Estas palabras eran, por así decirlo, el punto de confluencia de dos escenas que hasta entonces se habían desarrollado paralelamente en el mismo momento, cada una en su escenario particular: una, la que acabamos de leer, en el Agujero de las Ratas; la otra, que vamos a leer ahora, en la escalera de la picota. La primera había tenido por testigos únicamente a las tres mujeres que el lector acaba de conocer; la segunda había tenido como espectadores a todo el público que vimos antes congregarse en la plaza de Grève, alrededor de la picota y la horca.
Aquella multitud, a la cual los cuatro alguaciles apostados desde las nueve de la mañana en las cuatro esquinas de la picota habían hecho suponer que iba a tener lugar una ejecución en toda regla, sin duda no un ahorcamiento, más bien un azotamiento, un desorejamiento, algo, en definitiva, aquella multitud, pues, se había incrementado tan deprisa que los cuatro alguaciles, prácticamente cercados, se habían visto más de una vez en la necesidad de «apiñarla», como se decía entonces, haciendo uso del boullaye* y de la grupa de los caballos.
Aquella chusma, habituada a la espera de las ejecuciones públicas, no manifestaba demasiada impaciencia. Se entretenía mirando la picota, una especie de monumento muy simple compuesto por un cubo de fábrica de unos diez pies de alto, con el interior hueco. Unos escalones muy empinados de piedra sin labrar, conocidos como «la escalera» por antonomasia, daban acceso a la plataforma superior, en la que se veía una rueda horizontal de madera de roble maciza. Se ataba al condenado a esta rueda, de rodillas y con los brazos tras la espalda. Un eje de madera, accionado por un cabrestante oculto en el interior del pequeño edificio, hacía girar la rueda, que permanecía en el plano horizontal y de esta forma presentaba sucesivamente la cara del condenado a todos los puntos de la plaza.
Como puede verse, la picota de la Grève distaba mucho de ofrecer todas las distracciones de la picota de Les Halles. Nada había en ella de arquitectural. Nada había en ella de monumental. No tenía ni tejado con cruz de hierro, ni linterna octogonal, ni frágiles columnillas que al llegar al borde del tejado se abrían en capiteles de acantos y flores, ni canalones quiméricos y monstruosos, ni armazón cincelado, ni fina escultura profundamente tallada en la piedra.
Había que contentarse con aquellas cuatro paredes de mampuestos con dos trashogueros de barro cocido, y una miserable horca de piedra, escuálida y desnuda, al lado.
Habría sido un pobre regalo para unos amantes de la arquitectura gótica. Cierto es que nadie había con menos curiosidad por los monumentos que los buenos papanatas de la Edad Media y que la belleza de una picota les importaba bien poco.
El condenado llegó por fin amarrado al fondo de una carreta, y cuando lo hubieron subido a la plataforma, cuando pudo ser visto desde todos los puntos de la plaza, atado con cuerdas y correas a la rueda de la picota, un abucheo mezclado con risas y aclamaciones estalló en la plaza. Habían reconocido a Quasimodo.
Era él, en efecto. El contraste chocaba. ¡Expuesto en la picota de esa misma plaza en la que el día anterior había sido saludado, aclamado y proclamado papa y príncipe de los locos, con el duque de Egipto, el rey de Thunes y el emperador de Galilea por cortejo! De lo que no cabe duda es de que no había nadie entre la muchedumbre, ni siquiera él, sucesivamente triunfador y condenado, capaz de establecer esa asociación en su pensamiento. Faltaban Gringoire y su filosofía en aquel espectáculo.
Acto seguido, Michel Noiret, trompeta jurado del rey nuestro sire, hizo callar a los plebeyos y leyó la sentencia, en cumplimiento de la orden del señor preboste. Después se retiró detrás de la carreta con sus hombres vestidos con librea.
Quasimodo, impasible, no pestañeaba. Le habían imposibilitado oponer la más mínima resistencia mediante lo que entonces llamaban, en el estilo de la cancillería criminal, «la vehemencia y la firmeza de las ataduras», lo que significa que probablemente las tiras de cuero y las cadenillas se le clavaban en la carne. Es esta, por lo demás, una tradición en presidios y galeras que no se ha perdido y que las esposas conservan aún celosamente entre nosotros, pueblo civilizado, apacible, humano (penal y guillotina entre paréntesis).
El jorobado se había dejado llevar y empujar, trasladar, encaramar, atar y encadenar. Nada se traslucía en su expresión salvo un pasmo de salvaje o de idiota. Se sabía que era sordo; parecía también ciego.
Lo pusieron de rodillas sobre la plancha circular; él se dejó poner. Le quitaron camisa y jubón para dejarlo desnudo de cintura para arriba; él se dejó hacer. Lo encabestraron con un nuevo sistema de correas y hebijones; él se dejó hebillar y atar. Solo de vez en cuando resoplaba ruidosamente, como un buey cuya cabeza cuelga y se balancea en el borde de la carreta del carnicero.
—¡Será zopenco! —dijo Jehan Frollo del Molino a su amigo Robin Poussepain (pues los dos estudiantes, como era de esperar, habían seguido al reo)—. ¡Entiende tanto lo que pasa como un abejorro encerrado en una caja!
Una risa incontenible cundió entre la muchedumbre cuando vieron al desnudo la joroba de Quasimodo, su pecho de camello, sus hombros callosos y peludos. En medio de aquel griterío, un hombre con la librea de la ciudad, de baja estatura y aspecto robusto, subió a la plataforma y se colocó junto al condenado. Su nombre no tardó en circular entre el público. Era maese Pierrat Torterue, torturador jurado del Châtelet.
Empezó por colocar en una de las esquinas de la picota un reloj de arena negro, cuya cápsula superior estaba llena de arena roja que iba cayendo en el recipiente inferior; después se quitó el sobretodo de dos colores y lo vieron coger con la mano derecha un látigo fino y afilado de largas tiras blancas, relucientes, nudosas, trenzadas y provistas de uñas metálicas. Con la mano izquierda doblaba despreocupadamente la manga derecha de su camisa hasta la axila.
Mientras tanto, Jehan Frollo gritaba levantando su cabeza rubia y rizada por encima de la multitud (para ello se había subido a los hombros de Robin Poussepain):
—¡Señores, señoras, venid a ver! ¡Van a flagelar perentoriamente a maese Quasimodo, el campanero de mi hermano el arcediano de Josas, una extravagante construcción oriental con cúpula a modo de espalda y columnas salomónicas a modo de piernas!
Y la multitud no paraba de reír, sobre todo los niños y las muchachas.
Finalmente, el torturador dio un golpe con el pie. La rueda empezó a girar. Quasimodo se tambaleó entre las ataduras. El estupor que se pintó bruscamente en su rostro deforme hizo redoblar las carcajadas.
De repente, en el momento en que la rueda, al girar, presentó a maese Pierrat la espalda montuosa de Quasimodo, el verdugo levantó el brazo y las finas correas silbaron estridentemente en el aire como un puñado de culebras y cayeron con furia sobre los hombros del miserable.
Quasimodo saltó sobre sí mismo, como si se hubiera despertado sobresaltado. Empezó a comprender lo que estaba pasando. Se debatió entre las ataduras; una violenta contracción de sorpresa y de dolor descompuso los músculos de su cara, pero no profirió ni un lamento. Tan solo volvió la cabeza hacia atrás, moviéndola de derecha a izquierda como un toro al que un tábano ha picado en un costado.
Un segundo golpe siguió al primero, después un tercero, y otro, y otro más… La rueda no cesaba de girar y los golpes no cesaban de llover. Muy pronto empezó a manar sangre, la vieron correr en mil hilillos por los negros hombros del jorobado, y las cortantes correas del látigo, en su rotación que rasgaba el aire, la esparcían en gotas sobre la multitud.
Quasimodo había recobrado, al menos aparentemente, su impasibilidad inicial. Primero había intentado sordamente, sin un gran forcejeo exterior, romper sus ataduras. Habían visto encenderse sus ojos, endurecerse sus músculos, contraerse sus miembros, y tensarse las correas y las cadenillas. El esfuerzo era enorme, prodigioso, desesperado; pero los viejos instrumentos de tortura del prebostazgo resistieron. Crujieron y nada más. Quasimodo, exhausto, se dio por vencido. El estupor dejó paso en su semblante a un sentimiento de amargo y profundo desaliento. Cerró su único ojo, dejó caer la cabeza sobre el pecho y se hizo el muerto.
A partir de ese momento, no se movió. Nada logró arrancarle un solo movimiento. Ni la sangre, que no paraba de manar, ni los golpes cada vez más furiosos, ni la cólera del torturador, que se excitaba y embriagaba con la ejecución, ni el ruido de las horribles correas, más aceradas y silbantes que patas de insecto.
Por fin, un ujier del Châtelet vestido de negro y montado en un caballo negro, inmóvil junto a la escalera desde el comienzo de la ejecución, extendió su vara de ébano hacia el reloj de arena. El torturador se detuvo. La rueda se detuvo. El ojo de Quasimodo se abrió lentamente.
La flagelación había terminado. Dos lacayos del torturador jurado lavaron la ensangrentada espalda del reo, la frotaron con no sé qué ungüento que cerró al instante todas las heridas y le echaron sobre los hombros una especie de paño amarillo con forma de casulla. Entre tanto, Pierrat Torterue sacudía sobre el suelo las correas rojas, empapadas de sangre.
No todo había acabado, sin embargo, para Quasimodo. Todavía le quedaba soportar aquella hora de picota que maese Florian Barbedienne había añadido tan juiciosamente a la sentencia de micer Robert d’Estouteville, todo para mayor gloria del viejo juego de palabras fisiológico y psicológico de Comenio: Surdus absurdus.*
Así pues, le dieron la vuelta al reloj de arena y dejaron al jorobado atado sobre la plancha para que se hiciera justicia hasta el final.
El pueblo, sobre todo en la Edad Media, es en relación con la sociedad lo que es el niño en relación con la familia; mientras permanece en ese estado de ignorancia primera, de minoría moral e intelectual, se puede decir de él lo mismo que del niño:
Esa edad es despiadada.
Ya hemos señalado que Quasimodo era objeto del odio general, por más de una razón, es verdad. Apenas había un espectador en aquella multitud que no tuviera o no creyera tener motivos para quejarse del malvado jorobado de Notre-Dame. La alegría había sido universal al verlo aparecer en la picota, y el rudo castigo que acababa de sufrir y la terrible posición en la que lo habían dejado, lejos de enternecer al populacho, habían hecho su odio más cruel al armarlo con un dardo de alegría.
Por eso, una vez la vindicta pública satisfecha, como dicen todavía hoy los doctores, llegó el momento de las mil venganzas particulares. Allí, al igual que en la Gran Sala, estallaban sobre todo las mujeres. Todas le guardaban rencor por algo: unas por su malicia, otras por su fealdad. Estas últimas eran las más furiosas.
—¡Máscara del Anticristo! —decía una.
—¡Cabalgador de mango de escoba! —gritaba otra.
—¡Vaya mueca trágica! —aullaba una tercera—. ¡Te valdría ser nombrado papa de los locos, si hoy fuera ayer!
—Sí, sí —añadía una vieja—. Pero esa es la mueca de la picota. ¿Cuándo veremos la de la horca?
—¿Cuándo te pondrán la campana mayor por sombrero a cien pies bajo tierra, maldito campanero?
—¡Y este diablo es quien toca el ángelus!
—¡Sordo! ¡Tuerto! ¡Jorobado! ¡Monstruo!
—¡Tu cara es un abortivo más eficaz que cualquier medicina o fármaco!
Y los dos estudiantes, Jehan del Molino y Robin Poussepain, cantaban a voz en cuello el viejo estribillo popular:
¡Un dogal
para el criminal!
¡Leña ardiendo
para el esperpento!
Mil insultos más llovían de todas partes, y abucheos, e imprecaciones, y risas, y piedras.
Quasimodo era sordo, pero veía perfectamente, y el furor público no estaba pintado menos enérgicamente en los rostros que en las palabras. Además, las pedradas explicaban las carcajadas.
Al principio aguantó sin perder la calma. Pero, poco a poco, aquella paciencia que se había curtido bajo el látigo del torturador cedió y perdió pie ante todas aquellas picaduras de insectos. El toro bravo, que apenas se ha inmutado por los ataques del picador, se irrita con los perros y las banderillas.
Primero recorrió lentamente la multitud con mirada amenazadora. Pero, agarrotado como estaba, su mirada fue impotente para espantar esas moscas que hurgaban en su herida. Entonces se revolvió bajo las ligaduras, y sus movimientos furiosos hicieron chirriar sobre sus ejes la vieja rueda de la picota. Todo esto hizo que las mofas y los abucheos se redoblaran.
En vista de que no podía romper su collar de fiera encadenada, el miserable se apaciguó. Solo de cuando en cuando un suspiro de rabia elevaba todas las cavidades de su pecho. No había en su semblante ni vergüenza ni sonrojo. Se encontraba demasiado lejos del estado de ser social y demasiado cerca del de criatura natural para saber lo que es la vergüenza. Por lo demás, en semejante grado de deformidad, ¿se es sensible a la infamia? No obstante, la cólera, el odio y la desesperación hacían descender lentamente hacia aquel rostro repulsivo una nube cada vez más negra, cada vez más cargada de una electricidad que estallaba en mil relámpagos en el ojo del cíclope.
Aquella nube, sin embargo, se aclaró por un momento al atravesar la multitud una mula que llevaba en su grupa a un sacerdote. En cuanto vio desde lejos esa mula y a ese sacerdote, el semblante del pobre reo se dulcificó. Al furor que lo contraía le sucedió una sonrisa extraña, llena de una dulzura, de una docilidad y de una ternura inefables. A medida que el sacerdote se acercaba, esa sonrisa se hacía más abierta, más clara, más radiante. Era como si el desdichado celebrara la llegada de un salvador. Sin embargo, en el momento en que la mula estuvo lo bastante cerca de la picota para que el que iba a lomos de ella pudiera reconocer al condenado, el sacerdote bajó los ojos, dio media vuelta bruscamente y espoleó a la mula, como si tuviera prisa por librarse de reclamaciones humillantes y muy poco interés en ser saludado y reconocido por un pobre diablo en semejante situación.
Aquel sacerdote era el arcediano don Claude Frollo.
La nube volvió a caer, más negra, sobre la frente de Quasimodo. La sonrisa todavía permaneció un rato en su rostro, pero era una sonrisa amarga, decepcionada, profundamente triste.
El tiempo pasaba. Estaba allí desde hacía por lo menos una hora y media, desgarrado, maltratado, escarnecido sin descanso y casi lapidado.
De pronto se revolvió otra vez entre sus cadenas con tal desesperación que hizo temblar toda la estructura que lo sostenía y, rompiendo el silencio que había mantenido obstinadamente hasta entonces, gritó con una voz ronca y furiosa que parecía más un ladrido que un grito humano y que cubrió el ruido de los abucheos:
—¡Agua!
Aquella exclamación angustiada, lejos de despertar compasión, supuso un incremento de diversión para el buen vulgo parisino que rodeaba la escalera y que, preciso es decirlo, tomado en masa y como multitud, no era entonces mucho menos cruel ni estaba menos embrutecido que esa horrible tribu de truhanes a cuyo territorio ya hemos llevado al lector y que era, simple y llanamente, la capa más baja del pueblo. Ni una voz se elevó alrededor del desventurado reo sino para burlarse de su sed. Cierto es que en aquel momento su estado era más grotesco y repulsivo que lastimoso, con la cara enrojecida y chorreante, la mirada extraviada, la boca espumeante de cólera y de sufrimiento, y la lengua medio colgando. Hay que decir también que, aunque se hubiera hallado entre el gentío alguna alma caritativa de burgués o burguesa que se hubiera sentido tentada de llevar un vaso de agua a aquella miserable criatura en pena, reinaba alrededor de los escalones infames de la picota tal prejuicio de vergüenza y de ignominia que eso habría bastado para hacer retroceder al buen samaritano.
Al cabo de unos minutos, Quasimodo recorrió la multitud con una mirada de desesperación y repitió con una voz todavía más desgarradora:
—¡Agua!
La gente no paraba de reír.
—¡Bebe esto! —gritó Robin Poussepain, tirándole a la cara una esponja mojada en el arroyo—. ¡Toma, asqueroso sordo! Estás en deuda conmigo.
Una mujer le tiró una piedra a la cabeza.
—Esto te enseñará a despertarnos por la noche con tus malditas campanas.
—¿Qué dices ahora? —vociferó un tullido haciendo un esfuerzo para alcanzarlo con la muleta—. ¿Seguirás echándonos conjuros desde lo alto de las torres de Notre-Dame?
—¡Aquí tienes una escudilla para beber! —añadió un hombre arrojándole una jarra rota contra el pecho—. ¡Fuiste tú quien, solo con pasar por delante de ella, hiciste parir a mi mujer un niño con dos cabezas!
—¡Y a mi gata, un gato con seis patas! —chilló una vieja lanzándole una teja.
—¡Agua! —repitió por tercera vez Quasimodo, jadeante.
En ese momento vio a la gente apartarse. Una muchacha extrañamente vestida salió de entre la multitud. La acompañaba una cabrita blanca con los cuernos dorados y llevaba una pandereta en la mano.
El ojo de Quasimodo centelleó. Era la gitana a la que había intentado raptar la noche anterior, agresión por la que él sentía confusamente que estaban castigándolo en ese mismo momento; cosa que, por lo demás, no podía estar más lejos de la realidad, pues se le había castigado únicamente por tener la desgracia de ser sordo y de haber sido juzgado por un sordo. No le cupo ninguna duda de que ella iba a vengarse también y a propinarle un golpe, como todos los demás.
La vio, en efecto, subir rápidamente la escalera. La cólera y el despecho lo ahogaban. Habría deseado poder derribar la picota, y si el centelleo de su ojo hubiera podido fulminar, la egipcia habría sido reducida a polvo antes de llegar a la plataforma.
Ella, sin decir una palabra, se acercó al reo, que se retorcía en vano para escapar a su ataque, y, soltando una calabaza que llevaba atada a la cintura, la acercó con cuidado a los labios resecos del desdichado.
Entonces, en aquel ojo hasta entonces tan seco y encendido, vieron aparecer una gruesa lágrima que rodó lentamente por el rostro deforme y ya largo rato contraído por la desesperación. Era tal vez la primera que el infortunado había vertido jamás.
Hasta olvidaba beber. La egipcia hizo su característico mohín con impaciencia y, sonriente, apoyó el cuello de la calabaza en la boca dentuda de Quasimodo.
Este bebió dando largos tragos. Su sed era ardiente.
Cuando hubo terminado, el miserable alargó sus labios oscuros, sin duda para besar la hermosa mano que acababa de socorrerlo. Pero la joven, que quizá sentía cierta desconfianza y recordaba la violenta tentativa de la noche anterior, retiró la mano con el gesto asustado de un niño que teme ser mordido por un animal.
Entonces el pobre sordo clavó en ella una mirada llena de reproche y de una tristeza infinita.
En cualquier lugar del mundo habría sido un espectáculo conmovedor el de esta bella muchacha, fresca, pura, encantadora y al mismo tiempo tan débil, acudiendo compasivamente en auxilio de tanta miseria, deformidad y maldad. En una picota, el espectáculo era sublime.
Aquella misma multitud se sintió embargada de emoción y se puso a aplaudir gritando:
—¡Bravo! ¡Bravo!
Fue en ese momento cuando, desde la lucera de su agujero, la reclusa vio a la egipcia en la picota y le lanzó su siniestra imprecación:
—¡Maldita seas, hija de Egipto! ¡Maldita! ¡Maldita!