La fama de don Claude había llegado muy lejos. Aproximadamente en la época en que se negó a ver a la señora de Beaujeu, le valió una visita cuyo recuerdo conservó durante mucho tiempo.
Fue una noche. Acababa de retirarse, después del oficio, a su celda canónica del claustro de Notre-Dame. Esta, exceptuando quizá unas redomas de cristal relegadas a un rincón y llenas de un polvo bastante sospechoso que presentaba un gran parecido con el polvo de proyección, no presentaba nada extraño ni misterioso. Había, eso sí, algunas inscripciones en las paredes, pero eran simples sentencias científicas o piadosas extraídas de buenos autores. El arcediano acababa de sentarse, a la luz de una lámpara de cobre de tres boquillas, ante un enorme arcón repleto de manuscritos. Había apoyado un codo en el libro, abierto, de Honorio de Autun, De praedestinatione et libero arbitrio, y hojeaba sumido en una profunda reflexión un infolio impreso que acababa de llevar a la celda, el único producto de la imprenta que esta contenía. Seguía en plena meditación cuando llamaron a la puerta.
—¿Quién es? —gritó el erudito en el tono amable de un dogo hambriento al que molestan mientras roe un hueso.
Una voz respondió desde fuera:
—Vuestro amigo Jacques Coictier.
El arcediano fue a abrir.
Era, efectivamente, el médico del rey, un personaje de unos cincuenta años, cuya fisonomía dura solo estaba corregida por una mirada astuta. Otro hombre lo acompañaba. Los dos llevaban una larga túnica de color pizarra forrada de petigrís, cerrada y ceñida con cinturón, y un gorro de la misma tela y del mismo color. Sus manos desaparecían bajo las mangas, sus pies bajo las túnicas y sus ojos bajo los gorros.
—¡Dios me asista, miceres! —dijo el arcediano invitándolos a pasar—. No me esperaba tan honorable visita a estas horas.
Y mientras hablaba con esta cortesía, paseaba una mirada inquieta y escrutadora del médico a su compañero y viceversa.
—Nunca es demasiado tarde para visitar a un sabio tan considerable como don Claude Frollo de Tirechappe —contestó el doctor Coictier, cuyo acento del Franco Condado le hacía arrastrar todas las frases con la majestad de un vestido de cola.
Entonces comenzó entre el médico y el arcediano uno de esos prólogos encomiásticos que precedían, según era costumbre en aquella época, toda conversación entre eruditos y que no les impedía detestarse con toda la cordialidad del mundo. Por lo demás, hoy en día continúa haciéndose lo mismo; toda boca de erudito que dirige parabienes a otro erudito es un vaso de hiel endulzada.
Las felicitaciones de Claude Frollo a Jacques Coictier se referían sobre todo a los numerosos beneficios temporales que el digno médico había sabido obtener, en el transcurso de su envidiada carrera, de cada enfermedad del rey, operación de una alquimia mejor y más segura que la búsqueda de la piedra filosofal.
—En verdad, doctor Coictier, que me ha causado gran alegría enterarme del nombramiento como obispo de vuestro sobrino, el reverendo Pierre Versé. ¿No es obispo de Amiens?
—Sí, señor arcediano, es una gracia y misericordia de Dios.
—¿Sabéis que teníais un aspecto espléndido el día de Navidad, a la cabeza de vuestra compañía del Tribunal de Cuentas, señor presidente?
—Vicepresidente, don Claude. ¡Desgraciadamente, nada más!
—¿Cómo va vuestra magnífica casa de la calle Saint-André-des-Arcs? Es un Louvre. A mí me gusta mucho el albaricoquero que está esculpido en la puerta con ese gracioso juego de palabras: À L’ABRI-COTIER.*
—¡Ay, don Claude! Todas esas obras me cuestan muy caras. A medida que la casa avanza, yo me arruino.
—¡Bah! ¿No tenéis los ingresos de la prisión y del bailiazgo del Palacio, y la renta de todas las casas, los tornos, las cabañas y los puestos del cercado? ¡Eso es ordeñar una buena vaca!
—Mi castellanía de Poissy no me ha reportado nada este año.
—Pero vuestros peajes de Triel, de Saint-James y de Saint-Germain-en-Laye siguen siendo buenos.
—Ciento veinte libras, y ni siquiera parisienses.
—Tenéis también el cargo de consejero del rey. Y eso es fijo.
—Sí, hermano Claude, pero ese maldito señorío de Poligny, del que tanto se habla, no me da más de sesenta escudos de oro por término medio.
Había en los cumplidos que don Claude dirigía a Jacques Coictier ese tono sarcástico, agrio y solapadamente burlón, esa sonrisa triste y cruel de un hombre superior y desgraciado que juega un rato por distracción con la sólida prosperidad de un hombre vulgar. El otro, sin embargo, no se daba cuenta.
—¡Por mi honor! —dijo finalmente Claude, estrechándole la mano—. Celebro veros con tan buena salud.
—Gracias, don Claude.
—Por cierto, ¿cómo se encuentra vuestro real enfermo? —preguntó Claude.
—No paga lo suficiente a su médico —respondió el doctor, mirando de reojo a su compañero.
—¿Eso creéis, compadre Coictier? —dijo este último.
Estas palabras, pronunciadas en un tono de sorpresa y reproche, trasladaron hacia ese personaje desconocido la atención del arcediano, quien, a decir verdad, no había apartado un solo momento los ojos de él desde que había cruzado el umbral de la celda. Es más, de no haber sido por las mil razones que tenía para tratar con consideración al doctor Jacques Coictier, el todopoderoso médico del rey Luis XI, no lo habría recibido acompañado. Así pues, la expresión de su semblante no fue nada cordial cuando Jacques Coictier le dijo:
—Por cierto, don Claude, os traigo a un amigo que quería conoceros por vuestra reputación.
—¿El señor se dedica a la ciencia? —preguntó el arcediano, clavando en el compañero de Coictier su mirada penetrante.
Bajo las cejas del desconocido encontró una mirada no menos penetrante y desafiante que la suya.
Era, a juzgar por lo que la débil claridad de la lámpara permitía ver, un anciano de unos sesenta años, de mediana estatura, que parecía bastante enfermo y achacoso. Su perfil, aunque de líneas muy burguesas, tenía algo que le daba un aspecto poderoso y severo; sus ojos brillaban bajo un arco ciliar muy profundo, como una luz al fondo de una gruta; y bajo el gorro que le caía sobre la nariz, se percibía una ancha frente de genio.
Él mismo se encargó de contestar a la pregunta del arcediano.
—Reverendo maestro —dijo con una voz grave—, vuestra fama ha llegado hasta mí y he querido consultaros. No soy más que un pobre hidalgo de provincias que se quita los zapatos antes de entrar en casa de los sabios. Debo presentarme. Soy el compadre Tourangeau.*
«¡Singular nombre para un hidalgo!», pensó el arcediano. Sin embargo, se sentía ante algo fuerte y serio. El instinto de su elevada inteligencia le permitía intuir una no menos elevada inteligencia bajo el gorro forrado de piel del compadre Tourangeau; y observando aquel semblante serio, el rictus irónico que la presencia de Jacques Coictier había hecho surgir en su rostro sombrío se desvaneció poco a poco como el crepúsculo en un horizonte nocturno. Se había vuelto a sentar, taciturno y silencioso, en su gran sillón, su codo había ocupado de nuevo su lugar acostumbrado sobre la mesa, y su frente sobre su mano. Tras un momento de reflexión, indicó a los dos visitantes que se sentaran y dirigió la palabra al compadre Tourangeau.
—¿Y sobre qué ciencia venís a consultarme, maese?
—Reverendo —respondió el compadre Tourangeau—, estoy enfermo, muy enfermo. Se os tiene por un gran Esculapio y he venido a pediros un consejo de medicina.
—¡De medicina! —dijo el arcediano moviendo la cabeza. Pareció recogerse un instante y prosiguió—: Compadre Tourangeau, puesto que ese es vuestro nombre, volved la cabeza. Encontraréis mi respuesta escrita en la pared.
El compadre Tourangeau obedeció y leyó por encima de su cabeza esta inscripción grabada en la pared: «La medicina es hija de los sueños. – JÁMBLICO».
El doctor Jacques Coictier había escuchado la pregunta de su compañero con un despecho que la respuesta de don Claude había redoblado. Se inclinó hacia el compadre Tourangeau y le dijo al oído, lo suficientemente bajo para que no lo oyera el arcediano:
—Ya os había advertido que era un loco. ¡Pero aun así habéis insistido en conocerlo!
—¡Es que podría muy bien ser que este loco tuviera razón, doctor Jacques! —repuso el compadre en el mismo tono, con una sonrisa amarga.
—¡Como gustéis! —replicó secamente Coictier—. Despacháis el trabajo deprisa, don Claude —añadió, dirigiéndose al arcediano—, y os intimida menos Hipócrates que un cacahuete a un mono. ¡La medicina un sueño! Dudo que los farmacopolas y los alfaquines se abstuvieran de lapidaros si estuvieran aquí. ¡O sea que negáis la influencia de los filtros en la sangre, de los ungüentos en la carne! ¡Negáis esa eterna farmacia de flores y de metales que llamamos mundo, hecha expresamente para ese eterno enfermo que llamamos hombre!
—Yo no niego ni la farmacia ni al enfermo —dijo con frialdad don Claude—. Yo niego al médico.
—¡O sea, que no es verdad que la gota sea un herpes interno —prosiguió Coictier con vehemencia—, que se cure una herida de artillería mediante la aplicación de un ratón asado, que una sangre joven convenientemente transfundida devuelva la juventud a unas venas viejas! ¡No es verdad que dos y dos son cuatro y que el emprostótonos sucede al opistótonos!
—Hay ciertas cosas sobre las que pienso de cierta forma —repuso el arcediano sin inmutarse.
Coictier se puso rojo de cólera.
—Vamos, vamos, mi buen Coictier, no nos enfademos —dijo el compadre Tourangeau—, el señor arcediano es nuestro amigo.
Coictier se calmó mascullando entre dientes:
—¡Después de todo, es un loco!
—¡Pascua de Dios, maestro Claude! —prosiguió el compadre Tourangeau tras un momento de silencio—, lo que decís me disgusta sobremanera. Yo tenía dos consultas que haceros, una referente a mi salud y otra referente a mi estrella.
—Señor —contestó el arcediano—, si eso es lo que pensáis, habríais hecho bien en no cansaros subiendo los peldaños de mi escalera. Yo no creo en la medicina. Y tampoco creo en la astrología.
—¿De verdad? —dijo el compadre, sorprendido.
Coictier reía con una risa forzada.
—Como veis, es evidente que está loco —le dijo muy bajito al compadre Tourangeau—. ¡No cree en la astrología!
—¡Cómo concebir —prosiguió don Claude— que cada rayo de estrella es un hilo unido a la cabeza de un hombre!
—¿Y en qué creéis, pues? —preguntó el compadre Tourangeau.
El arcediano permaneció un momento indeciso y luego dejó escapar una sombría sonrisa que parecía desmentir su respuesta:
—Credo in Deum.
—Dominum nostrum —añadió el compadre Tourangeau haciendo la señal de la cruz.
—Amén —dijo Coictier.
—Reverendo maestro —continuó el compadre—, me alegro en el alma de veros en tan buenas relaciones con la religión, pero, como gran sabio que sois, ¿lo sois hasta el punto de haber dejado de creer en la ciencia?
—No —contestó el arcediano asiendo del brazo al compadre Tourangeau, y un destello de entusiasmo se encendió en sus pupilas sin brillo—.Yo no niego la ciencia. No me he arrastrado durante tanto tiempo boca abajo y clavando las uñas en la tierra a través de las interminables ramificaciones de la caverna sin distinguir a lo lejos, delante de mí, al final de la oscura galería, una luz, una llama, algo, sin duda el reflejo del deslumbrante laboratorio central donde los pacientes y los sensatos han encontrado a Dios.
—Y bien —lo interrumpió Tourangeau—, ¿qué tenéis vos por verdadero e indudable?
—La alquimia.
—¡Pardiós, don Claude! —exclamó Coictier—. La alquimia tiene sin duda su razón de ser, pero ¿por qué renegar de la medicina y la astrología?
—¡El vacío, eso es vuestra ciencia del hombre! ¡El vacío, eso es vuestra ciencia del cielo! —dijo el arcediano con autoridad.
—Afirmar tal cosa es borrar de un plumazo a Epidauro y Caldea —replicó el médico, riendo con sarcasmo.
—Escuchad, micer Jacques, digo esto de buena fe. Yo no soy médico del rey, y su majestad no me ha dado el jardín Dédalo para que observe desde allí las constelaciones… No os enfadéis y escuchadme. ¿Qué verdad habéis sacado, no digo de la medicina, que es cosa demencial por demás, sino de la astrología? Citadme las virtudes del bustrófedon vertical, los hallazgos del número ziruph y del número sefirot.
—¿Negáis acaso —dijo Coictier— la fuerza simpática de la clavícula y que la cábala deriva de ella?
—¡Error, micer Jacques! Ninguna de vuestras fórmulas desemboca en la realidad, mientras que la alquimia tiene sus descubrimientos. ¿Discutiréis resultados como estos? El hielo aislado bajo tierra durante mil años se transforma en cristal de roca. El plomo es el antepasado de todos los metales, pues el oro no es un metal, el oro es la luz. El plomo solo necesita cuatro períodos de doscientos años cada uno para pasar sucesivamente del estado de plomo al estado de arsénico rojo, del arsénico rojo al estaño, y del estaño a la plata. Todo esto son hechos. Pero creer en la clavícula, en la línea plena y en las estrellas es tan ridículo como creer, con los habitantes de Cathay, que la oropéndola se transforma en topo y los granos de trigo en peces del género Cyprinus.
—Yo he estudiado la hermética —exclamó Coictier— y afirmo…
El vehemente arcediano no lo dejó terminar.
—Y yo he estudiado la medicina, la astrología y la hermética. Solo aquí está la verdad —dijo después de haber cogido de encima del arcón una redoma llena de ese polvo del que hablamos antes—. ¡Solo aquí está la luz! Hipócrates es un sueño, Urania es un sueño, Hermes es un pensamiento. El oro es el sol; hacer oro es ser Dios. Esa es la única ciencia. ¡Os digo que he penetrado la medicina y la astrología! El vacío, el vacío… ¡El cuerpo humano, tinieblas! ¡Los astros, tinieblas!
Y se dejó caer en el sillón adoptando una actitud poderosa e inspirada. El compadre Tourangeau lo observaba en silencio. Coictier se esforzaba en reír con sarcasmo, se encogía imperceptiblemente de hombros y repetía en voz baja:
—¡Un loco!
—Y el objetivo mirífico —dijo de pronto Tourangeau—, ¿lo habéis alcanzado? ¿Habéis hecho oro?
—Si lo hubiera hecho —respondió el arcediano articulando lentamente sus palabras, como un hombre que está reflexionando—, el rey de Francia se llamaría Claude y no Luis.
El compadre frunció el entrecejo.
—¿Qué estoy diciendo? —prosiguió don Claude con una sonrisa de desdén—. ¿Qué me importaría el trono de Francia, cuando podría reconstruir el imperio de Oriente?
—¡Magnífico! —dijo el compadre.
—¡Pobre loco! —murmuró Coictier.
El arcediano prosiguió, aunque daba la impresión de no responder sino a sus pensamientos.
—Pero no, todavía me arrastro; me despellejo la cara y las rodillas con las piedras del camino subterráneo. ¡Entreveo, no contemplo! ¡No leo, deletreo!
—Y cuando sepáis leer, ¿haréis oro? —preguntó el compadre.
—¡Sin duda alguna! —dijo el arcediano.
—En ese caso, Nuestra Señora sabe que tengo una gran necesidad de dinero, y me encantaría aprender a leer en vuestros libros. Decidme, reverendo maestro, ¿vuestra ciencia no es contraria ni desagrada a Nuestra Señora?
A esta pregunta del compadre, don Claude se limitó a responder con una tranquila altanería:
—¿De quién soy arcediano?
—Eso es verdad, maestro. Y bien, ¿accederíais a iniciarme? Hacedme deletrear con vos.
Claude adoptó la actitud majestuosa y pontifical de un Samuel.
—Anciano, se necesitan más años de los que os quedan para emprender ese viaje a través de las cosas misteriosas. ¡Vuestra cabeza está muy gris! Solo se sale de la caverna con cabellos blancos, pero es preciso entrar en ella cuando aún son negros. La ciencia sabe muy bien surcar, marchitar y apergaminar ella sola los rostros humanos; no necesita que la vejez le lleve caras totalmente arrugadas. Si, no obstante, os domina el deseo de imponeros disciplina a vuestra edad y de descifrar el temible alfabeto de los sabios, acudid a mí, de acuerdo, lo intentaré. No os diré, pobre viejo, que vayáis a visitar las cámaras mortuorias de las pirámides de las que habla el antiguo Heródoto, ni la torre de ladrillos de Babilonia, ni el inmenso santuario de mármol blanco del templo indio de Eklinga. No he visto yo más que vos las edificaciones caldeas construidas según la forma sagrada del Sikra, ni el templo de Salomón, que está destruido, ni las puertas de piedra del sepulcro de los reyes de Israel, que están rotas. Nos conformaremos con los fragmentos del libro de Hermes que tenemos aquí. Os explicaré la estatua de san Cristóbal, el símbolo del Sembrador y el de los dos ángeles que están en el pórtico de la Santa Capilla, uno de los cuales tiene la mano dentro de un jarrón y el otro dentro de una nube…
Jacques Coictier, a quien las réplicas vehementes del arcediano habían desconcertado, reaccionó en ese momento interrumpiéndolo en el tono triunfal de un erudito que rectifica a otro:
—Erras, amice Claudi.* El símbolo no es el número. Confundís a Orfeo con Hermes.
—Sois vos quien yerra —replicó gravemente el arcediano—. Dédalo pone los cimientos; Orfeo es la muralla; Hermes es el edificio. Es el todo. Venid cuando os plazca —prosiguió, volviéndose hacia Tourangeau—, os mostraré las partículas de oro que han quedado en el fondo del crisol de Nicolas Flamel y las compararéis con el oro de Guillermo de París. Os enseñaré también las virtudes secretas de la palabra griega peristera. Pero ante todo os haré leer una tras otra las letras de mármol del alfabeto, las páginas de granito del libro. Iremos del pórtico del obispo Guillermo y de Saint-Jean-le-Rond a la Santa Capilla y luego a la casa de Nicolas Flamel, en la calle Marivault, a su tumba, que está en los Santos Inocentes, a sus dos hospitales de la calle Montmorency. Os haré leer los jeroglíficos que cubren los cuatro grandes morillos de hierro del pórtico del hospital Saint-Gervais y de la calle Ferronnerie. Deletrearemos juntos las fachadas de Saint-Côme, de Sainte-Geneviève-des-Ardents, de Saint-Martin, de Saint-Jacques-de-la-Boucherie…
Hacía ya largo rato que Tourangeau, por inteligente que fuese su mirada, parecía haber dejado de comprender a don Claude.
—¡Pascua de Dios! —lo interrumpió—. ¿Cuáles son, pues, vuestros libros?
—He aquí uno —dijo el arcediano.
Y abriendo la ventana de la celda, señaló con el dedo la inmensa iglesia de Notre-Dame, que, recortando contra un cielo estrellado la silueta negra de sus dos torres, de sus costillas de piedra y de su grupa monstruosa, parecía una enorme esfinge de dos cabezas sentada en medio de la ciudad.
El arcediano contempló un rato en silencio el gigantesco edificio, tras lo cual, extendiendo con un suspiro la mano derecha hacia el libro impreso que estaba abierto sobre su mesa y la mano izquierda hacia Notre-Dame, y paseando una triste mirada del libro a la iglesia, dijo:
—Esto, ¡ay!, matará a eso.
Coictier, que se había acercado al libro apresuradamente, no pudo evitar exclamar:
—¡Pero bueno! ¿Qué hay en esto que sea tan temible? GLOSSA IN EPISTOLAS D. PAULI. Norimbergae, Antonius Koburger. 1474.* No es nuevo. Es un libro de Pedro Lombardo, el Maestro de las Sentencias. ¿Es porque está impreso?
—Vos lo habéis dicho —respondió Claude, que parecía absorto en una profunda meditación y permanecía de pie, apoyando el índice doblado en el infolio salido de las famosas prensas de Núremberg. Luego añadió estas palabras misteriosas—: ¡Ay, ay! Las pequeñas cosas acaban con las grandes; un diente triunfa sobre una masa. La rata del Nilo mata al cocodrilo, el pez espada mata a la ballena, ¡el libro matará al edificio!
El toque de queda del claustro sonó cuando el doctor Jacques repetía en voz muy baja a su compañero su eterna cantinela:
—¡Está loco!
A lo que el compañero contestó esta vez:
—Creo que sí.
Era la hora en que ningún extraño podía permanecer en el claustro. Los dos visitantes se retiraron.
—Maestro —dijo el compadre Tourangeau al despedirse del arcediano—, aprecio a los eruditos y a los grandes espíritus, y os tengo en singular estima. Venid mañana al palacio de las Tournelles y preguntad por el abad de Saint-Martin de Tours.
El arcediano volvió a su celda estupefacto, comprendiendo por fin qué clase de personaje era el compadre Tourangeau y recordando este pasaje del cartulario de Saint-Martin de Tours: Abbas beati Martini, SCILICET REX FRANCIAE, est canonicus de consuetudine et habet parvam praebendam quam habet sanctus Venantius et debet sedere in sede thesaurarii.*
Decían que desde esta época el arcediano mantenía frecuentes conferencias con Luis XI, cuando su majestad venía a París, y que el crédito de don Claude hacía sombra a Olivier el Gamo y a Jacques Coictier, el cual, conforme a su estilo, trataba muy rudamente al rey por ello.