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MIRADA IMPARCIAL A LA ANTIGUA MAGISTRATURA

Era un personaje muy feliz, en el año de gracia 1482, el noble Robert d’Estouteville, caballero, señor de Beyne, barón de Ivry y de Saint-Andry en la Marche, consejero y chambelán del rey y titular del prebostazgo de París. Casi diecisiete años hacía ya que había recibido del rey, el 7 de noviembre de 1465, el año del cometa,6 ese gran puesto de preboste de París, considerado más señorío que cargo, «dignitas —dice Joannes Loemnoeus— quae cum non exigua potestate politiam concernente, atque praerogativis multis et juribus conjuncta est».* Era algo prodigioso en 1482 que tuviera empleo del rey un gentilhombre y que su nombramiento se remontara a la época del matrimonio de la hija natural de Luis XI con el bastardo de Borbón. El mismo día que Robert d’Estouteville había reemplazado a Jacques de Villiers en el prebostazgo de París, Jean Dauvet reemplazaba a micer Hélye de Thorrettes en la primera presidencia del Parlamento, Jean Jouvenel des Ursins sustituía a Pierre de Morvilliers en el oficio de canciller de Francia y Regnault des Dormans destituía a Pierre Puy del cargo de relator de los asuntos ordinarios del palacio del rey. Pero ¡sobre cuántas cabezas se habían paseado la presidencia, la cancillería y la relatoría desde que Robert d’Estouteville ocupaba el prebostazgo de París! Había sido «encomendado a su custodia», rezaba el despacho real; y ciertamente lo custodiaba bien. Se había aferrado a él, se había integrado en él, se había identificado con él tan bien que había escapado a ese furor de cambios que dominaba a Luis XI, rey desconfiado, quisquilloso y trabajador que pretendía conservar, mediante nombramientos y revocaciones frecuentes, la elasticidad de su poder. Más aún, el bravo caballero había obtenido el mantenimiento del cargo para su hijo, y hacía ya dos años que el nombre del noble Jacques d’Estouteville, escudero, figuraba al lado del suyo encabezando el registro de cuentas del ordinario del prebostazgo de París. ¡Raro, ciertamente, e insigne favor! Es verdad que Robert d’Estouteville era un buen soldado, que había enarbolado lealmente el pendón contra «la liga del bien público» y que había ofrecido a la reina un excelso ciervo confitado el día de su entrada en París en 14… Contaba además con la buena amistad de micer Tristan l’Hermite, preboste de los mariscales del palacio del rey. Era, pues, una muy dulce y grata existencia la de micer Robert. Para empezar, muy buenos emolumentos, a los que iban ligados y de los que pendían, como racimos suplementarios en su parra, los ingresos de las escribanías civil y criminal del prebostazgo, amén de las rentas civiles y criminales de las audiencias del Châtelet, sin contar algún pequeño peaje en el puente de Mantes y de Corbeil, y los ingresos del impuesto sobre ciertas verduras de París, sobre los moldeadores de leños y los mensuradores de sal. Añádase a esto el placer de exhibir en las cabalgadas por la ciudad, y de hacer que destacara entre las vestiduras de color rojo y tostado de los ediles y de los responsables del orden público en los barrios, su hermoso traje de guerra, que todavía se puede admirar hoy esculpido sobre su sepulcro en la abadía deValmont, en Normandía, y su morrión repujado en Montlhéry. Y además, ¿acaso no era nada tener supremacía absoluta sobre los soldados de la docena,* el conserje y atalaya del Châtelet, los dos auditores del Châtelet, auditores Castelleti, los dieciséis comisarios de los dieciséis barrios, el carcelero del Châtelet, los cuatro alguaciles con feudo, los ciento veinte soldados a caballo, los ciento veinte alguaciles de vara, el caballero de la guardia con su guardia, su subguardia, su contraguardia y su retroguardia? ¿Acaso no era nada ejercer alta y baja justicia, el derecho de hacer girar en la rueda de la picota, colgar y arrastrar, sin contar la jurisdicción menor en primera instancia (in prima instantia, como dicen los documentos) sobre ese vizcondado de París tan gloriosamente dotado de siete nobles bailiazgos? ¿Cabe imaginar algo más agradable que pronunciar fallos y sentencias, como hacía a diario micer Robert d’Estouteville, en el Gran-Châtelet, bajo las anchas y aplastadas ojivas de Felipe Augusto? ¿Y que ir, como acostumbraba a hacer todas las noches en esa encantadora casa sita en la calle Galilée, en el recinto del palacio real, que había recibido de su mujer, Ambroise de Loré, a descansar de la fatiga de haber enviado a algún pobre diablo a pasar la noche en «ese pequeño cuchitril de la calle Escorcherie, que los prebostes y ediles de París querían convertir en su prisión y que tenía once pies de largo, siete pies y cuatro pulgadas de ancho y once pies de alto»?7

Y no solo tenía micer Robert d’Estouteville su justicia particular como preboste y vizconde de París, sino que además participaba, echaba el ojo e hincaba el diente en la gran justicia del rey. No había cabeza un poco alta que no hubiera pasado por sus manos antes de caer en las del verdugo. Fue él quien había ido a buscar a la prisión de Saint-Antoine para llevarlo a Les Halles al señor de Nemours; y para llevarlo a la plaza de Grève, al señor de Saint-Paul, el cual rezongaba y protestaba, para gran contento del señor preboste, que no apreciaba al señor condestable.

Era esto, ciertamente, más de lo necesario para que una vida fuese feliz e ilustre, y para merecer un día una página notable en esta interesante historia de los prebostes de París, gracias a la cual nos enteramos de que Oudard deVilleneuve tenía una casa en la calle Boucheries, de que Guillaume de Hangest compró la grande y la pequeña Saboya, de que Guillaume Thiboust donó a las religiosas de Santa Genoveva sus casas de la calle Clopin, de que Hugues Aubriot residía en el hotel del Porc-Épic y otros hechos domésticos.

Sin embargo, con tantos motivos para tomarse la vida con paciencia y alegría, micer Robert d’Estouteville se había despertado la mañana del 7 de enero de 1482 muy mohíno y de un humor de perros. ¿Qué le provocaba ese mal humor? Ni él mismo habría sabido decirlo. ¿Era porque el cielo estaba gris?, ¿porque la hebilla de su viejo cinturón de Montlhéry estaba muy apretada y ceñía demasiado militarmente su barriga de preboste?, ¿porque había visto pasar por la calle, bajo su ventana, a unos ribaldos que, en grupos de cuatro, sin camisa bajo el jubón, con gorro agujereado y bizaza y botella en el costado, hacían befa de él? ¿Era por un vago presentimiento del recorte de trescientas setenta libras, dieciséis sueldos y ocho dineros que el futuro rey Carlos VIII aplicaría el año siguiente a las rentas del prebostazgo? El lector puede elegir; en cuanto a nosotros, nos inclinaríamos a creer sencillamente que estaba de mal humor porque estaba de mal humor.

Téngase en cuenta que era el día siguiente de una fiesta, día de aburrimiento para todo el mundo, en especial para el magistrado encargado de barrer toda la basura, en sentido propio y figurado, que genera una fiesta en París. Y además debía celebrar sesión en el Grand-Châtelet. Y hemos observado que en general los jueces se las arreglan para que su día de audiencia sea también su día de mal humor, a fin de tener siempre a alguien con quien desahogarse cómodamente, en nombre del rey, de la ley y de la justicia.

Sin embargo, la audiencia había empezado sin él. Sus lugartenientes en lo civil, en lo criminal y en lo particular hacían su trabajo, según la costumbre; y desde las ocho de la mañana, unas decenas de burgueses y burguesas, amontonados y apiñados en un rincón oscuro de la audiencia del Châtelet, entre una sólida barrera de roble y la pared, asistían dichosos al variado y divertido espectáculo de la justicia civil y criminal administrada por maese Florian Barbedienne, auditor del Châtelet y lugarteniente del señor preboste, con cierto desorden y absolutamente al tuntún.

La sala era pequeña, baja y abovedada. Al fondo, una mesa flordelisada, con un gran sillón de madera de roble esculpida, que era del preboste y estaba vacío, y un escabel a la izquierda para el auditor, maese Florian. Abajo estaba el escribano escribiendo. Enfrente estaba el pueblo; y delante de la puerta y de la mesa, numerosos alguaciles del prebostazgo con casaca de camelote violeta con cruces blancas. Dos alguaciles del Parloir-aux-Bourgeois, que lucían sus chaquetas de Todos los Santos, mitad rojos, mitad azules, montaban guardia delante de una puerta baja, cerrada, que se veía al fondo, detrás de la mesa. Una sola ventana ojival, estrechamente encajada en el grueso muro, iluminaba con un pálido rayo de enero dos grotescas figuras: el caprichoso demonio de piedra pinjante en la clave de la bóveda y el juez sentado al fondo de la sala sobre las flores de lis.

Realmente, imagínese en la mesa prebostal, entre dos legajos de procesos, apoyado en los codos, con un pie pisando la cola de su toga de paño pardo y liso, la cara enmarcada por su piel de cordero blanca, con la que las cejas parecían no tener nada que ver, colorado, arisco, guiñando un ojo, llevando con majestad la grasa de sus mejillas, las cuales se juntaban bajo el mentón, a maese Florian Barbedienne, auditor del Châtelet.

Pero el auditor era sordo. Leve defecto para un auditor, que no impedía a maese Florian juzgar menos inapelablemente y con mucha precisión. Cierto es que, tratándose de un juez, basta con que parezca que escucha; y el venerable auditor cumplía tanto mejor esta condición, la única esencial en justicia, cuanto que ningún ruido podía distraer su atención.

Por lo demás, se encontraba en la sala un implacable controlador de su vida y milagros en la persona de nuestro amigo Jehan Frollo del Molino, aquel joven estudiante de ayer, aquel «peatón» al que siempre tenía uno la seguridad de encontrarse en cualquier lugar de París, excepto ante la cátedra de sus profesores.

—Mira —decía en voz baja a su compañero Robin Poussepain, que reía a su lado mientras él comentaba las escenas que se desarrollaban ante sus ojos—, ahí está Jehanneton du Buisson. ¡La guapa moza del Cagnard del Mercado Nuevo! ¡Por mi honor! ¡El vejestorio la condena! Eso es que ve todavía menos de lo que oye. ¡Quince sueldos y cuatro dineros parisienses por haber llevado dos rosarios! Un poco caro me parece. Lex duri carminis* ¿Quién es ese? ¡Robin Chief-de-Ville, hacedor de cotas de malla…! ¿Por haberse convertido en maestro en dicho oficio…? Es su tributo de entrada… ¡Eh! ¡Dos hidalgos entre estos tunantes! Aiglet de Soins y Hutin de Mailly. ¡Dos escuderos, corpus Christi! ¡Ah!, han jugado a los dados. ¿Cuándo veré aquí a nuestro rector? ¡Cien libras parisienses de multa para el rey! ¡Este Barbedienne tiene la mano dura…! Tanto como el oído… Quiero ser mi hermano el arcediano, si eso me impide jugar; jugar de día, jugar de noche, vivir en el juego, morir en el juego y jugarme el alma después de la camisa… ¡Virgen santa, cuántas mozas! ¡Una detrás de otra, ovejitas mías! ¡Ambroise Lécuyère! ¡Isabeau la Paynette! ¡Bérarde Gironin! ¡Por Dios, las conozco a todas! ¡Multa! ¡Multa! ¡Eso os enseñará a llevar cinturones dorados! ¡Diez sueldos parisienses! ¡Coquetas…! ¡Ah, vaya con la vieja jeta de juez sordo e imbécil! ¡Ah, Florian el lerdo! ¡Ah, Barbedienne el cernícalo! ¡Ahí está sentado a la mesa! Come litigantes, come procesos, come, mastica, se ceba, se atiborra. ¡Multas, bienes mostrencos, tasas, gastos, costes legales, salarios, daños y perjuicios, tormento, prisión, cárcel y cepos con costas son para él mantecadas de Navidad y mazapanes de San Juan! ¡Míralo, el muy cerdo…! ¡Vaya! ¡Bueno, otra mujer amorosa! ¡Thibaud la Thibaude, ni más ni menos…! ¡Por haber salido de la calle Glatigny…! ¿Quién es ese joven? ¡Gieffroy Mabonne, gendarme ballestero! ¡Ha mascullado el nombre del Padre…! ¡Multa para Thibaude! ¡Multa para Gieffroy! ¡Multa para los dos! ¡El viejo sordo! ¡Ha debido de mezclar los dos casos! ¡Diez contra uno a que hace pagar la blasfemia a la moza y el amor al gendarme…! ¡Atención, Robin Poussepain! ¿Qué van a traer? ¡Cuántos soldados! ¡Por Júpiter! Todos los lebreles de la jauría están aquí. Debe de ser la pieza mayor de la cacería. Un jabalí… ¡Sí que lo es, Robin, sí que lo es…! ¡Y bien grande…! ¡Por Hércules! ¡Es nuestro príncipe de ayer, nuestro papa de los locos, nuestro campanero, nuestro tuerto, nuestro jorobado, nuestra mueca! ¡Es Quasimodo…!

En efecto.

Era Quasimodo, cinchado, cercado, atado, agarrotado y convenientemente custodiado. La escuadra de soldados que lo rodeaba iba acompañada por el caballero de la guardia en persona, con las armas de Francia bordadas en el pecho y las armas de la ciudad en la espalda. Nada había, por lo demás, en Quasimodo, aparte de su deformidad, que pudiera justificar aquel aparato de alabardas y arcabuces. Estaba taciturno, silencioso y tranquilo. A duras penas su ojo único lanzaba de vez en cuando hacia las ataduras que lo inmovilizaban una mirada solapada y colérica.

Paseó esa misma mirada a su alrededor, pero tan apagada y soñolienta que las mujeres se lo señalaban unas a otras con el dedo para reírse de él.

Entre tanto, maese Florian, el auditor, hojeó con atención el expediente de la denuncia presentada contra Quasimodo que le entregó el escribano y, una vez visto, pareció recogerse un instante. Gracias a esta precaución que nunca olvidaba tomar en el momento de proceder a un interrogatorio, conocía de antemano el nombre, la condición y los delitos del detenido, daba réplicas previstas a preguntas previstas y conseguía salir airoso de todas las sinuosidades del interrogatorio sin que se notara demasiado su sordera. El expediente del proceso era para él como el perro para un ciego. Si por casualidad su deficiencia lo delataba en algún momento por alguna increpación incoherente o alguna pregunta incomprensible, aquello era interpretado como profundidad por unos y como imbecilidad por otros. En ambos casos, el honor de la magistratura quedaba intacto; porque es preferible que un juez tenga fama de imbécil o de profundo que de sordo. Así pues, él ponía sumo cuidado en disimular su sordera ante todo el mundo, y solía conseguirlo tan bien que había llegado a creérselo él mismo. Lo cual es, por lo demás, más fácil de lo que se piensa. Todos los jorobados van con la cabeza alta, todos los tartamudos peroran, todos los sordos hablan bajo. En cuanto a él, creía que era, como mucho, un poco duro de oído. Era la única concesión que hacía sobre este punto, en sus momentos de franqueza y de examen de conciencia, a la opinión pública.

Habiendo, pues, rumiado a fondo el caso de Quasimodo, echó la cabeza hacia atrás y entornó los ojos para dar una impresión más majestuosa e imparcial, de manera que en aquel momento estaba a la vez sordo y ciego. Doble condición sin la cual no hay juez perfecto. Y en esta magistral actitud comenzó el interrogatorio.

—¿Vuestro nombre?

Pero hete aquí un caso que no había sido «previsto por la ley», aquel en el que un sordo tuviera que interrogar a otro sordo.

Quasimodo, al que nada advertía de la pregunta que se le estaba formulando, continuó mirando al juez fijamente y no respondió. El juez, sordo y al que nada advertía de la sordera del acusado, creyó que este había respondido, como hacían en general todos los acusados, y prosiguió con su aplomo mecánico y estúpido.

—Está bien. ¿Vuestra edad?

Quasimodo no contestó tampoco a esta pregunta. El juez la creyó respondida y continuó.

—Ahora, vuestro estado…

De nuevo el mismo silencio. Los asistentes, sin embargo, empezaban a susurrar y a mirarse unos a otros.

—Es suficiente —dijo el imperturbable auditor cuando supuso que el acusado había terminado de dar su tercera respuesta—. Se os acusa, ante nos: primo, de desorden nocturno; secundo, de acto deshonesto en la persona de una mujer de la vida, in praejudicium meretricis;* tertio, de rebelión y deslealtad para con los arqueros de la ordenanza del rey, nuestro señor. Explicaos sobre todos estos puntos. Escribano, ¿habéis tomado nota de lo que el acusado ha dicho hasta el momento?

Esta desafortunada pregunta provocó, desde la escribanía hasta el auditorio, unas carcajadas tan violentas, tan descontroladas, tan contagiosas, tan generales que los dos sordos no pudieron por más de enterarse. Quasimodo se volvió, levantando la joroba con desdén, mientras que maese Florian, tan sorprendido como él y suponiendo que la risa de los espectadores había sido provocada por alguna réplica irreverente del acusado, hecha visible para él mediante ese encogimiento de hombros, lo increpó con indignación:

—¡Bribón, habéis dado una respuesta que merecería la horca! ¿Sabéis con quién estáis hablando?

Esta salida no era la más indicada para detener la explosión de alegría general. Les pareció a todos tan incongruente y absurda que la risa descontrolada se les contagió hasta a los alguaciles del Parloir-aux-Bourgeois, una especie de valets de picas en los que la estupidez iba de uniforme. Quasimodo fue el único que no perdió la seriedad por la sencilla razón de que no comprendía nada de lo que sucedía a su alrededor. El juez, cada vez más irritado, creyó que debía continuar en el mismo tono, con la esperanza de infundir así en el acusado un terror que influiría en los presentes y les haría recuperar una actitud respetuosa.

—¡O sea, hombre perverso y rapiñador, que os permitís faltar al auditor del Châtelet, al magistrado que está al frente de la policía popular de París, encargado de investigar los crímenes, delitos y altercados, de controlar todos los oficios y prohibir el monopolio, de mantener los empedrados, de impedir la actividad de los regatones de volatería y salvajina, de hacer medir la leña y otros tipos de madera, de limpiar la ciudad de barro y el aire de enfermedades contagiosas, en una palabra, de ocuparse continuamente de los asuntos públicos sin gajes ni esperanzas de salario! ¿Sabéis que soy Florian Barbedienne, lugarteniente del señor preboste, además de comisario, investigador, controlador y examinador con igual poder en prebostazgo, bailiazgo, registro y tribunal?

No hay ninguna razón para que un sordo que le habla a otro sordo se detenga. Sabe Dios dónde y cuándo habría bajado a la tierra maese Florian, lanzado sin freno por la alta elocuencia, si la puerta baja del fondo no se hubiera abierto de repente para dar paso al señor preboste en persona.

Al entrar este, maese Florian no se quedó cortado, sino que, girando sobre sus talones y dirigiendo bruscamente hacia el preboste la arenga con la que fulminaba a Quasimodo un momento antes, dijo:

—Monseñor, requiero la pena que os plazca contra el acusado aquí presente, por grave y mirífico desacato a la justicia.

Y se sentó, jadeante, secándose gruesas gotas de sudor que resbalaban por su frente y mojaban como lágrimas los pergaminos extendidos ante él. Micer Robert d’Estouteville frunció el entrecejo y le hizo a Quasimodo un gesto de amonestación tan imperioso y significativo que el sordo lo comprendió en parte.

El preboste le dirigió la palabra con severidad:

—¿Qué has hecho para estar aquí, malandrín?

El pobre diablo, suponiendo que el preboste le preguntaba su nombre, rompió el silencio que guardaba habitualmente y respondió con una voz ronca y gutural:

—Quasimodo.

La respuesta casaba tan poco con la pregunta que la risa descontrolada empezó de nuevo a circular y micer Robert gritó, rojo de ira:

—¿También te burlas de mí, sinvergüenza redomado?

—Campanero de Notre-Dame —respondió Quasimodo, creyendo que el juez le preguntaba cuál era su oficio.

—¡Campanero! —dijo el preboste, que se había despertado aquella mañana de bastante mal humor, como hemos dicho, para que su furia no necesitara ser atizada por tan extrañas respuestas—. ¡Campanero! Voy a hacer que te den un repique de verdascas en la espalda por las calles de París. ¿Me oyes, bribón?

—Si es mi edad lo que queréis saber —dijo Quasimodo—, creo que cumpliré veinte años el día de San Martín.

Aquello era ya demasiado; el preboste no pudo contenerse.

—¡Ah, miserable, te mofas del preboste! Señores alguaciles de vara, vais a llevar a este bribón a la picota de la Grève, a azotarlo y a darle vueltas durante una hora. ¡Me las va a pagar, voto a Dios! Y quiero que se haga un pregón de la presente sentencia, con asistencia de cuatro trompetas-jurados, en las siete castellanías del vizcondado de París.

El escribano se puso a redactar la sentencia.

—¡Vientre de Dios! ¡Vaya si está bien juzgado! —exclamó desde su rincón el joven estudiante Jehan Frollo del Molino.

El preboste se volvió y clavó de nuevo en Quasimodo sus ojos centelleantes.

—Creo que el bribón ha dicho «vientre de Dios». Escribano, añadid doce dineros parisienses de multa por blasfemia, la mitad de los cuales se destinará a la fábrica de San Eustaquio. Siento una devoción especial por san Eustaquio.

En unos minutos, la sentencia estuvo redactada. El texto era sencillo y breve. La costumbre del prebostazgo y del vizcondado de París aún no había sido adulterada por el presidente Thibaut Baillet y por Roger Barmne, el abogado del rey. Entonces no se hallaba obstruida por ese alto oquedal de enredos y actuaciones que estos dos jurisconsultos impusieron a principios del siglo XVI. Todo era claro, expeditivo, explícito. Se iba directo al grano y se veía enseguida al final de cada sendero, sin zarzas y sin recovecos, la rueda, el patíbulo o la picota. Se sabía al menos adónde se iba.

El escribano presentó la sentencia al preboste, que puso en ella su sello y salió para continuar su ronda por las audiencias con una disposición de ánimo que debió de poblar aquel día todas las prisiones de París. Jehan Frollo y Robin Poussepain reían de so capa. Quasimodo contemplaba todo ello con un aire de indiferencia y asombro.

Sin embargo, en el momento en que maese Florian Barbedienne leía a su vez la sentencia para firmarla, el escribano sintió compasión por el pobre diablo condenado y, con la esperanza de obtener cierta disminución en la pena, se acercó todo lo que pudo a la oreja del auditor y le dijo señalándole a Quasimodo:

—Este hombre está sordo.

Esperaba que esa coincidencia en la discapacidad despertaría el interés de maese Florian a favor del condenado. Pero, para empezar, ya hemos observado que maese Florian tenía interés en que nadie advirtiera su sordera. Y además, era tan duro de oído que no oyó una sola palabra de lo que le dijo el escribano; pero, como deseaba dar la impresión de que oía, contestó:

—¡Ah!, entonces la cosa cambia. Yo no sabía eso. En tal caso, una hora más de picota.

Y firmó la sentencia modificada en este sentido.

—Bien hecho —dijo Robin Poussepain, que le tenía ojeriza a Quasimodo—, eso le enseñará a no maltratar a la gente.