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IMPOPULARIDAD

El arcediano y el campanero, ya lo hemos dicho, gozaban de pocas simpatías entre las gentes acomodadas y humildes de los alrededores de la catedral. Cuando Claude y Quasimodo salían juntos, cosa que sucedía muchas veces, y se les veía cruzar en compañía —el criado siguiendo al señor— las calles frescas, estrechas y sombrías de las inmediaciones de Notre-Dame, más de una mala palabra, más de un comentario irónico, más de una pulla insultante los importunaba al pasar, a no ser que Claude Frollo caminara con la cabeza alta y erguida, mostrando su frente severa y casi augusta a los bromistas desconcertados, cosa que raramente sucedía.

Los dos estaban en su barrio como los «poetas» de los que habla Régnier.

Por toda suerte de gentes los poetas son perseguidos,

como a los búhos las currucas persiguen dando chillidos.

Unas veces era un arrapiezo malicioso el que arriesgaba el pellejo por tener el inefable placer de clavar un alfiler en la joroba de Quasimodo. Otras, una guapa muchacha, atrevida y más desvergonzada de la cuenta, rozaba la sotana negra del sacerdote cantando delante de sus narices la sarcástica cantinela: «Uno, dos, tres, al diablo pillé». En ocasiones, un infame grupo de viejas, sentadas a la sombra en los escalones de unos soportales, refunfuñaba ruidosamente al pasar el arcediano y el campanero y les espetaba mascullando este alentador saludo: «¡Hum! ¡Aquí llega uno que tiene el alma igual que el otro tiene el cuerpo!». O bien un grupo de estudiantes y de soldados que jugaba a la rayuela se levantaba en masa y los saludaba al modo clásico con algún latinajo: Eia, eia! Claudius cum claudo.*

Pero lo más habitual era que el insulto pasara inadvertido tanto al sacerdote como al campanero. Para oír todas esas cosas graciosas, Quasimodo estaba demasiado sordo y Claude demasiado ensimismado.