Permítanos el lector que lo llevemos de nuevo a la plaza de Grève, lugar que dejamos ayer con Gringoire para seguir a Esmeralda.
Son las diez de la mañana. Todo indica que es el día posterior a una fiesta. El suelo está cubierto de restos, cintas, trapos, plumas de penacho, gotas de cera de los hachones y migajas de la comilona pública. Un buen número de burgueses deambula de acá para allá removiendo con el pie los tizones apagados de la hoguera, extasiándose ante la Casa de los Pilares, recordando las hermosas colgaduras del día anterior y mirando hoy —último placer— los clavos. Los vendedores de sidra y de cerveza empujan sus barriles entre los grupos de gente. Algunos transeúntes atareados pasan en todas direcciones. Los comerciantes charlan y se llaman unos a otros desde la puerta de sus tiendas. La fiesta, los embajadores, Coppenole y el papa de los locos están en boca de todos. Comentan y ríen a cuál más y mejor. Sin embargo, cuatro soldados a caballo que acaban de apostarse en las cuatro esquinas de la picota ya han congregado a su alrededor a una buena parte del pueblo esparcido por la plaza, que se condena a la inmovilidad y al aburrimiento con la esperanza de asistir a una pequeña ejecución.
Si el lector, después de haber contemplado esta escena animada y bulliciosa que se desarrolla en toda la plaza, dirige ahora la mirada hacia esa antigua casa medio gótica y medio románica de la Tour-Roland, que hace esquina con el muelle por el lado de poniente, podrá observar en el ángulo de la fachada un gran breviario público, con ricas iluminaciones, preservado de la lluvia por un pequeño tejadillo y de los ladrones por una reja que, no obstante, permite hojearlo. Al lado de este breviario hay una estrecha lucera ojival, cerrada con dos barrotes de hierro cruzados, que da a la plaza; es la única abertura que deja pasar un poco de aire y de luz hasta una pequeña celda sin puerta practicada en la planta baja, en el grueso muro de la vieja casa, y llena de una paz tanto más profunda, de un silencio tanto más lúgubre cuanto que una plaza pública, la más populosa y ruidosa de París, hormiguea y chilla justo al lado.
Esta celda era famosa en París desde que, hacía casi tres siglos, Rolande de la Tour-Roland, en señal de duelo por su padre, muerto en la cruzada, la había hecho excavar en el muro de su propia casa a fin de encerrarse allí para siempre, no conservar de su palacio más que ese cubículo cuya puerta estaba tapiada y la lucera abierta, tanto en invierno como en verano, y donar el resto a los pobres y a Dios. La desconsolada dama había esperado veinte años la muerte en esa tumba anticipada, rezando noche y día por el alma de su padre, durmiendo sobre cenizas, sin tener siquiera una piedra como almohada, vestida con un saco negro y viviendo únicamente del pan y el agua que la piedad de los transeúntes depositaba en el borde de la lucera, recibiendo así la caridad después de haberla practicado ella misma. A su muerte, en el momento de pasar al otro sepulcro, había legado este a perpetuidad a las mujeres afligidas —madres, viudas o hijas— que tuvieran que rezar mucho por otros o por ellas mismas y que quisieran enterrarse vivas en un gran dolor o en una gran penitencia. Los pobres de su época le habían ofrecido unos hermosos funerales de lágrimas y bendiciones; pero, para su gran pesar, la piadosa hija no había podido ser canonizada santa por falta de protecciones. Aquellos que eran un poco impíos habían confiado en que el asunto se solventaría en el paraíso más fácilmente que en Roma y, simple y llanamente, habían rogado a Dios por la difunta en vez de rogar al papa. La mayoría se había contentado con guardar el recuerdo de Rolande como algo sagrado y hacer reliquias con sus harapos. La ciudad, por su parte, había dedicado a la dama un breviario público, guardado junto a la lucera de la celda a fin de que los transeúntes se detuvieran de vez en cuando, aunque solo fuera para rezar, de que la oración hiciera pensar en la limosna, y de que las pobres reclusas, herederas de la sepultura de Rolande, no muriesen de hambre y de olvido.
Esta especie de tumbas no era, por lo demás, cosa muy insólita en las ciudades de la Edad Media. Se veía a menudo, en la calle más concurrida, en el mercado más variopinto y ruidoso, en medio de todo, bajo los cascos de los caballos, bajo las ruedas de las carretas, un sótano, un pozo, un calabozo tapiado y con rejas al fondo del cual rezaba día y noche un ser humano, voluntariamente entregado a un lamento eterno, a una gran expiación. Y todas las reflexiones que hoy nos movería a hacer ese extraño espectáculo, esa horrible celda, suerte de eslabón intermedio entre la casa y la tumba, entre el cementerio y la ciudad, ese vivo sustraído de la comunidad humana y contado desde ese momento entre los muertos, esa lámpara consumiendo su última gota de aceite en la oscuridad, ese resto de vida vacilante en una fosa, esa respiración, esa voz, esa plegaria eterna en una caja de piedra, ese rostro vuelto para siempre hacia el otro mundo, esos ojos ya iluminados por otro sol, ese oído pegado a las paredes de la tumba, esa alma prisionera en ese cuerpo, ese cuerpo prisionero en ese calabozo, y bajo esa doble envoltura de carne y de granito el runruneo de esa alma en pena, nada de todo eso era percibido por la gente. La piedad poco razonadora y poco sutil de aquellos tiempos no veía tantos aspectos en un acto religioso. Tomaba la cosa en bloque y honraba, veneraba y santificaba si era preciso el sacrificio, pero no analizaba los sufrimientos del que lo hacía y se compadecía bastante poco de él. Llevaba de vez en cuando algo de comer al miserable penitente, miraba por el agujero para ver si aún vivía, ignoraba su nombre, apenas sabía cuándo había comenzado a morir, y al forastero que les preguntaba sobre el esqueleto viviente que se pudría en aquel sótano, los vecinos respondían simplemente «Es el recluso», si se trataba de un hombre, o «Es la reclusa», si se trataba de una mujer.
Así se veía todo entonces, sin metafísica, sin exageración, sin cristal de aumento, a simple vista. Aún no se había inventado el microscopio, ni para las cosas de la materia ni para las del espíritu.
Y, aunque asombraran poco, los ejemplos de este tipo de enclaustramiento en el seno de las ciudades eran, en verdad, frecuentes, como decíamos hace un momento. Había en París un número bastante considerable de estas celdas para rezar a Dios y hacer penitencia, y casi todas estaban ocupadas. Es cierto que el clero se ocupaba de que no quedaran vacías, lo que implicaba tibieza en los creyentes, y que cuando no tenían penitentes metían leprosos. Además de la covacha de la Grève, había una en Montfaucon, otra en el osario de los Inocentes, otra no recuerdo dónde, en la residencia Clichon, creo, y otras más en muchos lugares donde, a falta de los monumentos, encontramos vestigios de ellas en las tradiciones populares. La Universidad también tenía la suya. En la montaña de Sainte-Geneviève, una especie de Job de la Edad Media cantó durante treinta años los siete Salmos de la penitencia sobre un estercolero, al fondo de una cisterna, empezando de nuevo cuando había terminado y salmodiando más alto durante la noche, magna voce per umbras,* y actualmente el anticuario cree oír todavía su voz al entrar en la calle Puits-qui-parle.**
Para circunscribirnos a la celda de la Tour-Roland, debemos decir que nunca había estado falta de reclusas. Desde la muerte de Rolande, raras veces había permanecido uno o dos años vacante. Muchas mujeres habían ido allí a llorar hasta la muerte por unos padres, unos amantes o unas faltas cometidas. La maledicencia parisiense, que se inmiscuye en todo, incluso en las cosas que menos le incumben, afirmaba que se había visto encerradas allí a pocas viudas.
Conforme a la moda de la época, una inscripción latina en la pared indicaba al transeúnte letrado el destino piadoso de esta celda. Hasta mediados del siglo XVI se mantuvo la costumbre de explicar un edificio mediante una breve leyenda escrita encima de la puerta. Así, todavía leemos en Francia, encima de la ventanilla de la prisión de la casa señorial de Tourville: Sileto et spera;* en Irlanda, bajo el escudo que corona la gran puerta del castillo de Fortescue: Forte scutum, salus ducum;** y en Inglaterra, sobre la entrada principal de la mansión hospitalaria de los condes de Cowper: Tuum est.***Y es que entonces todo edificio era un pensamiento.
Como en la celda tapiada de la Tour-Roland no había puerta, habían grabado en grandes letras romanas encima de la ventana estas dos palabras:
TU, ORA.****
Motivo por el cual, el pueblo, cuyo sentido común no hila tan fino y traduce tranquilamente Ludovico Magno por Puerta de Saint-Denis, había dado a esta cavidad oscura, sombría y húmeda el nombre de Agujero de las Ratas.***** Explicación menos sublime quizá que la otra, pero, en contrapartida, más pintoresca.