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UN SACERDOTE Y UN FILÓSOFO SON DOS

El sacerdote que las jóvenes habían visto en lo alto de la torre septentrional asomado a la plaza y tan atento al baile de la gitana era, en efecto, el arcediano Claude Frollo.

Nuestros lectores no habrán olvidado la misteriosa celda que el arcediano se había reservado en esa torre. (No sé, dicho sea de paso, si no es la misma cuyo interior todavía hoy puede verse por una pequeña lucera cuadrada, abierta al levante a la altura de un hombre, en la plataforma desde la que se alzan las torres; un cuartucho, ahora desnudo, vacío y destartalado, cuyas paredes mal enlucidas están «decoradas» en estos momentos con unos horrendos grabados amarillentos que representan fachadas de catedrales. Supongo que murciélagos y arañas se disputan ese agujero para habitarlo y que, en consecuencia, se libra en él una doble guerra de exterminio contra las moscas.)

Todos los días, una hora antes de la puesta del sol, el arcediano subía la escalera de la torre y se encerraba en esa celda, donde pasaba a veces noches enteras. Aquel día, en el momento en que, una vez ante la puerta del cubículo, metía en la cerradura la pequeña y complicada llave que llevaba siempre en la escarcela colgada en su costado, un ruido de pandereta y castañuelas había llegado a sus oídos. El ruido procedía de la plaza del Atrio. La celda, ya lo hemos dicho, solo tenía una lucera que daba a la grupa de la iglesia. Claude Frollo había sacado precipitadamente la llave y unos instantes después estaba en la cúspide de la torre, en la actitud sombría y de recogimiento en que las jóvenes lo habían visto.

Se hallaba allí, serio, inmóvil, absorto en una contemplación y en un pensamiento. Todo París estaba a sus pies, con las mil flechas de sus edificios y su horizonte circular de suaves colinas, con su río que serpentea bajo los puentes y su pueblo que ondula por las calles, con la nube de humo de sus chimeneas, con la cadena montañosa de sus tejados que aprisiona a Notre-Dame entre sus eslabones reforzados. Pero de toda la ciudad el arcediano solo miraba un punto del empedrado: la plaza del Atrio; de toda la multitud, solo una figura: la gitana.

Habría resultado difícil decir de qué naturaleza era esa mirada y de dónde procedía la llama que despedía. Era una mirada fija, y sin embargo llena de desazón y de turbulencia. Y a juzgar por la profunda inmovilidad de todo su cuerpo, apenas agitado a intervalos por un escalofrío maquinal, como un árbol por el viento, a juzgar por la rigidez de sus codos, más marmóreos que la balaustrada en la que se apoyaban, viendo la sonrisa petrificada que contraía su rostro, se habría dicho que en Claude Frollo los ojos eran lo único que quedaba con vida.

La gitana bailaba. Hacía girar la pandereta con la punta del dedo y la lanzaba al aire bailando zarabandas provenzales; ágil, ligera, alegre y sin sentir el peso de la terrible mirada que caía a plomo sobre su cabeza.

La gente bullía a su alrededor; de vez en cuando, un hombre ataviado con una ridícula casaca amarilla y roja hacía formar un círculo, volvía a sentarse en una silla a unos pasos de la bailarina y apoyaba la cabeza de la cabra sobre sus rodillas. Ese hombre parecía ser el compañero de la gitana. Claude Frollo, desde el punto elevado donde estaba situado, no podía distinguir sus facciones.

Desde el momento en que el arcediano vio a aquel desconocido, su atención pareció repartirse entre la bailarina y él, y su semblante se tornó cada vez más sombrío. De pronto se irguió y un temblor recorrió todo su cuerpo:

—¿Quién será ese hombre? —dijo entre dientes—. ¡Siempre la había visto sola!

Entonces se adentró de nuevo bajo la bóveda tortuosa de la escalera en espiral y bajó. Al pasar ante la puerta del carillón, que estaba entreabierta, vio algo que le sorprendió, vio a Quasimodo asomado a una abertura de esos colgadizos de pizarra que parecen enormes celosías, mirando también la plaza. Se hallaba absorto en una contemplación tan profunda que no se percató del paso de su padre adoptivo. Su ojo salvaje tenía una expresión singular. Era una mirada cautivada y dulce.

—¡Esto sí que es raro! —murmuró Claude—. ¿Será a la egipcia a quien mira así?

El preocupado arcediano siguió bajando. Al cabo de unos minutos salió a la plaza por la puerta situada al pie de la torre.

—¿Qué ha sido de la gitana? —preguntó, mezclándose con el grupo de espectadores que la pandereta había congregado.

—No lo sé —respondió uno de ellos—, acaba de desaparecer. La han llamado desde esa casa de ahí enfrente y supongo que habrá ido allí a bailar un fandango.

En lugar de la egipcia, sobre aquella misma alfombra cuyos arabescos se borraban poco antes bajo el dibujo caprichoso de su danza, el arcediano solo vio al hombre de rojo y amarillo, quien, para ganarse también unas monedas, se paseaba alrededor del círculo con los codos apoyados en las caderas, la cabeza echada hacia atrás, la cara congestionada y el cuello estirado, sosteniendo una silla entre los dientes. Sobre esa silla, el hombre había atado a un gato que le había prestado una vecina y que gruñía aterrorizado.

—¡Por Notre-Dame! —exclamó el arcediano en el momento en que el saltimbanqui, sudando a mares, pasó por delante de él con su pirámide de silla y gato—. ¿Qué hace aquí maese Pierre Gringoire?

La voz severa del arcediano sobresaltó al pobre diablo de tal forma que perdió el equilibrio con todo su edificio, y silla y gato cayeron juntos sobre la cabeza de los asistentes, en medio de un griterío interminable.

Probablemente maese Pierre Gringoire (pues no era otro) habría tenido que saldar una enojosa cuenta con la vecina del gato, y con todas las caras contusas y arañadas que lo rodeaban, si no se hubiera apresurado a aprovechar el tumulto para refugiarse en la iglesia, adonde Claude Frollo le había indicado por señas que lo acompañara.

La catedral estaba ya oscura y desierta. Las naves laterales se hallaban sumidas en las tinieblas y las lámparas de las capillas empezaban a brillar, tal era la negrura que invadía las bóvedas. Tan solo el gran rosetón de la fachada, cuyos mil colores estaban bañados por un rayo de sol horizontal, resplandecía en la penumbra como un puñado de diamantes y reflejaba en el otro extremo de la nave su espectro deslumbrador.

Cuando hubieron dado unos pasos, don Claude apoyó la espalda en un pilar y miró a Gringoire fijamente. Esa mirada no era la que Gringoire temía, avergonzado como estaba de haber sido sorprendido por una persona docta y circunspecta con aquel traje de farandulero. La mirada del sacerdote no tenía ni rastro de burla ni ironía; era seria, tranquila y penetrante. El arcediano fue quien rompió el silencio.

—Venid acá, maese Pierre. Tenéis que explicarme muchas cosas. Para empezar, ¿a qué se debe que no os haya visto desde hace casi dos meses y que os encuentre en la calle con tan elegante indumentaria, amarilla y roja como una manzana?

—Micer —dijo, compungido, Gringoire—, es en verdad un prodigioso atavío, y me hace sentir más avergonzado que un gato con una calabaza por sombrero. Está muy mal, me doy cuenta de ello, exponer a los señores soldados de la guardia a aporrear bajo esta casaca el húmero de un filósofo pitagórico. Pero ¿qué queréis, reverendo maestro? La culpa la tiene mi antiguo jubón, que me abandonó cobardemente a comienzos del invierno con el pretexto de que se caía a trozos y necesitaba ir a descansar al cesto del trapero. ¿Qué podía hacer? La civilización no ha avanzado aún hasta el punto de que podamos ir completamente desnudos, como quería el antiguo Diógenes. Añadid a esto que soplaba un viento muy frío, y no es precisamente el mes de enero el más indicado para intentar que la humanidad dé ese nuevo paso con éxito. El caso es que apareció esta casaca. La cogí y dejé en su lugar mi vieja ropilla negra, la cual, para un hermético como yo, estaba muy poco herméticamente cerrada. Héteme aquí, pues, vestido de histrión, como san Ginés. ¿Qué queréis? Es un eclipse. El propio Apolo cuidó cerdos en casa de Admeto.

—¡Buen oficio os habéis buscado! —replicó el arcediano.

—Reconozco, maestro, que es mejor filosofar y poetizar, soplar la llama en el fogón o recibirla del cielo que andar por las calles llevando gatos. Por eso cuando me habéis llamado me he quedado más parado que un asno delante de un asador. Pero ¿qué queréis, micer? Hay que vivir todos los días, y los más bellos versos alejandrinos no equivalen entre los dientes a un trozo de queso de Brie. Yo escribí para Margarita de Flandes aquel famoso epitalamio que conocéis y la ciudad no me lo paga con la excusa de que no era excelente, como si se pudiera dar por cuatro escudos una tragedia de Sófocles. Iba, pues, a morirme de hambre. Afortunadamente, me he encontrado un poco fuerte en lo tocante a mandíbula, así que le he dicho a la mandíbula: haz demostraciones de fuerza y de equilibrio y aliméntate tú misma, ale te ipsam. Un montón de mendigos que se han hecho buenos amigos míos me han enseñado veinte clases de trucos hercúleos, y ahora doy todas las noches a mis dientes el pan que se han ganado durante el día con el sudor de mi frente. Aun así, concedo, admito que es un triste empleo de mis facultades intelectuales y que el hombre no está hecho para pasarse la vida tocando la pandereta y mordiendo sillas. Pero, reverendo maestro, no basta con pasar la vida, hay que ganársela.

Don Claude escuchaba en silencio. De pronto en sus ojos hundidos apareció una expresión tan sagaz y penetrante que Gringoire se sintió, por así decirlo, escudriñado hasta el fondo del alma por aquella mirada.

—Muy bien, maese Pierre, pero ¿por qué razón os encontráis ahora en compañía de esa bailarina de Egipto?

—¡Repámpanos! —dijo Gringoire—. Porque ella es mi mujer y yo soy su marido.

La mirada tenebrosa del sacerdote se encendió.

—¿Eso has hecho, miserable? —gritó, asiendo con furia a Gringoire por el brazo—. ¿Te ha abandonado Dios hasta el punto de poner las manos sobre esa joven?

—Os juro por mi parte de paraíso, monseñor —repuso Gringoire temblando de arriba abajo—, que jamás la he tocado, si es eso lo que os inquieta.

—¿Qué dices entonces de marido y mujer? —preguntó el sacerdote.

Gringoire se apresuró entonces a contarle lo más sucintamente posible todo lo que el lector ya sabe, su aventura en la Corte de los Milagros y su matrimonio del cántaro roto. Al parecer, ese matrimonio no había tenido aún un desenlace, pues la gitana seguía escamoteándole la noche de bodas igual que había hecho el primer día.

—Es una contrariedad —dijo al terminar la narración de los hechos—, pero eso obedece a que he tenido la desgracia de desposar a una virgen.

—¿Qué queréis decir? —preguntó el arcediano, que se había apaciguado gradualmente escuchando el relato.

—Es bastante difícil de explicar —respondió el poeta—. Se trata de una superstición. Mi mujer es, por lo que me ha dicho un viejo ratero al que entre nosotros llamamos el duque de Egipto, una niña abandonada, o perdida, que para el caso es lo mismo. Lleva en el cuello un amuleto que aseguran que le permitirá un día encontrar a sus padres, pero que perdería su virtud si la joven perdiera la suya. La consecuencia de eso es que los dos acabamos siendo muy virtuosos.

—Entonces —dijo don Claude, cuyo semblante se serenaba por momentos—, ¿vos creéis, maese Pierre, que esa joven no ha sido tocada por hombre alguno?

—¿Qué queréis que haga un hombre ante una superstición, don Claude? Ella tiene eso metido en la cabeza. Considero que semejante mojigatería de monja que resiste ferozmente entre esas muchachas bohemias tan fáciles de domar es con toda seguridad una rareza. Pero dispone de tres cosas para protegerse: el duque de Egipto, que la ha tomado bajo su custodia, esperando quizá venderla a algún abad; toda su tribu, que le profesa una veneración singular, como si fuera una Virgen; y un puñalito que la barbiana lleva siempre escondido en alguna parte, pese a las órdenes del preboste, y que aparece en sus manos en cuanto la coges por la cintura. ¡Es una avispa furiosa, vamos!

El arcediano acribilló a Gringoire a preguntas.

Esmeralda era, según el buen entender de Gringoire, una criatura inofensiva y encantadora, guapa salvo cuando hacía un mohín que le era muy propio; una muchacha ingenua y apasionada, ignorante de todo y apasionada por todo, desconocedora aún, incluso en sueños, de la diferencia entre una mujer y un hombre, loca sobre todo por la danza, por el ruido, por el aire libre; una especie de mujer abeja, que tenía alas invisibles en los pies y vivía en un torbellino. Debía esta naturaleza a la vida errante que siempre había llevado. Gringoire se había enterado de que siendo muy pequeña había recorrido España y Cataluña, y llegado hasta Sicilia; creía incluso que había ido con la caravana de cíngaros de la que formaba parte al reino de Argel, país situado en Acadia, la cual limita por un lado con Albania y Grecia y por el otro con el mar de las Sicilias, que es el camino de Constantinopla. Los bohemios, decía Gringoire, eran vasallos del rey de Argel, en su calidad de jefe de la nación de los moros blancos. Lo que era seguro es que Esmeralda había venido a Francia desde Hungría siendo muy pequeña todavía. De todos esos países, la muchacha había traído jirones de jergas extrañas, canciones e ideas extranjeras que convertían su lenguaje en algo tan abigarrado como su vestimenta, medio parisina y medio africana. Por lo demás, la gente de los barrios que frecuentaba la quería por su alegría, por su amabilidad, por su viveza, por sus bailes y por sus canciones. Ella creía que en toda la ciudad solo la odiaban dos personas, de las que hablaba a menudo con temor: la Sachette de la Tour-Roland, una horrible reclusa que sentía no se sabe qué rencor hacia las egipcias y maldecía a la pobre bailarina cada vez que pasaba ante su lucera, y un sacerdote que jamás se cruzaba con ella sin dirigirle miradas y palabras que le daban miedo. Esta última circunstancia turbó sobremanera al arcediano, aunque Gringoire no prestó demasiada atención a ello; habían bastado dos meses para hacer olvidar al despreocupado poeta los detalles singulares de la noche en que había conocido a la egipcia y la presencia del arcediano en todo aquel incidente. Al fin y al cabo, la pequeña bailarina no tenía nada que temer; no decía la buenaventura, lo que la ponía a resguardo de esos procesos por magia tan frecuentemente incoados contra las gitanas. Además, Gringoire hacía el papel de hermano, ya que no de marido. Después de todo, el filósofo soportaba muy pacientemente aquella especie de matrimonio platónico. Al menos le proporcionaba cama y pan. Todas las mañanas salía de la truhanería, casi siempre con la egipcia, y la ayudaba a hacer su colecta de tarjas, blancas y otras monedas en las plazas; todas las noches regresaba con ella bajo el mismo techo, la dejaba encerrarse en su cuartito y se dormía profundamente. Una existencia muy dulce, bien mirado, decía, y muy propicia a la ensoñación. Además, en su alma y su conciencia, el filósofo no estaba muy seguro de estar perdidamente enamorado de la gitana. Quería a la cabra casi tanto como a ella. Era un animalito encantador, dulce, inteligente, espiritual, una cabra sabia. Nada más común en la Edad Media que esos animales sabios que despertaban el asombro general y que conducían con frecuencia a sus instructores a la hoguera. Sin embargo, las brujerías de la cabra de pezuñas doradas eran trucos muy inocentes. Gringoire se los explicó al arcediano, a quien esos detalles parecían interesar vivamente. Bastaba, en la mayoría de los casos, presentar la pandereta a la cabra de tal o cual manera para que ella hiciera la gracia deseada. La había adiestrado la gitana, que tenía para esas cosas una habilidad tan grande que no le habían hecho falta más de dos meses para enseñar a la cabra a escribir con letras sueltas la palabra «Phoebus».

—¡Phoebus! —dijo el cura—. ¿Por qué Phoebus?

—No lo sé —respondió Gringoire—. Quizá sea una palabra que ella cree dotada de alguna virtud mágica y secreta. La repite a menudo a media voz cuando cree que está sola.

—¿Estáis seguro —insistió Claude con su mirada penetrante— de que es una simple palabra y no un nombre?

—¿Un nombre de quién? —dijo el poeta.

—¡Yo qué sé! —dijo el sacerdote.

—Os diré lo que yo imagino, micer. Estos bohemios son un poco guebros* y adoran al sol. De ahí lo de Phoebus.

—No me parece a mí tan claro como a vos, maese Pierre.

—Al fin y al cabo, a mí no me importa. Que masculle Phoebus todo lo que quiera. Lo que es seguro es que Djali me quiere ya tanto como ella.

—¿Quién es esa Djali?

—La cabra.

El arcediano apoyó el mentón en una mano y pareció quedarse un momento pensativo. De pronto se volvió bruscamente hacia Gringoire.

—¿Y me juras que no la has tocado?

—¿A quién? —dijo Gringoire—. ¿A la cabra?

—No, a esa mujer.

—¿A mi mujer? Os juro que no.

—¿Y estás a menudo a solas con ella?

—Una hora larga todas las noches.

Don Claude frunció el entrecejo.

—¡Oh! Solus cum sola non cogitabuntur orare Pater noster.*

—A fe mía que podría rezar el Pater, y el Ave Maria, y el Credo in Deum patrem omnipotentem, sin que ella me prestara más atención que una gallina a una iglesia.

—Júrame por el vientre de tu madre —repitió el arcediano en un tono agresivo— que no has tocado a esa criatura ni con la punta del dedo.

—Lo juraría también por la cabeza de mi padre, pues las dos cosas guardan más de una relación. Pero, reverendo maestro, permitidme a mí también una pregunta.

—Hablad, señor.

—¿Qué os importa a vos todo eso?

El pálido semblante del arcediano se tornó rojo como las mejillas de una jovencita. El sacerdote permaneció un momento sin responder.

—Escuchad, maese Pierre Gringoire —dijo por fin, con una incomodidad manifiesta—, que yo sepa, todavía no estáis condenado. Me intereso por vos y deseo vuestro bien. Y el menor contacto con esa egipcia del demonio os haría vasallo de Satanás. Vos sabéis que el cuerpo es siempre lo que pierde al alma. ¡Pobre de vos si os acercáis a esa mujer! Eso es todo.

—Lo intenté una vez —dijo Gringoire, rascándose una oreja—. Fue el primer día, pero me pinché.

—¿Tuvisteis semejante desvergüenza, maese Pierre?

El rostro del sacerdote se ensombreció de nuevo.

—En otra ocasión —continuó el poeta, sonriendo—, miré por el ojo de la cerradura antes de acostarme y vi en camisón a la dama más deliciosa que jamás haya hecho crujir la lona de una cama bajo sus pies desnudos.

—¡Vete al diablo! —gritó el cura con una mirada terrible, y, empujando por los hombros al asombrado Gringoire, se adentró dando grandes zancadas bajo las más oscuras arcadas de la catedral.