En efecto, Claude Frollo no era un personaje vulgar.
Pertenecía a una de esas familias medias a las que llamaban indistintamente, en el lenguaje impertinente del siglo pasado, alta burguesía o pequeña nobleza. La familia había heredado de los hermanos Paclet el feudo de Tirechappe, que dependía del obispo de París y cuyas veintiuna casas habían sido objeto en el siglo XIII de muchos pleitos ante el provisor. Como poseedor de este feudo, Claude Frollo era uno de los «siete veintiún» señores aspirantes a censo en París y sus arrabales, y durante mucho tiempo se pudo ver su nombre inscrito en calidad de tal, entre el hotel de Tancarville, perteneciente a maese François Le Rez, y el colegio de Tours, en el cartulario depositado en Saint-Martin-des-Champs.
Claude Frollo había sido destinado desde la infancia por sus padres al estado eclesiástico. Le habían enseñado a leer en latín. Lo habían educado inculcándole que debía bajar los ojos y hablar en voz baja. A muy temprana edad, su padre lo había internado en el colegio de Torchi, en la Universidad. Allí había crecido, en compañía del misal y del lexicón.
Era, por lo demás, un niño triste, reservado, serio, que estudiaba con pasión y aprendía deprisa. No vociferaba en los recreos, intervenía poco en las trifulcas de la calle Fouarre, no sabía lo que era dare alapas et capillos laniare* y no había participado en absoluto en aquel amotinamiento de 1463 que figura en los anales con el solemne título de «Sexto disturbio de la Universidad». Raramente se burlaba de los pobres estudiantes de Montaigu por las capas que les habían valido el nombre de cappettes, ni de los becarios del colegio de Dormans por su tonsura y su sobretodo de tres piezas de paño verde, azul y violeta, azurini coloris et bruni, como dice la carta del cardenal de las Cuatro Coronas.
En cambio, era asiduo de las grandes y las pequeñas escuelas de la calle Saint-Jean-de-Beauvais. El primer estudiante que el abad de Saint-Pierre de Val, en el momento de empezar su lectura de derecho canónico, veía siempre frente a su cátedra, apoyado en un pilar de la escuela Saint-Vendregesile, era Claude Frollo, armado con su escribanía de hueso, mordisqueando su pluma, escribiendo sobre sus rodillas gastadas y, en invierno, echándose vaho en los dedos. El primer oyente que micer Miles d’Isliers, doctor en decreto, veía llegar jadeante todos los lunes por la mañana cuando abrían las puertas de la escuela del Chef-Saint-Denis era Claude Frollo. Así pues, a los dieciséis años el joven clérigo habría podido competir en teología mística con un padre de la Iglesia; en teología canónica, con un padre de los concilios; y en teología escolástica, con un doctor de la Sorbona.
Superada la teología, se había precipitado hacia el decreto. Del Maestro de las Sentencias había pasado a las Capitulares de Carlomagno. Y había devorado sucesivamente, en su apetito de saber, decretales tras decretales, las de Teodoro, obispo de Hispalis, las de Bouchard, obispo de Worms, las de Yves, obispo de Chartres; luego el decreto de Graciano, que sucedió a las Capitulares de Carlomagno; más adelante la compilación de Gregorio IX; después la epístola Super specula de Honorio III. Llegó a entender y a dominar ese vasto y tumultuoso período del derecho civil y del derecho canónico en lucha y en crisis en el caos de la Edad Media, período que el obispo Teodoro abre en 618 y que cierra en 1227 el papa Gregorio.
Digerido el decreto, se sumergió en la medicina y en las artes liberales. Estudió la ciencia de las hierbas y la ciencia de los ungüentos. Se hizo experto en fiebres y en contusiones, en heridas y en abscesos. Jacques d’Espars lo habría aceptado como médico físico; Richard Hellain, como médico cirujano. Recorrió asimismo todos los grados de licenciatura, magisterio y doctorado en artes. Estudió lenguas: latín, griego y hebreo, triple santuario entonces muy poco frecuentado. Era una auténtica fiebre por adquirir y atesorar en materia de ciencia. A los dieciocho años había pasado por las cuatro facultades. Le parecía al joven que la vida tenía un único objetivo: saber.
Fue más o menos por esa época cuando el calor excesivo del verano de 1466 provocó aquella gran peste que se llevó a más de cuarenta mil criaturas en el vizcondado de París, entre otros, dice Jean de Troyes, a «maese Arnoul, astrólogo del rey, que era hombre de bien, prudente y agradable». Se corrió el rumor por la Universidad de que la calle Tirechappe estaba siendo particularmente azotada por la enfermedad. Allí es donde residían, en su feudo, los padres de Claude. El joven estudiante, muy alarmado, se apresuró a ir a la casa paterna. Cuando llegó, se encontró con que su padre y su madre habían muerto el día anterior. Un hermanito que tenía, todavía de pañales, vivía aún y lloraba abandonado en su cuna. Era todo lo que le quedaba a Claude de su familia. El joven cogió al niño en brazos y salió, pensativo. Hasta ese momento había vivido exclusivamente en la ciencia; empezó entonces a vivir en la vida.
Esta catástrofe supuso una crisis en la existencia de Claude. Huérfano, primogénito, cabeza de familia a los diecinueve años, se sintió rudamente trasladado de los sueños de estudiante a la realidad del mundo. Entonces, lleno de piedad, se consagró apasionadamente a aquel niño, su hermano; cosa extraña y dulce era un afecto humano para él, que solo había amado los libros.
Aquel afecto se desarrolló hasta un punto singular. En un alma tan nueva, fue como un primer amor. Separado desde la infancia de sus padres, a los que apenas había conocido, enclaustrado y como emparedado tras sus libros, ávido ante todo de estudiar y de aprender, exclusivamente atento hasta entonces a su inteligencia, que se dilataba con la ciencia, a su imaginación, que crecía con las letras, el pobre estudiante aún no había tenido tiempo de sentir el lugar de su corazón. Ese hermanito sin padre ni madre, ese niño que le caía repentinamente del cielo en los brazos hizo de él un hombre nuevo. Se dio cuenta de que había en el mundo algo más que las especulaciones de la Sorbona y los versos de Homero, de que el hombre necesitaba afectos, de que la vida sin ternura y sin amor no era más que un engranaje seco, chirriante y desgarrador. Pero supuso, pues estaba en la edad en que las ilusiones no son reemplazadas aún sino por otras ilusiones, que los afectos de sangre y de familia eran los únicos necesarios y que un hermanito al que amar bastaba para llenar toda una existencia.
Se zambulló, pues, en el amor de su pequeño Jehan con la pasión de un carácter ya profundo, ardiente, concentrado. Aquella pobre e indefensa criatura, hermosa, sonrosada, de cabellos rubios y rizados, aquel huérfano sin más apoyo que otro huérfano lo conmovió hasta el fondo de las entrañas; y, serio pensador como era, se puso a reflexionar sobre Jehan con una misericordia infinita. Se ocupó de él como de algo muy frágil y muy delicado. Fue para el niño más que un hermano, se convirtió en una madre para él.
El pequeño Jehan había perdido a su madre cuando esta aún le daba el pecho. Claude le buscó una nodriza. Además del feudo de Tirechappe, había heredado también de su padre el feudo del Moulin, que dependía de la torre cuadrada de Gentilly. Era un molino sobre una colina, cerca del castillo de Winchestre (Bicêtre). La molinera estaba criando a un hermoso niño, y el lugar no estaba lejos de la Universidad. Claude le llevó él mismo a su pequeño Jehan.
A partir de entonces, sintiendo el peso de una carga, se tomó la vida muy en serio. Pensar en su hermanito se convirtió no solo en una distracción sino en el objetivo de sus estudios. Decidió consagrarse por entero a un porvenir del que respondía ante Dios, así como no tener jamás otra esposa ni otro hijo que la felicidad y la fortuna de su hermano. Se aferró, pues, más que nunca a su vocación clerical. Sus méritos y su ciencia, así como su calidad de vasallo inmediato del obispo de París, le abrían de par en par las puertas de la Iglesia. A los veinte años, por dispensa especial de la Santa Sede, era sacerdote y oficiaba, como el más joven de los capellanes de Notre-Dame, en el altar llamado, por la misa tardía que se dice en él, altare pigrorum.*
Allí, sumergido más que nunca en sus queridos libros, de los que solo se separaba para ir una hora al feudo del Moulin, aquella mezcla de saber y de austeridad, tan rara a su edad, no había tardado en granjearle el respeto y la admiración del claustro. Del claustro, su reputación de sabio había pasado al pueblo, donde se había transformado un poco, cosa frecuente entonces, en fama de brujo.
Fue en el momento en que volvía, el domingo de Quasimodo, de decir la misa de los perezosos en su altar, situado junto a la puerta del coro que daba a la nave, a la derecha, cerca de la imagen de la Virgen, cuando el grupo de viejas que murmuraban alrededor de la cama de los niños expósitos había atraído su atención.
Fue entonces cuando se había acercado a la desgraciada criaturita tan odiada y amenazada. Aquel desamparo, aquella deformidad, aquel abandono, pensar en su hermano, imaginar de repente que, si él moría, su querido Jehan podría también ser abandonado miserablemente en la tabla de los niños expósitos, todo eso se había agolpado en su corazón, una gran compasión lo había invadido, y se había llevado al niño.
Cuando sacó a aquel niño del saco, lo encontró realmente muy deforme. El pobre diablillo tenía una verruga en el ojo izquierdo, la cabeza hundida entre los hombros, la columna vertebral arqueada, el esternón prominente y las piernas torcidas; pero parecía tener una gran vitalidad y, aunque fue imposible saber en qué lengua balbucía, sus gritos anunciaban fuerza y salud. Aquella fealdad acrecentó la compasión de Claude, quien se prometió criar a ese niño por amor a su hermano, a fin de que, cualesquiera que fuesen en el futuro las faltas del pequeño Jehan, este tuviera en su favor aquella obra de caridad hecha pensando en él. Era una suerte de inversión en buenas obras que efectuaba para beneficio de su hermano; era un paquete de buenas acciones que deseaba regalarle por anticipado por si el bribonzuelo se encontraba un día escaso de esa moneda, la única admitida en el peaje del paraíso.
Bautizó a su hijo adoptivo y lo llamó Quasimodo, bien porque quiso indicar así el día que lo había encontrado, o bien porque quiso expresar con ese nombre hasta qué punto la pobre criatura estaba incompleta y apenas esbozada. Realmente, Quasimodo, tuerto, jorobado y patizambo, apenas era un «más o menos».