Una hermosa mañana de aquel mismo mes de marzo, creo que era el sábado 29, día de San Eustaquio, nuestro joven amigo el estudiante Jehan Frollo del Molino se percató al vestirse de que los greguescos, que contenían su bolsa, no hacían ningún sonido metálico.
—¡Pobre bolsa! —dijo, sacándola de la faltriquera—. ¡Ni la más pequeña moneda! ¡Qué cruelmente te han destripado los dados, las jarras de cerveza y Venus! ¡Qué vacía, arrugada y flácida estás! ¡Pareces la garganta de una furia! Yo os pregunto, señor Cicerón y señor Séneca, cuyos ejemplares totalmente apergaminados veo esparcidos por el suelo, de qué me sirve saber, mejor que un acuñador de monedas o que un judío del Pont-aux-Changeurs, que un escudo de oro con la corona vale treinta y cinco oncenos* de veinticinco sueldos y ocho dineros parisienses cada uno, y que un escudo con la media luna vale treinta y seis oncenos de veintiséis sueldos y seis dineros torneses por pieza, ¡si no tengo un miserable liarte negro para apostarlo al seis doble! ¡Oh, cónsul Cicerón, no es esta una calamidad de la que se pueda salir airoso con perífrasis, quemadmodum y verum enim vero!**
Continuó vistiéndose muy atribulado. Una idea había acudido a su mente mientras se ataba los botines, pero al principio la rechazó; sin embargo, acudió de nuevo, y se puso el chaleco al revés, signo evidente de un violento combate interior. Al final, arrojó bruscamente el gorro al suelo y exclamó:
—¡Qué se le va a hacer! ¡Lo que tenga que ser será! Voy a ir a casa de mi hermano. Me ganaré un sermón, pero también me ganaré un escudo.
Se puso precipitadamente su casaca de abultadas hombreras, recogió el gorro y salió a la desesperada.
Bajó por la calle Harpe hacia la Cité. Al pasar por delante de la calle Huchette, el olor de aquellos admirables espetones girando sin cesar fue a cosquillearle el aparato olfativo y dirigió una mirada amorosa al ciclópeo asador que arrancó un día al franciscano Calatagirone esta patética exclamación: Veramente, queste rotisserie sono cosa stupenda! Pero Jehan no tenía con qué pagar y se adentró exhalando un profundo suspiro bajo el pórtico del Petit-Châtelet, enorme trébol doble de torres macizas que guardaba la entrada de la Cité.
Ni siquiera se entretuvo tirando una piedra al pasar, como era costumbre, a la miserable estatua de Périnet Leclerc, que había entregado el París de Carlos VI a los ingleses, crimen que su efigie, apedreada y embarrada la cara, ha expiado durante tres siglos en el cruce de las calles Harpe y Buci, como si de una picota eterna se tratase.
Una vez cruzado el Petit-Pont y pasada la calle Neuve-Sainte-Geneviève, Jehan de Molendino se encontró delante de la catedral de Notre-Dame. Entonces la indecisión lo asaltó de nuevo y se paseó unos instantes alrededor de la estatua del señor Gris, repitiéndose angustiado:
—¡El sermón es seguro, pero el escudo es dudoso!
Detuvo a un sacristán que salía del claustro para preguntarle:
—¿Dónde está el arcediano de Josas?
—Creo que está en su escondrijo de la torre —respondió el sacristán—, y no os aconsejo que lo molestéis, a menos que vengáis de parte de alguien como el papa o el rey.
Jehan dio una palmada.
—¡Diablos! ¡Hete aquí una magnífica ocasión de ver el famoso cuarto de las brujerías!
Animado por esta idea, cruzó resueltamente la pequeña puerta negra y comenzó a subir la escalera de caracol de Saint-Gilles que conduce a los pisos superiores de la torre.
—¡Voy a ver! —se decía por el camino—. ¡Por todos los santos! ¡Tiene que ser algo curioso esa celda que mi reverendo hermano oculta igual que sus partes pudendas! Dicen que enciende cocinas infernales y cuece a fuego vivo la piedra filosofal. ¡Rediós! ¡Me importa a mí una higa la piedra filosofal! ¡Preferiría encontrar en su hornillo una tortilla de huevos de Pascua con tocino que la mayor piedra filosofal del mundo!
Cuando llegó a la galería de las columnillas, se tomó un respiro y juró contra la interminable escalera por no sé cuántos millones de carretadas de diablos antes de reanudar su ascenso por la estrecha puerta de la torre septentrional, hoy cerrada al público. Momentos después de haber dejado atrás el habitáculo de las campanas, encontró un pequeño rellano practicado en un entrante lateral y, bajo la bóveda, una pequeña puerta ojival cuya enorme cerradura y cuyo poderoso armazón de hierro pudo observar por una tronera practicada enfrente, en la pared circular de la escalera. Quienes tengan hoy curiosidad por ver esa puerta la reconocerán por esta inscripción, grabada en letras blancas sobre la pared negra: ADORO A CORALIE, 1829. Firmado UGÈNE. «Firmado» figura en el texto.
—¡Uf! —dijo el estudiante—. Debe de ser aquí.
La llave estaba en la cerradura. La puerta, justo delante de él. La empujó despacio y asomó la cabeza por la abertura.
El lector sin duda conoce un poco la obra admirable de Rembrandt, ese Shakespeare de la pintura. Entre innumerables grabados maravillosos, hay en particular un aguafuerte que representa, supuestamente, al doctor Fausto y que es imposible contemplar sin sentirse deslumbrado. Es una celda oscura. El centro lo ocupa una mesa cargada de objetos repulsivos, calaveras, esferas, alambiques, compases, pergaminos jeroglíficos… El doctor está delante de la mesa, con una gran hopalanda y un gorro de piel calado hasta las cejas. Solo se le ve medio cuerpo. Está medio levantado del inmenso sillón, apoyando las manos crispadas en la mesa, y mira con curiosidad y terror un gran círculo luminoso, formado por letras mágicas, que brilla en la pared del fondo como el espectro solar en la cámara oscura. Ese sol cabalístico parece temblar y su resplandor misterioso llena la lóbrega celda. Es horrible y al mismo tiempo es bello.
Algo bastante parecido a la celda de Fausto se ofreció a la vista de Jehan cuando asomó la cabeza por la puerta entreabierta. Era igualmente un reducto sombrío y apenas iluminado. Había también un gran sillón y una gran mesa, compases, alambiques, esqueletos de animales colgados del techo, una esfera rodando por el suelo, hipocéfalos mezclados con tarros donde temblaban láminas de oro, calaveras sobre vitelas repletas de figuras y caracteres, gruesos manuscritos apilados, abiertos sin piedad por las quebradizas esquinas del pergamino, en fin, todas las porquerías de la ciencia, y por doquier, sobre ese batiburrillo, polvo y telarañas; pero no había ningún círculo de letras luminosas, ningún doctor en éxtasis contemplando la resplandeciente visión como el águila mira su sol.
La celda, sin embargo, no estaba desierta. Un hombre estaba sentado en el sillón e inclinado sobre la mesa. Jehan, al que este le daba la espalda, solo podía ver sus hombros y la parte posterior de su cabeza; pero no tuvo dificultades para reconocer aquella cabeza calva a la que la naturaleza había dado una tonsura eterna, como si hubiera querido marcar con un símbolo externo la irresistible vocación clerical del arcediano.
Jehan reconoció, pues, a su hermano. Pero la puerta se había abierto con tal lentitud que nada había advertido a don Claude de su presencia. El curioso estudiante aprovechó esta circunstancia para examinar a placer la celda durante unos instantes. Un ancho hornillo, en el que no se había fijado al principio, se encontraba a la izquierda del sillón, debajo de la lucera. El rayo de luz que penetraba por esa abertura atravesaba una telaraña redonda, la cual inscribía con gusto su delicado rosetón en la ojiva de la lucera y en cuyo centro el insecto arquitecto permanecía inmóvil como el cubo de aquella rueda de encaje. Sobre el hornillo se acumulaban desordenadamente toda clase de recipientes, vasijas de gres, retortas de cristal, matraces de carbón… Jehan observó suspirando que no había ninguna sartén. «¡Una triste batería de cocina!», pensó.
Además, tampoco había fuego, incluso parecía que no lo habían encendido desde hacía mucho. Una máscara de cristal, que Jehan descubrió entre los utensilios de alquimia y que sin duda servía para proteger el rostro del arcediano cuando elaboraba alguna sustancia peligrosa, estaba en un rincón, cubierta de polvo y como olvidada. Al lado había un fuelle no menos polvoriento, cuya tapa llevaba esta leyenda incrustada en letras de cobre: SPIRA, SPERA.*
En las paredes había escritas muchas más leyendas, según era costumbre entre los herméticos; unas trazadas con tinta, otras grabadas con un punzón de metal. Por lo demás, letras góticas, letras hebreas, letras griegas y letras romanas aparecían mezcladas, las inscripciones proliferaban sin orden ni concierto, unas encima de otras, las más recientes tapando las más antiguas, todas enmarañadas como las ramas de un matorral, como picas en una batalla. Era, en efecto, una mezcla bastante confusa de todas las filosofías, de todas las fantasías, de todos los conocimientos humanos. Algunas destacaban sobre las demás como una bandera entre puntas de lanza. En la mayoría de los casos era una breve divisa latina o griega, de esas que tan bien formulaban en la Edad Media: Unde? inde?, Homo homini monstrum, Astra, castra, nomen, numen, Mε′γα βιβλι′ου, µε′γα κακο′ν, Sapere aude, Flat ubi vult, etcétera.* Algunas veces, una palabra desprovista de todo sentido aparente: Αναγκοϕαγíα, lo que quizá ocultaba una alusión amarga al régimen del claustro; otras, una sencilla máxima de disciplina clerical formulada en un hexámetro reglamentario: Coelestem dominum, terrestrem dicito domnum.** Había también passim de los grimorios hebreos, de los que Jehan, muy poco fuerte en griego, no entendía nada, y todo ello estaba salpicado por todas partes de estrellas, figuras humanas o de animales y triángulos que se intersecaban, lo que no contribuía poco a que la pared garrapateada de la celda pareciese una hoja de papel sobre la que un mono hubiera paseado una pluma cargada de tinta.
El conjunto del cuarto, por lo demás, presentaba un aspecto general de abandono y de deterioro; y el mal estado de los utensilios permitía suponer que su dueño había sido apartado hacía ya bastante tiempo de sus trabajos por otras preocupaciones.
Dicho dueño, sin embargo, inclinado sobre un vasto manuscrito adornado con pinturas extrañas, parecía atormentado por una idea que invadía sin cesar sus meditaciones. Eso es al menos lo que Jehan dedujo al oírlo decir, con las intermitencias pensativas de un soñador que piensa en voz alta:
—Sí, Manu lo dice, y Zoroastro lo enseñaba, el sol nace del fuego, la luna del sol. El fuego es el alma del gran todo. Sus átomos elementales rebosan y fluyen incesantemente por el mundo en corrientes infinitas. En los puntos en que esas corrientes se entrecruzan en el cielo, producen la luz; en sus puntos de intersección en la tierra, producen el oro…. La luz, el oro, una misma cosa. Fuego en estado concreto… La diferencia de lo visible a lo palpable, del fluido al sólido para la misma sustancia, del vapor de agua al hielo. Nada más… Eso no son sueños…, es la ley general de la naturaleza… Pero ¿cómo hacer para extraer de la ciencia el secreto de esta ley general? ¡Esta luz que inunda mi mano es oro! ¡Vaya que sí! Esos mismos átomos dilatados según determinada ley, ¡no hay más que condensarlos según otra ley determinada…! ¿Cómo hacerlo…? Unos idearon sepultar un rayo de sol. Averroes…, sí, fue Averroes…, Averroes enterró uno bajo el primer pilar de la izquierda del santuario del Corán, en la gran mezquita de Córdoba; pero no se podrá abrir la fosa para ver si la operación ha sido un éxito hasta dentro de ocho mil años.
—¡Demonios! —dijo Jehan para sí—. ¡Sí que se hace esperar un escudo!
—… Otros pensaron —continuó el arcediano, abstraído— que era mejor operar con un rayo de Sirio. Pero es harto difícil obtener ese rayo puro, a causa de la presencia simultánea de las otras estrellas que se mezclan con él. Flamel considera que es más sencillo operar con el fuego terrestre. ¡Flamel! ¡El nombre de un predestinado, Flamma…! Sí, el fuego. Eso es todo… El diamante está en el carbón, el oro está en el fuego… Pero ¿cómo extraerlo…? Magistri afirma que hay ciertos nombres de mujer con un encanto tan dulce y misterioso que basta pronunciarlos durante la operación… Leamos lo que dice Manu sobre la cuestión: «Allí donde se honra a las mujeres, los dioses se regocijan; allí donde se las desprecia, es inútil rogar a Dios… La boca de una mujer es constantemente pura; es agua corriente, es un rayo de sol… El nombre de una mujer debe ser agradable, dulce, imaginativo; debe acabar en vocales largas y ser semejante a palabras de bendición»… Sí, el sabio tiene razón. En efecto, María, Sofía, Esmeral… ¡Maldición! ¡Otra vez ese pensamiento!
Y cerró el libro con violencia.
Se pasó la mano por la frente, como para apartar la idea que lo obsesionaba. Después cogió de la mesa un clavo y un martillito en cuyo mango, curiosamente, había pintadas letras cabalísticas.
—Desde hace algún tiempo —dijo con una sonrisa amarga—, fracaso en todos mis experimentos. La idea fija me posee y me marca el cerebro como un trébol de fuego. Ni siquiera he logrado descubrir el secreto de Casiodoro, cuya lámpara ardía sin mecha y sin aceite. ¡Y debe de ser sencillo!
—¡Maldición! —dijo Jehan entre dientes.
—¡… Basta, pues, con un solo miserable pensamiento para debilitar y enloquecer a un hombre! —continuó el sacerdote—. ¡Oh, cómo se reiría de mí Claude Pernelle, ella que no logró distraer ni un momento a Nicolas Flamel de la persecución de la gran obra! ¡Es increíble! ¡Tengo en mis manos el martillo mágico de Zechielé! A cada golpe que desde el fondo de su celda daba el temible rabino sobre este clavo con este martillo, aquel de sus enemigos al que había condenado, aunque estuviera a dos mil leguas, se hundía un codo en la tierra, que lo devoraba. El propio rey de Francia, por haber llamado desconsideradamente una noche a la puerta del taumaturgo, se hundió hasta las rodillas en el suelo de París… ¡Esto sucedió hace menos de tres siglos…! Pues bien, yo tengo el martillo y el clavo, y no son herramientas más formidables en mis manos que un mazo de tonelero en las manos de un cuchillero… Sin embargo, no se trata más que de encontrar la palabra mágica que pronunciaba Zechielé al golpear el clavo.
«¡Una fruslería!», pensó Jehan.
—Veamos, intentémoslo —prosiguió vivamente el arcediano—. Si lo consigo, veré surgir la chispa azul de la cabeza del clavo… ¡Emen-hetan! ¡Emen-hetan…! No es eso… ¡Sigeani! ¡Sigeani…! ¡Que este clavo abra la tumba a quienquiera que lleve el nombre de Phoebus…! ¡Maldición! ¡Otra vez, siempre, eternamente la misma idea!
Y arrojó el martillo con rabia. Después se hundió en el sillón y se inclinó sobre la mesa de tal modo que Jehan lo perdió de vista detrás del enorme respaldo. Durante unos minutos solo vio su mano convulsiva crispada sobre un libro. De repente, don Claude se levantó, cogió un compás y grabó en silencio en la pared, en letras mayúsculas, esta palabra griega:
'ANÁΓΚH
«Mi hermano está loco —se dijo Jehan—. Habría sido mucho más sencillo escribir Fatum. No todo el mundo tiene la obligación de saber griego.»
El arcediano se sentó de nuevo en su sillón y apoyó la cabeza en las manos, como hace un enfermo al que le arde la frente.
El estudiante observaba sorprendido a su hermano. No sabía él, que ponía su corazón al descubierto, que no observaba ninguna ley en el mundo salvo la buena ley natural, que dejaba fluir libremente sus pasiones y cuyo lago de las grandes emociones estaba siempre seco a fuerza de practicar todas las mañanas nuevos desaguaderos, no sabía él con qué furia ese mar de las pasiones humanas fermenta y hierve cuando se le niega toda salida, cómo se acumula, cómo crece, cómo se desborda, cómo desgarra el corazón, cómo estalla en sollozos interiores y en sordas convulsiones hasta que rompe los diques y se sale del lecho. La envoltura austera y glacial de Claude Frollo, esa fría superficie de virtud escarpada e inaccesible, había engañado siempre a Jehan. El alegre estudiante nunca se había parado a pensar en la lava hirviente, furiosa y profunda que hay bajo la frente nevada del Etna.
No sabemos si tomó súbitamente conciencia de estas ideas, pero, pese a lo alocado que era, comprendió que había visto algo que no habría tenido que ver, que acababa de sorprender el alma de su hermano mayor en uno de sus aspectos más secretos y que era preciso que Claude no se enterase. Al ver que el arcediano había caído de nuevo en su inmovilidad inicial, retiró la cabeza muy despacio e hizo ruido de pasos detrás de la puerta, como alguien que llega y que advierte de su llegada.
—¡Entrad! —dijo el arcediano desde el interior de la celda—. Os esperaba. He dejado expresamente la llave en la puerta. Entrad, maese Jacques.
El estudiante entró muy decidido. El arcediano, a quien tal visita incomodaba sobremanera en tal lugar, se revolvió en el sillón.
—¿Cómo? ¿Sois vos, Jehan?
—Una J al fin y al cabo —dijo el estudiante con su cara colorada, desvergonzada y alegre.
El rostro de don Claude había recuperado su expresión severa.
—¿Qué venís a hacer aquí?
—Hermano —respondió el estudiante esforzándose en adoptar una actitud decente, piadosa y modesta, y dándole vueltas al gorro entre sus manos con un aire inocente—, venía a pediros…
—¿Qué?
—Un poco de moral, de la que ando muy necesitado.
Jehan no se atrevió a añadir en voz alta: «Y un poco de dinero, del que ando mucho más necesitado todavía». Esta última parte de la frase quedó inédita.
—¡Señor! —respondió el arcediano con frialdad—. Estoy muy descontento de vos.
—¡Ay! —suspiró el estudiante.
Don Claude hizo describir un cuarto de círculo a su sillón y miró a Jehan fijamente.
—Me alegro mucho de veros.
Era un exordio temible. Jehan se preparó para recibir un duro golpe.
—Jehan, todos los días me traen quejas de vos. ¿Qué es eso de una pelea en la que habéis contusionado a bastonazos a un pequeño vizconde llamado Albert de Ramonchamp?
—¡Oh! ¡Vaya cosa! —respondió Jehan—. ¡Un paje malintencionado que se divertía haciendo correr a su caballo por el arroyo para salpicar a los estudiantes!
—¿Quién es —preguntó el arcediano— un tal Mahiet Fargel, cuya túnica habéis rasgado? Tunicam dechiraverunt, dice la denuncia.
—¡Bah! ¡Una horrenda capa de Montaigu!
—La denuncia dice tunicam, no cappettam. ¿Sabéis latín?
Jehan no respondió.
—¡Sí! —prosiguió el sacerdote meneando la cabeza—. Así van los estudios y las letras ahora. La lengua latina apenas la entiende nadie, la siria es desconocida, el griego resulta tan odioso que no se considera ignorancia que los más doctos se salten una palabra griega sin leerla y que se diga: Graecum est, non legitur.*
El estudiante levantó resueltamente los ojos.
—Mi señor hermano, ¿queréis que os explique en buen francés esa palabra griega que está escrita ahí, en la pared?
—¿Qué palabra?
—'ANÁΓΚH.
Un ligero rubor se extendió por los amarillentos pómulos del arcediano, como la bocanada de humo que anuncia en el exterior las secretas conmociones de un volcán. El estudiante apenas lo notó.
—A ver, Jehan —balbució haciendo un esfuerzo el hermano mayor—, ¿qué quiere decir esa palabra?
—FATALIDAD.
Don Claude se quedó pálido y el estudiante prosiguió con despreocupación.
—Y esa palabra que está debajo, grabada por la misma mano, Αναγυεíα, significa «impureza». Como veis, sé griego.
El arcediano guardaba silencio. Esa lección de griego lo había puesto pensativo otra vez.
El pequeño Jehan, que dominaba todas las triquiñuelas de un niño mimado, consideró que el momento era favorable para aventurarse a hacer su petición. Con una voz extremadamente dulce, comenzó, pues, a hablar.
—Mi buen hermano, ¿acaso me odiáis hasta el punto de ponerme mala cara por unas cuantas bofetadas y puñaladas repartidas en buena lid a no sé qué muchachos y arrapiezos, quibusdam marmosetis?* ¿Veis, mi buen hermano Claude, como sé latín?
Pero aquella acariciadora hipocresía no produjo en el severo hermano mayor el efecto acostumbrado. Cerbero no mordió el pastel de miel. De la frente del arcediano no desapareció ni una arruga.
—¿Adónde queréis ir a parar? —dijo en un tono seco.
—¡Bien, vayamos al grano! —contestó audazmente Jehan—. Necesito dinero.
Ante aquella descarada declaración, la fisonomía del arcediano adoptó totalmente la expresión pedagógica y paternal.
—Ya sabéis, Jehan, que nuestro feudo de Tirechappe solo reporta, contando el censo y las rentas de las veintiuna casas, treinta y nueve libras, once sueldos y seis dineros parisienses. Es la mitad más que en tiempos de los hermanos Paclet, pero no es mucho.
—Necesito dinero —dijo estoicamente Jehan.
—Sabéis que el provisor decidió que nuestras veintiuna casas dependían en pleno feudo del obispado y que solo podríamos rescatar ese derecho pagando al reverendo obispo dos marcos de plata dorada por valor de seis libras parisienses. Y esos dos marcos aún no he podido reunirlos, ya lo sabéis.
—Lo que yo sé es que necesito dinero —repitió Jehan por tercera vez.
—¿Y qué queréis hacer?
Esta pregunta hizo brillar un destello de esperanza en los ojos de Jehan, que volvió a adoptar su actitud mimosa y zalamera.
—Mirad, querido hermano Claude, yo no me dirigiría a vos con mala intención. No se trata de presumir en las tabernas con vuestros oncenos y de pasearme por las calles de París con caparazón de brocado de oro, acompañado de mi lacayo, cum meo laquasio. No, hermano, es para una obra de caridad.
—¿Qué obra de caridad? —preguntó Claude, un poco sorprendido.
—Dos amigos míos desearían comprar una canastilla para el niño de una pobre viuda haudriette. Es una obra de caridad. Costará tres florines, y yo quisiera poner el mío.
—¿Cómo se llaman vuestros dos amigos?
—Pierre l’Assommeur y Baptiste Croque-Oison.
—¡Hum! —dijo el arcediano—. Esos nombres armonizan tanto con una obra de caridad como una bombarda en un altar mayor.
Es indudable que Jehan había elegido muy mal los nombres de sus amigos, pero se dio cuenta demasiado tarde.
—Y además —prosiguió el sagaz Claude—, ¿qué canastilla es esa que vale tres florines? ¿Y para el hijo de una haudriette? ¿Desde cuándo las viudas haudriettes envuelven a sus mocosos en mantillas?
Jehan intentó otra vez romper el hielo.
—¡Está bien, sí! ¡Necesito dinero para ir a ver esta noche a Isabeau la Thierrye al Val-d’Amour!
—¡Miserable impuro! —exclamó el sacerdote.
—'Αναγνεια —dijo Jehan.
Esta cita, tomada por el estudiante, quizá con malicia, de la pared de la celda, produjo un efecto singular en el sacerdote. Este se mordió los labios, y el sonrojo apagó su cólera.
—Marchaos —le dijo a Jehan—. Estoy esperando a alguien.
El estudiante hizo otro intento.
—Hermano Claude, dadme al menos un sueldo parisiense para comer.
—¿Cómo lleváis las decretales de Graciano? —preguntó don Claude.
—He perdido los cuadernos.
—¿Cómo lleváis las humanidades latinas?
—Me han robado mi ejemplar de Horacio.
—¿Cómo lleváis a Aristóteles?
—¡Repámpanos! Hermano, ¿cuál es ese padre de la Iglesia que dijo que los errores de los herejes se han refugiado siempre entre las zarzas de la metafísica de Aristóteles? ¡Condenado Aristóteles! No quiero desgarrar mi religión con su metafísica.
—Jovencito —repuso el arcediano—, la última vez que vino el rey había en su séquito un hidalgo llamado Philippe de Comines, que llevaba bordada en la gualdrapa del caballo su divisa, sobre la cual os aconsejo que meditéis: Qui non laborat non manducet.*
El estudiante permaneció un momento en silencio, tocándose una oreja y mirando el suelo con expresión de enojo. De pronto se volvió hacia Claude con la viva presteza de una aguzanieves.
—Así que, mi buen hermano, ¿me negáis un sueldo parisiense para comprar un mendrugo en una tahona?
—Qui non laborat non manducet.
Ante esta respuesta del inflexible arcediano, Jehan se tapó la cara con las manos, como una mujer que se echa a llorar, y exclamó con una expresión de desesperación:
—¡Οτοτοτοτοτοî!
—¿Qué significa eso, señor mío? —preguntó Claude, sorprendido por esa extravagancia.
—¡Cómo! —dijo el estudiante, levantando descaradamente hacia Claude unos ojos que acababa de restregarse con las manos para que estuvieran enrojecidos como si hubiese llorado—. ¡Es griego! Es un anapesto de Esquilo que expresa perfectamente el dolor.
Y se echó a reír de una forma tan graciosa y violenta que hizo sonreír al arcediano. ¡La culpa era de Claude, en efecto! ¿Por qué había mimado tanto a ese chiquillo?
—Mi buen hermano Claude —prosiguió Jehan, envalentonado por aquella sonrisa—, mirad qué agujereados tengo los borceguíes. ¿Hay coturno más trágico en el mundo que unos botines cuya suela saca la lengua?
El arcediano había recobrado rápidamente su seriedad inicial.
—Os enviaré unos botines nuevos. Pero nada de dinero.
—Solo un miserable sueldo parisiense, hermano —insistió el suplicante Jehan—. Me aprenderé a Graciano de memoria, creeré en Dios, seré un verdadero Pitágoras de ciencia y de virtud, ¡pero dadme un sueldo parisiense, por favor! ¿Queréis que el hambre me muerda con su boca, que veo ahí, abierta, ante mí, más negra, más apestosa, más profunda que un Tártaro o que la nariz de un monje?
Don Claude negó con la cabeza.
—Qui non laborat…
Jehan no lo dejó terminar.
—¡Muy bien, pues al infierno! —exclamó—. ¡Viva la alegría! ¡No saldré de las tabernas, buscaré pelea, lo romperé todo e iré con mujeres!
Y diciendo esto, lanzó el gorro contra la pared e hizo chascar los dedos como si fueran castañuelas.
El arcediano lo miró con una expresión sombría.
—Jehan, no tenéis alma.
—En ese caso, según Epicuro, carezco de un no sé qué, hecho de algo que no tiene nombre.
—Jehan, hay que pensar seriamente en corregiros.
—¡Ah, vaya! —exclamó el estudiante, mirando alternativamente a su hermano y los alambiques del hornillo—. ¡Así que aquí todo es retorcido, las ideas y los recipientes!
—Jehan, estáis en una pendiente muy resbaladiza, ¿sabéis adónde vais?
—A la taberna —dijo Jehan.
—La taberna conduce a la picota.
—Es una linterna como cualquier otra, y quizá con esta Diógenes habría encontrado a su hombre.
—La picota conduce a la horca.
—La horca es una balanza en uno de cuyos lados hay un hombre y en el otro toda la tierra. Es hermoso ser el hombre.
—La horca conduce al infierno.
—Es una buena fogata.
—Jehan, Jehan, tendréis un mal fin.
—Pero el principio habrá sido bueno.
En ese momento se oyó ruido de pasos en la escalera.
—¡Silencio! —dijo el arcediano, llevándose un dedo a los labios—. Ese es maese Jacques. Jehan —añadió en voz baja—, cuidaos mucho de hablar alguna vez de lo que veáis u oigáis aquí. Deprisa, escondeos bajo ese hornillo y no abráis la boca.
El estudiante se acurrucó bajo el hornillo. Una vez allí, se le ocurrió una idea fecunda.
—Por cierto, hermano Claude, un florín para que no abra la boca.
—¡Silencio! Os lo prometo.
—Tenéis que dármelo.
—¡Toma! —dijo el arcediano, tirándole con ira su escarcela.
Jehan se metió bajo el hornillo y la puerta se abrió.