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EL MONJE ERRANTE

La ilustre taberna La Manzana de Eva estaba situada en la Universidad, en la esquina de la calle Rondelle con la calle Bâtonnier. Era una sala bastante grande y muy baja, con una bóveda cuyo arco central se apoyaba en un grueso pilar de madera pintado de amarillo, mesas por todas partes, relucientes picheles de estaño colgados de las paredes, siempre muchos bebedores, mujeres en abundancia, una cristalera que daba a la calle, una parra en la puerta, y encima de esa puerta, una placa en la que se veía una manzana y una mujer pintadas, oxidada por la lluvia y agitada por el viento sobre una varilla de hierro. Esta especie de veleta que miraba el empedrado era la enseña.

Caía la noche. La calle estaba oscura. La taberna llena de luces brillaba desde lejos como una fragua en la sombra. Se oía el ruido de los vasos, las comilonas, los reniegos y las peleas que escapaba por los cristales rotos. A través de la bruma que el calor de la sala extendía sobre la cristalera, se veían pulular cientos de figuras borrosas, y de vez en cuando estallaba una carcajada sonora. Los transeúntes que iban a sus asuntos pasaban por delante de aquel tumultuoso ventanal sin mirarlo siquiera. Solo muy de cuando en cuando un niño desharrapado se ponía de puntillas para apoyarse en la repisa de la ventana y voceaba una vieja cantinela burlona dirigida a los borrachos.

Un hombre, sin embargo, se paseaba imperturbable por delante de la bulliciosa taberna, sin apartar los ojos de la puerta ni alejarse más que un piquero de su garita. Llevaba una capa con la que se tapaba la cara hasta la nariz. Acababa de comprársela al ropavejero de las inmediaciones de La Manzana de Eva, sin duda para protegerse del frío de los atardeceres de marzo o quizá para ocultar sus vestiduras. De vez en cuando se detenía ante el ventanal con entramado de plomo y cristales empañados, escuchaba, miraba y golpeteaba impacientemente el suelo con el pie.

Por fin la puerta de la taberna se abrió. Eso era lo que parecía estar esperando. Salieron dos bebedores. El rayo de luz que escapó por la puerta encendió un momento sus joviales rostros. El hombre de la capa se metió bajo un soportal del otro lado de la calle para observar.

—¡Rayos y truenos! —exclamó uno de los bebedores—. Van a dar las siete. Es la hora de mi cita.

—Os digo —decía su compañero con voz pastosa— que no vivo en la calle Mauvaises-Paroles, indignus qui inter mala verba habitat.*Vivo en la calle Jean-Pain-Mollet, in vico Johannis-Pain-Mollet. Y sois más cornudo que un unicornio si decís lo contrario. Todo el mundo sabe que quien monta una vez en un oso nunca más tiene miedo, pero vos tenéis la vista puesta en las golosinas, como Saint-Jacques de l’Hôpital.

—Jehan, amigo mío, estáis borracho —dijo el primero.

El otro contestó tambaleándose:

—Os gusta decirlo, Phoebus, pero está demostrado que Platón tenía el perfil de un perro de caza.

El lector sin duda ya ha reconocido a nuestros dos buenos amigos, el capitán y el estudiante. Parece que el hombre que los acechaba en la sombra los había reconocido también, pues seguía a paso lento todas las eses que el estudiante obligaba a hacer al capitán, el cual, como bebedor más experimentado, había conservado toda su sangre fría. Escuchándolos atentamente, el hombre de la capa pudo oír entera esta interesante conversación:

—¡Por los cuernos de Baco! Intentad caminar en línea recta, señor bachiller. Sabéis que he de dejaros. Ya son las siete, y tengo una cita con una mujer.

—¡Pues dejadme! Veo estrellas y lanzas de fuego. Sois como el castillo de Dampmartin, que se parte de risa.

—Por las verrugas de mi abuela, Jehan, esto es disparatar con excesivo empecinamiento. Por cierto, Jehan, ¿ya no os queda más dinero?

—Señor rector, no hay ninguna falta, la pequeña carnicería, parva boucheria.

—¡Jehan! ¡Amigo Jehan! Sabéis que estoy citado con esa pequeña al final del puente Saint-Michel, que solo puedo llevarla a casa de la Falourdel, la alcahueta del puente, y que habrá que pagar la habitación. La vieja ribalda de bigote blanco no me dará crédito. ¡Jehan! ¡Por favor! ¿Nos hemos bebido acaso toda la escarcela del cura? ¿No os queda ni un solo parisiense?

—La conciencia de haber invertido bien las otras horas es un justo y sabroso condimento para la mesa.

—¡Vientre y tripas! ¡Basta de pamplinas! Decidme, Jehan del demonio, ¿os queda alguna moneda? ¡Dádmela, rediós! ¡Si no, así estéis leproso como Job y sarnoso como César, os registraré!

—Señor, la calle Galiache es una calle que tiene un extremo en la calle Verrerie y el otro en la calle Tixeranderie.

—Claro que sí, mi buen amigo Jehan, mi pobre camarada, la calle Galiache, bien, muy bien. ¡Pero, en nombre del cielo, recuperad el sentido! Solo necesito un sueldo parisiense, y lo necesito para las siete.

—Silencio todos, y atentos a la canción:

Cuando a los gatos las ratas se coman,

señor de Arrás el rey será.

Cuando la mar, que es grande y ancha,

helada esté por San Juan,

por encima del hielo se verá

salir de su plaza a los de Arrás.

—¡Así te estrangulen con las tripas de tu madre, estudiante del Anticristo! —exclamó Phoebus, y le dio un rudo empellón al estudiante ebrio, el cual chocó contra la pared y cayó blandamente sobre el empedrado de Felipe Augusto.

Por un resto de esa piedad fraternal que no abandona nunca el corazón de un bebedor, Phoebus hizo rodar a Jehan empujándolo con el pie hasta una de esas almohadas de pobre que la providencia tiene dispuestas junto a todos los guardacantones de París y que los ricos denigran aplicándoles el despreciativo nombre de «montón de inmundicias». El capitán colocó la cabeza de Jehan sobre un plano inclinado de tronchos de col y en ese mismo instante el estudiante se puso a roncar en un magnífico tono de bajo. Sin embargo, el rencor aún no se había extinguido del todo del corazón del capitán.

—¡Ojalá te recoja la carreta del diablo! —le dijo al pobre clérigo dormido, y se alejó.

El hombre de la capa, que no había dejado de seguirlos, se detuvo un momento ante el estudiante tendido, como indeciso; luego, exhalando un profundo suspiro, se alejó también tras los pasos del capitán.

Dejaremos a Jehan dormir, como ellos, bajo la mirada benevolente de las estrellas, y, si al lector le parece bien, seguiremos nosotros también a los otros dos.

Al desembocar en la calle Saint-André-des-Arcs, el capitán Phoebus se dio cuenta de que alguien lo seguía. Vio, al volver casualmente la vista, una especie de sombra que avanzaba tras él pegado a la pared. Se detuvo; ella se detuvo. Echó de nuevo a andar; la sombra echó de nuevo a andar. Aquello no lo inquietó demasiado. «¡Bah! —se dijo para sus adentros—. ¡No llevo ni blanca!»

Ante la fachada del colegio de Autun hizo una parada. En ese colegio había iniciado lo que él llamaba sus estudios y, por una costumbre de estudiante guasón que había conservado, no pasaba nunca por delante del edificio sin infligir a la estatua del cardenal Pierre Bertrand, erigida a la derecha de la puerta, esa especie de afrenta de la que tan amargamente se queja Príapo en la sátira de Horacio Olim truncus eram ficulnus.*Y se había ensañado tanto que la inscripción Eduensis episcopus** estaba prácticamente borrada. Se detuvo, pues, ante la estatua, como tenía por costumbre hacer. La calle estaba completamente desierta. En el momento en que se ataba despreocupadamente los cordones, vio que la sombra se acercaba a él a paso lento, tan lento que tuvo tiempo de observar que llevaba capa y sombrero. Cuando llegó junto a él, se detuvo y se quedó más inmóvil que la estatua del cardenal Bertrand, clavando en Phoebus unos ojos inundados de esa luz imprecisa que despide de noche la mirada de un gato.

El capitán era valiente y no se habría arredrado ante un ladrón que empuñara un estoque. Pero aquella estatua que andaba, aquel hombre petrificado, le heló la sangre. Corrían a la sazón por ahí no sé qué historias de un monje errante que vagaba de noche por las calles de París, las cuales acudieron confusamente a su memoria. Permaneció unos minutos estupefacto y finalmente rompió el silencio esforzándose en reír.

—Señor, si sois un ladrón, como supongo, me causáis la misma impresión que ver a una garza batallando con una cáscara de nuez. Pertenezco a una familia arruinada, amigo. Id aquí al lado. En la capilla de este colegio hay madera de la auténtica cruz guardada en plata.

La mano de la sombra salió de debajo de la capa y se abatió sobre el brazo de Phoebus con la fuerza de una garra de águila, al tiempo que decía:

—Capitán Phoebus de Châteaupers.

—¿Cómo diablos sabéis mi nombre? —dijo Phoebus.

—No solo sé vuestro nombre —prosiguió el hombre de la capa con su voz sepulcral—. Esta noche tenéis una cita.

—Sí —dijo Phoebus, estupefacto.

—A las siete.

—Así es. Dentro de un cuarto de hora.

—En casa de la Falourdel.

—Exacto.

—La alcahueta del puente Saint-Michel.

—San Miguel arcángel, como dice el padrenuestro.

—¡Impío! —masculló el espectro—. ¿Con una mujer?

Confiteor.*

—Que se llama…

—Esmeralda —contestó Phoebus alegremente.

Poco a poco había ido recuperando toda su despreocupación.

Al oír ese nombre, la garra de la sombra zarandeó con furia el brazo de Phoebus.

—¡Capitán Phoebus de Châteaupers, mientes!

Quien hubiera podido ver en aquel momento el rostro encendido del capitán, el salto que dio hacia atrás, tan violento que se liberó de la tenaza que lo había agarrado, el valiente ademán con que asió la empuñadura de su espada, y ante esa cólera la lúgubre inmovilidad del hombre de la capa, quien hubiera visto eso se habría espantado. Tenía algo del combate de don Juan y la estatua.

—¡Cristo y Satanás! —gritó el capitán—. ¡Esa palabra raramente va dirigida al oído de un Châteaupers! No te atreverás a repetirla.

—¡Mientes! —dijo la sombra con frialdad.

Al capitán le rechinaron los dientes. Monje errante, fantasmas, supersticiones, todo lo había olvidado en ese momento. Únicamente veía a un hombre y un insulto.

—¡Ah!, ¿conque esas tenemos? —balbució con una voz ahogada por la rabia. Desenfundó la espada y, tartamudeando, pues la cólera hace temblar igual que el miedo, añadió—: ¡Aquí! ¡Ahora mismo! ¡Vamos! ¡Las espadas! ¡Las espadas! ¡Sangre sobre el empedrado!

El otro, sin embargo, no se movía. Al ver a su adversario en guardia y presto a combatir, dijo con una voz vibrante de amargura:

—Capitán Phoebus, olvidáis vuestra cita.

Los arrebatos de los hombres como Phoebus son sopas de leche que dejan de hervir con tan solo echar una gota de agua fría. Aquella simple frase hizo bajar la espada que refulgía en la mano del capitán.

—Capitán —prosiguió el hombre—, mañana, pasado mañana, dentro de un mes, dentro de diez años me encontraréis dispuesto a cortaros el cuello, pero primero acudid a vuestra cita.

—En efecto —dijo Phoebus, como si tratara de capitular consigo mismo—, una espada y una mujer son dos cosas seductoras para citarse con ellas, pero no veo por qué habría de privarme de la una por la otra, cuando puedo tener las dos.

Y envainó la espada.

—Acudid a vuestra cita —repitió el desconocido.

—Señor —contestó Phoebus con cierta incomodidad—, muchas gracias por vuestra cortesía. Realmente tendremos tiempo de sobra para acribillarnos de aberturas y ojales el jubón de nuestro padre Adán. Os estoy agradecido por permitirme pasar un rato agradable. Esperaba tumbaros en el arroyo y todavía llegar a tiempo para estar con la joven, tanto más cuanto que es de buen tono hacer esperar un poco a las mujeres en tales casos. Pero tenéis el aspecto de un toro y es más seguro dejar el lance para mañana. Voy, pues, a mi cita. Es a las siete, como sabéis. —Phoebus se rascó una oreja—. ¡Ah! ¡Cuernos! ¡Se me olvidaba! No tengo ni un sueldo para pagar la zahúrda y la vieja querrá cobrar por adelantado. No se fía de mí.

—Aquí tenéis con qué pagar.

Phoebus notó la fría mano del desconocido poniendo en la suya una moneda grande. No pudo evitar aceptar aquel dinero y estrechar aquella mano.

—¡Vive Dios! —exclamó—. ¡Sois un buen hombre!

—Una condición os pongo —dijo el hombre—. Demostradme que yo estaba en un error y que vos decíais la verdad. Escondedme en algún rincón desde donde pueda ver si esa mujer es realmente la que responde al nombre que habéis dicho.

—¡Ah, muy bien! —contestó Phoebus—. No me importa. Cogeremos la habitación de Santa Marta. Podréis ver tranquilamente desde la perrera que está al lado.

—Vayamos, pues —dijo la sombra.

—A vuestro servicio —dijo el capitán—. No sé si sois micer Diabolus en persona, pero seamos buenos amigos por esta noche. Mañana os pagaré todas mis deudas, las de la bolsa y las de la espada.

Echaron a andar deprisa. Al cabo de unos minutos, el rumor del río les anunció que estaban en el puente Saint-Michel, entonces cargado de casas.

—Primero os acompañaré adentro —le dijo Phoebus a su compañero—. Después iré a buscar a la muchacha, que debe esperarme junto al Petit-Châtelet.

El compañero no contestó. Desde que caminaban juntos, no había dicho nada. Phoebus se detuvo ante una puerta baja y llamó con rudeza. Apareció luz en las rendijas de la puerta.

—¿Quién es? —preguntó una voz desdentada.

—¡Cuerpo de Dios! ¡Vientre de Dios! ¡Voto a Dios! —exclamó el capitán.

La puerta se abrió en el acto y dejó ver a los hombres a una mujer vieja y una vieja lámpara, ambas temblorosas. La mujer, doblada por la cintura, iba vestida con harapos, la cabeza le bailaba, tenía unos ojos muy pequeños, llevaba un trapo en la cabeza y estaba toda arrugada, manos, cara y cuello; los labios se le metían bajo las encías y tenía alrededor de la boca mechones de pelos blancos que le daban el aspecto engatusador de un gato.

El interior del tugurio no estaba menos deteriorado que ella. Eran unas paredes de yeso, unas vigas negras en el techo, una chimenea destrozada, telarañas por todos los rincones, en el centro un puñado tambaleante de mesas y escabeles cojos, un niño sucio entre las cenizas y, al fondo, una escalera o más bien una escala de madera que conducía a una trampilla abierta en el techo.

Al entrar en aquella madriguera, el misterioso compañero de Phoebus se subió la capa hasta los ojos. Entre tanto el capitán, jurando como un sarraceno, se apresuró «a hacer relucir el sol en un escudo», como dice nuestro admirable Régnier.

—La habitación de Santa Marta —dijo.

La vieja lo trató de monseñor y guardó el escudo en un cajón. Era la moneda que el hombre de la capa negra le había dado a Phoebus. Mientras ella se volvía de espaldas, el niño despeinado y andrajoso que jugaba entre la ceniza se acercó hábilmente al cajón, cogió el escudo y puso en su lugar una hoja seca que había arrancado de un haz de leña.

La vieja indicó a los dos hidalgos, como ella los llamaba, que la siguieran y subió la escala delante de ellos. Al llegar al piso superior, dejó la lámpara sobre un arcón y Phoebus, como cliente de la casa, abrió una puerta que daba a un cuartucho oscuro.

—Entrad ahí, amigo —le dijo a su compañero.

El hombre de la capa obedeció sin decir una sola palabra. La puerta se cerró tras él. Oyó a Phoebus correr el pestillo y un momento después bajar la escalera con la vieja. La luz había desaparecido.