Hacía dieciséis años, situándonos en la época en la que transcurre esta historia, que la hermosa mañana del domingo de Quasimodo* una criatura viva había sido depositada, después de la misa, en la iglesia de Notre-Dame, en la cama de madera empotrada en el atrio, a mano izquierda, frente a esa «gran imagen» de san Cristóbal que la figura esculpida en piedra de micer Antoine des Essarts, caballero, miraba de rodillas desde 1413, momento en que decidieron derribar al santo y al fiel. Era costumbre exponer a la caridad pública en cama de madera a los niños abandonados. De allí los cogía quien quería. Delante de la cama de madera había una bacinilla de cobre para las limosnas.
La especie de ser vivo que yacía sobre aquella tabla la mañana del domingo de Quasimodo, en el año del Señor 1467, parecía excitar en alto grado la curiosidad del grupo bastante considerable que se había congregado alrededor de la cama de madera. El grupo estaba formado en gran parte por personas del bello sexo, casi todas viejas.
En primera fila y más inclinadas sobre la cama que el resto, destacaban cuatro que, a juzgar por su cogulla gris, una especie de sotana, debían de pertenecer a alguna hermandad piadosa. Bien pensado, no veo por qué la historia no habría de transmitir a la posteridad los nombres de estas cuatro discretas y venerables señoras. Eran Agnès la Herme, Jehanne de la Tarme, Henriette la Gaultière y Gauchère la Violette, las cuatro viudas, las cuatro mujeres piadosas de la capilla Étienne-Haudry, que habían salido de casa con permiso de su superiora y de conformidad con los estatutos de Pierre d’Ailly para ir a escuchar el sermón.
Por lo demás, si bien estas buenas haudriettes* observaban de momento los estatutos de Pierre d’Ailly, violaban sin ningún remordimiento los de Michel de Brache y el cardenal de Pisa, que tan inhumanamente les prescribían silencio.
—¿Qué es eso, hermana? —decía Agnès a Gauchère observando a la criaturita expuesta, que, asustada por ser blanco de tantas miradas, no dejaba de chillar y retorcerse sobre la cama de madera.
—¿Adónde vamos a ir a parar —decía Jehanne—, si es así como hacen ahora a los niños?
—Yo no entiendo de niños —añadía Agnès—, pero debe de ser pecado mirar a este.
—No es un niño, Agnès.
—Es un mono malogrado —observaba Gauchère.
—Es un milagro —rectificaba Henriette la Gaultière.
—Entonces —precisaba Agnès— es el tercero desde el domingo Laetare. Porque no hace aún ocho días tuvimos el milagro del que se burlaba de los peregrinos y fue castigado por Nuestra Señora de Aubervilliers, y ya era el segundo del mes.
—Este supuesto niño expósito es un verdadero monstruo de abominación —decía Jehanne.
—Berrea como para dejar sordo a un chantre —proseguía Gauchère—. ¡Calla de una vez, gritón!
—¡Y pensar que es el arzobispo de Reims quien envía esta monstruosidad al arzobispo de París! —añadía Henriette la Gaultière juntando las manos.
—Supongo —decía Agnès la Herme— que es una bestia, un animal, el producto de un judío con una cerda, en fin, algo que no es cristiano y que hay que arrojar al agua o al fuego.
—Confío en que no lo quiera nadie —decía Henriette la Gaultière.
—¡Ah, Dios mío! —exclamaba Agnès—. ¡Pobres nodrizas de la casa de niños abandonados, esa que está al final de la calle yendo río abajo, al lado de donde vive monseñor el obispo, si les llevaran a este pequeño monstruo para amamantarlo! ¡Preferiría dar de mamar a un vampiro!
—¡Qué inocente es esta pobre Agnès! —decía Jehanne—. ¿No veis, hermana, que este pequeño monstruo tiene por lo menos cuatro años y que recibiría con más gusto un asado que vuestro pecho?
En efecto, aquel «pequeño monstruo» (a nosotros también nos resultaría muy difícil calificarlo de otro modo) no era un recién nacido. Era una pequeña masa muy angulosa y en constante movimiento, metida en un saco de tela con la marca de micer Guillaume Chartier, por aquel entonces obispo de París, del que sobresalía una cabeza. Esa cabeza era bastante deforme. Solo se veía un bosque de cabellos rojos, un ojo, una boca y dientes. El ojo lloraba, la boca chillaba, y los dientes no parecían pedir otra cosa que morder. El conjunto se debatía dentro del saco, ante el estupor de la multitud que aumentaba y se renovaba continuamente alrededor.
Doña Aloïse de Gondelaurier, una mujer rica y noble que llevaba a una preciosa niña de unos seis años de la mano y un largo velo prendido en el pico dorado de su tocado, se detuvo al pasar por delante de la cama y miró un momento a la desgraciada criatura, mientras su encantadora niña Flor de Lis de Gondelaurier, vestida de seda y terciopelo, leía el letrero clavado en la cama de madera señalándolo con su tierno dedito: NIÑOS EXPÓSITOS.
—La verdad —dijo la dama, apartándose con repugnancia—, yo creía que aquí solo se exponían niños.
Se volvió de espaldas después de haber echado a la bacinilla un florín de plata, que tintineó entre monedas más modestas e hizo poner ojos de asombro a las pobres mujeres de la capilla Étienne-Haudry.
Al cabo de un momento, el serio y docto Robert Mistricolle, protonotario del rey, pasó con un enorme misal bajo un brazo y su mujer (doña Guillemette la Mairesse) cogida del otro, de modo que llevaba a sus dos reguladores, el espiritual y el temporal, uno a cada lado.
—¡Un niño abandonado! —dijo después de haber examinado el objeto—. ¡Aparentemente abandonado sobre el parapeto del río Flegetonte!
—Solo se le ve un ojo —observó doña Guillemette—. En el otro tiene una verruga.
—No es una verruga —contestó maese Robert Mistricolle—. Es un huevo que contiene otro demonio igual, el cual tiene otro huevo más pequeño que contiene otro diablo, y así sucesivamente.
—¿Cómo sabéis eso? —preguntó Guillemette.
—Lo sé a ciencia cierta —respondió el protonotario.
—Señor protonotario, ¿qué pronosticáis de este niño expósito? —preguntó Gauchère.
—Las mayores desdichas —respondió Mistricolle.
—¡Ay, Dios mío! —dijo una vieja entre el auditorio—. ¡Encima de la terrible peste que hubo el año pasado, y de que dicen que los ingleses van a desembarcar en Harefleu!
—Quizá eso impida que la reina venga a París en el mes de septiembre —dijo otra—. ¡Las cosas van ya muy mal!
—Soy de la opinión —intervino Jehanne de la Tarme— de que para los villanos de París valdría más acostar a este pequeño brujo sobre un haz de leña que sobre una tabla.
—¡Un buen haz de leña ardiendo! —añadió la vieja.
—Eso sería más prudente —dijo Mistricolle.
Desde hacía un rato, un joven sacerdote escuchaba los razonamientos de las haudriettes y las sentencias del protonotario. Tenía una cara severa, una frente ancha y una mirada profunda. Apartó en silencio a la gente, examinó al «pequeño brujo» y extendió la mano sobre él. Había llegado el momento, pues a todas las devotas se les hacía ya la boca agua pensando en el «buen haz de leña ardiendo».
—Adopto a este niño —dijo el sacerdote.
Lo cogió con su sotana y se lo llevó. Los asistentes lo siguieron con ojos de pasmo. Un momento después, había desaparecido por la Puerta Roja, que entonces conducía de la iglesia al claustro.
Cuando la primera sorpresa hubo pasado, Jehanne de la Tarme le dijo al oído a Henriette la Gaultière:
—Ya os había dicho, hermana, que este joven cura, Claude Frollo, es un brujo.