5

LOS DOS HOMBRES VESTIDOS DE NEGRO

El personaje que entró llevaba un ropón negro y tenía el semblante sombrío. Lo que al primer golpe de vista llamó la atención de nuestro amigo Jehan (que, como todos nos imaginamos, se las había arreglado para colocarse en aquel hueco de tal manera que pudiera ver y oír todo a placer) fue la absoluta tristeza de las vestiduras y el rostro del recién llegado. Había, no obstante, cierta dulzura en aquella cara, pero una dulzura de gato o de juez, una dulzura empalagosa. Era muy canoso, estaba arrugado, rozaba los sesenta años, parpadeaba sin parar, tenía las cejas blancas, el labio inferior colgante y las manos grandes. Cuando Jehan se dio cuenta de que no era más que eso, es decir, sin duda un médico o un magistrado, y de que ese hombre tenía la nariz muy lejos de la boca, signo de necedad, se acurrucó en su agujero, desesperado de tener que pasar un tiempo indefinido en tan molesta postura y en tan mala compañía.

El arcediano ni siquiera se había levantado para recibir a este personaje. Le había indicado que se sentara en un escabel cercano a la puerta y, tras unos momentos de un silencio que parecía continuar una meditación anterior, le había dicho con cierta superioridad:

—Buenos días, maese Jacques.

—¡Salud, maestro! —había contestado el hombre de negro.

Había en la manera en que fueron pronunciados, por una parte, aquel «maese Jacques», y por la otra, aquel «maestro» por excelencia, la misma diferencia que entre «monseñor» y «señor», la misma que entre domine y domne. Era, evidentemente, el trato entre doctor y discípulo.

—Y bien —dijo el arcediano tras un nuevo silencio que maese Jacques se guardó mucho de turbar—, ¿estáis teniendo éxito?

—Ay, maestro —respondió el otro con una sonrisa triste—, yo sigo soplando. Ceniza, toda la que quiero, pero ni un destello de oro.

Don Claude hizo un gesto de impaciencia.

—No me refiero a eso, maese Jacques Charmolue, sino al proceso de vuestro hechicero. Marc Cenaine lo llamáis, ¿no?, el sumiller del Tribunal de Cuentas. ¿Confiesa ya su magia? ¿Os ha sido útil la tortura?

—Por desgracia, no —respondió maese Jacques con la misma sonrisa triste—. No tenemos ese consuelo. Ese hombre es una roca. Lo mandaremos hervir en el Mercado de Cerdos antes de que haya dicho nada. Y sin embargo, no escatimamos ningún medio para llegar a la verdad. Ya está completamente descoyuntado. Le aplicamos todas las hierbas de San Juan, como dice el viejo cómico Plauto.

Advorsum stimulos, laminas, crucesque, compedesque,

nervos, catenas, carceres, numellas, pedicas, boias.*

»Todo es inútil. Ese hombre es terrible. No lo entiendo.

—¿No habéis encontrado nada nuevo en su casa?

—Sí —dijo maese Jacques buscando en su escarcela—, este pergamino. Algunas palabras no las comprendemos, aunque el abogado de lo penal Philippe Lheulier sabe algo de hebreo que aprendió con el caso de los judíos de la calle Kantersten en Bruselas.

Mientras decía estas palabras, maese Jacques desenrollaba un pergamino.

—Dádmelo —dijo el arcediano. Y nada más echar un vistazo, exclamó—: ¡Pura magia, maese Jacques! Emen-hetan es el grito de las estriges cuando llegan al aquelarre. Per ipsum, et cum ipso, et in ipso* es el mandato que encadena de nuevo al diablo en el infierno. Hax, pax, max, esto es de la medicina. Una fórmula contra la mordedura de perros rabiosos. ¡Maese Jacques, vos sois procurador del rey en la jurisdicción eclesiástica! Este pergamino es abominable.

—Volveremos a someter al hombre a la tortura. Aquí tengo otra cosa —añadió maese Jacques, buscando de nuevo en su talego— que hemos encontrado en casa de Marc Cenaine.

Era un recipiente de la misma familia que los que cubrían el hornillo de don Claude.

—¡Ah! —dijo el arcediano—, un crisol de alquimista.

—Tengo que confesaros —prosiguió maese Jacques con su sonrisa tímida y torpe— que lo he probado en el hornillo, pero no he tenido más éxito que con el mío.

El arcediano se puso a examinar el recipiente.

—¿Qué ha grabado en el crisol? Och, och! ¡La palabra que ahuyenta las pulgas! ¡Este Marc Cenaine es un ignorante! ¡Desde luego que no haréis oro con esto! ¡Sirve todo lo más para ponerlo en vuestra habitación en verano!

—Ya que hablamos de errores —dijo el procurador del rey—, acabo de fijarme en el pórtico de abajo antes de subir. ¿Vuestra reverencia está segura de que la abertura de la obra de física está representada en el lado del Hôtel-Dieu y de que, de las siete figuras desnudas que están a los pies de Nuestra Señora, la que tiene alas en los talones es Mercurio?

—Sí —respondió el sacerdote—. Lo escribió Agustín Nifo, ese doctor italiano que tenía un demonio barbudo que se lo enseñaba todo. En cualquier caso, vamos a bajar y os lo explicaré sobre el texto.

—Gracias, maestro —dijo Charmolue inclinándose hasta el suelo—. ¡Por cierto, se me olvidaba! ¿Cuándo deseáis que mande prender a la pequeña hechicera?

—¿Qué hechicera?

—¡Esa gitana que, como bien sabéis, viene todos los días a bailar en la plaza pese a la prohibición del provisor! La acompaña una cabra poseída que tiene cuernos de diablo, que lee, que escribe, que sabe matemáticas como Picatrix, y que sería suficiente por sí sola para hacer colgar a toda Bohemia. El proceso está listo. Se celebrará muy pronto, ya veréis. ¡Una hermosa criatura, a fe, esa bailarina! ¡Los ojos negros más bonitos del mundo! ¡Dos carbúnculos de Egipto! ¿Cuándo empezamos?

El arcediano estaba increíblemente pálido.

—Ya os lo diré —balbució con una voz apenas audible. Haciendo un esfuerzo, prosiguió—: Ocupaos de Marc Cenaine.

—Estad tranquilo —dijo sonriendo Charmolue—. Cuando vuelva, haré que lo aten otra vez a la cama de cuero. Pero es un demonio de hombre. Cansa al propio Pierrat Torterue, que tiene las manos más grandes que yo. Como dice el buen Plauto:

Nudus vinctus, centum pondo, es quando pendes per pedes.*

»¡El suplicio del torno! Es lo mejor que tenemos. Pasará por él.

Don Claude parecía sumido en una sombría distracción. Se volvió hacia Charmolue y dijo:

—Maese Pierrat… maese Jacques, quiero decir, ocupaos de Marc Cenaine.

—Sí, sí, don Claude. ¡Pobre hombre! Está sufriendo más que Mummol. ¡Pero qué ocurrencia, ir al aquelarre! ¡Un sumiller del Tribunal de Cuentas, que debería conocer el texto de Carlomagno, Stryga vel masca…!* En cuanto a esa joven…, Esmeralda la llaman…, esperaré vuestras órdenes… ¡Ah!, cuando pasemos bajo el pórtico, me explicaréis también lo que significa el jardinero pintado de un solo color que se ve al entrar en la iglesia. ¿No es el Sembrador…? Eh, maestro, ¿en qué estáis pensando?

Don Claude, abismado en sí mismo, ya no lo escuchaba. Charmolue, siguiendo la dirección de su mirada, vio que esta se había clavado maquinalmente en la gran telaraña que cubría la lucera. En ese momento, una mosca desorientada que buscaba el sol de marzo se lanzó contra aquella red y quedó atrapada. Al agitarse la tela, la enorme araña salió inmediatamente de su celda central, se precipitó de un salto sobre la mosca y la dobló por la mitad con las antenas delanteras mientras su repulsiva trompa le hurgaba la cabeza.

—¡Pobre mosca! —dijo el procurador del rey en la jurisdicción eclesiástica, levantando la mano para salvarla.

El arcediano, como despertado bruscamente, le retuvo el brazo con una violencia convulsiva.

—¡Maese Jacques! —gritó—. ¡Dejad que la fatalidad actúe!

El procurador se volvió, espantado. Tenía la sensación de que una tenaza de hierro le había cogido el brazo. La mirada del sacerdote estaba fija, huraña, encendida, y permanecía pendiente del pequeño y horrible grupo formado por la mosca y la araña.

—¡Oh, sí! —continuó el sacerdote con una voz que parecía salir de sus entrañas—. He aquí un símbolo de todo. Vuela, está alegre, acaba de nacer; busca la primavera, el aire libre, la libertad. ¡Oh, sí! ¡Pero si choca con el rosetón fatal, sale la araña, la repugnante araña! ¡Pobre bailarina! ¡Pobre mosca predestinada! ¡Maese Jacques, no intervengáis! ¡Es la fatalidad…! ¡Ay!, Claude, tú eres la araña. ¡Claude, tú eres la mosca también…! ¡Volabas hacia la ciencia, hacia la luz, hacia el sol, solo te preocupaba llegar al aire libre, a la blanca luz de la verdad eterna; mas, al precipitarte hacia la lucera deslumbradora que da al otro mundo, al mundo de la claridad, de la inteligencia y de la ciencia, mosca ciega, doctor insensato, no has visto esa sutil telaraña tendida por el destino entre la luz y tú, te has lanzado sobre ella a cuerpo descubierto, miserable loco, y ahora te debates, con la cabeza rota y las alas arrancadas, entre las antenas de hierro de la fatalidad…! ¡Maese Jacques! ¡Maese Jacques! Dejad que la araña actúe.

—Os aseguro —dijo Charmolue, que lo miraba sin comprender— que no la tocaré. ¡Pero soltadme el brazo, maestro, por favor! Tenéis una mano que atenaza.

El arcediano no lo oía.

—¡Oh, insensato! —prosiguió, sin apartar los ojos de la lucera—. Y si hubieras podido romper esa tela temible con tus alas de mosquita, ¿crees que habrías logrado llegar hasta la luz? ¡Ay! Ese vidrio que está detrás, ese obstáculo transparente, esa muralla de cristal más dura que el bronce que separa todas las filosofías de la verdad, ¿cómo lo habrías atravesado? ¡Oh, vanidad de la ciencia! ¡Cuántos sabios vienen revoloteando de muy lejos a romperse la cabeza contra ella! ¡Cuántos sistemas revueltos se estrellan zumbando contra ese cristal eterno!

El sacerdote se calló. Estas últimas ideas, que lo habían trasladado insensiblemente de sí mismo a la ciencia, parecían haberlo calmado. Jacques Charmolue le hizo regresar a la realidad haciéndole esta pregunta:

—Entonces, maestro, ¿cuándo vendréis a ayudarme a hacer oro? Estoy impaciente por conseguirlo.

El arcediano movió la cabeza con una sonrisa amarga.

—Maese Jacques, leed a Miguel Psellus, Dialogus de energia et operatione daemonum.* Lo que hacemos no es en absoluto inocente.

—¡Más bajo, maestro! Me lo figuro —dijo Charmolue—, pero es preciso hacer un poco de hermética cuando uno no es más que procurador del rey en la jurisdicción eclesiástica, con treinta escudos torneses al año. Simplemente, hablemos bajo.

En aquel momento un ruido de mandíbulas y de masticación procedente de debajo del hornillo llegó a los oídos inquietos de Charmolue.

—¿Qué es eso? —preguntó.

Era el estudiante, que, harto incómodo y aburrido en su escondrijo, había acabado por encontrar un mendrugo y un trozo de queso enmohecido y se había puesto a comer ambas cosas sin miramientos, a guisa de consuelo y de almuerzo. Como tenía mucha hambre, hacía mucho ruido, y subrayaba fuertemente cada bocado, lo que había sobresaltado y alarmado al procurador.

—Es mi gato —se apresuró a decir el arcediano—, que debe de estar por ahí abajo dando buena cuenta de algún ratón.

Esta explicación satisfizo a Charmolue.

—Es verdad, maestro —contestó este con una sonrisa respetuosa—, todos los grandes filósofos han tenido su animal doméstico. Ya sabéis lo que dijo Servio: Nullus enim locus sine genio est.**

Con todo, don Claude, temiendo que Jehan volviera a hacer ruido, recordó a su digno discípulo que tenían pendiente estudiar juntos unas figuras del pórtico y ambos salieron de la celda, para gran alivio del estudiante, que empezaba a temer seriamente que quedara impresa en su rodilla la huella de su mentón.