Acabamos de intentar reparar para el lector la admirable iglesia de Notre-Dame de París. Hemos indicado someramente la mayor parte de las bellezas que tenía en el siglo XV y que hoy le faltan; pero hemos omitido la principal: la vista del París que se descubría entonces desde lo alto de sus torres.
Cuando, después de haber andado a tientas durante largo rato por la tenebrosa espiral que atraviesa perpendicularmente la espesa muralla de los campanarios, salía uno por fin bruscamente a una de las dos altas plataformas inundadas de luz y de aire, lo que se extendía por doquier ante sus ojos era un bellísimo cuadro; un espectáculo sui generis del que pueden fácilmente hacerse una idea aquellos de nuestros lectores que han tenido la fortuna de ver una ciudad gótica entera, completa, homogénea, como algunas que todavía perduran —Nuremberg en Baviera, Vitoria en España—, o incluso muestras más pequeñas, siempre y cuando estén bien conservadas: Vitré en Bretaña o Nordhausen en Prusia.
El París de hace trescientos cincuenta años, el París del siglo XV, era ya una ciudad gigantesca. Por lo general, los parisinos nos equivocamos acerca del terreno que creemos haber ganado con posterioridad a esa época. Desde el reinado de Luis XI, París no ha crecido mucho más de un tercio. Sin duda ha perdido mucho más en belleza de lo que ha ganado en tamaño.
París nació, como es sabido, en esa vieja isla de la Cité que tiene forma de cuna. Las playas de esa isla fueron sus primeras murallas; el Sena, su primer foso. París se mantuvo durante varios siglos en estado de isla, con dos puentes, uno al norte y el otro al mediodía, y dos cabezas de puente que eran a la vez sus puertas y sus fortalezas: el Grand-Châtelet en la orilla derecha y el Petit-Châtelet en la orilla izquierda. Más tarde, a partir de los reyes de la primera dinastía, la falta de espacio en la isla, que ya no le permitía revolverse, llevó a París a cruzar el río. Entonces, un primer cinturón de murallas y torres empezó a mermar el campo a ambos lados del Sena, pasado el Grand-Châtelet y el Petit-Châtelet. De ese antiguo cerco todavía quedaban el siglo pasado algunos vestigios; hoy solo queda el recuerdo, y acá y allá una tradición, como la puerta Baudets o Baudoyer, porta Bagauda. Poco a poco, el flujo de las casas, siempre impelido desde el corazón de la ciudad hacia fuera, desborda, roe, desgasta y borra esas murallas. Felipe Augusto le hace un nuevo dique. Encierra a París dentro de una cadena circular de grandes torres, altas y sólidas. Durante más de un siglo, las casas se apiñan, se acumulan y elevan su nivel en esa dársena, como el agua en una alberca. Empiezan a hacerse profundas, añaden pisos sobre pisos, se encaraman unas sobre otras, suben hacia la superficie como toda savia comprimida y compiten para sacar la cabeza por encima de sus vecinas en busca de un poco de aire. La calle se hunde y se estrecha cada vez más; todo hueco se llena y desaparece. Finalmente, las casas saltan por encima de las murallas de Felipe Augusto y se dispersan alegremente por la llanura, sin orden ni concierto, como fugitivas. Una vez allí, se aposentan, se acondicionan jardines en el campo, se instalan cómodamente. A partir de 1367, la ciudad se extiende tanto por los suburbios que se impone la necesidad de una nueva muralla, sobre todo en la orilla derecha. Carlos V la construye. Pero una ciudad como París experimenta un crecimiento continuo. Únicamente esas ciudades se convierten en capitales. Son embudos adonde van a parar todas las vertientes geográficas, políticas, morales e intelectuales de un país, todas las pendientes naturales de un pueblo; pozos de civilización, por así decirlo, y también sumideros en los que comercio, industria, inteligencia, población, todo lo que es savia, todo lo que es vida, todo lo que es alma en una nación penetra y se acumula sin cesar, gota a gota, siglo a siglo. La muralla de Carlos V corre, pues, la misma suerte que la de Felipe Augusto. Desde finales del siglo XV, es sobrepasada, desbordada, y los arrabales llegan más lejos. En el siglo XVI, a simple vista se diría que retrocede y se adentra cada vez más en la vieja ciudad, hasta tal punto se apelmaza una ciudad nueva en el exterior. Así pues, en el siglo XV, para detenernos ahí, París ya había gastado los tres círculos concéntricos de murallas que en tiempos de Juliano el Apóstata se hallaban en germen, por así decirlo, en el Grand-Châtelet y el Petit-Châtelet. La poderosa ciudad había hecho reventar sucesivamente sus cuatro cinturones de murallas, como un niño que crece y hace saltar las costuras de su ropa del año anterior. Bajo el reinado de Luis XI se veía asomar en algunos lugares, atravesando ese mar de casas, grupos de torres en ruinas de las antiguas murallas, como los picos de las colinas en una inundación, como archipiélagos del viejo París sumergido bajo el nuevo.
Desde entonces, París, desgraciadamente para nuestros ojos, ha vuelto a transformarse; pero solo ha traspasado una fortificación más, la de Luis XV, esa miserable muralla de pacotilla, digna del rey que ordenó construirla, así como del poeta que la cantó:
El muro que amuralla París hace a París murmurador.
En el siglo XV, París se hallaba aún dividida en tres ciudades completamente diferenciadas y separadas, cada una de las cuales tenía su fisonomía, su especialidad, sus costumbres, sus privilegios y su historia: la Cité, la Universidad y la Villa. La Cité, que ocupaba la isla, era la más antigua, la más pequeña y la madre de las otras dos, apretujada entre ellas —discúlpesenos la comparación— como una viejecita entre dos espléndidas muchachas. La Universidad cubría la orilla izquierda del Sena desde la Tournelle hasta la torre de Nesle, puntos que corresponden en el París de hoy el uno al Mercado Central de vinos y el otro a la Casa de la Moneda. Su recinto ocupaba bastante ampliamente la zona de campo donde Juliano había construido sus termas. La montaña de Santa Genoveva quedaba dentro de él. El punto culminante de esta curva de murallas era la puerta Papal, es decir, aproximadamente el emplazamiento actual del Panteón. La Villa, que era el más grande de los tres trozos que constituían París, ocupaba la orilla derecha. El muelle, aunque cortado o interrumpido en varios lugares, corría a lo largo del Sena desde la torre de Billy hasta la torre del Bois, o sea, desde el lugar donde está actualmente el Pósito hasta el lugar donde están actualmente las Tullerías. Estos cuatro puntos donde el Sena cortaba las murallas de la capital, la Tournelle y la torre de Nesle a la izquierda, y la torre de Billy y la del Bois a la derecha, eran conocidos como «las cuatro torres de París». La Villa se adentraba en las tierras más profundamente aún que la Universidad. El punto culminante del cerco de la Villa (el de Carlos V) se encontraba en las puertas Saint-Denis y Saint-Martin, cuyo emplazamiento no ha cambiado.
Como acabamos de decir, cada una de estas tres grandes divisiones de París era una ciudad, pero una ciudad demasiado especial para ser completa, una ciudad que no podía prescindir de las otras dos. Eran también, estas tres divisiones, tres aspectos totalmente independientes. En la Cité abundaban las iglesias, en la Villa, los palacios, y en la Universidad, los colegios. Para obviar aquí las originalidades menos importantes del viejo París y los caprichos de la administración de la vía pública, diremos, desde un punto de vista general, considerando solo los conjuntos y las masas en el caos de las jurisdicciones comunales, que la isla era del obispo, la orilla derecha, del preboste de los mercaderes, y la orilla izquierda, del rector. El preboste de París, oficial real y no municipal, estaba por encima de todos ellos. La Cité tenía Notre-Dame; la Villa, el Louvre y el Ayuntamiento; y la Universidad, la Sorbona. La Villa tenía Les Halles; la Cité, el Hôtel-Dieu; la Universidad, el Pré-aux-Clercs. Los estudiantes que cometían un delito en la orilla izquierda eran juzgados en la isla, en el Palacio de Justicia, y castigados en la orilla derecha, en Montfaucon. A no ser que el rector sintiera la Universidad fuerte y al rey débil y decidiese intervenir, pues era un privilegio de los estudiantes ser ahorcados en su territorio.
(La mayoría de estos privilegios, dicho sea de paso, y los había mucho mejores que ese, habían sido obtenidos de los reyes mediante revueltas y motines. Es la marcha inmemorial. El rey solo suelta cuando el pueblo arranca. Un antiguo documento, refiriéndose a la fidelidad, lo expresa ingenuamente: Civibus fidelitas in reges, quae tamen aliquoties seditionibus interrupta, multa peperit privilegia.)*
En el siglo XV el Sena bañaba cinco islas en el recinto de París: la isla de Louviers, donde a la sazón había árboles y donde ya no hay más que leña; la isla de las Vacas y la isla de Notre-Dame, ambas desiertas, excepto por alguna casucha, y ambas feudos del obispo (en el siglo XVII, de esas dos islas hicieron una, en la que edificaron y que llamamos isla de San Luis); y por último la Cité, con el islote del Barquero de Vacas en la punta, que más tarde se hundió bajo el terraplén del Pont-Neuf. La Cité tenía entonces cinco puentes: tres a la derecha, el puente de Notre-Dame y el Pont-au-Change, de piedra, y el Pont-aux-Meuniers, de madera; dos a la izquierda, el Petit-Pont, de piedra, y el puente de Saint-Michel, de madera; y todos estaban cargados de casas. La Universidad tenía seis puertas, construidas por Felipe Augusto; eran, a partir de la Tournelle, la puerta de Saint-Victor, la puerta Bordelle, la puerta Papal, la puerta de Saint-Jacques, la puerta de Saint-Michel y la puerta de Saint-Germain. La Villa tenía seis puertas, construidas por Carlos V; eran, desde la torre de Billy, la puerta de Saint-Antoine, la puerta del Temple, la puerta de Saint-Martin, la puerta de Saint-Denis, la puerta de Montmartre y la puerta de Saint-Honoré. Todas estas puertas eran fuertes, y bonitas también, lo cual no disminuye la fuerza. Un foso ancho, profundo, de corriente rápida durante las crecidas del invierno, bañaba el pie de las murallas alrededor de París; el agua la proporcionaba el Sena. Por la noche cerraban las puertas, cortaban el paso por el río en los dos extremos de la ciudad con gruesas cadenas de hierro, y París dormía tranquila.
A vista de pájaro, estos tres burgos —la Cité, la Universidad y la Villa— aparecían cada uno como un tejido inextricable de calles extrañamente enmarañadas. Sin embargo, desde el primer momento se distinguía que esos tres fragmentos urbanos formaban un solo cuerpo. Se veían enseguida dos largas calles paralelas sin interrupciones, sin obstáculos, casi en línea recta, que atravesaban a la vez las tres ciudades de un extremo a otro, de sur a norte, perpendicularmente al Sena, las unían, las mezclaban, inyectaban, vertían, transvasaban sin cesar la población de una en los muros de otra, y de las tres no hacían sino una sola. La primera de estas dos calles iba desde la puerta de Saint-Jacques hasta la puerta de Saint-Martin; se llamaba calle Saint-Jacques en la Universidad, calle Juiverie en la Cité y calle Saint-Martin en la Villa; cruzaba el agua dos veces con el nombre de Petit-Pont y puente de Notre-Dame. La segunda, que se llamaba calle Harpe en la orilla izquierda, calle Barillerie en la isla, calle Saint-Denis en la orilla derecha, puente de Saint-Michel en uno de los brazos del Sena y Pont-au-Change en el otro, iba desde la puerta de Saint-Michel, en la Universidad, hasta la puerta de Saint-Denis, en la Villa. Por lo demás, pese a tener tantos nombres distintos, no dejaban de ser dos calles, pero eran las dos calles madres, las dos calles generadoras, las dos arterias de París. Todas las demás venas de la triple ciudad, bien bebían de ellas, bien desaguaban en ellas.
Independientemente de estas dos calles principales, diametrales, que atravesaban a lo ancho París de uno a otro lado, comunes a la capital entera, la Villa y la Universidad tenían cada una su calle mayor particular, que corría en sentido longitudinal, paralelamente al Sena, y cortaba en ángulo recto las dos calles «arteriales». Así, en la Villa se bajaba en línea recta desde la puerta de Saint-Antoine hasta la puerta de Saint-Honoré, y en la Universidad, desde la puerta de Saint-Victor hasta la puerta de Saint-Germain. Esas dos grandes vías que se cruzaban con las dos primeras formaban la urdimbre sobre la que descansaba, tramada y apretada en todos los sentidos, la red laberíntica de las calles de París. En el dibujo incomprensible de esa red se distinguían además, observando atentamente, como dos haces, uno en la Universidad y el otro en la Villa, dos manojos de grandes calles que iban ensanchándose desde los puentes hacia las puertas.
Algo de ese plano geométrico subsiste todavía hoy.
Ahora bien, ¿qué aspecto presentaba este conjunto visto desde lo alto de las torres de Notre-Dame en 1482? Eso es lo que vamos a tratar de describir.
Para el espectador que llegaba sin aliento a esa cima, la primera impresión era un deslumbramiento de tejados, de chimeneas, de calles, de puentes, de plazas, de flechas, de campanarios. Todo te inundaba los ojos a la vez: el frontón tallado, el tejado agudo, la torrecilla suspendida en las esquinas de los muros, la pirámide de piedra del siglo XI, el obelisco de pizarra del XV, el redondo y desnudo torreón, la torre cuadrada y ornamentada de la iglesia, lo grande, lo pequeño, lo macizo, lo aéreo. La mirada se perdía largo rato en la profundidad de ese laberinto, donde no había nada que no tuviera su originalidad, su razón, su carácter, su belleza, nada que no viniera del arte, desde la casa más pequeña con fachada pintada y esculpida, con armazón exterior, con puerta rebajada, con pisos en saledizo, hasta el real Louvre, que tenía entonces una columnata de torres. Pero pasemos ahora a las principales masas que se distinguían cuando la vista empezaba a habituarse a ese tumulto de edificios.
Primero la Cité. La isla de la Cité, como dice Sauval, entre cuyo farragoso discurso despuntan a veces aciertos estilísticos, «es como un gran bajel hundido en el cieno y varado a flor de agua hacia el centro del Sena». Acabamos de decir que en el siglo XV ese bajel estaba amarrado a las dos orillas del río por cinco puentes. Esta forma de nave había llamado también la atención a los escribas heráldicos; pues es de ahí, y no del asedio de los normandos, de donde procede, según Favyn y Pasquier, el bajel que blasona el viejo escudo de París. Para quien sabe descifrarlo, el blasón es un álgebra, el blasón es una lengua. Toda la historia de la segunda mitad de la Edad Media está escrita en el blasón, al igual que la historia de la primera mitad lo está en el simbolismo de las iglesias románicas. Son los jeroglíficos del feudalismo después de los de la teocracia.
La Cité, pues, se ofrecía primeramente a la vista con la popa hacia levante y la proa hacia poniente. Colocándose de cara a la proa, tenía uno ante sí un innumerable rebaño de viejos tejados, sobre los que sobresalía ampliamente el ábside emplomado de la Santa Capilla, semejante a la grupa de un elefante cargado con su torre. Con la particularidad de que esta torre era la flecha más audaz, la más labrada, la más afinada, la más calada, la que más ha dejado ver el cielo a través de su cono de crestería. Frente a Notre-Dame, justo delante, tres calles desembocaban en el atrio, hermosa plaza con casas antiguas. Por el lado sur de esta plaza asomaba la fachada arrugada y ceñuda del Hôtel-Dieu y su tejado, que parece cubierto de pústulas y de verrugas. Y a derecha e izquierda, al este y al oeste, en ese estrechísimo recinto de la Cité, se alzaban los campanarios de sus veintiuna iglesias de todas las épocas, de todas las formas, de todos los tamaños, desde el bajo y carcomido campanil románico de Saint-Denis du Pas, carcer Glaucini, hasta las finas agujas de Saint-Pierre-aux-Boeufs y de Saint-Landry. Detrás de Notre-Dame se extendían el claustro con sus galerías góticas al norte, el palacio semirrománico del obispo al sur, y la punta desierta del Terrain en el lado de levante. En aquel amontonamiento de casas, la vista distinguía aún, por sus altas mitras de piedra caladas que coronaban entonces, en el mismo tejado, las ventanas más altas de los palacios, el hotel ofrecido por la ciudad a Juvenal des Ursins durante el reinado de Carlos VI; un poco más lejos, las barracas alquitranadas del mercado Palus; más allá todavía, el ábside nuevo de Saint-Germain le Vieux, ampliado en 1458 con un trozo de la calle Febves; y después, desperdigados, una encrucijada atestada de gente, una picota levantada en la esquina de una calle, un hermoso trozo de pavimento de Felipe Augusto —magnífico embaldosado rayado por los cascos de los caballos en medio de la calle y pésimamente reemplazado en el siglo XVI por el miserable empedrado llamado «pavimento de la Liga»— y un patio desierto con una de esas diáfanas torrecillas de la escalera como las que se hacían en el siglo XV y como la que todavía se ve en la calle Bourdonnais. Por último, a la derecha de la Santa Capilla, hacia poniente, el Palacio de Justicia asentaba al borde del agua su grupo de torres. Las arboledas de los jardines del rey, que cubrían la punta occidental de la Cité, ocultaban el islote del Barquero. En cuanto al agua, desde lo alto de las torres de Notre-Dame apenas se veía a ambos lados de la Cité; el Sena desaparecía bajo los puentes, los puentes bajo las casas.
Y cuando la mirada iba más allá de esos puentes, cuyos tejados enmohecidos antes de tiempo por los vapores del agua verdeaban a ojos vistas, si se dirigía a la izquierda, hacia la Universidad, el primer edificio que le llamaba la atención era un haz achaparrado de torres, el Petit-Châtelet, cuyo portón abierto devoraba el extremo del Petit-Pont; luego, si la mirada recorría la orilla de levante a poniente, de la Tournelle a la torre de Nesle, descubría un largo cordón de casas con vigas esculpidas y cristales de colores que descendían escalonadamente hasta el suelo, un interminable zigzag de frontones burgueses, con frecuencia cortado por una bocacalle y de vez en cuando también por la fachada o la esquina de un gran hotel de piedra que se arrellanaba extendiendo patios y jardines, alas y estancias entre aquella turba de casas apiñadas y pegadas, como un gran señor entre una caterva de villanos. Había cinco o seis hoteles de esos sobre el muelle, desde la residencia de Lorraine, que compartía con los Bernardinos el gran recinto contiguo a la Tournelle, hasta el hotel de Nesle, cuya torre principal marcaba los límites de París y cuyos tejados puntiagudos tenían durante tres meses al año el privilegio de rasgar con sus triángulos negros el disco escarlata del sol poniente.
Este lado del Sena era, por lo demás, el menos comercial de los dos; los estudiantes armaban allí más bullicio y eran más numerosos que los artesanos, y no había muelle, hablando con propiedad, más que desde el puente de Saint-Michel hasta la torre de Nesle. El resto de la orilla del Sena era unas veces playa desnuda, como era el caso pasados los Bernardinos, y otras un amontonamiento de casas con los pies metidos en el agua, como sucedía entre los dos puentes. Había gran algazara de lavanderas, que gritaban, hablaban, cantaban de la mañana a la noche a lo largo de la orilla y golpeaban fuerte la ropa, como en nuestros días. No son, estas lavanderas, la menor alegría de París.
A simple vista la Universidad formaba un bloque. Era, de un extremo a otro, un todo homogéneo y compacto. Aquellos mil tejados, tupidos, angulosos, adherentes, compuestos casi todos del mismo elemento geométrico, ofrecían, vistos desde arriba, el aspecto de una cristalización de la misma sustancia. La caprichosa hondonada de las calles no cortaba aquel pastel de casas en trozos demasiado desproporcionados. Los cuarenta y dos colegios estaban diseminados de un modo bastante uniforme, y los había por todas partes. Los remates variados y divertidos de aquellos bellos edificios eran el producto del mismo arte que los tejados corrientes entre los que sobresalían, y no eran, en definitiva, sino una multiplicación al cuadrado o al cubo de la misma figura geométrica; complicaban el conjunto, pues, sin desordenarlo, lo completaban sin cambiarlo. La geometría es armonía. Algunos hermosos hoteles asomaban también magníficamente acá y allá por encima de las pintorescas buhardillas de la orilla izquierda: la residencia de Nevers, la residencia de Roma y la residencia de Reims, que han desaparecido, así como el hotel de Cluny, que subsiste aún para consuelo del artista y cuya torre tan tontamente desmocharon hace unos años. Cerca de Cluny, ese palacio romano con bonitos arcos cimbrados era las termas de Juliano. Había asimismo numerosas abadías de una belleza más devota, de una grandeza más austera que los hoteles, pero no menos bellas, no menos grandes. Las primeras que atraían las miradas eran los Bernardinos, con sus tres campanarios; Santa Genoveva, cuya torre cuadrada, que todavía existe, tanto hace añorar el resto; la Sorbona, mitad colegio, mitad monasterio, de la que sobrevive una admirable nave; el bello claustro cuadrado de los Trinitarios; su vecino, el claustro de San Benito, entre cuyos muros tuvieron tiempo de construir una chapuza de teatro entre la séptima y la octava edición de este libro; los Franciscanos, con sus tres enormes frontones yuxtapuestos; los Agustinos, cuya graciosa aguja constituía, después de la torre de Nesle, la segunda crestería de este lado de París partiendo de occidente. Los colegios, que son realmente el eslabón intermedio entre el claustro y el mundo, ocupaban el centro en la serie monumental entre los hoteles y las abadías, con una severidad llena de elegancia, una escultura menos alocada que los palacios, una arquitectura menos seria que los conventos. Desgraciadamente no queda casi nada de esos monumentos en los que el arte gótico combinaba con tanta precisión la riqueza y la economía. Las iglesias (y eran numerosas y espléndidas en la Universidad, y se escalonaban también aquí en todas las edades de la arquitectura, desde los arcos de medio punto de Saint-Julien hasta las ojivas de Saint-Séverin) dominaban el conjunto y, como una armonía más en aquella masa de armonía, atravesaban por doquier la crestería múltiple de los frontones con afiladas flechas, con campanarios calados, con finas agujas cuya línea era también una magnífica exageración del ángulo agudo de los tejados.
El terreno de la Universidad era montuoso. La montaña de Santa Genoveva formaba al sudeste una ampolla enorme, y era algo digno de verse desde lo alto de Notre-Dame aquella multitud de calles estrechas y tortuosas (actualmente «el país latino»), aquellos racimos de casas que, esparcidas en todas direcciones desde la cima de esa elevación, se precipitaban en desorden y casi a pico por sus laderas hasta el borde del agua, de manera que daban la impresión, unas de caer, otras de trepar, y todas de sostenerse unas a otras. Un flujo continuo de miles de puntos negros que se entrecruzaban en el suelo hacía que se nublara la vista; era el pueblo, visto desde arriba y desde lejos.
Finalmente, en los intervalos de aquellos tejados, de aquellas flechas, de aquellos innumerables accidentes de edificios que doblaban, torcían y recortaban de una manera tan curiosa la línea extrema de la Universidad, se entreveía de cuando en cuando un gran lienzo de muralla enmohecido, una maciza torre redonda, una puerta de ciudad almenada, como símbolo de la fortaleza; era el cerco de Felipe Augusto. Al otro lado verdeaban los prados y desaparecían las carreteras, a lo largo de las cuales se alzaban algunas casas más de arrabal, tanto más escasas cuanto más se alejaban. Algunos de esos arrabales eran importantes. Desde la Tournelle, primero estaba el burgo de Saint-Victor, con su puente de un ojo sobre el Bièvre, su abadía, donde se podía leer el epitafio de Luis el Gordo, epitaphium Ludovici Grossi, y su iglesia de flecha octogonal, flanqueada por cuatro pináculos del siglo XI (puede verse una semejante en Étampes que aún no ha sido derribada); seguía el burgo de Saint-Marceau, que tenía ya tres iglesias y un convento; luego, dejando a la izquierda el molino de los Gobelinos y sus cuatro muros blancos, estaba el suburbio de Saint-Jacques con la bella cruz esculpida en su encrucijada, la iglesia de Saint-Jacques du Haut-Pas, que entonces era gótica, puntiaguda y encantadora, Saint-Magloire, bella nave del siglo XIV que Napoleón transformó en un pajar, y Notre-Dame des Champs, donde había mosaicos bizantinos. Por último, después de haber dejado en pleno campo el monasterio de los Cartujos, rico edificio contemporáneo del Palacio de Justicia, con sus jardincillos compartimentados y las ruinas mal frecuentadas de Vauvert, la mirada encontraba, en el lado occidental, las tres agujas románicas de Saint-Germain-des-Prés. El burgo de Saint-Germain, ya un municipio grande, se extendía quince o veinte calles detrás. El campanario puntiagudo de Saint-Sulpice marcaba uno de los límites del burgo. Justo al lado se distinguía el recinto cuadrado de la feria de Saint-Germain, donde está hoy el mercado, y luego la picota del abad, bonita torrecilla redonda coronada por un cono de plomo. La tejería estaba más lejos, y la calle Four, que conducía al horno de poya, y el molino sobre su collado, y la leprosería, una casita aislada y mal vista. Mas lo que atraía sobre todo la mirada, y la mantenía clavada largo rato en ese punto, era la propia abadía. Es indudable que ese monasterio, que tenía un aspecto magnífico como iglesia y como señorío, ese palacio abacial donde los obispos de París se consideraban dichosos de pasar una noche, ese refectorio al que el arquitecto había dotado del aire, la belleza y el espléndido rosetón de una catedral, esa elegante capilla de la Virgen, ese dormitorio monumental, esos vastos jardines, ese rastrillo, ese puente levadizo, ese envoltorio de almenas que ofrecía recortada a los ojos la vegetación de los prados de alrededor, esos patios donde relucían guerreros mezclados con capas de oro, todo ello agrupado en torno a las tres altas flechas de arco de medio punto, bien asentadas sobre un ábside gótico, formaban una magnífica figura en el horizonte.
Cuando por fin, después de haber contemplado largo rato la Universidad, te volvías hacia la orilla derecha, hacia la Villa, el espectáculo cambiaba de repente para adquirir otro carácter. La Villa, en efecto, mucho más grande que la Universidad, estaba también mucho menos unificada. Desde el primer golpe de vista, la veías dividirse en varias masas singularmente distintas. En el lado de levante, en esa parte de la Villa que todavía hoy recibe su nombre de la marisma* en la que Camulógeno empantanó a César, había un amontonamiento de palacios. La manzana llegaba hasta el borde del agua. Cuatro hoteles casi pegados, Jouy, Sens, Barbeau y la residencia de la Reina, miraban en el Sena sus tejados de pizarra decorados con esbeltas torrecillas. Esos cuatro edificios llenaban el espacio que iba de la calle Nonaindières a la abadía de los Celestinos, cuya aguja realzaba graciosamente su línea de frontones y de almenas. Algunas casuchas verduscas, inclinadas sobre el agua delante de esos suntuosos hoteles, no impedían ver los bellos ángulos de sus fachadas, sus amplias ventanas cuadradas enmarcadas en piedra, sus pórticos ojivales sobrecargados de estatuas, las vivas aristas de sus paredes siempre limpiamente cortadas y todos esos encantadores azares de la arquitectura que hacen que el arte gótico parezca renovar sus combinaciones en cada monumento. Detrás de aquellos palacios se extendía en todas direcciones, en algunas partes dividido, vallado y almenado como una ciudadela, en otras oculto por grandes árboles como una cartuja, el recinto inmenso y multiforme de ese milagroso hotel de Saint-Pol donde el rey de Francia podía alojar soberbiamente a veintidós príncipes de la categoría del delfín o del duque de Borgoña, con sus sirvientes y sus séquitos, sin contar a los grandes señores, ni al emperador cuando venía a ver París, ni a los leones, que tenían su residencia aparte en la residencia real. Precisemos que el aposento de un príncipe no se componía entonces de menos de once estancias, desde la sala de recepción hasta el oratorio, sin hablar de las galerías, los baños, los baños turcos y otros «lugares superfluos» de los que todo aposento estaba provisto; sin hablar de los jardines particulares de cada invitado del rey; sin hablar tampoco de las bodegas, las cocinas, las antecocinas, los refectorios generales de la casa, las veintidós dependencias generales, incluidas aquellas donde se llevaba a cabo la distribución del vino; ni de los juegos de mil clases, como el mallo, la pelota y las anillas; ni de las pajareras, las peceras, las casas de fieras, las caballerizas, los establos, las bibliotecas, los arsenales y las fundiciones. Esto era entonces un palacio de rey, un Louvre, un Saint-Pol. Una ciudad dentro de la ciudad.
Desde la torre donde nos hemos situado, el hotel Saint-Pol, medio tapado por las cuatro grandes residencias de las que acabamos de hablar, seguía siendo imponente y maravilloso. Se distinguían muy bien, pese a estar hábilmente unidos al edificio principal mediante largas galerías con vidrieras y columnatas, los tres hoteles que Carlos V había incorporado a su palacio: el hotel del Petit-Muce, con la balaustrada de crestería que orlaba graciosamente su tejado; el hotel del abad de Saint-Maur, que tenía aspecto de fortaleza, una gran torre, matacanes, troneras, bastiones de hierro y, sobre la ancha puerta sajona, el escudo del abad entre las dos entalladuras del puente levadizo; el hotel del conde de Étampes, cuyo torreón, con el remate en ruinas, presentaba un perfil redondeado y mellado como la cresta de un gallo; aquí y allá, tres o cuatro viejos robles formando ramilletes como inmensas coliflores, retozos de cisnes en las aguas claras de los viveros, cuya superficie aparecía como fruncida por efecto de la sombra y la luz; numerosos patios de los que se veían rincones pintorescos; el hotel de los Leones con sus ojivas bajas sobre cortos pilares sajones, sus rastrillos de hierro y su perpetuo rugido; en medio de este conjunto, la flecha escamada del Ave María; a la izquierda, la residencia del preboste de París, flanqueada por cuatro torrecillas finamente caladas; en el centro, al fondo, el hotel Saint-Pol propiamente dicho, con sus fachadas multiplicadas, sus sucesivos añadidos desde Carlos V, las excrecencias híbridas con que la fantasía de los arquitectos lo había recargado desde hacía dos siglos, con todos los ábsides de sus capillas, todos los piñones de sus galerías, miles de veletas a los cuatro vientos y sus dos altas torres contiguas, cuyo tejado cónico, rodeado de almenas en su base, parecía uno de esos sombreros puntiagudos con el ala levantada.
Prosiguiendo el ascenso por las gradas de ese anfiteatro de palacios que se extendía a lo lejos sobre el suelo, después de haber salvado un profundo barranco abierto en los tejados de la Villa, el cual señalaba el paso de la calle Saint-Antoine, la vista llegaba a la residencia de Angulema, vasta construcción de varias épocas en la que había partes completamente nuevas y muy blancas que se integraban tan mal en el conjunto como un remiendo rojo en un jubón azul. Sin embargo, el tejado singularmente puntiagudo y elevado del palacio moderno, salpicado de canalones cincelados, cubierto de planchas de plomo donde resplandecientes incrustaciones de cobre dorado formaban miles de fantásticos arabescos, ese tejado tan curiosamente adamascado se elevaba con gracia desde en medio de las sombrías ruinas del antiguo edificio, cuyas viejas y enormes torres, abombadas por el tiempo cual toneles, hundiéndose sobre sí mismas de vetustez y agrietándose de arriba abajo, parecían gruesos vientres desabrochados. Detrás se alzaba el bosque de agujas del palacio de las Tournelles. No hay en todo el mundo, ni en Chambord ni en la Alhambra, una perspectiva más mágica, más aérea, más prodigiosa que ese oquedal de flechas, de pináculos, de chimeneas, de veletas, de espirales, de escaleras de caracol, de linternas atravesadas por la luz que parecían marcadas con sacabocados, de pabellones, de torrecillas ahusadas, todas de diferente forma, altura y posición. Parecía un gigantesco ajedrez de piedra.
A la derecha de las Tournelles, ese manojo de enormes torres de un negro tinta que se meten unas dentro de otras y están atadas, por así decirlo, por un foso circular, ese torreón con muchas más troneras que ventanas, ese puente levadizo siempre levantado, ese rastrillo siempre bajado, eso es la Bastilla. Esa especie de picos negros que asoman entre las almenas, y que de lejos uno confunde con canalones, son cañones.
Bajo su boca, al pie del formidable edificio, está la puerta de Saint-Antoine, oculta entre sus dos torres.
Más allá de las Tournelles, hasta la muralla de Carlos V, se extendía, con exuberantes zonas de hierba y flores, una alfombra aterciopelada de cultivos y de parques reales, en medio de los cuales se reconocía, por su laberinto de árboles y de avenidas, el famoso jardín Dédalo que Luis XI había ofrecido a Coictier. El observatorio del doctor se alzaba por encima del dédalo como una gruesa columna aislada que tuviera una casita por capitel. En ese lugar se han hecho terribles predicciones astrológicas.
Ahí está actualmente la plaza Royale.
Como acabamos de decir, el barrio de palacios del que estamos intentando dar una idea al lector, aunque limitándonos a señalar sus cúspides, se extendía en la esquina que la muralla de Carlos V formaba con el Sena en la parte oriental. El centro de la Villa estaba ocupado por una aglomeración de casas populares. Allí era, en efecto, donde desembocaban los tres puentes de la Cité por la orilla derecha, y los puentes piden la presencia de casas delante de los palacios. Ese amontonamiento de viviendas burguesas, apiñadas como los alvéolos de una colmena, tenía su belleza. De los tejados de una capital puede decirse, como de las olas de un mar, que son grandiosos. Para empezar, las calles, entrecruzadas y enmarañadas, trazaban en el bloque cientos de figuras divertidas. Alrededor del mercado, era como una estrella de mil puntas. Las calles Saint-Denis y Saint-Martin, con sus innumerables ramificaciones, subían una tras otra como dos grandes árboles que entrecruzan sus ramas. Y líneas tortuosas — las calles Plâtrerie, Verrerie, Tixeranderie, etcétera— serpenteaban por el conjunto. Había también bellos edificios que rompían la ondulación petrificada de aquel mar de frontones. Uno de ellos, en la entrada del Pont-aux-Changeurs, detrás del cual se veía la espuma del Sena bajo las ruedas del Pont-aux-Meuniers, era el Châtelet, ya no torre romana como en la época de Juliano el Apóstata, sino torre feudal del siglo XIII, y de una piedra tan dura que con un pico no se arrancaba en tres horas el grosor de un puño. Otro era el rico campanario cuadrado de Saint-Jacques-de-la-Boucherie con sus ángulos cubiertos de esculturas, ya admirable pese a que en el siglo XV aún no estuviera acabado. Le faltaban en particular esos cuatro monstruos que, todavía hoy encaramados en las esquinas del tejado, parecen cuatro esfinges que plantean al nuevo París el enigma del antiguo para que lo resuelva; Rault, el escultor, no los puso hasta 1526, y recibió veinte francos por su trabajo. Otro de esos edificios era la Casa de los Pilares, cuya fachada daba a la plaza de Grève, de la que ya hemos dado cierta idea al lector. Y Saint-Gervais, que un pórtico «de buen gusto» echó más tarde a perder; y Saint-Méry, cuyas viejas ojivas casi eran aún arcos de medio punto; y Saint-Jean, cuya magnífica aguja era proverbial; y veinte monumentos más que no desdeñaban enterrar sus mara Villas en aquel caos de calles oscuras, estrechas y profundas. Añadan las cruces de piedra esculpidas, que se prodigaban en las encrucijadas todavía más que las horcas; el cementerio de los Inocentes, cuya cerca arquitectónica se veía a lo lejos, por encima de los tejados; la picota de Les Halles, cuya cúspide asomaba entre dos chimeneas de la calle Cossonnerie; la escalera de la Croix-du-Trahoir en su cruce siempre abarrotado de gente; las casetas circulares del mercado de trigo; los tramos de la antigua muralla de Felipe Augusto, que se distinguían aquí y allá, ahogados entre las casas; torres invadidas por la hiedra, puertas carcomidas, lienzos de pared en ruinas y deformados; el muelle con sus mil tiendas y sus desolladeros sanguinolentos; el Sena cargado de barcos desde el Port-au-Foin hasta For-l’Évêque… Añadan todo esto y tendrán una imagen confusa de lo que era en 1482 el trapecio central de la Villa.
Con estos dos barrios, uno de hoteles y otro de casas, el tercer elemento del aspecto que ofrecía la Villa era una larga zona de abadías que la bordeaba casi en la totalidad de su contorno, desde levante hasta poniente, y formaba, por detrás del cinturón de fortificaciones que cerraba París, un segundo cinturón interior de conventos y capillas. Justo al lado del parque de las Tournelles, entre la calle Saint-Antoine y la antigua calle del Temple, estaba Sainte-Catherine con su inmensa huerta, cuyo único límite era la muralla de París. Entre la antigua y la nueva calle del Temple, estaba el Temple, siniestro haz de torres, alto, erguido y aislado en medio de un vasto recinto almenado. Entre la calle Neuve-du-Temple y la calle Saint-Martin, estaba, rodeada de jardines, la abadía de Saint-Martin, soberbia iglesia fortificada cuyo cerco de torres y cuya tiara de campanarios solo eran superados en fuerza y esplendor por Saint-Germain-des-Prés. Entre las calles Saint-Martin y Saint-Denis se extendía el recinto de la Trinidad. Finalmente, entre la calle Saint-Denis y la calle Montorgueil, estaban las Hijas de Dios. Al lado se distinguían los tejados mugrientos y el recinto sin pavimentar de la Corte de los Milagros. Era el único eslabón profano en aquella devota cadena de conventos.
Finalmente, el cuarto compartimento que se dibujaba por sí solo en la aglomeración de tejados de la orilla derecha, y que ocupaba la esquina occidental del cerco y el borde del río aguas abajo, era otro grupo de palacios y de hoteles apiñados al pie del Louvre. El viejo Louvre de Felipe Augusto, ese edificio desmesurado cuya torre principal reunía otras veintitrés señoras torres a su alrededor, sin contar las torrecillas, desde lejos parecía engarzado en los remates góticos del hotel de Alençon y del Petit-Bourbon. Esa hidra de torres, guardiana gigante de París, con sus veinticuatro cabezas siempre erguidas, con sus monstruosas grupas cubiertas de plomo o de pizarra y resplandecientes de reflejos metálicos, remataba de un modo sorprendente la configuración de la Villa por el lado de poniente.
Una inmensa manzana (lo que los romanos llamaban insula), pues, de casas burguesas, flanqueada a derecha e izquierda por dos bloques de palacios coronados el uno por el Louvre y el otro por las Tournelles, bordeada al norte por un largo cinturón de abadías y de cercados cultivados, todo ello amalgamado y fundido a simple vista; sobre esos mil edificios, cuyos tejados de tejas y de pizarra recortaban unos sobre otros multitud de curiosos encadenados, los campanarios tatuados, repujados y grabados de las cuarenta y cuatro iglesias de la orilla derecha; miríadas de calles transversales; a modo de límite, por un lado, una cerca de altas murallas con torres cuadradas (la de la Universidad tenía las torres redondas), y por el otro, el Sena con sus puentes y sus numerosos barcos. Eso era la Villa en el siglo XV.
Al otro lado de las murallas, algunos arrabales se apiñaban junto a las puertas, pero en menor número y más diseminados que los de la Universidad. Detrás de la Bastilla había veinte casuchas apelotonadas en torno a las curiosas esculturas de la Croix-Faubin y de los arbotantes de la abadía de Saint-Antoine des Champs; a continuación estaba Popincourt, perdido entre trigales; después la Courtille, alegre pueblo de tabernas; el burgo de Saint-Laurent con su iglesia, cuyo campanario, visto desde lejos, parecía sumarse a las torres puntiagudas de la puerta de Saint-Martin; el suburbio de Saint-Denis, con el vasto recinto de Saint-Ladre; fuera de la puerta de Montmartre, la Grange-Batelière rodeada de murallas blancas; detrás de ella, con sus pendientes de yeso, Montmartre, que tenía entonces casi tantas iglesias como molinos y que solo ha conservado los molinos, pues ahora la sociedad solo pide el pan del cuerpo. Por último, pasado el Louvre, se veía alargarse por los prados el suburbio de Saint-Honoré, ya muy considerable entonces, y verdear la Petite-Bretagne, y extenderse el mercado de cerdos, en el centro del cual se perfilaba la figura redondeada del horrible horno donde quemaban a los monederos falsos. Entre la Courtille y Saint-Laurent, los ojos ya habían encontrado, en la cima de una colina asentada sobre unas llanuras desiertas, una especie de edificio que de lejos parecía una columnata en ruinas sobre un basamento socavado. No era ni un Partenón ni un templo de Júpiter Olímpico. Era Montfaucon.
Ahora, si la enumeración de tantos edificios, por sucinta que hayamos querido hacerla, no ha pulverizado, a medida que la construíamos en la mente del lector, la imagen general del viejo París, la resumiremos en unas palabras. En el centro, la isla de la Cité, semejante por su forma a una enorme tortuga que sacara sus puentes escamados de tejas, como patas, de su gris caparazón de tejados. A la izquierda, el trapecio monolítico, firme, denso, compacto y erizado de la Universidad. A la derecha, el vasto semicírculo de la Villa, con muchos más jardines y monumentos. Los tres bloques, Cité, Universidad y Villa, veteados de innumerables calles. Atravesando el conjunto, el Sena, el «nutricio Sena», como dice el padre Du Breul, obstruido por islas, puentes y barcos. Alrededor una llanura inmensa como remendada por mil cultivos diferentes y sembrada de bonitos pueblos; a la izquierda, Issy, Vanvres, Vaugirard, Montrouge, Gentilly con su torre redonda y su torre cuadrada, etcétera; a la derecha, veinte más, desde Conflans hasta la Ville-l’Évêque. En el horizonte, un filete de colinas dispuestas en círculo como los bordes de un estanque. Por último, a lo lejos, al este, Vincennes y sus siete torres cuadrangulares; al sur, Bicêtre y sus torrecillas puntiagudas; al norte, Saint-Denis y su aguja; al oeste, Saint-Cloud y su torreón. Este era el París que veían desde lo alto de las torres de Notre-Dame los cuervos que vivían en 1482.
Es, sin embargo, de esta ciudad de la que Voltaire dijo que «antes de Luis XIV solo poseía cuatro bellos monumentos»: la cúpula de la Sorbona, el Val-de-Grâce, el Louvre moderno y no recuerdo cuál era el cuarto, el Luxemburgo quizá. Afortunadamente, tal afirmación no impidió a Voltaire escribir Cándido, así como tampoco le impidió ser, de todos los hombres que se han sucedido en la larga serie de la humanidad, el que ha tenido la risa más diabólica. Lo que demuestra, por lo demás, que se puede ser un genio y no comprender en absoluto un arte que no es el propio. ¿Acaso no creía Molière hacer un gran honor a Rafael y a Miguel Ángel llamándolos «los amanerados de su época»?
Pero volvamos a París y al siglo XV.
No era a la sazón únicamente una bonita ciudad; era una ciudad homogénea, un producto arquitectónico e histórico de la Edad Media, una crónica de piedra. Era una ciudad formada tan solo por dos capas, la románica y la gótica, pues la capa romana había desaparecido hacía mucho, excepto en las Termas de Juliano, donde todavía atravesaba la gruesa costra de la Edad Media. En cuanto a la capa celta, ni siquiera excavando pozos se encontraban ya vestigios.
Cincuenta años después, cuando el Renacimiento incorporó a esta unidad tan severa y sin embargo tan variada el lujo deslumbrante de sus fantasías y de sus sistemas, sus derroches de arcos de medio punto romanos, de columnas griegas y de rebajamientos góticos, su escultura delicadísima e ideal, su gusto particular por los arabescos y las hojas de acanto, su paganismo arquitectónico contemporáneo de Lutero, París quizá fuera más bello, aunque menos armonioso a la vista y al pensamiento. Pero ese espléndido momento duró poco. El Renacimiento no fue imparcial; no se contentó con edificar, sino que quiso derribar. Cierto es que necesitaba sitio. Así pues, el París gótico solo estuvo completo un minuto. A duras penas habían terminado Saint-Jacques-de-la-Boucherie cuando ya empezaba la demolición del antiguo Louvre.
Desde entonces, la gran ciudad ha ido deformándose día tras día. El París gótico, bajo el cual desaparecía el París románico, desapareció a su vez. Pero ¿podemos decir qué París lo ha sustituido?
Está el París de Catalina de Médicis, en las Tullerías,4 y el París de Enrique II, en el Ayuntamiento, dos edificios todavía de muy buen gusto; el París de Enrique IV, en la plaza Royale: fachadas de ladrillo con esquinas de piedra y tejados de pizarra, casas tricolores; el París de Luis XIII, en el Val-de-Grâce: una arquitectura aplastada y rechoncha, bóvedas en forma de asa de cesto, algo como barrigudo en las columnas y como jorobado en la cúpula; el París de Luis XIV, en los Inválidos: grande, rico, dorado y frío; el París de Luis XV, en Saint-Sulpice: volutas, lazos, nubes, fideos y escarolas, todo en piedra; el París de Luis XVI, en el Panteón: San Pedro de Roma mal copiado (el edificio ha sido torpemente comprimido, lo cual no ha mejorado sus líneas); el París de la República, en la Escuela de Medicina: un mediocre estilo griego y romano que se parece al Coliseo o al Partenón como la constitución del año III a las leyes de Minos (lo llaman en arquitectura «estilo mesidor»); el París de Napoleón, en la plaza Vendôme: este es sublime, una columna de bronce hecha con cañones; el París de la Restauración, en la Bolsa: una columnata extremadamente blanca que sustenta un friso extremadamente liso; el conjunto es cuadrado y costó veinte millones.
Cada uno de estos monumentos característicos está relacionado, por una semejanza de estilo, de forma y de actitud, con cierta cantidad de casas diseminadas por diversos barrios y que el ojo del experto distingue y data fácilmente. Cuando se sabe ver, se encuentra el espíritu de un siglo y la fisonomía de un rey hasta en una aldaba.
El París actual no tiene, pues, una fisonomía general. Es una colección de muestras de varios siglos, y las más bellas han desaparecido. La capital solo crece en número de casas, ¡y qué casas! Al ritmo al que va París, se renovará cada cincuenta años. Por lo tanto, el significado histórico de su arquitectura se borra de día en día. Cada vez hay menos monumentos; parece que los vemos hundirse poco a poco, inundados por las casas. Nuestros padres tenían un París de piedra; nuestros hijos tendrán un París de yeso.
En cuanto a los monumentos modernos del París nuevo, nos eximiremos gustosos de hablar de ellos. No es que no los admiremos como se merecen. La iglesia de Sainte-Geneviève, de Soufflot, es ciertamente la tarta más bella que se haya hecho jamás en piedra. El palacio de la Legión de Honor es también una muestra de repostería muy distinguida. La cúpula del mercado de trigo es una gorra de jockey inglés a gran escala. Las torres de Saint-Sulpice son dos grandes clarinetes, lo que no deja de ser una forma como cualquier otra; el telégrafo, retorcido y gesticulante, añade un bonito apéndice sobre su tejado. Saint-Roch tiene un pórtico solo comparable, por su magnificencia, al de Saint-Thomas d’Aquin. Tiene también un vía crucis en altorrelieve en un sótano y un sol de madera dorado. Son cosas, todas ellas, absolutamente maravillosas. La linterna del laberinto del Jardín Botánico es también muy ingeniosa. En cuanto al edificio de la Bolsa, griego por su columnata, románico por los arcos de medio punto de sus puertas y ventanas, y renacentista por su gran bóveda rebajada, es indudablemente un monumento muy correcto y muy puro; prueba de ello es que está coronado por un ático difícil de ver en Atenas, bella línea recta, graciosamente cortada aquí y allá por tubos de estufa. Añadamos que, si es un requisito indispensable que la arquitectura de un edificio se adapte a su destino de tal forma que dicho destino se delate por sí solo simplemente por el aspecto del edificio, nunca admiraremos bastante un monumento que puede ser indistintamente el palacio de un rey, una cámara de los comunes, un ayuntamiento, un colegio, un picadero, una academia, un almacén, un tribunal, un museo, un cuartel, un sepulcro, un templo o un teatro. Por el momento, es una Bolsa. Un monumento debe ser, además, apropiado para el clima. Este está a todas luces construido expresamente para nuestro cielo frío y lluvioso. Tiene un tejado casi plano como en Oriente, por lo que en invierno, cuando nieva, barren el tejado; y es indudable que un tejado está hecho para ser barrido. En cuanto a ese destino del que hablábamos hace un momento, responde a él de mara Villa; es Bolsa en Francia como hubiera sido templo en Grecia. Es cierto que al arquitecto le costó bastante trabajo ocultar la esfera del reloj, que habría destruido la pureza de las bellas líneas de la fachada; pero, en contrapartida, tenemos esa columnata que rodea el monumento y bajo la cual puede desfilar majestuosamente, los grandes días de solemnidad religiosa, la teoría de los agentes de cambio y los corredores de comercio.
Todos estos monumentos son, sin ninguna duda, soberbios. Añadamos a ellos muchas calles bonitas, divertidas y variadas como la calle Rivoli, y no pierdo la esperanza de que París, visto desde un globo, presente un día esa riqueza de líneas, esa opulencia de detalles, esa diversidad de aspectos, ese no sé qué de grandioso en lo sencillo y de inesperado en lo bello que caracteriza a un damero.
Sin embargo, por admirable que le parezca el París actual, rehaga el París del siglo XV, reconstrúyalo en su pensamiento; mire la luz a través de esa sorprendente hilera de agujas, de torres y de campanarios; extienda en medio de la inmensa ciudad, rasgue en la punta de las islas, frunza en los arcos de los puentes el Sena con sus anchos charcos verdes y amarillos, más cambiante que la piel de una serpiente; recorte claramente sobre un horizonte azul el perfil gótico de ese viejo París; haga flotar su contorno en una bruma de invierno que se agarra a sus numerosas chimeneas; sumérjalo en una noche profunda y mire el extraño juego de las tinieblas y las luces en ese oscuro laberinto de edificios; arroje sobre él un rayo de luna que lo dibuje vagamente y haga salir de entre la niebla las grandes cabezas de las torres; o retome esa negra silueta, ensombrezca los mil ángulos agudos de las flechas y de los frontones, y hágala destacar, más dentada que la mandíbula de un tiburón, sobre el cielo de cobre del crepúsculo. Y después, compare.
Y si quiere recibir de la vieja ciudad una impresión que la moderna ya no puede darle, suba una mañana de gran fiesta, el domingo de Pascua o de Pentecostés al amanecer, a un punto elevado desde donde domine la capital entera y asista al despertar de los carillones. Vea, a una señal procedente del cielo, pues es el sol quien la da, cómo esas mil iglesias se estremecen a la vez. Al principio son tintineos dispersos que van de una iglesia a otra, como cuando unos músicos se avisan unos a otros para empezar a tocar. Luego, de pronto, vea, pues parece que en determinados instantes el oído tiene vista también, vea elevarse en el mismo momento de cada campanario como una columna de ruido, como un humo de armonía. Primero la vibración de cada campana sube recta, pura y, por así decirlo, aislada de las demás por el cielo espléndido de la mañana. Luego, poco a poco, aumentando, se funden, se mezclan, desaparecen unas en otras, se amalgaman en un magnífico concierto. Ya no es más que una masa de vibraciones sonoras que se desprende sin cesar de los innumerables campanarios, que flota, ondea, salta, se arremolina sobre la ciudad y prolonga mucho más allá del horizonte el círculo ensordecedor de sus oscilaciones. Sin embargo, ese mar de armonía no es un caos. Por grande y profundo que sea, no ha perdido su transparencia; usted ve serpentear en él, de forma independiente, cada grupo de notas que escapa de los campaneos; puede seguir el diálogo, alternativamente grave y chillón, de la carraca y la campana; ve saltar las octavas de un campanario a otro; las mira lanzarse aladas, ligeras y silbantes desde la campana de plata, caer rotas y cojas de la campana de madera; admira entre ellas la rica gama que baja y sube sin cesar las siete campanas de Saint-Eustache; ve correr, en sentido transversal, notas claras y rápidas que hacen tres o cuatro zigzags luminosos y se desvanecen como relámpagos. Allí, al fondo, es la abadía de Saint-Martin, cantora agria y cascada; aquí, la voz siniestra y áspera de la Bastilla; en la otra punta, la voluminosa torre del Louvre, con su voz de bajo. El real carillón del palacio lanza sin descanso en todas direcciones trinos deslumbrantes, sobre los que caen cadenciosamente las pesadas campanadas de Notre-Dame, que los hacen chispear como el yunque bajo el martillo. Cada cierto tiempo, ve pasar sonidos de diferentes formas que vienen del triple campaneo de Saint-Germain-des-Prés. Además, de vez en cuando esa masa de ruidos sublimes se entreabre y deja paso al stretto del Ave María, que estalla y chisporrotea como un penacho de estrellas. Por debajo, en lo más profundo del concierto, distingue confusamente el canto interior de las iglesias, que transpira a través de los poros vibrantes de sus bóvedas. Sí, sin duda es una ópera que merece la pena ser escuchada. Normalmente, el rumor que escapa de París durante el día es la ciudad hablando; por la noche, es la ciudad respirando; en este caso, es la ciudad cantando. Preste atención, pues, a este tutti de campanarios; esparza sobre el conjunto el murmullo de medio millón de hombres, el lamento eterno del río, los soplos infinitos del viento, el cuarteto grave y lejano de los cuatro bosques dispuestos sobre las colinas del horizonte cual inmensas cajas de órgano; amortigüe, como en un medio tono, todo lo excesivamente ronco y excesivamente agudo que tenga el carillón central, y diga si sabe de la existencia en el mundo de algo más rico, más alegre, más dorado, más deslumbrante que este tumulto de campanas y de tintineos, que esta hoguera de música, que estas diez mil voces de bronce cantando a la vez en flautas de piedra de trescientos pies de altura, que esta ciudad que no es sino una orquesta, que esta sinfonía que suena como una tormenta.