Habían transcurrido varias semanas.
Corrían los primeros días de marzo. El sol, al que Dubartas, ese clásico precursor de la perífrasis, aún no había llamado «el gran duque de las candelas», no estaba por ello menos alegre y radiante. Era uno de esos días de primavera tan plácidos y bellos que todo París, diseminado por plazas y paseos, festeja como si fueran domingos. En esos días claros, cálidos y serenos, hay determinada hora especialmente propicia para admirar el pórtico de Notre-Dame. Es el momento en que el sol, declinando ya hacia el ocaso, mira casi de frente la catedral. Sus rayos, cada vez más horizontales, se retiran lentamente del empedrado de la plaza y suben por la fachada, sobre cuya sombra hacen resaltar los altorrelieves, mientras que el gran rosetón central llamea como un ojo de cíclope inflamado por las reverberaciones de la forja.
Era esa hora.
Enfrente de la alta catedral enrojecida por el ocaso, en el balcón de piedra practicado sobre el pórtico de una rica mansión gótica que ocupaba la esquina de la plaza con la calle del Atrio, varias muchachas bonitas reían y charlaban con gran alegría y despreocupación. Por la longitud del velo, que caía desde la cúspide de su tocado puntiagudo y rodeado de perlas hasta sus talones, por la finura de la blusa bordada que cubría sus hombros y dejaba ver, según la provocadora moda de entonces, el nacimiento de sus bellos pechos virginales, por la opulencia de sus enaguas, más preciosas aún que los vestidos (¡maravilloso refinamiento!), por la gasa, la seda, el terciopelo con que todo aquello estaba cubierto, y especialmente por la blancura de sus manos, que demostraba su ociosidad y su pereza, resultaba fácil deducir que eran nobles y ricas herederas. Se trataba, en efecto, de Flor de Lis de Gondelaurier y sus compañeras Diane de Christeuil, Amelotte de Montmichel, Colombe de Gaillefontaine y la pequeña de Champchevrier, todas de buena familia, reunidas en aquel momento en casa de la viuda de Gondelaurier con motivo de la visita de monseñor de Beaujeu y de su señora esposa, que irían a París en el mes de abril para escoger a las damas de honor para la delfina Margarita cuando fueran a Picardía a recibirla de manos de los flamencos. Todos los hidalgos en treinta leguas a la redonda pretendían este favor para sus hijas y buen número de ellos ya las habían llevado o enviado a París. Estas habían sido confiadas por sus padres a la custodia discreta y vigilante de Aloïse de Gondelaurier, viuda de un antiguo jefe de los ballesteros del rey, retirada con su única hija en su casa de la plaza del Atrio de Notre-Dame, en París.
El balcón donde estaban aquellas jóvenes se abría en una sala lujosamente tapizada en un cuero de Flandes de color rojizo con motivos vegetales estampados en dorado. Las vigas que listaban paralelamente el techo entretenían la vista con mil curiosas esculturas pintadas y doradas. Sobre unos arcones cincelados, brillaban espléndidos esmaltes; una cabeza de jabalí de porcelana coronaba un magnífico aparador cuyos dos pisos anunciaban que la dueña de la casa era esposa o viuda de un caballero de pendón y caldera. Al fondo, al lado de una alta chimenea blasonada de arriba abajo, estaba sentada en un rico sillón de terciopelo rojo la señora de Gondelaurier, que tan escritos llevaba sus cincuenta y cinco años en la vestimenta como en el rostro.
A su lado permanecía de pie un joven de expresión bastante altiva, aunque un tanto vano y bravucón, uno de esos mozos apuestos que hacen coincidir a todas las mujeres, si bien los hombres serios y fisonomistas los miran con indiferencia. Ese joven caballero llevaba el brillante uniforme de capitán de los arqueros de la ordenanza del rey, el cual se parece en exceso al traje de Júpiter que ya pudimos admirar en el primer libro de esta historia para que inflijamos al lector una segunda descripción del mismo.
Las damiselas estaban repartidas entre la sala y el balcón, sentadas unas sobre cojines de terciopelo de Utrecht con rebordes dorados, otras sobre escabeles de madera de roble con flores y figuras talladas. Cada una de ellas tenía sobre las rodillas una parte de un gran tapiz que estaban tejiendo en común, un buen trozo del cual se extendía sobre la estera que cubría el suelo.
Charlaban entre ellas con esa voz susurrante y esas medias risas sofocadas de un conciliábulo de muchachas entre las que hay un hombre joven. El joven en cuestión, cuya presencia bastaba para poner en juego esos amores propios femeninos, parecía, en cambio, bastante poco interesado en ellas; y mientras que las bellas muchachas competían para atraer su atención, él parecía ocupado sobre todo en bruñir con su guante de piel de gamuza la hebilla de su cinturón.
De vez en cuando la dama le dirigía la palabra en voz baja, y él le respondía como podía con una especie de cortesía torpe y forzada. Por las sonrisas, por los pequeños gestos de complicidad de doña Aloïse, por los guiños que hacía mirando a su hija Flor de Lis mientras hablaba bajito con el capitán, se deducía fácilmente que se trataba de un compromiso consumado, de un enlace sin duda próximo entre el joven y Flor de Lis. Y por la frialdad incómoda del oficial se deducía con igual facilidad que, por su parte al menos, no se trataba de un compromiso de amor. Todo su semblante expresaba un malestar y un aburrimiento que nuestros subtenientes de guarnición traducirían admirablemente hoy con la exclamación: «¡Menudo trabajo de perros!».
La buena señora, muy orgullosa de su hija, como una pobre madre que era, no se percataba del poco entusiasmo del oficial y se afanaba en señalarle en voz baja las infinitas perfecciones con las que Flor de Lis manejaba la aguja o devanaba el ovillo.
—Fijaos —le decía, tirándole de la manga para hablarle al oído—. ¡Miradla! ¡Ahora se agacha!
—Sí, es verdad —contestaba el joven, para acto seguido sumirse de nuevo en su silencio distraído y glacial.
Al cabo de un momento tenía que inclinarse de nuevo, y doña Aloïse le decía:
—¿Habéis visto alguna vez un rostro más armonioso y más alegre que el de vuestra prometida? ¿Se puede ser más blanca y más rubia? ¿No son las suyas unas manos perfectas? Y ese cuello, ¿no se mueve con el mismo encanto que el de un cisne? ¡Cuánto os envidio a veces! ¡Y qué afortunado sois de ser hombre, malvado libertino! ¿Verdad que mi Flor de Lis es adorablemente bella y que estáis loco por ella?
—Por supuesto —respondía él, pensando en otra cosa.
—Pero hablad con ella —dijo de pronto doña Aloïse, empujándolo por el hombro—. Os habéis vuelto muy tímido.
Podemos asegurar a nuestros lectores que la timidez no era ni una virtud ni un defecto del capitán. No obstante, intentó hacer lo que se le pedía.
—Bella prima —dijo, acercándose a Flor de Lis—, ¿cuál es el tema de esta obra de tapicería que estáis haciendo?
—Distinguido primo —respondió Flor de Lis con cierto tono despectivo—, ya os lo he dicho tres veces. Es la gruta de Neptuno.
Era evidente que Flor de Lis veía mucho más claramente que su madre las maneras frías y distraídas del capitán. Este sintió la necesidad de dar un poco de conversación.
—¿Y para quién es toda esa neptunería? —preguntó.
—Para la abadía de Saint-Antoine-des-Champs —dijo Flor de Lis sin levantar los ojos.
El capitán cogió una esquina del tapiz.
—¿Quién es, bella prima, este gendarme gordo que toca la trompeta hinchando los carrillos?
—Es Tritón —respondió ella.
Seguía habiendo un tono de cierto enfado en las breves palabras de Flor de Lis. El joven comprendió que era imprescindible decirle algo al oído, una bobada, una galantería, cualquier cosa. Se inclinó, pues, pero fue incapaz de encontrar en su imaginación algo más tierno e íntimo que esto:
—¿Por qué lleva siempre vuestra madre una cotardía blasonada como nuestras abuelas de tiempos de Carlos VII? Decidle, bella prima, que hoy en día eso ya no se considera elegante y que el gozne y el laurel* bordados a modo de blasón en su vestido le dan el aspecto de un manto de chimenea andante. En verdad que la gente ya no se sienta así sobre su bandera, os lo juro.
Flor de Lis alzó hacia él sus bellos ojos llenos de reproche:
—¿Eso es todo lo que me juráis? —dijo en voz baja.
Mientras, la buena doña Aloïse, encantada de verlos así, juntos y susurrando, decía jugueteando con los cierres de su libro de horas:
—¡Qué conmovedora escena de amor!
El capitán, cada vez más incómodo, se inclinó nuevamente sobre el tapiz:
—¡Es realmente un trabajo encantador! —exclamó.
Al oír este comentario, Colombe de Gaillefontaine, otra bella rubia de piel blanca, con el cuello cubierto de damasco azul, pronunció tímidamente unas palabras dirigidas a Flor de Lis, con la esperanza de que el apuesto capitán respondiera a ellas:
—Querida Gondelaurier, ¿habéis visto los tapices del hotel de la Roche-Guyon?
—¿No es ese el hotel en cuyo recinto se encuentra el jardín de la Costurera del Louvre? —preguntó riendo Diane de Christeuil, que tenía unos bonitos dientes y, en consecuencia, viniera o no a cuento, reía.
—Y donde está esa vieja torre de la antigua muralla de París —añadió Amelotte de Montmichel, bella morena, lozana y de pelo rizado, que tenía la costumbre de suspirar igual que la otra reía, sin saber por qué.
—Querida Colombe —intervino doña Aloïse—, ¿os referís al hotel que pertenecía al señor de Bacqueville durante el reinado de Carlos VI? Hay allí soberbios tapices de alto lizo, en efecto.
—¡Carlos VI! ¡El rey Carlos VI! —masculló el joven capitán atusándose el bigote—. ¡Dios mío! ¡Qué cosas tan antiguas recuerda esta buena señora!
La señora de Gondelaurier proseguía:
—Hermosos tapices, en verdad. ¡Un trabajo tan apreciado que pasa por singular!
En ese momento Bérangère de Champchevrier, esbelta niña de siete años que miraba la plaza entre los trifolios del balcón, exclamó:
—¡Oh, mirad, bella madrina Flor de Lis! ¡Hay una bailarina muy guapa que danza sobre el empedrado y toca la pandereta rodeada de burgueses plebeyos!
Se oía, efectivamente, el estremecimiento sonoro de una pandereta.
—Será alguna egipcia de Bohemia —dijo Flor de Lis, volviéndose indolentemente hacia el exterior.
—¡A ver! ¡A ver! —gritaron sus vivarachas compañeras corriendo hacia el borde del balcón, mientras Flor de Lis, pensativa a causa de la frialdad de su prometido, las seguía lentamente, y este último, aliviado por ese incidente que ponía fin a una incómoda conversación, se retiraba al fondo de la estancia con el aire satisfecho de un soldado relevado de servicio.
Era, sin embargo, un delicioso y placentero servicio ocuparse de la bella Flor de Lis, y así se lo había parecido en otros tiempos. Pero el capitán se había hastiado poco a poco; la perspectiva de un próximo matrimonio lo enfriaba de día en día. Además, era de carácter voluble y, ¿es preciso decirlo?, de gustos un tanto vulgares. Aunque de muy noble cuna, había contraído en el oficio más de un hábito de soldadote. Le gustaba la taberna y lo que esta lleva aparejado. Solo se encontraba a gusto entre palabrotas, galanterías militares, mujeres fáciles y éxitos fáciles. Sin embargo, había recibido de su familia una buena educación y buenas maneras; pero había corrido mundo y llevado vida de cuartel siendo demasiado joven, y el barniz del hidalgo se iba borrando progresivamente con el tosco roce de su talabarte de gendarme. Aunque seguía visitándola de vez en cuando por un resto de respeto humano, se sentía doblemente incómodo en casa de Flor de Lis. Para empezar, porque, a fuerza de dispersar su amor por toda clase de lugares, había reservado muy poco para ella; y además porque, rodeado de tantas bellas damas, estiradas y decentes, temía constantemente que su boca, acostumbrada a los reniegos, se desbocara de pronto y se lanzara a proferir expresiones tabernarias. ¡Imagínese el lector el efecto!
Además, todo esto se mezclaba en él con grandes pretensiones de elegancia, de distinción y de buena estampa. Que cada cual case estas cosas como pueda. Yo solo soy historiador.
Llevaba ya un rato, pues, pensando o sin pensar, apoyado en silencio en la chambrana esculpida de la chimenea, cuando Flor de Lis, volviéndose de pronto, le dirigió la palabra. Después de todo, la pobre muchacha se mostraba enfurruñada con él de muy mala gana.
—Distinguido primo, ¿no nos habíais hablado de una joven gitana a la que salvasteis hace dos meses, mientras hacíais la contrarronda nocturna, del ataque de una docena de ladrones?
—Creo que sí, bella prima —dijo el capitán.
—Pues quizá sea esa gitana que baila en la plaza. Venid a ver si la reconocéis, distinguido primo Phoebus.
Él percibió un secreto deseo de reconciliación en esa amable invitación que le hacía de ir junto a ella y en el detalle de llamarlo por su nombre. El capitán Phoebus de Châteaupers (pues es a él a quien el lector tiene ante los ojos desde el comienzo de este capítulo) se acercó lentamente al balcón.
—Fijaos —le dijo Flor de Lis, poniendo tiernamente la mano sobre el brazo de Phoebus—, mirad a esa jovencita que baila allí, en medio de aquel corro. ¿Es vuestra gitana?
Phoebus miró y dijo:
—Sí, la reconozco por la cabra.
—¡Oh, es verdad, qué cabrita más linda! —exclamó Amelotte juntando las manos con admiración.
—¿Los cuernos son de oro auténtico? —preguntó Bérangère.
Sin moverse de su sillón, doña Aloïse tomó la palabra:
—¿No es una de esas gitanas que llegaron el año pasado por la puerta Gibard?
—Madre —dijo con dulzura Flor de Lis—, esa puerta se llama ahora puerta del Infierno.
La señorita de Gondelaurier sabía hasta qué punto le chocaba al capitán la manera de hablar anticuada de su madre. De hecho, este ya empezaba a burlarse, mascullando entre dientes:
—¡La puerta Gibard! ¡La puerta Gibard! ¡Por ahí pasaba Carlos VI!
—¡Madrina! —exclamó Bérangère, cuyos ojos en incesante movimiento se habían alzado de repente hacia la cúspide de las torres de Notre-Dame—. ¿Quién es ese hombre de negro que está allá arriba?
Todas las jóvenes levantaron los ojos. Un hombre, en efecto, estaba acodado en la balaustrada superior de la torre septentrional que daba a la plaza de Grève. Era un sacerdote. Se distinguía claramente su ropa y su rostro apoyado en ambas manos. Por lo demás, no se movía más que una estatua y su mirada fija se abismaba en la plaza.
Tenía algo de la inmovilidad de un milano que acaba de descubrir un nido de gorriones y lo mira.
—Es el arcediano de Josas —dijo Flor de Lis.
—¡Tenéis una vista magnífica si lo reconocéis desde aquí —observó Colombe de Gaillefontaine.
—¡Cómo mira a la bailarina! —añadió Diane de Christeuil.
—Pues que tenga cuidado la egipcia —dijo Flor de Lis—, porque al arcediano no le gusta Egipto.
—Es una pena que ese hombre la mire así —añadió Amelotte de Montmichel—, porque baila maravillosamente.
—Distinguido primo Phoebus —dijo de pronto Flor de Lis—, puesto que conocéis a esa joven gitana, decidle que suba. Será divertido.
—¡Oh, sí! —exclamaron todas las muchachas batiendo palmas.
—Es una locura —contestó Phoebus—. Seguramente ya no se acuerda de mí, y ni siquiera sé su nombre. Pero, puesto que así lo deseáis, señoritas, voy a intentarlo. —E inclinándose por encima de la balaustrada del balcón, se puso a gritar—: ¡Pequeña!
La bailarina no tocaba la pandereta en ese momento. Volvió la cabeza hacia el punto de donde venía la llamada, su mirada brillante se clavó en Phoebus y se detuvo en seco.
—¡Pequeña! —repitió el capitán, y le hizo una seña con la mano para que se acercara.
La joven siguió mirándolo, se sonrojó como si una llama le hubiera subido hasta las mejillas y, con la pandereta bajo el brazo, se dirigió entre los atónitos espectadores hacia la puerta de la casa desde donde Phoebus la llamaba, con paso lento, titubeante, y la mirada turbia de un pájaro que cede a la fascinación de una serpiente.
Un momento después, el cortinaje que cubría el hueco de la puerta fue apartado y la gitana apareció en el umbral de la sala, colorada, desconcertada, sin aliento, sus grandes ojos bajados y sin atreverse a dar un paso más.
Bérangère se puso a aplaudir.
Sin embargo, la bailarina permanecía inmóvil en el umbral de la puerta. Su aparición había producido en aquel grupo de muchachas un efecto singular. Es indudable que un vago e impreciso deseo de agradar al apuesto oficial las animaba a todas a un tiempo, que el espléndido uniforme era el punto de mira de todas sus coqueterías y que, desde que él se hallaba presente, había entre ellas cierta rivalidad secreta, sorda, que apenas se confesaban a sí mismas pero que, aun así, se manifestaba a cada instante en sus gestos y sus palabras. No obstante, como poseían más o menos el mismo grado de belleza, luchaban con las mismas armas y todas podían esperar la victoria. La llegada de la gitana rompió bruscamente ese equilibrio. Era de una belleza tan rara que desde el momento en que apareció en la entrada de la estancia el efecto que causó fue el de que despedía una especie de luz propia. En aquella habitación cerrada, en aquel sombrío marco de cortinajes y artesonados, estaba incomparablemente más guapa y radiante que en la plaza pública. Era como una antorcha que acabaran de trasladar de la luz del día a la oscuridad. Las nobles damiselas se sintieron, a su pesar, deslumbradas. Cada una de ellas se sintió en cierto modo herida en su belleza. Así pues, su frente de batalla, perdónesenos la expresión, cambió en el acto sin que intercambiaran una sola palabra. Pero se entendían de maravilla. Los instintos femeninos se comprenden y se responden más rápidamente que las inteligencias masculinas. Acababa de llegar una enemiga; todas lo intuyeron y todas se aliaron. Basta una gota de vino para colorear un vaso entero de agua; para teñir de cierta contrariedad a todo un grupo de bonitas mujeres, basta con la llegada de una mujer más bonita…, sobre todo cuando solo hay un hombre.
Así pues, el recibimiento dispensado a la gitana fue maravillosamente glacial. La observaron de arriba abajo, después se miraron entre ellas y todo quedó dicho. Se habían entendido. Mientras, la muchacha esperaba que le dijeran algo, tan emocionada que no se atrevía a levantar los ojos.
El capitán rompió el silencio:
—¡A fe mía que es una criatura encantadora! —dijo con su acostumbrado tono de intrépida fatuidad—. ¿Qué os parece a vos, bella prima?
Esta observación, que un admirador más delicado habría hecho al menos en voz baja, no era apropiada para disipar los celos femeninos que permanecían en guardia ante la gitana.
Flor de Lis respondió al capitán con una empalagosa afectación de desdén:
—No está mal.
Las otras cuchicheaban.
Finalmente doña Aloïse, que no era la menos celosa, pues lo estaba por su hija, dirigió la palabra a la bailarina:
—Acercaos, pequeña.
—¡Acercaos, pequeña! —repitió con una dignidad cómica Bérangère, poniéndose a su lado.
La egipcia se aproximó hacia la noble dama.
—Bella niña —dijo Phoebus con engolamiento, dando unos pasos hacia ella—, no sé si tengo la suprema fortuna de que me reconozcáis…
Ella lo interrumpió dirigiéndole una sonrisa y una mirada llenas de una dulzura infinita:
—¡Oh, sí! —dijo.
—Tiene buena memoria —observó Flor de Lis.
—En fin —prosiguió Phoebus—, como la otra noche os escabullisteis con tanta presteza… ¿Acaso os doy miedo?
—¡Oh, no! —dijo ella.
Había en el tono con que ese «¡Oh, no!» fue pronunciado después de aquel «¡Oh, sí!» algo indescriptible que hirió a Flor de Lis.
—Pues me dejasteis en vuestro lugar a un bribón bastante huraño, tuerto y jorobado —continuó el capitán, cuya lengua se soltaba al hablarle a una muchacha de la calle—, el campanero del obispo, por lo que tengo entendido. Me han dicho que es hijo bastardo de un arcediano y diablo de nacimiento. Tiene un nombre gracioso. Se llama Témporas, o Pascua Florida, o Martes de Carnaval, ya no me acuerdo. ¡En fin, un nombre de fiesta de repicar campanas! ¡Y se permitía raptaros, como si vos estuvieseis hecha para sacristanes! ¡Es el colmo! A ver, ¿qué demonios quería de vos ese mochuelo?, decidme.
—No lo sé —respondió ella.
—¡Es inconcebible tamaña insolencia! ¡Raptar un campanero a una muchacha, como si fuera un vizconde! ¡Cazar furtivamente un villano en cotos reservados a los hidalgos! No es una cosa habitual. Aunque lo ha pagado caro. Maese Pierrat Torterue es el más rudo palafrenero que haya almohazado jamás a un tunante, y os diré, por si eso puede consolaros, que no le han temblado las manos a la hora de zurrar a vuestro campanero.
—¡Pobre hombre! —dijo la gitana, a quien esas palabras reavivaban el recuerdo de la escena de la picota.
El capitán rompió a reír.
—¡Cuernos! ¡Hete aquí una compasión tan bien aplicada como una pluma en el culo de un cerdo! Que me vuelva barrigudo como un papa si…
Se detuvo en seco.
—Perdón, señoras mías. Creo que iba a decir alguna tontería.
—¡Por Dios, señor! —dijo Colombe de Gaillefontaine.
—Le habla a esa criatura en su lengua —añadió a media voz Flor de Lis, cuyo despecho crecía por momentos, despecho que no disminuyó ni un ápice cuando vio al capitán, encantado con la gitana y sobre todo consigo mismo, girar sobre sus talones repitiendo con una tosca galantería, ingenua y soldadesca:
—¡Una guapa muchacha, doy fe!
—Muy rústicamente vestida —dijo Diane de Christeuil riendo y mostrando sus bonitos dientes.
Esta reflexión fue un rayo de luz para las demás. Les hizo ver el lado vulnerable de la egipcia. Como no podían atacarla por su belleza, arremetieron contra su vestimenta.
—Es verdad, pequeña —dijo Amelotte de Montmichel—, ¿dónde has aprendido a andar por las calles sin camisola y sin gola?
—Y con una falda tan corta que da frío verla —añadió Colombe de Gaillefontaine.
—Querida —prosiguió con bastante acritud Flor de Lis—, os exponéis a que os arresten los soldados de la docena por llevar ese cinturón dorado.
—Pequeña, pequeña —intervino de nuevo Diane de Christeuil con una sonrisa implacable—, si te cubrieras decentemente los brazos con unas mangas, estarían menos quemados por el sol.
Era realmente un espectáculo digno de un espectador más inteligente que Phoebus, ver cómo aquellas bellas jóvenes, con sus lenguas envenenadas e irritadas, serpenteaban, se deslizaban y se retorcían alrededor de la bailarina callejera. Eran crueles y graciosas. Rebuscaban, fisgoneaban malignamente con la palabra en su pobre y estrambótica vestimenta de lentejuelas y oropeles. Las risas, las ironías y las humillaciones no tenían fin. Los sarcasmos llovían sobre la egipcia, y la benevolencia altanera, y las miradas despectivas. Uno podría haber creído estar ante esas jóvenes damas romanas que se divertían clavando alfileres de oro en los pechos de una bella esclava. Parecían elegantes galgas de caza dando vueltas, con las fosas nasales dilatadas y los ojos ardientes, alrededor de una pobre cervatilla del bosque a la que la mirada del amo les prohíbe devorar.
¿Qué era, después de todo, frente a esas jóvenes de alcurnia una miserable bailarina de plaza pública? No parecían tener en cuenta lo más mínimo su presencia y hablaban de ella delante de ella, a ella misma, en voz alta, como de algo bastante sucio, bastante abyecto y bastante bonito a un tiempo.
La gitana no era insensible a aquellos alfilerazos. De vez en cuando, un rubor de vergüenza o un destello de cólera inflamaba sus ojos o sus mejillas. Una réplica desdeñosa parecía vacilar en sus labios, y hacía con desprecio aquel mohín que el lector ya conoce. Pero callaba. Inmóvil, mantenía fija en Phoebus una mirada triste y dulce de resignación. Había también dicha y ternura en aquella mirada. Se habría dicho que se contenía por miedo a que la echaran.
Phoebus, por su parte, reía, y se ponía de parte de la gitana con una mezcla de impertinencia y compasión.
—¡Dejadlas hablar, pequeña! —repetía, haciendo sonar sus espuelas de oro—. No cabe duda de que vuestra vestimenta es un poco extravagante y rústica, pero ¿qué importancia tiene eso siendo como sois una joven encantadora?
—¡Dios mío! —exclamó la rubia Gaillefontaine, irguiendo su cuello de cisne con una sonrisa amarga—. Veo que los señores arqueros de la ordenanza del rey se prendan fácilmente de los bellos ojos egipcios.
—¿Y por qué no? —replicó Phoebus.
Ante esta respuesta, displicentemente lanzada por el capitán como una piedra perdida que ni siquiera mira uno caer, Colombe se echó a reír, y Diane, y Amelotte, y Flor de Lis, a quien al mismo tiempo le asomó una lágrima a los ojos.
La gitana, que había bajado la vista al oír el comentario de Colombe de Gaillefontaine, la alzó de nuevo radiante de alegría y de orgullo para volver a fijarla en Phoebus. Estaba bellísima en aquel momento.
La respetable dama, que observaba aquella escena, se sentía ofendida sin comprender qué pasaba.
—¡Virgen santa! —exclamó de pronto—. ¿Qué es esto que se mueve entre mis piernas? ¡Ay! ¡Detestable animal!
Era la cabra, que acababa de llegar buscando a su ama y que, al precipitarse hacia ella, se había enredado los cuernos en el montón de tela que formaba el vestido de la noble dama a sus pies cuando estaba sentada.
Aquello armó un gran revuelo. La gitana, sin decir una palabra, la liberó.
—¡Oh! ¡Es la cabritilla que tiene las pezuñas de oro! —exclamó Bérangère saltando de alegría.
La gitana se puso de rodillas y apoyó contra su mejilla la cabeza acariciadora de la cabra. Se habría dicho que le pedía perdón por haberla abandonado.
Mientras tanto, Diane le susurraba al oído a Colombe:
—¡Ay, Dios mío! ¿Cómo no lo había pensado antes? Es la gitana de la cabra. Dicen que es bruja y que su cabra hace imitaciones realmente milagrosas.
—Pues entonces —dijo Colombe—, la cabra tiene que divertirnos a nosotras también y hacernos un milagro.
Diane y Colombe se dirigieron vehementemente a la egipcia:
—Pequeña, dile a tu cabra que nos haga un milagro.
—No sé qué queréis decir —contestó la bailarina.
—Un milagro, un truco…, en fin, magia.
—No sé hacer esas cosas —dijo la gitana, y se puso a acariciar de nuevo al animalito repitiendo—: Djali, Djali…
En ese momento Flor de Lis se fijó en una bolsita de cuero bordada que la cabra llevaba colgada del cuello.
—¿Qué es eso? —le preguntó a la egipcia.
Esta levantó sus grandes ojos hacia ella y le respondió con gran seriedad:
—Es mi secreto.
«Me gustaría saber cuál es ese secreto», pensó Flor de Lis.
Entre tanto, la buena señora se había levantado un tanto irritada.
—Vamos a ver, gitana, si ni tú ni tu cabra vais a bailarnos nada, ¿qué hacéis aquí?
La gitana, sin responder, se dirigió lentamente hacia la puerta. Pero, cuanto más se acercaba a ella, más se ralentizaba su paso. Un irresistible imán parecía retenerla. De pronto volvió sus ojos húmedos de lágrimas hacia Phoebus y se detuvo.
—¡Vive Dios! —exclamó el capitán—. No es manera de irse. Volved y bailadnos algo. Por cierto, encanto, ¿cómo os llamáis?
—Esmeralda —respondió la bailarina sin apartar la mirada de él.
Al oír este extraño nombre, las jóvenes rompieron a reír a carcajadas.
—¡Terrible nombre para una señorita! —exclamó Diane.
—Ya lo veis —dijo Amelotte—, es una hechicera.
—Querida —declaró solemnemente doña Aloïse—, vuestros padres no pescaron ese nombre en la pila bautismal.
Desde hacía unos minutos, sin que nadie se fijara en ella, Bérangère había atraído a la cabra con un mazapán hasta un rincón de la sala. En un momento se habían hecho buenas amigas. La curiosa niña había desatado la bolsita que la cabra llevaba colgada del cuello, la había abierto y había vaciado sobre la estera su contenido. Era un alfabeto en el que cada letra estaba escrita en una pequeña tablilla de boj. En cuanto aquellos juguetes estuvieron extendidos sobre la estera, la niña vio con sorpresa que la cabra —uno de cuyos «milagros» debía de ser ese— separaba determinadas letras con su pata dorada y las disponía, empujándolas suavemente, en un orden particular. Al cabo de un instante, aquello compuso una palabra que la cabra parecía tener práctica en escribir, por lo poco que vaciló para formarla, y Bérangère exclamó de pronto, juntando las manos con admiración:
—¡Madrina Flor de Lis, mirad lo que la cabra acaba de hacer!
Flor de Lis se acercó y se estremeció. Las letras dispuestas en el suelo formaban esta palabra:
PHOEBUS
—¿Ha sido la cabra la que lo ha escrito? —preguntó con la voz alterada.
—Sí, madrina —respondió Bérangère.
Era imposible ponerlo en duda: la niña no sabía escribir.
«¡Ese es el secreto!», pensó Flor de Lis.
Pero el grito de la niña había atraído la atención de todos, de la madre, de las jóvenes, de la gitana y del oficial.
La gitana vio la tontería que acababa de hacer la cabra. Se puso roja, después pálida, y se echó a temblar como si fuera culpable de un delito ante el capitán, que la miraba con una sonrisa de satisfacción y de sorpresa.
—¡Phoebus! —murmuraban las jóvenes, estupefactas—. ¡Es el nombre del capitán!
—¡Tenéis una memoria excelente! —dijo Flor de Lis a la gitana, que se había quedado petrificada—. ¡Oh! —balbució, estallando en sollozos y tapándose la cara con sus bellas manos—. ¡Es una maga!
Pero oía una voz todavía más amarga decirle en el fondo del corazón: «¡Es una rival!».
La muchacha se desvaneció.
—¡Hija mía! ¡Hija mía! —gritó la madre, espantada—. ¡Vete, gitana del infierno!
Esmeralda recogió en un abrir y cerrar de ojos las malhadadas letras, hizo una seña a Djali y salió por una puerta mientras por otra se llevaban a Flor de Lis.
El capitán Phoebus, que se había quedado solo, dudó un momento entre las dos puertas y acabó decidiéndose por seguir a la gitana.