En 1482, Quasimodo había crecido. Se había convertido hacía varios años en campanero de Notre-Dame gracias a su padre adoptivo Claude Frollo, el cual se había convertido en arcediano de Josas gracias a su señor micer Louis de Beaumont, el cual se había convertido en obispo de París en 1472, a la muerte de Guillaume Chartier, gracias a su patrón Olivier el Gamo, barbero del rey Luis XI por la gracia de Dios.
Quasimodo era, pues, campanero de Notre-Dame.
Con el tiempo se había formado una especie de lazo íntimo que unía al campanero a la iglesia. Separado para siempre del mundo por la doble fatalidad de su nacimiento desconocido y de su naturaleza deforme, aprisionado desde la infancia en aquel doble cerco infranqueable, el pobre desgraciado se había acostumbrado a no ver nada de este mundo más allá de los religiosos muros que lo habían acogido a su sombra. Notre-Dame había sido sucesivamente para él, conforme crecía y se desarrollaba, el huevo, el nido, la casa, la patria, el universo.
Y no cabe duda de que había una especie de armonía misteriosa y preexistente entre aquella criatura y aquel edificio. Cuando, siendo muy pequeño aún, se arrastraba tortuosamente y a trompicones entre las tinieblas de sus bóvedas, parecía, con su cara humana y su constitución bestial, el reptil natural de aquel embaldosado húmedo y oscuro sobre el que la sombra de los capiteles románicos proyectaba tantas formas extrañas.
Más adelante, la primera vez que se agarró maquinalmente de la cuerda de las torres, quedó suspendido de ella y puso la campana en movimiento, Claude, su padre adoptivo, tuvo la sensación de hallarse ante un niño al que se le desata la lengua y empieza a hablar.
Así fue como poco a poco, desarrollándose siempre en el sentido de la catedral, viviendo y durmiendo dentro de su recinto sin salir casi nunca, soportando constantemente su presión misteriosa, llegó a parecerse a ella, a incrustarse en ella, por así decirlo, a formar parte integrante de ella. Sus ángulos salientes encajaban —discúlpesenos esta figura— en los ángulos entrantes del edificio, y parecía no solo su habitante sino su contenido natural. Casi podría decirse que había tomado su forma, al igual que el caracol toma la forma de su concha. Era su morada, su agujero, su envoltura. Había entre la vieja iglesia y él una simpatía instintiva tan profunda, tantas afinidades magnéticas, tantas afinidades materiales, que en cierto modo estaba adherido a ella como la tortuga a su concha. La rugosa catedral era su caparazón.
Huelga advertir al lector que no se tome al pie de la letra las figuras que nos vemos obligados a emplear para expresar ese acoplamiento singular, simétrico, inmediato, casi consustancial, de un hombre y un edificio. Huelga decir asimismo hasta qué punto se había familiarizado Quasimodo con la catedral como consecuencia de esta convivencia tan prolongada e íntima. Aquella morada le era propia. No tenía profundidad en la que Quasimodo no hubiera penetrado, ni altura que no hubiera escalado. En numerosas ocasiones subía por varios niveles de la fachada agarrándose tan solo a los salientes de las esculturas. Las torres, por cuya superficie exterior a menudo se le veía reptar como un lagarto que se desliza por una pared vertical, esas dos gigantes gemelas, tan altas, tan amenazadoras, tan temibles, no eran causa para él ni de vértigo, ni de terror, ni de sobresaltos; viéndolas tan accesibles bajo sus manos, tan fáciles de escalar, se hubiera dicho que las había amaestrado. A fuerza de saltar, de trepar, de recrearse en medio de los abismos de la gigantesca catedral, se había vuelto en cierta forma mono y gamuza, como los niños calabreses que aprenden a nadar antes que a andar y juegan desde muy pequeños con el mar.
Por lo demás, no solo su cuerpo parecía haberse amoldado a la catedral, sino también su mente. ¿En qué estado se hallaba esa alma? Resultaría difícil determinar qué pliegues presentaba, qué forma había adoptado bajo esa envoltura nudosa, llevando esa vida salvaje. Quasimodo había nacido tuerto, jorobado y cojo. Tan solo a costa de muchos esfuerzos y de mucha paciencia, Claude Frollo había conseguido enseñarle a hablar. Mas la fatalidad iba unida al pobre niño expósito. Convertido en campanero de Notre-Dame desde los catorce años, una nueva discapacidad se había añadido a las que ya tenía: las campanas le habían roto el tímpano y se había quedado sordo. La única puerta de acceso al mundo que la naturaleza le había dejado abierta de par en par se había cerrado bruscamente para siempre.
Y al cerrarse, interceptó el único rayo de alegría y de luz que penetraba todavía en el alma de Quasimodo, la cual se sumió en una noche profunda. La melancolía del miserable se volvió incurable y total, como su deformidad. Añadamos que la sordera hizo que, en cierto modo, se quedara mudo. Pues, para no convertirse en objeto de burla, desde el momento en que se quedó sordo, tomó la decisión irrevocable de encerrarse en un silencio que apenas rompía cuando se encontraba solo. Ató voluntariamente aquella lengua que Claude Frollo había tenido tantas dificultades para desatar. Esto hacía que, cuando la necesidad lo obligaba a hablar, su lengua estuviera entumecida, torpe, como una puerta con los goznes oxidados.
Si intentáramos ahora penetrar en el alma de Quasimodo a través de esa gruesa y dura corteza, si pudiéramos sondear las profundidades de esa organización mal hecha, si nos fuese dado mirar con una antorcha detrás de esos órganos sin transparencia, explorar el interior tenebroso de esa criatura opaca, iluminar sus oscuros recovecos, sus callejones sin sentido, y arrojar de repente una viva luz sobre la psique encadenada al fondo de ese antro, sin duda encontraríamos a la desdichada en una posición lastimosa, encogida y raquítica como aquellos presos de los Plomos de Venecia,* que envejecían doblados por la cintura en una mazmorra de piedra demasiado baja y corta.
Es indudable que el espíritu se atrofia en un cuerpo deforme. Quasimodo apenas sentía moverse ciegamente dentro de él un alma hecha a su imagen y semejanza. Las impresiones de los objetos sufrían una refracción considerable antes de llegar a su pensamiento. Su cerebro era un medio particular; las ideas que lo atravesaban salían de él completamente retorcidas. La reflexión procedente de esta refracción necesariamente era divergente y estaba desviada.
De ello se derivaban mil ilusiones ópticas, mil aberraciones del juicio, mil desviaciones por las que divagaba su pensamiento, unas veces delirante y otras idiota.
El primer efecto de esa fatal organización era el de enturbiar la mirada que dirigía a las cosas. No recibía prácticamente ninguna percepción inmediata. El mundo exterior le parecía mucho más lejano que a nosotros.
El segundo efecto de su desgracia era que lo volvía malo.
Era malo, en efecto, porque era salvaje, y era salvaje porque era feo. Había en su naturaleza, como en la nuestra, una lógica.
Su fuerza, tan extraordinariamente desarrollada, era una causa más de maldad. Malus puer robustus,* dice Hobbes.
Por lo demás, para hacerle justicia, es preciso decir que quizá la maldad no era innata en él. Desde sus primeros pasos entre los hombres, se había sentido y más adelante se había visto abucheado, condenado, rechazado. La palabra humana dirigida a él era siempre una burla o una maldición. Al crecer, solo había encontrado odio a su alrededor. Y lo había cogido. Había hecho suya la maldad general. Había recogido el arma con la que lo habían herido.
Después de todo, no volvía sino de mala gana la cara hacia los hombres. Su catedral le bastaba. Estaba poblada de figuras de mármol, reyes, santos y obispos que al menos no se reían de él en sus narices y solo tenían para él una mirada tranquila y benévola. A las demás estatuas, las de los monstruos y los demonios, él, Quasimodo, no les inspiraba odio. Se les parecía demasiado para eso. Más bien se burlaban de los otros hombres. Los santos eran sus amigos y lo bendecían, los monstruos eran sus amigos y lo protegían. Por eso se desahogaba largamente con ellos. Por eso a veces se pasaba horas enteras en cuclillas ante una de esas estatuas, charlando a solas con ella. Si aparecía alguien, salía huyendo como un amante sorprendido mientras ofrece una serenata.
Y la catedral no era para él solo la sociedad, sino incluso el universo, incluso la naturaleza entera. No soñaba con otras espalderas que las vidrieras siempre en flor, con otra sombra que la de ese follaje de piedra que se extiende cargado de pájaros en la frondosidad de los capiteles sajones, con otras montañas que las torres colosales de la iglesia, con otro océano que París, que bullía a sus pies.
Lo que amaba del edificio materno por encima de todo, lo que despertaba su alma y le hacía abrir sus pobres alas, que esta mantenía tan miserablemente replegadas dentro de su caverna, lo que a veces le hacía feliz eran las campanas. Las amaba, las acariciaba, les hablaba, las comprendía. Desde el carillón de la aguja del crucero hasta la gran campana del pórtico, a todas las quería con ternura. El campanario del crucero y las dos torres eran para él como tres grandes jaulas cuyos pájaros, criados por él, solo cantaban para él. Eran, sin embargo, esas mismas campanas las que lo habían dejado sordo, pero con frecuencia las madres quieren más al hijo que más les ha hecho sufrir.
Es cierto que su voz era la única que él aún podía oír. Sentía, pues, predilección por la campana mayor. Era su preferida en aquella familia de jóvenes ruidosas que revoloteaban a su alrededor los días de fiesta. Esa gran campana se llamaba Marie. Estaba sola en la torre meridional con su hermana Jacqueline, campana de menor tamaño encerrada en una jaula más pequeña al lado de la suya. A la tal Jacqueline la llamaban así por el nombre de la mujer de Jean de Montagu, el cual la había donado a la iglesia, circunstancia que no había impedido que apareciera sin cabeza en Montfaucon. En la segunda torre había otras seis campanas, y, finalmente, las seis más pequeñas vivían en el campanario situado sobre el crucero, con la campana de madera, que solo se tocaba desde la tarde del Jueves Santo hasta la mañana del Sábado Santo. Quasimodo tenía, pues, quince campanas en su serrallo, pero la gran Marie era su favorita.
No podemos hacernos una idea de su alegría los días de grandes celebraciones. En el momento en que el arcediano le decía «¡Anda, ve!», él subía la escalera de caracol del campanario más deprisa de lo que cualquier otro la habría bajado. Entraba jadeante en el aireado cuarto de la gran campana, la miraba un momento con recogimiento y amor, y a continuación le dirigía la palabra con dulzura, la acariciaba con la mano como si fuese un buen caballo que va a emprender una larga carrera. La compadecía por el trabajo que iba a tener. Después de estas primeras caricias, indicaba a sus ayudantes, situados en el piso inferior de la torre, que comenzaran. Estos se colgaban de las maromas, el cabrestante rechinaba y el enorme vaso de metal empezaba a moverse lentamente. Quasimodo, palpitante, la seguía con la mirada. El primer golpe del badajo contra la pared de bronce hacía temblar la estructura sobre la que estaba subido. Quasimodo vibraba con la campana. «¡Vamos!», gritaba riendo a carcajadas. El movimiento de la campana aumentaba de velocidad y, a medida que esta trazaba un ángulo más abierto, el ojo de Quasimodo se abría también cada vez más fosfórico y llameante. Finalmente el tañido llegaba a su apogeo y toda la torre temblaba, estructura de madera, elementos de plomo, sillares, todo rugía a la vez, desde los pilotes de los cimientos hasta los tréboles del remate. Quasimodo alcanzaba entonces el punto de ebullición, iba y venía, temblaba con la torre de la cabeza a los pies. La campana, desenfrenada y furiosa, presentaba alternativamente a las dos paredes de la torre su boca de bronce, de la que escapaba ese soplo de tormenta que se oye a cuatro leguas de distancia. Quasimodo se colocaba ante aquella boca abierta, se agachaba y se levantaba al ritmo de la campana, aspiraba aquel formidable aliento, miraba alternativamente la plaza que hormigueaba al fondo, doscientos pies por debajo de él, y la enorme lengua de cobre que iba, segundo sí, segundo no, a gritarle al oído. Era la única palabra que oía, el único sonido que turbaba para él el silencio universal. Se deleitaba como un pájaro al sol. De repente el frenesí de la campana se adueñaba de él y su mirada se transformaba. Esperaba que pasase la campana como la araña espera a la mosca y se abalanzaba bruscamente sobre ella con ímpetu. Entonces, suspendido sobre el abismo, abandonado al balanceo formidable de la campana, agarraba al monstruo de bronce por las asas, lo estrechaba entre las rodillas, lo espoleaba con los talones y redoblaba, con toda la fuerza y todo el peso de su cuerpo, la furia del volteo. Mientras tanto, la torre se tambaleaba; él chillaba y hacía rechinar los dientes, sus cabellos rojizos se erizaban, su pecho hacía el ruido de un fuelle de fragua, su ojo llameaba, la campana monstruosa relinchaba jadeante bajo él, y entonces ya no era ni la campana de Notre-Dame ni Quasimodo, era un sueño, un torbellino, una tempestad; el vértigo cabalgando sobre el ruido; un espíritu agarrado a una grupa voladora; un extraño centauro mitad hombre y mitad campana; una especie de Astolfo horrible a lomos de un prodigioso hipogrifo de bronce vivo.
La presencia de este ser extraordinario hacía circular por toda la catedral como un soplo de vida. Parecía que se desprendiera de él, al menos según las supersticiones crecientes de la gente, una emanación misteriosa que animaba todas las piedras de Notre-Dame y hacía palpitar las profundas entrañas de la vieja iglesia. Bastaba que supieran que estaba allí para que creyeran ver cobrar vida y moverse los cientos de estatuas de las galerías y de los pórticos. Y realmente, la catedral parecía una criatura dócil y obediente bajo sus manos; esperaba su voluntad para elevar su potente voz; estaba poseída y habitada por Quasimodo como por un genio familiar. Se hubiera dicho que él hacía respirar el inmenso edificio. Estaba, efectivamente, por todas partes, se multiplicaba en todos los puntos del monumento. Tan pronto veía uno con espanto, en lo más alto de una de las torres, a un extraño enano que trepaba, serpenteaba, se arrastraba a cuatro patas, bajaba por el exterior sobre el abismo, saltaba de saliente en saliente e iba a rebuscar en el vientre de alguna gorgona esculpida: era Quasimodo echando a los cuervos de sus nidos. Tan pronto se topaba en un rincón oscuro de la iglesia a una especie de quimera viva, acuclillada y ceñuda: era Quasimodo meditando. Tan pronto divisaba bajo un campanario una cabeza enorme y un puñado de miembros desordenados balanceándose con furor en el extremo de una cuerda: era Quasimodo tocando a la hora de vísperas o del ángelus. Por la noche, con frecuencia se veía vagar una forma repulsiva sobre la frágil balaustrada de crestería que corona las torres y bordea el perímetro del ábside: era también el jorobado de Notre-Dame. Entonces, decían las vecinas, toda la iglesia adoptaba un aspecto fantástico, sobrenatural, horrible; ojos y bocas se abrían acá y allá; se oía ladrar a los perros, silbar a las sierpes, a las tarascas de piedra que vigilan día y noche, con el cuello estirado y la boca abierta, alrededor de la monstruosa catedral; y si era una Nochebuena, mientras la campana mayor, que parecía agonizar, llamaba a los fieles a la misa del gallo, había tal atmósfera envolviendo la sombría fachada que se hubiera dicho que el gran pórtico devoraba a la multitud y que el rosetón la miraba. Y todo eso era obra de Quasimodo. Egipto lo habría tomado por el dios de aquel templo; la Edad Media le creía su demonio; en realidad, era su alma.
Hasta tal punto que, para los que saben que Quasimodo existió, Notre-Dame está hoy desierta, inanimada, muerta. Se percibe que algo ha desaparecido. Ese cuerpo inmenso está vacío, es un esqueleto; el espíritu lo ha abandonado, se ve el sitio que ocupó y eso es todo. Es como una calavera donde todavía hay agujeros para los ojos, pero ya no hay mirada.