—Te Deum laudamus!* —exclamó Jehan saliendo de su agujero—. ¡Por fin se han ido esos dos mochuelos! ¡Och, och! ¡Hax! ¡Pax! ¡Max! Que si pulgas, que si perros rabiosos… ¡Qué demonios, estoy harto de su conversación! ¡Tengo la cabeza como un bombo! ¡Y por si fuera poco, el queso estaba enmohecido! ¡En fin! Bajemos, cojamos la escarcela del hermano mayor y transformemos todas estas monedas en botellas.
Dirigió una mirada de ternura y admiración al interior de la preciosa escarcela, se arregló un poco la ropa, se frotó las botas, sacudió sus pobres mangas con hombreras, cubiertas de ceniza, silbó una tonada, hizo una cabriola, examinó la celda por si quedaba algo que llevarse, cogió al tuntún de encima del hornillo unos amuletos de vidrio apropiados para regalárselos a guisa de joyas a Isabeau la Thierrye, y finalmente empujó la puerta, que su hermano había dejado abierta como una última indulgencia y que él dejó abierta a su vez como una última travesura, y bajó la escalera circular dando saltitos como un pájaro.
En medio de las tinieblas de la escalera de caracol tropezó con algo que se apartó gruñendo, supuso que era Quasimodo y la cosa le hizo tanta gracia que bajó el resto de la escalera partiéndose de risa. Todavía reía cuando salió a la plaza.
Una vez en la calle, dio una patada en el suelo.
—¡Mi buen y bendito empedrado de París! —dijo—. ¡Esa maldita escalera agotaría hasta a los ángeles de la escala de Jacob! ¡En qué estaba yo pensando para ir a meterme en esa barrena de piedra que atraviesa el cielo! ¡Y total, para comer queso con barba y ver los campanarios de París por una lucera!
Dio unos pasos y vio a los dos mochuelos, es decir, a don Claude y a maese Jacques Charmolue, contemplando una escultura del pórtico. Se acercó a ellos de puntillas y oyó al arcediano decir en voz baja a Charmolue:
—Fue Guillermo de París quien mandó grabar un Job en esa piedra de color lapislázuli con los bordes dorados. Job figura en la piedra filosofal, que también debe ser puesta a prueba y martirizada para alcanzar la perfección, como dice Raimundo Lulio: Sub conservatione formae specificae salva anima.*
—A mí me da igual —dijo Jehan—, la bolsa la tengo yo.
En ese momento oyó una voz fuerte y sonora articular detrás de él una sarta formidable de reniegos.
—¡Sangre de Dios! ¡Vientre de Dios! ¡Cuerpo de Dios! ¡Voto a Dios! ¡Por el ombligo de Belcebú! ¡Rayos y truenos!
—¡Por mi honor! —exclamó Jehan—. ¡Ese solo puede ser mi amigo el capitán Phoebus!
El nombre de Phoebus llegó a los oídos del arcediano en el momento en que le explicaba al procurador del rey el dragón que esconde la cola en un baño del que sale humo y la cabeza de un rey. Don Claude se estremeció, interrumpió su discurso, para gran desconcierto de Charmolue, se volvió y vio a su hermano Jehan abordando a un oficial en la puerta de la residencia Gondelaurier.
Era, en efecto, el capitán Phoebus de Châteaupers. Estaba apoyado en la esquina de la casa de su prometida y juraba como un pagano.
—¡Repámpanos, capitán Phoebus! —dijo Jehan cogiéndole la mano—, renegáis con una inspiración admirable.
—¡Rayos y truenos! —contestó el capitán.
—¡Rayos y truenos los que lanzáis vos! —replicó el estudiante—. En fin, amable capitán, ¿cuál es la causa de ese torrente de hermosas palabras?
—Perdón, mi buen camarada Jehan —exclamó Phoebus estrechándole la mano—, un caballo desbocado no para en seco. Y yo renegaba a galope tendido. Vengo de casa de esas mojigatas, y cuando salgo de ahí siempre tengo la boca llena de ternos. ¡Tengo que escupirlos, si no, me ahogaría, rayos y truenos!
—¿Queréis venir a echar un trago? —preguntó el estudiante.
Esta propuesta calmó al capitán.
—Quiero, pero no tengo dinero.
—¡Yo sí tengo!
—¡Bah! Veamos…
Jehan expuso la escarcela ante los ojos del capitán con majestad y sencillez. Mientras, el arcediano había dejado plantado al atónito Charmolue para dirigirse hacia ellos y se había detenido a unos pasos. Los observaba, pero los dos amigos estaban tan absortos en la contemplación de la escarcela que no se daban cuenta.
—Una bolsa en vuestro bolsillo, Jehan, es como la luna en un cubo de agua —dijo Phoebus—. La ves, pero no está ahí. No es más que su sombra. ¡Pardiós! ¡Seguro que son piedras!
—Estas son las piedras con las que he empedrado mi faltriquera —repuso fríamente Jehan.
Y sin añadir una palabra, vació la escarcela sobre un guardacantón cercano con los aires de un romano salvando la patria.
—¡Vive Dios! —masculló Phoebus—. ¡Tarjas, blancas grandes, blancas pequeñas, dineros parisienses, auténticos liartes…! ¡Es asombroso!
Jehan permanecía digno e impasible. Unos liartes habían caído en el fango. El capitán, llevado por su entusiasmo, se agachó para recogerlos, pero Jehan lo retuvo.
—¡Quieto, capitán Phoebus de Châteaupers!
Phoebus contó las monedas y, volviéndose con solemnidad hacia Jehan, dijo:
—¿Sabéis, Jehan, que aquí hay veintitrés sueldos parisienses? ¿A quién desvalijasteis anoche en la calle Coupe-Gueule?
Jehan echó hacia atrás su cabeza rubia y rizada y dijo, entornando los ojos con gesto desdeñoso:
—¡Uno que tiene un hermano arcediano e imbécil!
—¡Cuernos! —exclamó Phoebus.
—¡Vayamos a beber! —dijo Jehan.
—¿Adónde vamos? —dijo Phoebus—. ¿A La Manzana de Eva?
—No, capitán. Vayamos a La Vieja Ciencia. Una vieja que sierra un asa. Es un jeroglífico, y los jeroglíficos me gustan.*
—¡Dejaos de jeroglíficos, Jehan! El vino es mejor en La Manzana de Eva. Además, al lado de la puerta hay una parra al sol que me alegra cuando bebo.
—Está bien, ¡por Eva y su manzana! —dijo el estudiante—. Por cierto, mi querido capitán —añadió, cogiendo a Phoebus del brazo—, hace un momento habéis hablado de la calle Coupe-Gueule. Eso está muy mal dicho. Ahora ya no somos tan bárbaros. La llamamos calle Coupe-Gorge.**
Los dos amigos se pusieron en marcha. Huelga decir que antes habían recogido el dinero y que el arcediano los seguía.
El arcediano los seguía, sombrío y huraño. ¿Era ese el Phoebus cuyo nombre maldito, desde su conversación con Gringoire, aparecía en todos sus pensamientos? No lo sabía, pero, en cualquier caso, era un Phoebus, y ese nombre mágico bastaba para que el arcediano siguiera disimuladamente a los dos despreocupados compañeros, escuchando sus palabras y observando sus más mínimos gestos con atenta ansiedad. Por lo demás, hablaban tan alto, en absoluto incomodados por poner a los transeúntes al corriente de sus confidencias, que era facilísimo oír todo lo que decían. Hablaban de duelos, de mujeres, de bebidas, de locuras.
Al doblar una esquina, el sonido de una pandereta les llegó desde una calle vecina. Don Claude oyó al oficial decirle al estudiante:
—¡Rayos y truenos! Apretemos el paso.
—¿Por qué, Phoebus?
—Tengo miedo de que la gitana me vea.
—¿Qué gitana?
—Esa joven de la cabra.
—¿Esmeralda?
—Exacto, Jehan. Siempre se me olvida ese endemoniado nombre. Démonos prisa. Me reconocería, y no quiero que esa chica se me acerque en la calle.
—¿Es que la conocéis, Phoebus?
El arcediano vio entonces a Phoebus sonreír con picardía, inclinarse hacia el oído de Jehan y decirle unas palabras en voz baja. Luego, Phoebus se echó a reír y meneó la cabeza con aire triunfal.
—¿De verdad? —preguntó Jehan.
—¡Por mi honor! —contestó Phoebus.
—¿Esta noche?
—Esta noche.
—¿Estáis seguro de que se presentará?
—Pero ¿estáis loco, Jehan? Esas cosas no se ponen en duda.
—¡Capitán Phoebus, sois un oficial afortunado!
El arcediano oyó toda esta conversación. Los dientes le castañetearon. Un escalofrío, perceptible a la vista, le recorrió todo el cuerpo. Se detuvo un momento para apoyarse en un guardacantón como si estuviera borracho y luego continuó andando tras los dos alegres bribones.
Cuando les dio alcance, habían cambiado de conversación. Los oyó cantar a voz en cuello la vieja canción:
En los Petits-Carreaux, los niñitos
acaban colgados como terneritos.