sin piernas, ahora de pie, le ponía a Gringoire por sombrero su pesada plataforma de hierro con ruedas, y el ciego, por su parte, lo miraba a la cara con ojos ardientes.
—¿Dónde estoy? —preguntó el poeta, aterrorizado.
—En la Corte de los Milagros —contestó un cuarto espectro que se había unido a ellos.
—¡Por mi honor! —repuso Gringoire—. Veo que los ciegos miran y los cojos corren, pero ¿dónde está el Salvador?
Le respondieron con unas carcajadas siniestras.
El pobre poeta miró a su alrededor. Estaba, efectivamente, en esa temible Corte de los Milagros donde jamás había penetrado un hombre honrado a semejante hora; círculo mágico en el que los oficiales del Châtelet y los alguaciles del prebostazgo que se aventuraban por allí desaparecían hechos trizas; ciudad de los ladrones, horrenda verruga en el rostro de París; cloaca de donde salía todas las mañanas y adonde volvía todas las noches a pudrirse ese arroyo de vicios, de mendicidad y de vagabundeo siempre desbordado por las calles de las capitales; colmena monstruosa a la que regresaban por la noche con su botín todos los zánganos del orden social; hospital mentiroso donde el bohemio, el fraile exclaustrado, el estudiante crapuloso, los golfos de todas las naciones, españoles, italianos, alemanes, de todas las religiones, judíos, cristianos, mahometanos, idólatras, cubiertos de llagas simuladas, mendigos durante el día, se transfiguraban por la noche en bandidos; inmenso vestuario, en una palabra, donde se vestían y se desvestían en aquella época todos los actores de esa comedia eterna que el robo, la prostitución y el asesinato representan en las calles de París.
Era una extensa plaza, irregular y mal adoquinada, como a la sazón todas las plazas de París. Aquí y allá brillaban fogatas en torno a las cuales hormigueaban grupos extraños. Todos gritaban en un incesante ir y venir. Se oían risas estridentes, llantos de niños, voces de mujeres. Las manos y las cabezas de aquel gentío, negras sobre el fondo luminoso, se recortaban en mil gestos extraños. De vez en cuando, en el suelo, donde temblaba la claridad de las fogatas mezclada con grandes sombras indefinidas, se veía pasar un perro que parecía un hombre o un hombre que parecía un perro. Los límites de las razas y de las especies parecían borrarse en aquel lugar como en un pandemónium. Hombres, mujeres, animales, edad, sexo, salud, enfermedad, todo parecía ser compartido entre aquellas gentes; todo estaba junto, mezclado, confundido, superpuesto; todos participaban de todo.
El resplandor trémulo y pobre de las fogatas permitía a Gringoire, a través de su turbación, distinguir en derredor de la inmensa plaza un horrendo cerco de viejas casas, cuyas fachadas carcomidas, destartaladas, decrépitas, con una o dos luceras iluminadas cada una, le parecían en la oscuridad enormes cabezas de mujeres viejas, monstruosas y ceñudas que, colocadas en círculo, miraban el aquelarre guiñando los ojos.
Era como un nuevo mundo, desconocido, inaudito, deforme, reptil, hormigueante, fantástico.
Cada vez más espantado, sujeto por los tres mendigos como por tres tenazas, ensordecido por una multitud de rostros que se encrespaban y ladraban a su alrededor, el malhadado Gringoire intentaba recobrar su presencia de ánimo para recordar si era sábado. Pero sus esfuerzos eran vanos; el hilo de su memoria y de su pensamiento se había roto, y, dudando de todo, fluctuando entre lo que veía y lo que sentía, se hacía esta insoluble pregunta: «Si yo soy, ¿esto es? Si esto es, ¿yo soy?».
En ese momento, un grito diáfano se elevó entre la turba vociferante que lo rodeaba:
—¡Llevémoslo ante el rey! ¡Llevémoslo ante el rey!
—¡Virgen santa! —murmuró Gringoire—. El rey de aquí debe de ser un macho cabrío.
—¡Al rey! ¡Al rey! —repitieron todas las voces.
Se lo llevaron a rastras. Se peleaban por ponerle las manos encima, pero los tres mendigos no lo soltaban y se lo arrebataban a los demás gritando:
—¡Es nuestro!
El jubón ya maltrecho del poeta exhaló en aquella lucha el último suspiro.
Mientras atravesaba la horrible plaza, su vértigo se disipó. Tras dar unos pasos había recobrado el sentido de la realidad. Empezaba a acostumbrarse al ambiente del lugar. En un primer momento, de su cabeza de poeta, o quizá simple y prosaicamente de su estómago vacío, se había elevado un humillo, un vapor, por así decirlo, que, extendiéndose entre los objetos y él, no se los había dejado entrever más que envueltos en la bruma incoherente de la pesadilla, en esas tinieblas de los sueños que hacen temblar todos los contornos, contorsionarse todas las formas, amontonarse los objetos en grupos desmesurados hasta convertir las cosas en quimeras y a los hombres en fantasmas. Poco a poco, a esa alucinación le sucedió una mirada menos extraviada y también menos deformante. Lo real se abría paso en torno a él, le saltaba a los ojos, le golpeaba los pies y desmontaba pieza a pieza toda la espantosa poesía de la que al principio había creído estar rodeado. Tuvo que advertir irremediablemente que no caminaba por el Estigia, sino por el fango, que no se hallaba en compañía de demonios, sino de ladrones, que no peligraba su alma, sino simplemente su vida (puesto que carecía de ese precioso conciliador que se sitúa tan eficazmente entre el bandido y el hombre honrado, o sea, la bolsa). Finalmente, examinando la orgía más de cerca y con más sangre fría, pasó del aquelarre a la taberna.
La Corte de los Milagros no era, en efecto, sino una taberna, pero una taberna de bandidos, tan roja de sangre como de vino.
El espectáculo que se ofreció a sus ojos cuando su andrajosa escolta lo soltó por fin al término de su recorrido no era el más apropiado para devolverlo a la poesía, ni siquiera a la poesía del infierno. Era más que nunca la prosaica y brutal realidad de la taberna. Si no estuviésemos en el siglo XV, diríamos que Gringoire había descendido de Miguel Ángel a Callot.
En torno a una gran hoguera que ardía sobre una extensa losa redonda y cuyas llamas atravesaban las patas al rojo de unas trébedes por el momento vacías, había algunas mesas carcomidas colocadas sin orden ni concierto, sin que ningún lacayo geómetra se hubiera dignado ajustar su paralelismo o procurar que al menos no se cortasen en ángulos demasiado inusitados. Encima de esas mesas relucían algunas jarras rebosantes de vino y de cerveza, y alrededor de estas jarras se agrupaban muchos rostros báquicos, colorados por el fuego y por el vino. Un hombre de voluminoso vientre y cara jovial besaba ruidosamente a una mujerzuela chaparra y metida en carnes. Una especie de falso soldado, un truchimán, como decían en su jerga, se quitaba, silbando, los vendajes de su falsa herida y se desentumecía la rodilla, sana y vigorosa, enrollada desde por la mañana con mil ligaduras. Un alfeñique, por el contrario, preparaba con celidonia y sangre de buey su pierna llagada para el día siguiente. Dos mesas más allá, un conchero con su hábito completo recitaba la endecha de santa Reina sin olvidar la salmodia y el tono nasal. Más lejos, un joven hubertino recibía lecciones de epilepsia de un viejo convulso, que le enseñaba el arte de echar espumarajos masticando un trozo de jabón. Al lado, un hidrópico se desinflaba y hacía taparse la nariz a cuatro o cinco ladronas que se disputaban en la misma mesa un niño robado durante la noche. Circunstancias todas que, dos siglos más tarde, «parecieron tan ridículas en la corte —como dice Sauval— que sirvieron de entretenimiento al rey y de introducción al ballet real de La Noche, dividido en cuatro partes y bailado en el teatro del Petit-Bourbon». «Jamás han sido representadas las súbitas metamorfosis de la Corte de los Milagros con tanto acierto —añade un testigo ocular de 1653—. Benserade nos preparó para ellas con unos versos bastante galantes.»
Por todas partes estallaban risotadas y se oían canciones obscenas. Cada uno se ocupaba de sí mismo, refunfuñando y maldiciendo sin escuchar al vecino. Brindaban, y las pendencias surgían con el chocar de los vasos, y los vasos desportillados hacían desgarrar los harapos.
Un perro de gran tamaño, sentado sobre su rabo, miraba el fuego. Había también niños en aquella orgía. El niño robado, que lloraba y chillaba. Otro, de cuatro años ya, sentado con las piernas colgando en un banco demasiado alto, con la mesa a la altura de la barbilla, sin decir una sola palabra. Un tercero que, muy serio, extendía con un dedo por la mesa el sebo fundido que chorreaba de una vela. Por último, uno pequeño, en cuclillas entre el fango, metido casi por entero en un caldero que rascaba con una teja y del que sacaba un sonido que haría desmayarse a Stradivarius.
Un tonel estaba junto al fuego, y sobre el tonel, un mendigo. Era el rey en su trono.
Los tres que sujetaban a Gringoire lo llevaron ante el tonel, y toda la bacanal quedó un momento en silencio, excepto el caldero habitado por el niño.
Gringoire no se atrevía ni a respirar ni a levantar los ojos.
—Hombre, quítate el sombrero* —dijo uno de los tres que lo tenían agarrado, y antes de que hubiera comprendido lo que quería decir, el otro se lo había cogido.
Era un miserable bicoquete, es verdad, pero todavía útil un día de sol o un día de lluvia. Gringoire suspiró.
El rey, desde lo alto de su tonel, le dirigió entonces la palabra:
—¿Quién es este perillán?
Gringoire se estremeció. Aquella voz, aunque acentuada por la amenaza, le recordó otra voz que esa misma mañana había asestado el primer golpe a su misterio diciendo con voz gangosa en medio del público: «¡Una caridad, por lo que más queráis!». Levantó la cabeza. Era, en efecto, Clopin Trouillefou.
Clopin Trouillefou, luciendo sus insignias reales, no llevaba ni un harapo de más ni uno de menos. La herida de su brazo había desaparecido. Empuñaba uno de esos látigos de tiras de cuero blancas que utilizaban entonces los alguaciles de vara para apiñar a la gente y que llamaban boullayes. En la cabeza llevaba una especie de tocado circular cerrado por arriba, pero resultaba difícil distinguir si se trataba de una chichonera o de una corona de rey, dado lo mucho que ambas cosas se parecen.
Sin embargo, Gringoire, sin saber por qué, había recuperado cierta esperanza al reconocer en el rey de la Corte de los Milagros al maldito mendigo de la Gran Sala.
—Maese… —balbució—, monseñor…, sire…, ¿cómo debo llamaros? —acabó por preguntar, al haber llegado al punto culminante de su crescendo y no saber ni cómo subir ni cómo bajar.
—Monseñor, majestad o camarada, llámame como quieras, pero espabila. ¿Qué tienes que decir en tu defensa?
«¡En tu defensa! —pensó Gringoire—. Esto no me gusta.»
— Yo soy el que esta mañana… —continuó tartamudeando.
—¡Por las uñas del diablo! —lo interrumpió Clopin—. Di tu nombre y nada más, bribón. Presta atención. Estás ante tres poderosos soberanos: yo, Clopin Trouillefou, rey de Thunes, sucesor del gran coesre, soberano supremo del reino de Argot; Mathias Hungadi Spicali, duque de Egipto y de Bohemia, ese viejo amarillento que ves allí con un trapo alrededor de la cabeza; y Guillaume Rousseau, emperador de Galilea, ese gordo que no nos escucha y que está acariciando a una ribalda. Nosotros somos tus jueces. Has entrado en el reino de Argot sin ser argotero, has violado los privilegios de nuestra ciudad, así que debes ser castigado, a menos que seas tahúr, desahuciado o achicharrado, es decir, en la jerga de la gente honrada, ladrón, mendigo o vagabundo. ¿Eres algo de eso? Explícate. Enumera tus cualidades.
—¡Ay! —dijo Gringoire—. Desgraciadamente, no tengo ese honor. Yo soy el autor…
—¡Basta! —dijo Trouillefou sin dejarlo acabar—. Vas a ser colgado. ¡Sí, así de simple, señores burgueses honrados! Tal como vosotros tratáis a los nuestros en vuestro mundo, nosotros tratamos a los vuestros en el nuestro. Las leyes que aplicáis a los truhanes, los truhanes os las aplican a vosotros. Si son malas, la culpa es vuestra. Hay que ver de vez en cuando una mueca de hombre honrado por encima del collar de cáñamo; eso hace la cosa honorable. Vamos, amigo, reparte alegremente tus harapos entre esas mozas. Voy a hacer que te cuelguen para divertir a los truhanes, y tú les darás tu bolsa para que beban. Si tienes que hacer alguna pantomima, ahí, en el almirez, hay un Dios Padre buenísimo de piedra que robamos en Saint-Pierre-aux-Boeufs. Tienes cuatro minutos para arrojarle tu alma a la cabeza.
El discurso era formidable.
—¡Bien dicho, sí, señor! ¡Clopin Trouillefou predica como un santo padre el papa! —exclamó el emperador de Galilea rompiendo su vaso para calzar la mesa.
—Señores emperadores y reyes —dijo Gringoire con sangre fría (pues, no sé cómo, había recobrado la firmeza y hablaba con resolución)—, quitáoslo de la cabeza. Me llamo Pierre Gringoire, soy el poeta autor de la moralidad que se ha representado esta mañana en la Gran Sala del palacio.
—¡Ah! ¿Eres tú, maese? —dijo Clopin—. ¡Yo estaba allí, voto a Dios! Y bien, camarada, que nos hayas aburrido esta mañana, ¿es acaso una razón para que no te colguemos esta noche?
«Va a costarme Dios y ayuda salir de esta», pensó Gringoire. No obstante, hizo otro intento.
—No entiendo por qué no se incluye a los poetas entre los truhanes —dijo—. Vagabundo, Esopo lo fue; mendigo, lo fue Homero; ladrón, Mercurio lo era…
Clopin lo interrumpió.
—Creo que quieres matagrabolizarnos* con tu galimatías: ¡Pardiós, déjate colgar sin tantos remilgos!
—Perdón, monseñor rey de Thunes —replicó Gringoire, disputando el terreno palmo a palmo—, esto merece la pena… ¡Un momento…! Escuchadme… No pensaréis condenarme sin haberme escuchado…
Su pobre voz quedaba ahogada por el guirigay que había a su alrededor. El niño rascaba el caldero con más entusiasmo que nunca y, para colmo, una vieja acababa de poner sobre las trébedes ardientes una sartén llena de grasa, que chisporroteaba con un ruido semejante a los gritos de una pandilla de niños persiguiendo a una máscara.
No obstante, Clopin Trouillefou pareció conferenciar un momento con el duque de Egipto y el emperador de Galilea, el cual estaba completamente borracho.
—¡Silencio! —gritó con voz estridente cuando hubo terminado, y como el caldero y la sartén no lo oían y continuaban con su dúo, bajó de un salto del tonel, dio una patada al caldero, que recorrió rodando una distancia de diez pasos con el niño dentro, otra a la sartén, cuya grasa se derramó sobre el fuego, y volvió a subir solemnemente a su trono sin preocuparse ni de los lloros ahogados del niño ni de los gruñidos de la vieja, que veía cómo su cena se convertía en hermosas llamas blancas.
Trouillefou hizo una señal y el duque, el emperador, los archisecuaces y los mangantes se colocaron a su alrededor formando una herradura cuyo centro ocupaba Gringoire, todavía fuertemente sujeto. Era un semicírculo de harapos, de guiñapos, de oropeles, de horcas, de hachas, de piernas tambaleantes por el vino, de rollizos brazos desnudos, de caras sórdidas, apagadas y embrutecidas. En esta tabla redonda de la pordiosería, Clopin-Trouillefou, como el dux de aquel senado, como el rey de aquellos pares, como el papa de aquel cónclave, sobresalía, ante todo debido a la altura de su tonel, pero además por cierto aire altanero, feroz y formidable que hacía chispear sus pupilas y corregía en su salvaje perfil el tipo bestial de la raza de los truhanes. Parecía una cabeza de jabalí entre jetas de cerdo.
—Oye —le dijo a Gringoire acariciándose el deforme mentón con su mano callosa—, no sé por qué no tendrías que ser colgado. Es verdad que la cosa parece repugnarte, pero eso es simplemente porque vosotros, los burgueses, no estáis acostumbrados y os hacéis de ella una idea tremenda. Después de todo, no te deseamos ningún mal. Voy a decirte una manera de salir del paso por el momento. ¿Quieres ser uno de los nuestros?
Cabe imaginar el efecto que tal propuesta produjo en Gringoire, quien ya veía que la vida se le escapaba y empezaba a resignarse. Se agarró a ella firmemente.
—Desde luego que quiero —dijo.
—¿Aceptas enrolarte con los del espadín? —preguntó Clopin.
—Con los del espadín, exacto —respondió Gringoire.
—¿Te reconoces miembro de la franca burguesía? —prosiguió el rey de Thunes.
—De la franca burguesía.
—¿Súbdito del reino de Argot?
—Del reino de Argot.
—¿Truhán?
—Truhán.
—¿De corazón?
—De corazón.
—Te aclaro —añadió el rey— que no por eso dejarás de ser colgado.
—¡Diablos! —dijo el poeta.
—Pero serás colgado más adelante —continuó Clopin, imperturbable—, con más ceremonia, con cargo a la buena ciudad de París, en una bonita horca de piedra y por la gente honrada. Es un consuelo.
—Tenéis razón —contestó Gringoire.
—Hay más ventajas. En calidad de francoburgués, estarás exento del impuesto de lodos y farolas que deben pagar los burgueses de París.
—Así sea —dijo el poeta—. Acepto. Soy truhán, argotero, francoburgués, espadín, todo lo que queráis. Y ya era todo eso antes, señor rey de Thunes, pues soy filósofo, et omnia in philosophia, omnes in philosopho continentur,* como vos bien sabéis.
El rey de Thunes frunció el entrecejo.
—¿Por quién me tomas, amigo? ¿En qué jerga de judío de Hungría nos hablas? Yo no sé hebreo. Para ser bandido no hay que ser judío. Yo ni siquiera robo ya, yo estoy por encima de eso, yo mato. Cortacuellos, sí; cortabolsas, no.
Gringoire intentó colar alguna excusa entre aquellas breves frases que la cólera hacía cada vez más entrecortadas:
—Os pido perdón, monseñor. No es hebreo, es latín.
—¡Vientre de sinagoga —repuso Clopin, fuera de sí—, te digo que no soy judío y que haré que te cuelguen! ¡A ti y a ese mercadante de Judea que está a tu lado y al que espero ver clavar un día en un mostrador, como una moneda falsa que es!
Diciendo esto, señalaba con el dedo al pequeño judío húngaro barbudo que había abordado a Gringoire con su facitote caritatem y que, como no entendía otra lengua, miraba con sorpresa cómo el rey desahogaba su mal humor contra él.
Finalmente, monseñor Clopin se calmó.
—Perillán —le dijo a nuestro poeta—, ¿quieres ser, entonces, truhán?
—Sin duda —respondió el poeta.
—Bien, pero no basta con querer —dijo el verdugo Clopin—. La buena voluntad no añade una cebolla a la sopa y solo sirve para ir al paraíso; pero paraíso y argot son dos cosas distintas. Para ser admitido en el argot, debes demostrar que sabes hacer algo, y para ello, debes registrar al maniquí.
—Registraré todo lo que os plazca —dijo Gringoire.
Clopin hizo una señal. Unos cuantos argoteros se alejaron del círculo y regresaron en un momento. Traían dos postes rematados en su extremo inferior por dos espátulas de madera que les permitían sostenerse en pie. En el extremo superior de ambos postes colocaron una viga transversal, de manera que el conjunto constituyó una bonita horca portátil que Gringoire tuvo la satisfacción de ver alzarse ante él en un abrir y cerrar de ojos. Nada faltaba en ella, ni siquiera la cuerda, que se balanceaba graciosamente por debajo de la viga.
«¿Adónde quieren ir a parar?», se preguntó Gringoire con cierta inquietud.
Un ruido de campanillas que oyó en ese mismo momento puso fin a su ansiedad. Era un muñeco que los truhanes estaban colgando de la cuerda por el cuello, una especie de espantapájaros vestido de rojo y tan cargado de cascabeles y esquilas que se habría podido enjaezar con ellos a treinta mulas castellanas. Aquellas mil campanillas tintinearon un rato debido a las oscilaciones de la cuerda, poco a poco se apaciguaron y finalmente se callaron cuando el muñeco hubo sido devuelto a la inmovilidad por esa ley del péndulo que ha destronado a la clepsidra y al reloj de arena.
Entonces Clopin le dijo a Gringoire, señalándole un viejo escabel tambaleante colocado debajo del muñeco:
—Sube ahí arriba.
—¡Diablos! Me desnucaré —objetó Gringoire—. Vuestro escabel cojea más que un dístico de Marcial; tiene una pata hexámetro y una pata pentámetro.
—Sube —repitió Clopin.
Gringoire subió al escabel y consiguió, no sin unas cuantas oscilaciones de la cabeza y de los brazos, recuperar su centro de gravedad.
—Ahora —prosiguió el rey de Thunes—, enrosca el pie derecho alrededor de la pierna izquierda y ponte de puntillas sobre el pie izquierdo.
—Monseñor —dijo Gringoire—, ¿estáis empeñado en que me rompa algún miembro?
Clopin meneó la cabeza.
—Oye, amigo, hablas demasiado. Voy a explicarte en dos palabras de qué se trata. Vas a ponerte de puntillas, como te he dicho, y de esa forma podrás llegar al bolsillo del muñeco, lo registrarás, sacarás una bolsa que hay en él, y si haces todo eso sin que se oiga el ruido de una campanilla, muy bien, serás truhán. Solo nos faltará apalearte durante ocho días.
—¡Vientre de Dios! ¡Me guardaré mucho! —dijo Gringoire—. ¿Y si hago sonar las campanillas?
—Entonces te colgaremos. ¿Lo entiendes?
—No acabo de entenderlo muy bien —respondió Gringoire.
—Escucha otra vez. Vas a registrar al muñeco y a quitarle la bolsa; si se mueve una sola campanilla durante esa operación, serás ahorcado. ¿Entiendes esto?
—Sí —dijo Gringoire—, eso lo entiendo. ¿Y luego?
—Si consigues quitarle la bolsa sin que se oigan los cascabeles, eres truhán, y serás apaleado durante ocho días seguidos. Ahora seguro que lo entiendes.
—No, monseñor, no entiendo nada. ¿En qué me beneficia esto a mí? En el primer caso, colgado; en el segundo, apaleado.
—¿Y convertirte en truhán no es nada? —repuso Clopin—. Es por tu bien por lo que te daremos una paliza, para hacerte resistente a los golpes.
—Muchas gracias —contestó el poeta.
—Venga, espabilemos —dijo el rey golpeando con el pie el tonel, que resonó como un tambor—. Registra al muñeco y acabemos con esto. Te advierto por última vez que, si oigo un solo cascabel, ocuparás el sitio del muñeco.
La banda de argoteros aplaudió las palabras de Clopin y se colocó en círculo alrededor de la horca, riendo tan despiadadamente que Gringoire comprendió que les divertía demasiado para no temer lo peor de ellos. No le quedaba, pues, ninguna esperanza, excepto la remota posibilidad de realizar con éxito la terrible operación que le era impuesta. Decidió jugarse el todo por el todo, aunque no sin antes haber dirigido una ferviente plegaria al muñeco que iba a desvalijar y al que habría sido más fácil enternecer que a los truhanes. Aquella miríada de campanillas con sus lengüecitas de cobre se le antojaban bocas abiertas de víboras, prestas a morder y a silbar.
—¡Oh! —decía en voz muy baja—. ¿Será posible que mi vida dependa de la más mínima vibración del más pequeño de esos cascabeles? ¡Oh! —añadía, juntando las manos—: ¡Campanillas, no sonéis, no tintineéis! ¡Cascabeles, no cascabeleéis!
Hizo aún otro intento con Trouillefou.
—¿Y si sopla de repente una ráfaga de aire? —le preguntó.
—Serás ahorcado —respondió el otro sin vacilar.
Viendo que no había ni tregua, ni aplazamiento, ni escapatoria posible, tomó valientemente una decisión. Enroscó la pierna derecha alrededor de la pierna izquierda, se puso de puntillas sobre el pie izquierdo y estiró el brazo. Pero, en el instante en que alcanzó a tocar el muñeco, su cuerpo, apoyado solo en un pie, se tambaleó sobre el escabel, que solo tenía tres patas; instintivamente, intentó apoyarse en el muñeco, perdió el equilibrio y cayó como un fardo al suelo, completamente ensordecido por la fatal vibración de los cientos de campanillas del muñeco, el cual, cediendo al impulso dado por su mano, describió primero una rotación sobre sí mismo y a continuación se balanceó majestuosamente entre los dos postes.
—¡Maldición! —gritó al caer, y se quedó como muerto con la cara contra el suelo.
Sin embargo, oía el temible carillón sobre su cabeza, y la risa diabólica de los truhanes, y la voz de Trouillefou, que decía:
—Levantad a ese perillán y colgadlo sin contemplaciones.
Se levantó. Ya habían descolgado al muñeco para hacerle sitio.
Los argoteros le hicieron subir al escabel. Clopin se acercó a él, le puso la soga al cuello y, dándole unas palmaditas en el hombro, le dijo:
—¡Adiós, amigo! Ahora ya no puedes escapar, ni aunque digirieras con las tripas del papa.
La palabra «perdón» expiró en los labios de Gringoire. Este miró a su alrededor, pero no había ninguna esperanza: todos reían.
—Bellevigne de l’Étoile —dijo el rey de Thunes a un enorme truhán, que dio unos pasos adelante—, sube al travesaño.
Bellevigne de l’Étoile trepó ágilmente a la viga transversal y, al cabo de un instante, Gringoire, alzando los ojos, lo vio con terror en cuclillas sobre el travesaño, encima de su cabeza.
—Ahora —prosiguió Clopin Trouillefou—, cuando dé una palmada, tú, Andry el Rojo, tirarás el escabel al suelo de un rodillazo, tú, François Chante-Prune, te colgarás de los pies del perillán, y tú, Bellevigne, te tirarás sobre sus hombros, pero los tres a la vez, ¿entendido?
Gringoire se estremeció.
—¿Estáis listos? —preguntó Clopin Trouillefou a los tres argoteros, preparados para abalanzarse sobre Gringoire como tres arañas sobre una mosca.
El pobre condenado pasó un momento de espera horrible mientras Clopin empujaba tranquilamente hacia el fuego con la punta del pie unos trozos de sarmiento que las llamas no habían alcanzado.
—¿Estáis listos? —repitió Clopin, separando las manos para dar una palmada.
Un segundo más y todo habría acabado.
Pero se detuvo, como asaltado por una súbita idea.
—¡Un momento! —dijo—. Se me olvidaba… Es costumbre que no colguemos a un hombre sin preguntar si hay una mujer que lo quiera. Camarada, es tu última oportunidad. O te casas con una truhana, o la soga.
Esta ley gitana, por extraña que pueda parecer al lector, todavía hoy figura escrita con todo detalle en la vieja legislación inglesa, como puede verse en Burington’s Observations.
Gringoire respiró. Era la segunda vez que volvía a la vida en la última media hora. Así pues, no se atrevía a confiar demasiado.
—¡Atención! —gritó Clopin, de nuevo subido en el tonel—. ¡Atención! Mujeres, hembras, ¿hay entre vosotras, desde la bruja hasta su gata, una ribalda que quiera quedarse a este ribaldo? ¡Eh, vosotras! ¡Colette la Charonne, Elisabeth Trouvain, Simone Jodouyne, Marie Piédebou, Thonne-la-Longue, Bérarde Fanouel, Michelle Genaille, Claude Rongeoreille, Mathurine Girorou…! ¡Y tú también, Isabeau-la-Thierrye! ¡Venid y mirad! ¡Un hombre de balde! ¿Quién lo quiere?
En el miserable estado en que se hallaba, sin duda Gringoire resultaba poco apetecible. Las truhanas se sintieron medianamente atraídas por la propuesta. El desventurado las oyó contestar:
—¡No, no! Colgadlo y habrá placer para todas.
No obstante, tres de ellas se acercaron a olfatearlo. La primera era una muchacha gorda de cara cuadrada. Examinó atentamente el deplorable jubón del filósofo. La ropilla estaba raída y más agujereada que un asador de castañas. La muchacha hizo una mueca.
—¡Vaya trapo viejo! —masculló. Luego, dirigiéndose a Gringoire, dijo—: Veamos tu capa.
—La he perdido —dijo Gringoire.
—¿Y el sombrero?
—Me lo han quitado.
—¿Y los zapatos?
—Empiezan a quedarse sin suela.
—¿Y la bolsa?
—Ay, no tengo ni un denario parisiense —farfulló Gringoire.
—¡Pues deja que te cuelguen y da las gracias! —repuso la truhana volviéndose de espaldas.
La segunda, vieja, renegrida, arrugada, repulsiva, de una fealdad que llamaba la atención incluso en la Corte de los Milagros, dio una vuelta alrededor de Gringoire. Este casi temía que quisiera quedarse con él, pero ella dijo entre dientes, antes de alejarse:
—Está demasiado flaco.
La tercera era una joven bastante lozana y no demasiado fea.
—¡Sálvame! —le dijo en voz baja el pobre diablo.
Ella lo miró un momento con compasión, bajó los ojos, hizo un doblez en su falda con la mano y se quedó indecisa. Él seguía con la mirada todos sus movimientos; era el último destello de esperanza.
—No —dijo finalmente la joven—. No, Guillaume Longuejoue me zurraría.
La muchacha se reincorporó al grupo.
—Camarada —dijo Clopin—, no estás de suerte. —Acto seguido se puso de pie sobre el tonel y gritó imitando a un subastador, lo que provocó un gran jolgorio entre la concurrencia—: ¿Nadie lo quiere? ¡A la una, a las dos, a las tres! —Y se volvió hacia la horca para anunciar, haciendo un gesto con la cabeza—: ¡Adjudicado!
Bellevigne de l’Étoile, Andry el Rojo y François Chante-Prune se acercaron a Gringoire.
En ese momento se elevó un grito entre los argoteros:
—¡Esmeralda! ¡Esmeralda!
Gringoire se estremeció y se volvió hacia el lado de donde procedía el clamor. La multitud se abrió y dejó paso a una pura y resplandeciente figura.
Era la gitana.
—¡Esmeralda! —dijo Gringoire, estupefacto, en medio de sus emociones, por la brusca manera en que esa palabra mágica aglutinaba todos sus recuerdos del día.
Aquella rara criatura, con su encanto y su belleza, parecía ejercer su ascendiente incluso en la Corte de los Milagros. Argoteros y argoteras se apartaban ordenadamente a su paso, y sus brutales rostros se iluminaban al mirarla.
La joven se acercó al condenado a su paso ligero. Su graciosa Djali la seguía. Gringoire estaba más muerto que vivo. Ella lo observó un momento en silencio.
—¿Vais a ahorcar a este hombre? —preguntó en tono grave a Clopin.
—Sí, hermana —respondió el rey de Thunes—. A menos que tú lo tomes por marido.
Ella hizo su delicioso mohín con el labio inferior.
—Lo tomo —dijo.
Gringoire creyó entonces firmemente que todo lo sucedido desde por la mañana había sido un sueño y que aquello era la continuación.
La peripecia, aunque graciosa, era excesiva.
Deshicieron el nudo corredizo e hicieron bajar al poeta del escabel. La emoción de este era tan viva que se vio obligado a sentarse.
El duque de Egipto, sin pronunciar palabra, llevó un cántaro de barro. La gitana se lo tendió a Gringoire.
—Tiradlo al suelo —le dijo.
El cántaro se rompió en cuatro trozos.
—Hermano —dijo entonces el duque de Egipto, poniendo una mano sobre la frente de cada uno—, ella es tu mujer. Hermana, él es tu marido. Durante cuatro años. ¡Marchaos!