Gringoire y toda la Corte de los Milagros se hallaban sumidos en una inquietud mortal. No sabían desde hacía más de un mes qué había sido de Esmeralda, lo que entristecía mucho al duque de Egipto y sus amigos los truhanes, ni tampoco qué había sido de su cabra, lo que duplicaba el dolor de Gringoire. Una noche, la egipcia había desaparecido y desde entonces no había vuelto a dar señales de vida. Toda búsqueda había resultado infructuosa. Algunos convulsos guasones le decían a Gringoire que aquella noche la habían visto por los alrededores del puente Saint-Michel con un oficial; pero este marido al estilo de Bohemia era un filósofo incrédulo, además de que sabía mejor que nadie hasta qué punto era virgen su mujer. Había tenido ocasión de juzgar el pudor inexpugnable que resultaba de las virtudes combinadas del amuleto y la egipcia, y había calculado matemáticamente la resistencia de aquella castidad elevada a la segunda potencia. Por ese lado estaba, pues, tranquilo.
Mas no acertaba a explicarse aquella desaparición. Sentía una profunda pena. Habría adelgazado si ello hubiera sido posible. Se había desentendido de todo, hasta de sus aficiones literarias, hasta de su gran obra De figuris regularibus et irregularibus, que pensaba hacer imprimir con el primer dinero que consiguiera (pues estaba obsesionado con la imprenta desde que había visto el Didascalon, de Hugues de Saint-Victor, impreso con los célebres caracteres de Vindelin de Spire).
Un día que pasaba, abatido, por delante de la sala de lo criminal de la Tournelle, vio un grupo de gente congregada a una de las puertas del Palacio de Justicia.
—¿Qué pasa? —preguntó a un joven que salía de allí.
—No lo sé, señor —respondió el joven—. Dicen que están juzgando a una mujer que asesinó a un gendarme. Como parece ser que hay brujería detrás del asunto, el obispo y el provisor han intervenido en la causa, y mi hermano, que es arcediano de Josas, se pasa la vida ahí dentro. Precisamente quería hablar con él, pero no me ha sido posible verlo, cosa que me contraría sobremanera, pues necesito dinero.
—Ay, señor —dijo Gringoire—, quisiera poder prestaros algo, pero si mis greguescos están agujereados no es por los escudos.
No se atrevió a decirle al joven que conocía a su hermano el arcediano, al que no había ido a ver desde la escena de la iglesia, negligencia que lo incomodaba.
El estudiante se marchó y Gringoire se puso a seguir a la gente que subía la escalera de la Gran Sala. Consideraba que no hay nada como el espectáculo de un proceso criminal para disipar la melancolía, dado que de ordinario los jueces son de una necedad hilarante. El grupo de gente al que se había sumado avanzaba compacto y silencioso. Tras un lento e insípido recorrido por un larguísimo pasillo sombrío, que serpenteaba por el palacio como el canal intestinal del viejo edificio, llegaron a una puerta baja por la que se accedía a una sala, la cual pudo explorar con la mirada por encima de las cabezas ondeantes de la multitud gracias a su elevada estatura.
La sala era vasta y oscura, lo que la hacía parecer todavía más vasta. Caía la tarde; las largas ventanas ojivales solo dejaban entrar un pálido rayo de luz que se extinguía antes de llegar a la bóveda, enorme entramado de maderas talladas cuyas mil figuras parecían moverse confusamente en la sombra. En las mesas había ya varias velas encendidas, que resplandecían por encima de las cabezas de los escribanos inclinados sobre los papeles. La parte anterior de la sala estaba ocupada por el público; a derecha e izquierda había hombres togados tras unas mesas; al fondo, sobre un estrado, muchos jueces, los últimos de los cuales se perdían en las tinieblas, rostros inmóviles y siniestros. Las paredes estaban sembradas de innumerables flores de lis. Se distinguía vagamente un gran crucifijo por encima de los jueces, y por doquier picas y alabardas en cuyos extremos la luz de las velas ponía pinchos de fuego.
—Señor, ¿quiénes son todas esas personas que están sentadas allí como prelados en un concilio? —preguntó Gringoire a uno de sus vecinos.
—Señor —respondió el vecino—, son los consejeros de la Gran Sala, a la derecha, y los consejeros de la Cámara de Investigaciones,* a la izquierda; los prelados llevan toga negra, y los barones, toga roja.
—¿Y quién es ese que se ve allí, por encima de ellos, ese gordo colorado que está sudando?
—Ese es el señor presidente.
—¿Y esos borregos que están detrás de él? —prosiguió Gringoire, que, como ya hemos visto, no simpatizaba con la magistratura. Quizá se debía al rencor que le inspiraba el Palacio de Justicia desde su percance dramático.
—Esos son los señores relatores de la Casa Real.
—¿Y ese jabalí que está delante?
—Es el escribano del tribunal del Parlamento.
—¿Y ese cocodrilo de la derecha?
—Maese Philippe Lheulier, abogado extraordinario del rey.
—¿Y ese enorme gato negro de la izquierda?
—Maese Jacques Charmolue, procurador del rey en la jurisdicción eclesiástica, con los señores del provisorato.
—Y decidme, señor, ¿qué hacen todas esas personas aquí?
—Juzgan.
—¿A quién juzgan? Yo no veo a ningún acusado.
—Es una mujer, señor. No podéis verla. Nos da la espalda, y además, la gente nos la tapa. ¡Mirad, está allí, donde se ven unas partesanas!
—¿Quién es esa mujer? —preguntó Gringoire—. ¿Sabéis cómo se llama?
—No, señor. Acabo de llegar. Pero, puesto que el provisor asiste al proceso, supongo que se trata de un caso de brujería.
—¡Vaya, vaya! —exclamó nuestro filósofo—.Vamos a ver a todos esos togados comer carne humana. En fin, es un espectáculo como otro cualquiera.
—Señor, ¿no os parece que maese Jacques Charmolue tiene un aspecto muy afable? —dijo el vecino.
—¡Hum! —contestó Gringoire—. No me fío de la afabilidad que frunce la nariz y tiene los labios finos.
La gente de alrededor impuso silencio a los dos charlatanes. Estaban haciendo una deposición importante.
—Señores —decía, en medio de la sala, una vieja cuyo rostro desaparecía de tal modo bajo la vestimenta que parecía un montón de andrajos caminando—, la cosa es tan cierta como cierto es que yo soy la Falourdel, establecida desde hace cuarenta años en el puente Saint-Michel, y puntual pagadora de rentas, laudemios y censos, en la puerta de enfrente de la casa de Tassin-Caillart, el tintorero, que está en el lado de arriba del río… ¡Una pobre vieja ahora, una bonita muchacha en otros tiempos, señores! Llevaban unos días diciéndome: «Falourdel, no hiléis demasiado por la noche, que al diablo le gusta peinar con sus cuernos la husada de las viejas. Mirad que el monje errante, que andaba el año pasado por la parte del Temple, merodea ahora por la Cité. Id con cuidado, Falourdel, no vaya a llamar a vuestra puerta…» Una noche estaba hilando con mi rueca cuando llaman a la puerta. Pregunto quién es. Reniegan. Abro. Entran dos hombres. Uno de negro y un apuesto oficial. Al de negro solo se le veían los ojos, dos brasas. Todo lo demás era capa y sombrero. Y esto es lo que me dicen: «La habitación de Santa Marta». «Es la habitación de arriba, señores, la más limpia.» Me dan un escudo. Yo guardo el escudo en un cajón y me digo: «Con esto compraré mañana unos callos en el matadero de la Gloriette». Subimos. Ya en la habitación de arriba, mientras yo estoy de espaldas, el hombre de negro desaparece. Eso me sorprende un poco. El oficial, que tenía la apostura de un gran señor, baja conmigo. Sale de la casa. En el tiempo que tardo en hilar un cuarto de madeja, vuelve con una hermosa muchacha, una muñeca que habría brillado como el sol si hubiera estado peinada. Llevaba con ella un chivo, uno grande, negro o blanco, no me acuerdo. Eso me da que pensar. La chica, eso no es asunto mío, ¡pero el chivo…! No me gustan esos animales, tienen barba y cuernos. Se parecen a los hombres. Y además, huelen a sábado. Sin embargo, no digo nada. Tenía el escudo. Es justo, ¿no, señor juez? Acompaño a la chica y al capitán a la habitación de arriba y los dejo solos, bueno, con el chivo. Bajo y me pongo otra vez a hilar… Debo deciros que mi casa tiene planta baja y un piso, la parte trasera da al río, como las demás casas del puente, y la ventana de la planta baja y la del piso quedan sobre el agua… Bien, pues estaba hilando. No sé por qué, pensaba en ese monje errante que el chivo me había hecho recordar, y además, la chica iba arreglada de una forma un poco rara. De repente oigo un grito arriba y el ruido de algo que cae al suelo, y que la ventana se abre. Corro hacia la mía, que está debajo, y veo pasar ante mis ojos una masa negra que cae al agua. Era un fantasma vestido de sacerdote. Había luna llena. Lo vi muy bien. Nadaba hacia la Cité. Entonces, temblando, llamo a la guardia. Esos señores de la docena entran y, de buenas a primeras, sin saber de qué se trataba, como estaban contentos, me pegan. Les explico lo que pasa. Subimos y ¿qué encontramos? Mi pobre habitación toda manchada de sangre, el capitán tendido todo lo largo que es con un puñal en el cuello, la muchacha haciéndose la muerta y el chivo asustado. «Bueno», dije, «me pasaré más de quince días limpiando el suelo. Habrá que raspar, será terrible.» Se llevaron al oficial, ¡pobre muchacho!, y a la chica toda despechugada… ¡Esperad! Lo peor es que al día siguiente, cuando fui a coger el escudo para comprar los callos, encontré una hoja seca en su lugar.
La vieja se calló. Un murmullo de horror circuló por el auditorio.
—El fantasma, el chivo… todo esto huele a magia —dijo un vecino de Gringoire.
—¡Y la hoja seca! —añadió otro.
—No hay duda —intervino un tercero—, es una bruja que tiene tratos con el monje errante para desvalijar a los oficiales.
El propio Gringoire no se hallaba muy lejos de encontrar todo aquello horrible y verosímil.
—Mujer Falourdel —dijo el presidente con majestad—, ¿no tenéis nada más que decir a la justicia?
—No, monseñor —respondió la vieja—, salvo que en el atestado trataron mi casa de casucha vieja y apestosa, lo que es hablar de manera ofensiva. Las casas del puente no tienen muy buen aspecto porque hay mucha gente del pueblo, pero así y todo allí viven los carniceros, que son ricos y están casados con guapas mujeres muy limpias.
El magistrado que a Gringoire le había parecido que tenía aspecto de cocodrilo se levantó.
—¡Paz! —dijo—. Ruego a sus señorías que no pierdan de vista que se encontró un puñal sobre la acusada. Mujer Falourdel, ¿habéis traído esa hoja seca en que se transformó el escudo que os había dado el demonio?
—Sí, monseñor —respondió ella—. La he encontrado. Aquí está.
Un ujier le pasó la hoja seca al cocodrilo, que hizo un ademán lúgubre con la cabeza y se la pasó al presidente, el cual se la pasó al procurador del rey en la jurisdicción eclesiástica, de manera que dio la vuelta a la sala.
—Es una hoja de abedul —dijo maese Jacques Charmolue—. Otra prueba de magia.
Un consejero tomó la palabra.
—Testigo, dos hombres subieron a la vez a vuestra casa. El hombre de negro, al que visteis primero desaparecer y luego nadar en el Sena con ropas de sacerdote, y el oficial. ¿Cuál de los dos os dio el escudo?
La vieja estuvo pensando un momento y dijo:
—Fue el oficial.
Un rumor corrió entre el público. «¡Ah! —pensó Gringoire—. En ese caso, ya no estoy tan seguro.»
Sin embargo, maese Philippe Lheulier, el abogado extraordinario del rey, intervino de nuevo:
—Recuerdo a sus señorías que en la deposición escrita a la cabecera de su cama, el oficial asesinado, al declarar que había pensado vagamente, en el momento en que el hombre de negro lo había abordado, que podría ser muy bien el monje errante, añadía que el fantasma le había instado vivamente a que fuera a encontrarse con la acusada, y, ante la observación de él, el capitán, de que no tenía dinero, le había dado el escudo con el que el mencionado oficial pagó a la Falourdel. Así pues, el escudo es una moneda del infierno.
Esta observación concluyente pareció disipar todas las dudas de Gringoire y de los demás escépticos del auditorio.
—Sus señorías tienen el expediente —añadió el abogado del rey sentándose—. Pueden consultar la declaración del capitán Phoebus de Châteaupers.
Al oír este nombre, la acusada se levantó. Su cabeza sobresalió entre la multitud. Gringoire, aterrado, reconoció a Esmeralda.
Estaba pálida. Sus cabellos, antes tan graciosamente trenzados y adornados con cequíes, caían en desorden; sus labios estaban amoratados; sus ojos hundidos daban miedo.
—¡Phoebus! —dijo, desorientada—, ¿dónde está? ¡Señorías, antes de matarme, decidme, por favor, si todavía vive!
—Callaos, mujer —ordenó el presidente—. Ese no es el asunto que ahora nos ocupa.
—¡Por piedad! ¡Decidme si está vivo! —insistió ella, juntando sus bellas manos enflaquecidas, y al moverlas se oía el roce de las cadenas con su vestido.
—¡Está bien! —dijo secamente el abogado del rey—. Se está muriendo. ¿Ya estáis contenta?
La desdichada cayó sobre su asiento, sin voz, sin lágrimas, blanca como una figura de cera.
El presidente se inclinó hacia un hombre situado a sus pies, que llevaba un bonete dorado y una toga negra, una cadena en el cuello y una vara en la mano.
—Ujier, haced pasar a la segunda acusada.
Todas las miradas se volvieron hacia una pequeña puerta que se abrió y, para gran emoción de Gringoire, dejó paso a una bonita cabra con los cuernos y las pezuñas dorados. El elegante animal se detuvo un momento en el umbral estirando el cuello, como si, encaramado en una roca, tuviera ante los ojos un inmenso horizonte. De pronto vio a la gitana y, saltando por encima de la mesa y de la cabeza de un escribano, en dos brincos estuvo junto a ella. Después se tumbó graciosamente sobre los pies de su ama en demanda de una palabra o de una caricia; pero la acusada permaneció inmóvil y la pobre Djali no recibió ni siquiera una mirada.
—¡Ah, es ese horrible animal! —dijo la vieja Falourdel—. ¡Los reconozco muy bien a los dos!
—Si vuestras señorías tienen a bien —intervino Jacques Charmolue—, procederemos a interrogar a la cabra.
Era ella, en efecto, la segunda acusada. Nada más sencillo en aquellos tiempos que incoar un proceso de brujería contra un animal. Encontramos, entre otros, en las cuentas del prebostazgo de 1466, un curioso detalle de los gastos del proceso de Gillet-Soulart y de su cerda, «ejecutados por sus faltas», en Corbeil. Allí figura todo, el coste de la fosa para meter a la cerda, los quinientos haces de leña recogidos en el puerto de Morsant, las tres pintas de vino y el pan, última comida del condenado fraternalmente compartida por el verdugo, hasta los once días de cuidar y alimentar a la cerda a ocho dineros parisienses por día. Algunas veces incluso se iba más allá de los animales. Las capitulares de Carlomagno y de Luis el Piadoso infligen graves penas a los fantasmas inflamados que osaran aparecer en el aire.
Entre tanto, el procurador en la jurisdicción eclesiástica decía:
—Si el demonio que posee a esta cabra y que se ha resistido a todos los exorcismos persiste en sus maleficios, si asusta al tribunal, le advertimos que nos veremos obligados a pedir para él la horca o la hoguera.
Gringoire sintió un sudor frío. Charmolue cogió de una mesa la pandereta de la gitana y, presentándosela de determinada manera a la cabra, le preguntó:
—¿Qué hora es?
La cabra lo miró con ojos inteligentes, levantó su patita dorada y dio siete golpes. Eran, en efecto, las siete. Una reacción de pánico recorrió la multitud.
Gringoire no pudo contenerse.
—¡Está perdida! —exclamó en voz alta—. ¡Es evidente que no sabe lo que hace!
—¡Silencio a los villanos del fondo de la sala! —dijo en tono agrio el ujier.
Jacques Charmolue, con ayuda de la pandereta, mandó hacer a la cabra otras cosas relativas al día, el mes del año, etcétera, de las que el lector ya ha sido testigo. Y, por efecto de una ilusión óptica propia de los debates judiciales, aquellos mismos espectadores que quizá habían aplaudido más de una vez en la calle las inocentes travesuras de Djali, se sintieron horrorizados bajo las bóvedas del Palacio de Justicia. Decididamente, la cabra era el diablo.
Todavía fue peor cuando, después de que el procurador del rey hubiera vaciado en el suelo una bolsita de cuero llena de letras sueltas que Djali llevaba en el cuello, vieron a la cabra apartar del alfabeto esparcido, con la pata, las letras que formaban este nombre fatal: «Phoebus». Los sortilegios de que el capitán había sido víctima parecieron irrefutablemente demostrados y, a los ojos de todos, la gitana, aquella arrebatadora bailarina que tantas veces había deslumbrado a los transeúntes con su gracia, ya no fue más que una terrible estrige.
Por lo demás, ella no daba ningún signo de vida. Ni las graciosas evoluciones de Djali, ni las amenazas del tribunal, ni las sordas imprecaciones del auditorio, nada llegaba a su pensamiento.
Fue preciso, para sacarla de su postración, que un alguacil la zarandease sin piedad y que el presidente elevara solemnemente la voz:
—Muchacha, sois de raza bohemia, dedicada a los maleficios. En complicidad con la cabra embrujada implicada en el proceso, la noche del veintinueve de marzo pasado heristeis y apuñalasteis, de acuerdo con los poderes de las tinieblas y utilizando encantamientos y prácticas, a un capitán de los arqueros de la ordenanza del rey, Phoebus de Châteaupers. ¿Persistís en negarlo?
—¡Horror! —gritó la joven, tapándose el rostro con las manos—. ¡Mi Phoebus! ¡Oh! ¡Esto es el infierno!
—¿Persistís en negarlo? —preguntó con frialdad el presidente.
—¡Sí, lo niego! —dijo ella en un tono terrible.
Se había levantado y sus ojos centelleaban.
El presidente continuó resueltamente:
—Entonces, ¿cómo explicáis los hechos que se os imputan?
Ella respondió con voz entrecortada:
—Ya lo he dicho. No lo sé. Fue un sacerdote. Un sacerdote al que no conozco. ¡Un sacerdote infernal que me persigue!
—Exacto —dijo el juez—. El monje errante.
—¡Oh, señorías, tened compasión! No soy más que una pobre muchacha…
—De Egipto —añadió el juez.
Maese Jacques Charmolue tomó la palabra para decir con afabilidad:
—Dada la dolorosa obstinación de la acusada, solicito la aplicación de la tortura.
—Concedido —dijo el presidente.
La desventurada se estremeció de la cabeza a los pies. No obstante, se levantó al ordenárselo los partesaneros y caminó con paso bastante firme entre dos filas de alabarderos, precedida de Charmolue y de los sacerdotes del provisorato, hacia una puerta secreta que se abrió súbitamente y se cerró de nuevo a su espalda, lo que a Gringoire le produjo el efecto de una horrible boca que acababa de devorarla.
Cuando desapareció, se oyó un balido quejumbroso. Era la cabrita que lloraba.
La audiencia fue suspendida. A la observación hecha por un consejero en el sentido de que sus señorías se encontraban cansadas y sería excesivo esperar hasta que acabase la tortura, el presidente respondió que un magistrado debe ser capaz de sacrificarse para cumplir con su deber.
—¡Será ingrata y desagradable, la bribona! —dijo un viejo juez—. ¡Mira que hacerse aplicar el tormento cuando todavía no hemos cenado!