Phoebus, sin embargo, no había muerto. Los hombres de esa especie son resistentes. Cuando maese Philippe Lheulier, abogado extraordinario del rey, le había dicho a la pobre Esmeralda: «Se está muriendo», había sido un error o una broma. Cuando el arcediano le había repetido a la condenada: «Está muerto», lo cierto es que en realidad no lo sabía, sino que lo creía, que contaba con ello, que no lo ponía en duda, que confiaba en que así fuese. Habría sido demasiado duro para él darle a la mujer que amaba buenas noticias de su rival. En su lugar, cualquier hombre habría hecho lo mismo.
No es que la herida de Phoebus no hubiera sido grave, pero lo había sido menos de lo que el arcediano afirmaba. El maestro alfaquín, al que los soldados de la guardia lo habían llevado cuando lo encontraron, había temido durante ocho días por su vida y hasta se lo había dicho en latín. Sin embargo, la juventud se había impuesto; y, cosa que sucede con frecuencia, pese a pronósticos y diagnósticos, a la naturaleza le había divertido salvar al enfermo en las barbas del médico. Mientras todavía se hallaba en el camastro del maestro alfaquín, había sido sometido a los primeros interrogatorios por parte de Philippe Lheulier y de los investigadores del provisor, lo cual le había molestado sobremanera. Así pues, una buena mañana, sintiéndose mejor, había dejado sus espuelas de oro al farmacopola en pago por sus servicios y se había ido. Esto, por lo demás, no había supuesto ningún obstáculo para la instrucción del caso. La justicia de entonces se preocupaba muy poco de la claridad y la limpieza de un proceso criminal. Con tal de que el acusado fuera colgado, no pedía nada más. Y los jueces tenían bastantes pruebas contra Esmeralda. Habían creído a Phoebus muerto, y con eso ya estaba todo dicho.
Phoebus, por su parte, no había emprendido una gran huida. Simplemente se había incorporado a su compañía, acuartelada en Queue-en-Brie, en Île de France, a unas postas de París.
En fin de cuentas, no le resultaba nada grato comparecer personalmente en aquel proceso. Presentía vagamente que iba a hacer un papel ridículo. En el fondo, no sabía muy bien qué pensar de todo aquel asunto. Indevoto y supersticioso como todo soldado que no es más que soldado, cuando reflexionaba sobre aquella aventura le inquietaba la cabra, las singulares circunstancias en que había conocido a Esmeralda, la manera no menos extraña en que ella le había insinuado su amor, el hecho de que fuera egipcia y, por último, la aparición del monje errante. Entreveía en esa historia mucha más magia que amor, probablemente a una bruja, tal vez al diablo; una comedia, en definitiva, o, para decirlo en el lenguaje de entonces, un misterio muy desagradable en el que él representaba un papel muy ridículo, el del personaje que es objeto de los golpes y las burlas. Eso apesadumbraba al capitán, quien sentía esa especie de vergüenza que tan admirablemente ha definido La Fontaine:
Avergonzado como un zorro al que una gallina ha engañado.
Esperaba, por lo demás, que el asunto no se divulgara, que su nombre, hallándose él ausente, apenas sería pronunciado, y en cualquier caso, no se oiría fuera de la audiencia de la Tournelle. En eso no se equivocaba, pues no existía a la sazón Gaceta de los Tribunales y, como apenas pasaba una semana sin su falsificador de moneda hervido, su bruja ahorcada o su hereje quemado en una de las innumerables «justicias» de París, la gente estaba tan acostumbrada a ver en todos los cruces a la vieja Temis feudal haciendo su trabajo, arremangada, en las horcas, las escaleras y las picotas que casi no le prestaba atención. La buena sociedad de aquella época apenas sabía el nombre del reo que pasaba por la esquina; todo lo más, el populacho disfrutaba de ese plato vulgar. Una ejecución era un incidente habitual en la vía pública, como el apagador del panadero o el matadero del desollador. El verdugo no era más que una especie de carnicero un poco más oscuro que los otros.
Así pues, Phoebus tranquilizó bastante rápido su conciencia en relación con la hechicera Esmeralda, o Similar, como él decía, con la puñalada de la gitana o del monje errante (le tenía sin cuidado) y con el desenlace del proceso. Pero, en cuanto su corazón estuvo libre por ese lado, la imagen de Flor de Lis reapareció en su mente. El corazón del capitán Phoebus, como la física de entonces, sentía horror del vacío.
Era, además, enormemente insípida la estancia en Queue-en-Brie, un pueblo de herradores y de vaqueras de manos agrietadas, una larga hilera de casuchas y chozas que bordean ambos lados de la carretera a lo largo de media legua; en una palabra, una «cola».*
Flor de Lis era su penúltima pasión, una bonita joven, una atractiva dote. Así pues, una buena mañana, totalmente repuesto y suponiendo que, después de dos meses, el asunto de la gitana debía de estar resuelto y olvidado, el enamorado caballero llegó impaciente a la puerta de la mansión Gondelaurier.
No prestó atención a una turba bastante numerosa que se agolpaba en la plaza del Atrio, ante el pórtico de Notre-Dame; se acordó de que estaban en mayo, supuso que debía de haber una procesión o que se celebraba alguna fiesta, ató su caballo a la anilla de la entrada y subió alegremente a casa de su bella prometida.
La encontró sola con su madre.
Flor de Lis tenía aún clavada en el corazón la espina de la escena de la bruja, su cabra, su maldito alfabeto y las largas ausencias de Phoebus. Sin embargo, cuando vio entrar a su capitán, le encontró tan buen aspecto, con su casaca nueva y su tahalí reluciente, y un aire tan apasionado que se ruborizó de placer. La noble damisela estaba también más encantadora que nunca. Sus magníficos cabellos rubios estaban trenzados de un modo arrebatador, iba totalmente vestida de ese azul celeste que tan bien sienta a las mujeres de piel blanca, coquetería que le había enseñado Colombe, y tenía los ojos bañados en esa languidez amorosa que las favorece todavía más.
Phoebus, que llevaba tiempo sin haber visto otra cosa en materia de belleza que las mozas de Queue-en-Brie, se quedó deslumbrado por Flor de Lis, lo que dio a nuestro oficial unas maneras tan solícitas y galantes que enseguida hicieron las paces. La propia señora de Gondelaurier, siempre maternalmente sentada en su gran sillón, no se sintió capaz de regañarlo. En cuanto a los reproches de Flor de Lis, acabaron en tiernos arrullos.
La muchacha estaba junto a la ventana, bordando su interminable gruta de Neptuno. El capitán permanecía apoyado en el respaldo de su silla y ella le dirigía a media voz sus acariciadoras reprimendas.
—¿Qué ha sido de vos durante dos meses largos, malvado?
—Os juro —decía Phoebus, un tanto incómodo por la pregunta— que sois tan bella que haríais soñar a un arzobispo.
Ella no podía evitar sonreír.
—Bueno, bueno, señor mío, dejad a un lado mi belleza y respondedme. ¡Pues sí que me sirve de mucho tanta belleza!
—Pues bien, querida prima, he estado acuartelado.
—¿Y dónde, si no os importa decírmelo? ¿Y por qué no vinisteis a despediros?
—En Queue-en-Brie.
Phoebus estaba encantado de que la primera pregunta lo ayudara a esquivar la segunda.
—¡Pero si está muy cerca! ¿Cómo es que no habéis venido a verme ni una sola vez?
Aquí, Phoebus se vio en un serio aprieto.
—Es que… el servicio… Además, encantadora prima, he estado enfermo.
—¡Enfermo! —exclamó ella, asustada.
—Sí… herido.
—¡Herido!
La pobre criatura estaba consternada.
—¡Oh! No os alarméis —dijo despreocupadamente Phoebus—, no fue nada. Una pelea, una estocada…, en fin, ¿qué interés puede tener eso para vos?
—¿Que qué interés puede tener para mí? —exclamó Flor de Lis, alzando sus bellos ojos llenos de lágrimas—. ¡Oh, no decís lo que pensáis! Contadme lo de la estocada. Quiero saberlo todo.
—Veréis, querida, tuve problemas con Mahé Fédy, el teniente de Saint-Germain-en-Laye, y nos descosimos unas pulgadas de piel cada uno. Eso es todo.
El mentiroso capitán sabía muy bien que un lance de honor siempre da realce a un hombre ante los ojos de una mujer. En efecto, Flor de Lis lo miraba a la cara totalmente embargada de miedo, de amor y de admiración. Sin embargo, no se había quedado tranquila del todo.
—¡Ojalá estéis totalmente repuesto, Phoebus! —dijo—. No conozco a ese Mahé Fédy, pero es un mal hombre. ¿Y cuál fue el motivo de la pelea?
Phoebus, cuya imaginación no era sino medianamente creativa, empezó a no saber cómo salir del embrollo.
—¡Oh, qué sé yo…! Una nimiedad, un caballo, unas palabras… Bella prima, ¿qué es ese ruido que se oye en el Atrio? —dijo para cambiar de conversación, acercándose a la ventana—. ¡Dios mío! ¡Bella prima, hay muchísima gente en la plaza!
—No sé —dijo Flor de Lis—, al parecer una bruja va a retractarse públicamente esta mañana ante la iglesia para ser colgada después.
El capitán estaba tan seguro de que el asunto de Esmeralda estaba liquidado que las palabras de Flor de Lis le impresionaron muy poco. No obstante, le hizo un par de preguntas.
—¿Cómo se llama esa bruja?
—No lo sé —respondió ella.
—¿Y qué dicen que ha hecho?
Ella encogió una vez más sus blancos hombros.
—No lo sé.
—¡Oh, Jesús Dios mío! —dijo la madre—. Hay tantos brujos ahora que yo creo que los queman sin saber siquiera su nombre. Sería tanto como querer saber el nombre de todas las nubes del cielo. Después de todo, podemos estar tranquilos. Dios lleva su registro. —La venerable dama se levantó y se acercó a la ventana—. ¡Señor! —dijo—. Tenéis razón, Phoebus. ¡Qué cantidad de populacho! ¡Hay gente por todas partes, bendito sea Dios, hasta en los tejados…! ¿Sabéis, Phoebus?, esto me recuerda mis tiempos. La entrada del rey Carlos VII, que congregó también a muchísima gente… No recuerdo en qué año fue… Cuando os hablo de estas cosas, tenéis sensación de vejez, ¿verdad?, y yo, en cambio, de juventud… ¡Ah, pero era un pueblo mucho mejor que el de ahora! Había gente hasta en los matacanes de la puerta Saint-Antoine. El rey llevaba a la reina a la grupa de su caballo, y tras sus altezas iban todas las damas a la grupa con los señores. Recuerdo que nos reíamos mucho porque al lado de Amanyon de Garlande, que era muy bajito, iba el señor de Matefelon, un caballero de estatura gigantesca que había matado ingleses a montones. Era muy bonito. Un desfile de todos los hidalgos de Francia con sus oriflamas resplandecientes. Estaban los de pendón y los de bandera. ¡Qué sé yo! El señor de Calan, con pendón; Jean de Châteaumorant, con bandera; el señor de Coucy, con bandera, y más pompa que ningún otro, salvo el duque de Borbón… ¡Ay! ¡Qué triste es pensar que todo eso ha existido y que ya no queda nada!
Los dos enamorados no escuchaban a la respetable viuda. Phoebus había vuelto a apoyarse en el respaldo de la silla de su prometida, lugar privilegiado desde el que su mirada libertina penetraba en todas las aberturas de la gola de Flor de Lis. La gola en cuestión se entreabría tan oportunamente, le dejaba ver tantas cosas exquisitas y le permitía adivinar tantas otras que Phoebus, deslumbrado por aquella piel con reflejos satinados, se decía para sus adentros: «¿Cómo se puede amar a una mujer que no tenga la tez blanca?».
Los dos guardaban silencio. La joven alzaba de vez en cuando hacia él unos ojos embelesados y dulces, y sus cabellos se mezclaban con un rayo de sol de primavera.
—Phoebus —dijo de pronto Flor de Lis en voz baja—, vamos a casarnos dentro de tres meses, juradme que jamás habéis amado a otra mujer.
—¡Os lo juro, ángel mío! —respondió Phoebus, y su mirada apasionada acompañaba estas palabras para convencer a Flor de Lis de su sinceridad. Quizá hasta se creía a sí mismo en ese momento.
Mientras, la buena madre, encantada de ver a los prometidos en tan perfecta armonía, había salido de la estancia para ocuparse de algún detalle doméstico. Phoebus se dio cuenta, y esa soledad envalentonó de tal modo al intrépido capitán que le subieron al cerebro unas ideas muy extrañas. Flor de Lis lo amaba, él era su prometido, ella estaba sola con él, su antigua atracción por ella había despertado de nuevo, no con toda su frescura, pero sí con todo su ardor, y después de todo, no es un gran crimen comer un poco del trigo propio aunque todavía esté verde. No sé si estos pensamientos pasaron por su mente, pero lo que sí es cierto es que Flor de Lis se asustó de pronto por la expresión de su mirada. Miró a su alrededor y no vio a su madre.
—¡Dios mío! —dijo, colorada e inquieta—. ¡Qué calor tengo!
—Sí —dijo Phoebus—, creo que ya es casi mediodía. El sol molesta. Más vale que corramos las cortinas.
—No, no —dijo la pobre muchacha—, al contrario, necesito aire.
Y como una cierva que siente el aliento de la jauría, se levantó, corrió hacia la ventana, la abrió y salió al balcón.
Phoebus, bastante contrariado, la siguió.
La plaza del Atrio de Notre-Dame, a la que, como sabemos, daba el balcón, ofrecía en ese momento un espectáculo siniestro y singular que hizo cambiar bruscamente la naturaleza del miedo de la tímida Flor de Lis.
Una inmensa muchedumbre, que llenaba también todas las calles adyacentes, abarrotaba la plaza propiamente dicha. La muralla baja que rodeaba el Atrio habría sido insuficiente para mantenerla libre si no hubiera sido reforzada por una hilera compacta de soldados de los doscientos veinte y de arcabuceros, armados con culebrinas de mano. Gracias a ese bosque de picas y arcabuces, el Atrio estaba vacío. La entrada estaba protegida por numerosos alabarderos con las armas del obispo. Las anchas puertas de la iglesia estaban cerradas, lo que contrastaba con las innumerables ventanas de la plaza, las cuales, abiertas todas ellas, dejaban ver miles de cabezas amontonadas más o menos como las balas de cañón en un parque de artillería.
La superficie de aquella turba era gris, sucia y terrosa. El espectáculo que esperaba era, evidentemente, de esos que tienen el privilegio de sacar a la luz del día aquello que hay de más inmundo en la población. Nada más repulsivo que el ruido que escapaba de aquel hormigueo de gorros amarillentos y cabelleras sórdidas. En aquella multitud había más risas que gritos, más mujeres que hombres.
De vez en cuando, una voz agria y vibrante atravesaba el rumor general.
—¡Eh! ¡Mahiet Baliffre! ¿Van a colgarla aquí?
—¡Imbécil! ¡Aquí es la retractación pública en camisa! ¡Dios va a escupirle unos latinajos a la cara! Eso se hace siempre aquí, a mediodía. Si lo que quieres es ver ahorcar, vete a la Grève.
—Iré luego.
—Oye, Boucandry, ¿es verdad que no ha querido un confesor?
—Eso parece, Bechaigne.
—¡Qué desfachatez, la pagana!
—Es la costumbre, señor. El baile del palacio tiene que entregar al malhechor ya juzgado para la ejecución, si es un laico, al preboste de París, y si es un clérigo, al provisor del obispado.
—Gracias, señor.
—¡Oh, Dios mío! —decía Flor de Lis—. ¡Pobre criatura!
Este pensamiento llenaba de dolor la mirada que paseaba por el populacho. El capitán, mucho más pendiente de ella que de aquella chusma, ceñía amorosamente su cintura por detrás. Ella se volvió, suplicante y sonriente.
—¡Por favor, Phoebus, dejadme! ¡Si mi madre volviera, vería vuestra mano!
En ese momento dieron lentamente las doce en el reloj de Notre-Dame. Un murmullo de satisfacción estalló entre la multitud. Apenas se había extinguido la última vibración de la decimosegunda campanada cuando todas las cabezas se movieron como olas azotadas por el viento y un inmenso clamor se elevó desde el suelo, las ventanas y los tejados:
—¡Ahí está!
Flor de Lis se tapó los ojos con las manos para no ver.
—Encantadora criatura —le dijo Phoebus—, ¿queréis entrar?
—No —respondió ella, y los ojos que acababa de cerrar por miedo volvió a abrirlos por curiosidad.
Una carreta tirada por un robusto caballo normando y completamente rodeada de jinetes que vestían librea morada con cruces blancas acababa de desembocar en la plaza por la calle Saint-Pierre-aux-Boeufs. Los soldados de la guardia le abrían paso entre la gente a golpe de boullaye. Junto a la carreta iban algunos oficiales de justicia y de policía, reconocibles por sus ropas negras y su torpe manera de montar a caballo. Maese Jacques Charmolue desfilaba en cabeza.
En el fatal vehículo iba sentada una muchacha con los brazos atados tras la espalda y sin la compañía de un sacerdote. Iba en camisa, y sus largos cabellos negros (la costumbre de entonces era no cortarlos hasta llegar al pie del cadalso) caían sobre su pecho y sus hombros medio descubiertos.
A través de la ondulante cabellera, más brillante que el plumaje de un cuervo, se veía retorcerse y anudarse una gruesa cuerda gris y rugosa que desollaba sus frágiles clavículas y se enrollaba en torno al encantador cuello de la pobre muchacha como un gusano en una flor. Bajo la cuerda brillaba un pequeño amuleto adornado con cuentas verdes que sin duda le habían dejado porque a los que van a morir ya no se les niega nada. Los espectadores asomados a las ventanas podían ver al fondo de la carreta sus piernas desnudas, que ella intentaba ocultar bajo su cuerpo movida por un último instinto femenino. A sus pies había una cabrita atada. La condenada sujetaba con los dientes la camisa mal abrochada. Se diría que sufría más aún, si cabe, por verse expuesta medio desnuda a la mirada de todos. ¡Ay!, no está hecho el pudor para semejantes trances.
—¡Jesús! —exclamó vivamente Flor de Lis—. ¡Mirad, querido primo! ¡Es aquella horrible gitana de la cabra!
Al decir esto, se volvió hacia Phoebus. Este tenía los ojos clavados en la carreta y estaba muy pálido.
—¿Qué gitana de la cabra? —preguntó, balbuciendo.
—¡Cómo! —repuso Flor de Lis—. ¿Es que no os acordáis…?
Phoebus la interrumpió.
—No sé a qué os referís.
Dio un paso para entrar, pero Flor de Lis, cuyos celos, tan vivamente excitados no hacía mucho por esa misma egipcia, acababan de despertar de nuevo, le lanzó una mirada penetrante y llena de desconfianza. En ese momento recordó vagamente haber oído hablar de un capitán relacionado con el proceso de aquella bruja.
—¿Qué os ocurre? —le preguntó a Phoebus—. Se diría que esa mujer os ha turbado.
Phoebus se esforzó en bromear.
—¿A mí? ¡En absoluto! ¡Qué ocurrencia!
—Entonces, quedaos —añadió ella imperiosamente— y veámoslo todo hasta el final.
No tuvo más remedio el desventurado capitán que permanecer allí. Lo que lo tranquilizaba un poco era que la condenada no apartaba la vista del suelo de la carreta. Porque se trataba sin ningún género de dudas de Esmeralda. En este último escalón del oprobio y la desgracia seguía estando guapa, sus grandes ojos negros parecían todavía más grandes a causa de la depauperación de sus mejillas, su perfil lívido era puro y sublime. Se parecía a lo que había sido como una Virgen de Masaccio se parece a una Virgen de Rafael: más débil, más delgada, más demacrada.
Por lo demás, no había nada en ella que no se tambaleara de uno u otro modo y que, salvo su pudor, no dejara en manos del azar, tan profundamente la habían resquebrajado el estupor y la desesperación. Los tumbos que daba la carreta hacían rebotar su cuerpo como si fuese una cosa muerta o rota. Su mirada estaba apagada y extraviada. Se veía aún una lágrima en sus ojos, pero inmóvil y, por así decirlo, congelada.
La lúgubre cabalgata había atravesado ya la multitud en medio de los gritos de alegría y de las muestras de curiosidad. Preciso es decir, sin embargo, para ser fiel historiador, que, viéndola tan bella y tan abatida, muchos, y de los más duros, habían sentido compasión.
La carreta había entrado en el Atrio.
Delante del pórtico central, se detuvo. La escolta formó a ambos lados. La multitud calló y, en medio de aquel silencio lleno de solemnidad y de ansiedad, los dos batientes de la gran puerta, como si se abrieran solos, giraron sobre sus goznes, que chirriaron con un sonido de pífano. Entonces se vio en toda su longitud la profunda iglesia sombría, vestida de luto, apenas iluminada por unos cirios que chispeaban a lo lejos sobre el altar mayor, abierta como la boca de una caverna en medio de la plaza deslumbrante de luz. Al fondo de todo, en la oscuridad del ábside, se entreveía una gigantesca cruz de plata sobre un paño negro que caía desde la bóveda hasta el suelo. La nave estaba completamente desierta. Sin embargo, se veían moverse confusamente algunas cabezas de sacerdotes en los asientos lejanos del coro, y en el momento en que la gran puerta se abrió, surgió de la iglesia un canto grave, sonoro y monótono, que lanzaba como a bocanadas fragmentos de salmos lúgubres sobre la cabeza de la condenada:
… Non timebo millia populi circumdantis me. Exsurge, Domine; salvum me fac, Deus.
… Salvum me fac, Deus, quoniam intraverunt aquae usque ad animam meam.
… Infixus sum in limo profundi; et non est substantia.*
Al mismo tiempo, otra voz, aislada del coro, entonaba sobre la grada del altar mayor este melancólico ofertorio:
Qui verbum meum audit, et credit ei qui misit me, habet vitam aeternam et in judicium non venit; sed transit a morte in vitam.*
Este canto que unos ancianos perdidos en las tinieblas derramaban desde lejos sobre aquella hermosa criatura, llena de juventud y de vida, acariciada por el aire tibio de la primavera, inundada de sol, era la misa de difuntos.
El pueblo escuchaba con recogimiento.
La infeliz, asustada, parecía perder la mirada y el pensamiento en las oscuras entrañas de la iglesia. Sus labios blancos se movían como si rezaran, y cuando el ayudante del verdugo se acercó a ella para ayudarla a bajar de la carreta, oyó que repetía en voz baja esta palabra: «Phoebus».
Le desataron las manos y la hicieron bajar acompañada de su cabra —a la que también habían desatado y que balaba por la alegría de sentirse libre— y caminar descalza por el duro empedrado hasta el pie de la escalera del pórtico. La cuerda que llevaba al cuello arrastraba por el suelo detrás de ella; parecía una serpiente que la seguía.
Entonces se interrumpió el canto en la iglesia. Una gran cruz de oro y una hilera de cirios se pusieron en movimiento en la oscuridad. Se oyeron sonar las alabardas de los abigarrados suizos y, un momento después, una larga procesión de sacerdotes con casulla y de diáconos con dalmática que avanzaba gravemente hacia la condenada, salmodiando, apareció ante sus ojos y ante los ojos de la multitud. Pero su mirada se detuvo en el que caminaba en cabeza, inmediatamente detrás del crucero.
—¡Oh! —exclamó muy bajo, estremeciéndose—. ¡Otra vez él! ¡El sacerdote!
Era, en efecto, el arcediano. A su izquierda iba el sochantre y a su derecha el chantre, portando el bastón propio de su cargo. Avanzaba mirando hacia arriba y cantando con voz potente:
De ventre inferi clamavi, et exaudisti vocem meam, et projecisti me in profundum in corde maris, et flumen circumdedit me.*
En el momento en que apareció a la luz del día bajo el alto pórtico ojival, envuelto en una amplia capa plateada con una cruz negra, estaba tan pálido que entre la multitud más de uno pensó que era uno de los obispos de mármol arrodillados sobre las lápidas sepulcrales del coro, que se había levantado y se disponía a recibir en el umbral de la tumba a la que iba a morir.
Ella, no menos pálida ni menos estatua, apenas se había dado cuenta de que le habían puesto en la mano un pesado cirio de cera amarilla encendido; no había oído la voz chillona del escribano leyendo el fatal texto de la retractación pública. Cuando le habían pedido que dijera Amen, había respondido Amen. Fue preciso, para devolverle un poco de vida y un poco de fuerza, que viera al sacerdote indicar a sus guardianes que se alejaran y avanzar solo hacia ella.
Entonces notó que la sangre le hervía en la cabeza, y un resto de indignación se encendió en aquella alma ya entumecida y fría.
El arcediano se aproximó a ella lentamente. Incluso en aquella situación extrema, ella le vio pasear sobre su desnudez una mirada centelleante de lujuria, celos y deseo. Después le dijo en voz alta:
—Muchacha, ¿habéis pedido perdón a Dios por vuestras faltas y vuestras transgresiones? —Se acercó a su oído y añadió (los espectadores creían que estaba recibiendo su última confesión)—: ¿Quieres ser mía? ¡Todavía puedo salvarte!
Ella lo miró fijamente:
—¡Vete, demonio, o te denuncio!
Él desplegó una sonrisa horrible.
—No te creerán. No harías más que añadir un nuevo escándalo a tu crimen. Responde, rápido. ¿Quieres ser mía?
—¿Qué has hecho con mi Phoebus?
—Está muerto —dijo el sacerdote.
En ese momento el miserable arcediano levantó la cabeza maquinalmente y vio en el otro lado de la plaza, en el balcón de la mansión Gondelaurier, al capitán de pie junto a Flor de Lis. Vaciló, se pasó una mano por los ojos, volvió a mirar, murmuró una maldición y todas sus facciones se contrajeron violentamente.
—¡Muy bien, muere tú también! —dijo entre dientes—. Nadie te tendrá.
Entonces, levantando la mano sobre la egipcia, dijo con voz fúnebre:
—I nunc, anima anceps, et sit tibi Deus misericors.*
Era la temible fórmula con la que se acostumbraba a cerrar estas sombrías ceremonias. Era la señal convenida que le hacía el sacerdote al verdugo.
El pueblo se arrodilló.
—Kyrie eleison** —dijeron los sacerdotes que habían permanecido bajo la ojiva del pórtico.
—Kyrie eleison —repitió la multitud con ese murmullo que corre sobre todas las cabezas como el chapoteo de un mar agitado.
—Amen —dijo el arcediano.
Le volvió la espalda a la condenada, inclinó la cabeza sobre el pecho, cruzó las manos, se reunió con el resto del cortejo y un momento después lo vieron desaparecer, junto con la cruz, los cirios y las capas, bajo los arcos brumosos de la catedral. Su voz sonora se perdió gradualmente en el coro cantando este versículo de desesperación: … Omnes gurgites tui et fluctus tui super me transierunt.*
Al mismo tiempo, los golpes intermitentes de las alabardas de los suizos muriendo poco a poco bajo los intercolumnios de la nave producían el efecto del martilleo de un reloj anunciando la última hora de la condenada.
Entre tanto, las puertas de Notre-Dame habían permanecido abiertas, dejando ver la iglesia vacía, desolada, de luto, sin cirios y sin voces.
La condenada seguía inmóvil en su sitio, esperando que dispusiesen de ella. Uno de los alguaciles de vara tuvo que avisar a maese Charmolue, quien, durante toda esta escena, había estado estudiando el bajorrelieve del gran pórtico que representa, según unos, el sacrificio de Abraham, y según otros, la operación filosofal, siendo el sol el ángel, el fuego la leña y el artesano Abraham.
Costó bastante arrancarlo de esta contemplación, pero por fin se volvió e hizo una señal. Dos hombres vestidos de amarillo, los ayudantes del verdugo, se acercaron entonces a la egipcia para atarle las manos.
En el momento de subir de nuevo a la carreta fatal para encaminarse hacia su última estación, la desventurada se sintió asaltada quizá por una desgarradora añoranza de la vida. Levantó sus ojos rojos y secos hacia el cielo, hacia el sol, hacia las nubes de plata tapadas aquí y allá por trapecios y triángulos azules y a continuación los bajó hacia la tierra y miró a su alrededor, la gente, las casas… De repente, mientras el hombre de amarillo le ataba los brazos, profirió un grito terrible, un grito de alegría. En aquel balcón, allá, en la esquina de la plaza, acababa de verlo, a él, a su amigo, a su señor, a Phoebus, la otra aparición de su vida.
¡El juez había mentido! ¡El sacerdote había mentido! ¡Era él, no podía dudarlo, estaba allí, apuesto, vivo, con su deslumbrante uniforme, la pluma en la cabeza, la espada en el costado!
—¡Phoebus! —gritó—. ¡Mi Phoebus!
Quiso tender hacia él sus brazos temblorosos de amor y de felicidad, pero estaban atados.
Entonces vio al capitán fruncir el entrecejo y a una bella muchacha, que se apoyaba en él, mirarlo con un mohín desdeñoso y ojos irritados. Después Phoebus pronunció unas palabras que no llegaron hasta ella y ambos desaparecieron precipitadamente tras los cristales del balcón, que se cerró.
—¡Phoebus! —gritó, como loca—, ¿es posible que lo creas?
Una idea monstruosa acababa de asaltarla. Recordó que la habían condenado por asesinato cometido en la persona de Phoebus de Châteaupers.
Hasta entonces lo había soportado todo, pero este último golpe era demasiado rudo. Cayó inerte al suelo.
—¡Vamos! —dijo Charmolue—. ¡Subidla a la carreta y acabemos!
Nadie había descubierto aún, en la galería de las estatuas de los reyes, esculpidas justo encima de las ojivas del pórtico, a un extraño espectador que hasta ese momento lo había observado todo con tal impasibilidad, con el cuello tan estirado, con un rostro tan deforme que, de no ser por su vestimenta roja y morada, se le habría podido tomar por uno de esos monstruos de piedra por cuya boca desaguan desde hace seiscientos años los largos canalones de la catedral. Aquel espectador no se había perdido ni un detalle de lo que había acontecido desde las doce ante el pórtico de Notre-Dame. Y desde el principio, sin que a nadie se le hubiera ocurrido observarlo, había atado fuertemente a una de las columnillas de la galería una gruesa cuerda de nudos cuyo extremo llegaba a la escalinata. Hecho esto, se había puesto a mirar tranquilamente, y a silbar cuando un mirlo pasaba por delante de él.
De pronto, en el momento en que los ayudantes del verdugo se disponían a ejecutar la flemática orden de Charmolue, saltó al otro lado de la balaustrada de la galería, cogió la cuerda con los pies, las rodillas y las manos, y a continuación lo vieron deslizarse por la fachada como una gota de lluvia que resbala por un cristal, acercarse a los dos verdugos a la velocidad de un gato al caer de un tejado, derribarlos con sus enormes puños, coger a la egipcia con una mano, como una niña a su muñeca, y llegar de un tirón hasta la iglesia, levantando a la joven por encima de su cabeza y gritando con una voz formidable:
—¡Asilo!
Esto fue realizado con tal rapidez que, si hubiera sido de noche, habría podido verse toda la escena a la luz de un solo relámpago.
—¡Asilo! ¡Asilo! —repitió la muchedumbre, y diez mil aplausos hicieron refulgir de alegría y de orgullo el único ojo de Quasimodo.
El zarandeo hizo volver en sí a la condenada. La joven abrió los ojos, miró a Quasimodo y volvió a cerrarlos súbitamente, como espantada de su salvador.
Charmolue se quedó estupefacto, y los verdugos, y toda la escolta. En el recinto de Notre-Dame, la condenada era, en efecto, inviolable. La catedral era un lugar de refugio. La justicia humana en todas sus modalidades acababa en el umbral.
Quasimodo se había detenido bajo el gran pórtico. Sus anchos pies parecían tan sólidos sobre el suelo de la iglesia como los pesados pilares románicos. Su enorme cabeza peluda se hundía en sus hombros como la de los leones, que también tienen melena y no cuello. Sujetaba con sus manos callosas a la muchacha, que colgaba, palpitante, como un paño blanco, pero la llevaba con tanta precaución que parecía tener miedo de romperla o de estropearla. Se habría dicho que intuía que era algo delicado, exquisito y precioso, hecho para unas manos distintas de las suyas. Había momentos en que daba la impresión de que no se atrevía a tocarla, ni siquiera con el aliento. Luego, de repente, la estrechaba entre sus brazos, contra su pecho anguloso, como si fuera su bien, su tesoro, como habría hecho la madre de aquella criatura; su ojo de gnomo, dirigido hacia ella, la inundaba de ternura, de dolor y de compasión, para después apartarse súbitamente lleno de destellos. Las mujeres, viéndolo, reían y lloraban, la multitud estaba entusiasmada, pues en aquel momento Quasimodo presentaba realmente una belleza propia. Era hermoso, él, ese huérfano, ese niño abandonado, ese desecho, se sentía augusto y fuerte, miraba a la cara a esa sociedad de la que se hallaba desterrado y en la que estaba interviniendo tan poderosamente, a esa justicia humana a la que le había arrebatado su presa, a todos esos tigres obligados a masticar con la boca vacía, a esos esbirros, a esos jueces, a esos verdugos, a toda esa fuerza del rey que acababa de vencer, él, ínfima criatura, con la fuerza de Dios.
Además, era conmovedora esa protección otorgada por un ser tan deforme a un ser tan desdichado, era conmovedor ver a una condenada a muerte salvada por Quasimodo. Eran las dos miserias extremas de la naturaleza y de la sociedad que se encontraban y se ayudaban mutuamente.
Sin embargo, tras unos minutos de triunfo, Quasimodo se había adentrado bruscamente en la iglesia con su fardo. El pueblo, amante de toda proeza, lo buscaba con los ojos en la oscura nave, lamentando que hubiera huido tan deprisa de sus aclamaciones. De pronto lo vieron aparecer en uno de los extremos de la galería de los reyes de Francia. La atravesó corriendo como un demente, levantando su conquista con los brazos y gritando:
—¡Asilo!
La multitud estalló de nuevo en aplausos. Una vez que hubo recorrido la galería, volvió a meterse en el interior de la iglesia. Al cabo de un momento reapareció en la plataforma superior, todavía con la egipcia en brazos, todavía corriendo como un loco y todavía gritando:
—¡Asilo!
La muchedumbre no paraba de aplaudir. Finalmente, hizo una tercera reaparición en la cima del campanario; desde allí pareció mostrar con orgullo a toda la ciudad a la que había salvado, y su voz atronadora, esa voz que tan raramente se dejaba oír y que él no oía nunca, repitió tres veces con frenesí hasta las nubes:
—¡Asilo! ¡Asilo! ¡Asilo!
—¡Viva! ¡Viva! —gritaba el pueblo por su parte, y aquella inmensa aclamación llegaba a la otra orilla, para sorpresa de la gente que llenaba la Grève y de la reclusa que seguía esperando, con la mirada clavada en el patíbulo.