Desde que Pierre Gringoire había visto cómo se desarrollaba todo aquel asunto y que decididamente habría soga, ahorcamiento y otros sinsabores para los personajes principales de la comedia, había procurado no mezclarse en él. Los truhanes, entre los que se había quedado por considerar que, en última instancia, eran la mejor compañía de París, habían seguido interesándose por la egipcia. Tal interés le había parecido muy comprensible en personas que, como ella, no tenían otra perspectiva que Charmolue y Torterue, y que no cabalgaban como él por regiones imaginarias entre las dos alas de Pegaso. Se había enterado, oyendo sus conversaciones, de que su esposa del cántaro roto se había refugiado en Notre-Dame, y se había alegrado mucho por ello. Pero ni siquiera se sentía tentado de ir a verla. A veces pensaba en la cabrita y eso era todo. Por lo demás, durante el día hacía piruetas para vivir y por la noche elucubraba una memoria contra el obispo de París, pues recordaba que las ruedas de sus molinos lo habían dejado empapado y le guardaba rencor por ello. Estaba asimismo comentando la bella obra de Baudry le Rouge, obispo de Noyon y de Tournay, De cupa petrarum,* lo cual había despertado en él un gusto apasionado por la arquitectura, inclinación que había sustituido en su corazón al hermetismo, del que, por lo demás, no era sino un corolario natural, puesto que existe un vínculo íntimo entre el hermetismo y la construcción. Gringoire había pasado del amor por una idea al amor por la forma de esa idea.
Un día, se había detenido cerca de Saint-Germain-l’Auxerrois, en la esquina de una casa llamada For-l’Évêque, que quedaba enfrente de otra llamada For-le-Roi. Había en For-l’Évêque una encantadora capilla del siglo XIV cuyo ábside daba a la calle. Gringoire examinaba devotamente sus esculturas exteriores. Se hallaba en uno de esos momentos de goce egoísta, exclusivo, supremo, en los que el artista no ve más que el arte en el mundo y ve el mundo en el arte. De repente, nota que una mano se posa gravemente sobre uno de sus hombros. Se vuelve. Era su antiguo amigo, su antiguo maestro, el arcediano.
Se quedó estupefacto. Hacía mucho tiempo que no había visto al arcediano, y don Claude era uno de esos hombres solemnes y apasionados cuyo encuentro siempre perturba el equilibrio de un filósofo escéptico.
El arcediano guardó durante unos instantes un silencio que permitió a Gringoire observarlo. Encontró a don Claude muy cambiado, pálido como una mañana de invierno, con los ojos hundidos y el pelo casi blanco. Fue el sacerdote quien rompió por fin el silencio diciendo en un tono tranquilo pero glacial:
—¿Cómo estáis, maese Pierre?
—¿De salud? —repuso Gringoire—. Hummm…, habría muchas cosas que decir, pero en conjunto bien. No abuso de nada. Ya sabéis, maestro, el secreto para encontrarse bien según Hipócrates, id est cibi, potus, somni, Venus, omnia moderata sint.*
—¿No tenéis, entonces, ninguna preocupación, maese Pierre? —prosiguió el arcediano, mirando fijamente a Gringoire.
—¡A fe mía, no!
—¿Y qué hacéis ahora?
—Pues ya lo veis, maestro. Examino la talla de estas piedras y cómo está trabajado este bajorrelieve.
El sacerdote sonrió, con una de esas sonrisas amargas en las que solo se levanta una de las comisuras de la boca.
—¿Y eso os divierte?
—¡Es el paraíso! —exclamó Gringoire. E inclinándose sobre las esculturas con la expresión maravillada de quien muestra fenómenos vivos, prosiguió—: ¿Acaso no os parece que esta metamorfosis en bajorrelieve, por ejemplo, ha sido realizada con mucha habilidad, gracia y paciencia? Mirad esta columnilla. ¿Alrededor de qué capitel habéis visto hojas más tiernas y mejor acariciadas por el cincel? Aquí tenemos tres altorrelieves de Jean Maillevin. No son las obras más bellas de este gran genio; sin embargo, la ingenuidad, la dulzura de los rostros, la ligereza de las posturas y de los ropajes, y ese encanto inexplicable que hay en todos los defectos dan a las figuras mucha alegría y delicadeza, quizá incluso demasiada. ¿No lo encontráis divertido?
—¡Cómo no! —dijo el sacerdote.
—¡Y si vierais el interior de la capilla! —prosiguió el poeta con su entusiasmo locuaz—. ¡Esculturas por doquier! ¡Está tupido como el corazón de una col! ¡El ábside tiene una forma muy devota y tan particular que no he visto nada igual en ninguna parte!
Don Claude lo interrumpió:
—¿Sois, pues, feliz?
Gringoire respondió con vehemencia:
—En honor a la verdad, sí. Primero me gustaron las mujeres, luego los animales, y ahora me gustan las piedras. Es tan divertido como los animales y las mujeres, y menos pérfido.
El sacerdote se puso una mano en la frente. Era un gesto habitual en él.
—¿En serio?
—¡Mirad! —dijo Gringoire—. ¡Goces no faltan! —Asió de un brazo al sacerdote, que se dejó llevar, y le hizo entrar en la torrecilla de la escalera de For-l’Évêque—. ¡Esto es una escalera! Cada vez que la veo, soy dichoso. Está hecha de la manera más sencilla y más rara de todo París. Todos los peldaños están rebajados por abajo. Su belleza y su sencillez residen en las huellas, del tamaño más o menos de un pie, que están entrelazadas, empotradas, encajadas, encadenadas, engastadas, entretalladas una en otra, y se muerden entre sí de una forma realmente firme y delicada.
—¿Y no deseáis nada?
—No.
—¿Y no añoráis nada?
—Ni añoranza ni deseo. He puesto orden en mi vida.
—Lo que los hombres ordenan —dijo Claude— las cosas lo desordenan.
—Yo soy un filósofo pirrónico —contestó Gringoire— y lo mantengo todo en equilibrio.
—¿Y cómo os ganáis la vida?
—Continúo haciendo de vez en cuando epopeyas y tragedias, pero lo que más ingresos me reporta es el trabajo que ya sabéis, maestro: sostener pirámides de sillas con los dientes.
—Es un oficio vulgar para un filósofo.
—Pero también es equilibrio —dijo Gringoire—. Cuando uno tiene una idea, la encuentra en todo.
—Lo sé —contestó el arcediano.
Tras un breve silencio, el sacerdote prosiguió:
—Sois, de todas formas, bastante miserable.
—Miserable, sí; desgraciado, no.
En ese momento se oyó un ruido de caballos y nuestros dos interlocutores vieron desfilar, al final de la calle, a una compañía de arqueros de la ordenanza del rey, lanzas en alto y con el oficial a la cabeza. El desfile era espléndido y se oía el ruido de los cascos de los caballos en el empedrado.
—¡Cómo miráis a ese oficial! —dijo Gringoire al arcediano.
—Es que creo que lo conozco.
—¿Cómo se llama?
—Creo que se llama Phoebus de Châteaupers —dijo Claude.
—¡Phoebus! ¡Un nombre muy curioso! Hay otro Phoebus que es conde de Foix. Y recuerdo haber conocido a una muchacha que solo juraba por Phoebus.
—Venid —dijo el sacerdote—, tengo algo que deciros.
Desde que había pasado aquella tropa, se percibía cierta agitación bajo el envoltorio glacial del arcediano. Este echó a andar. Gringoire lo seguía, acostumbrado a obedecerle, como todo aquel que había tratado alguna vez a este hombre con tanto ascendiente. Llegaron en silencio hasta la calle Bernardins, que estaba bastante desierta. Don Claude se detuvo allí.
—¿Qué tenéis que decirme, maestro? —le preguntó Gringoire.
—¿No os parece —dijo el arcediano con un aire de profunda reflexión— que el traje de esos jinetes que acabamos de ver es más bonito que el vuestro y el mío?
Gringoire movió la cabeza.
—¡Repámpanos! Prefiero mi gonela amarilla y roja que esas escamas de hierro y acero. ¡Menudo placer, caminar haciendo el mismo ruido que el muelle de la chatarra cuando hay un terremoto!
—Entonces, Gringoire, ¿nunca habéis sentido envidia de esos buenos mozos con sus casacas de guerra?
—¿Envidia de qué, señor arcediano? ¿De su fuerza? ¿De su armadura? ¿De su disciplina? Vale más la filosofía y la independencia con harapos. Prefiero ser cabeza de ratón que cola de león.
—Es curioso lo que decís —repuso el sacerdote, pensativo—. Un bonito uniforme, hay que reconocerlo, es bonito.
Gringoire, viéndolo tan ensimismado, se alejó para ir a admirar el portal de una casa vecina. No tardó en volver dando palmadas de satisfacción.
—Si estuvierais menos ocupado con las bonitas indumentarias de los guerreros, os rogaría que vinierais a ver aquella puerta. Siempre lo he dicho: la casa del señor Aubry tiene la entrada más soberbia del mundo.
—Pierre Gringoire —dijo el arcediano—, ¿qué ha sido de aquella bailarina egipcia?
—¿Esmeralda? ¡Qué manera más brusca de cambiar de conversación!
—¿No era vuestra mujer?
—Sí, por el método del cántaro roto. Teníamos para cuatro años. Así que —añadió Gringoire mirando al arcediano con un aire un poco burlón— seguís pensando en ella.
—¿Vos ya no?
—Poco…. ¡Tengo tantas cosas en que pensar…! ¡Dios mío, qué bonita era su cabra!
—¿Esa gitana no os había salvado la vida?
—Vive Dios que es cierto.
—Y bien, ¿qué ha sido de ella? ¿Dónde está?
—No sabría deciros. Creo que la colgaron.
—¿Lo creéis?
—No estoy seguro. Cuando vi que querían colgar a la gente, me retiré del juego.
—¿Eso es todo lo que sabéis?
—¡Esperad! Me dijeron que se había refugiado en Notre-Dame y que allí estaba segura, y yo me alegro mucho, pero no pude averiguar si la cabra se había salvado con ella. Eso es todo lo que sé.
—Voy a contaros algo más —dijo don Claude, cuya voz, hasta entonces baja, lenta y casi sorda, sonaba ahora atronadora—. Está, en efecto, refugiada en Notre-Dame, pero dentro de tres días la justicia volverá a prenderla y será colgada en la Grève. Hay sentencia del Parlamento.
—¡Qué lástima! —dijo Gringoire.
El sacerdote, en un abrir y cerrar de ojos, había recuperado la calma y la frialdad.
—¿Y quién demonios —prosiguió el poeta— se ha entretenido en solicitar una sentencia de reintegración? ¿No podían dejar tranquilo al Parlamento? ¿Qué pasa por que una pobre muchacha se refugie bajo los arbotantes de Notre-Dame, junto a los nidos de las golondrinas?
—Hay satanes en el mundo —respondió el arcediano.
—Esto se pone endiabladamente feo —observó Gringoire.
El arcediano prosiguió tras un breve silencio:
—Así pues, ¿ella os salvó la vida?
—Sí, en casa de mis buenos amigos los truhanes. Poco faltó para que me colgaran. Hoy estarían lamentándolo.
—¿No queréis hacer nada por ella?
—Me gustaría mucho, don Claude. Pero ¿y si resulta que acabo yo con una cosa fea alrededor del cuello?
—¡Qué más da!
—¿Cómo que qué más da? ¡Sois muy gracioso, maestro! Tengo dos grandes obras empezadas.
El sacerdote se dio una palmada en la frente. Pese a la calma que afectaba, de vez en cuando un gesto violento revelaba sus convulsiones interiores.
—¿Cómo salvarla?
Gringoire le dijo:
—Maestro, yo os responderé: Il padelt, que en turco quiere decir: «Dios es nuestra esperanza».
—¿Cómo salvarla? —repitió Claude, pensativo.
Gringoire se dio a su vez una palmada en la frente.
—Escuchad, maestro. Yo tengo imaginación y se me ocurrirán procedimientos adecuados. ¿Y si pidiéramos gracia al rey?
—¿A Luis XI? ¿Pedir gracia a Luis XI?
—¿Por qué no?
—¡Ve a quitarle su hueso a un tigre!
Gringoire se puso a buscar otras soluciones.
—¡Ya lo tengo! ¿Queréis que envíe a las matronas una solicitud declarando que la muchacha está encinta?
Aquello hizo centellear los hundidos ojos del sacerdote.
—¡Encinta! ¡Qué absurdo! ¿Acaso sabes tú algo de eso?
Gringoire se asustó de su expresión.
—¡No! ¡Yo no! —se apresuró a decir—. Nuestro matrimonio era un verdadero foris maritagium. Yo me quedé fuera. Pero, aun así, conseguiríamos un aplazamiento.
—¡Qué locura! ¡Qué infamia! ¡Cállate!
—Hacéis mal en enfadaros —masculló Gringoire—. Conseguir un aplazamiento no perjudica a nadie y hace ganar cuarenta dineros a las matronas, que son pobres mujeres.
El sacerdote no lo escuchaba.
—¡Pero es preciso que salga de allí! —murmuró—. ¡La sentencia debe ser ejecutada en un plazo de tres días! ¡Y de todas formas, aunque no hubiera sentencia, ese Quasimodo…! ¡Las mujeres tienen unos gustos muy depravados! Maese Pierre —dijo, levantando la voz—, lo he pensado bien: solo hay un medio para salvarla.
—¿Cuál? A mí no se me ocurre ninguno más.
—Escuchad, maese Pierre, recordad que le debéis la vida. Voy a exponeros abiertamente mi idea. La iglesia está vigilada día y noche. Solo dejan salir a los que han visto entrar. Podréis, pues, entrar. Vendréis, yo os conduciré hasta donde está ella y os cambiaréis la ropa. Ella se pondrá vuestro jubón y vos su falda.
—Hasta ahora va bien —observó el filósofo—. ¿Y luego qué?
—¿Luego? Ella saldrá con vuestra ropa y vos os quedaréis allí con la suya. Quizá os cuelguen, pero ella se habrá salvado.
Gringoire se rascó la oreja con un aire muy serio.
—¡Vaya! —dijo—. Es una idea que a mí no se me habría ocurrido nunca.
Ante la propuesta inesperada de don Claude, el semblante abierto y bonachón del poeta se había oscurecido súbitamente, como un risueño paisaje italiano cuando sopla un malhadado vendaval que aplasta una nube sobre el sol.
—Bien, Gringoire, ¿qué me decís?
—Os digo, maestro, que no es que quizá me cuelguen, sino que me colgarán con toda seguridad.
—Eso no es de nuestra incumbencia.
—¡Pestes! —exclamó Gringoire.
—Ella os salvó la vida. De este modo pagaréis la deuda.
—¡Hay muchas otras que no pago!
—Maese Pierre, es absolutamente preciso.
El arcediano hablaba con autoridad.
—Escuchad, don Claude —repuso el poeta, consternado—. Insistís en esa idea y os equivocáis. No sé por qué voy a dejar que me cuelguen en el lugar de otro.
—¿Qué tenéis que os una tanto a la vida?
—¡Ah! ¡Mil razones!
—Decidme cuáles, por favor.
—¿Cuáles? El aire, el cielo, la mañana, la noche, el claro de luna, mis buenos amigos los truhanes, nuestras rechiflas con las perdularias, las bellas piezas arquitectónicas de París pendientes de estudio, tres voluminosos libros escritos a medias, uno de ellos contra el obispo y sus molinos, ¡y qué sé yo cuántas cosas más! Anaxágoras decía que estaba en el mundo para admirar el sol. Además, tengo la suerte de pasar todos los días, de la mañana a la noche, con un hombre de ingenio que soy yo, y eso es muy agradable.
—¡Cabeza hueca! —masculló el arcediano—. A ver, di, esa vida que te parece tan maravillosa, ¿quién te la ha conservado? ¿A quién le debes respirar este aire, ver este cielo, y poder además entretener tu cerebro de chorlito con pamplinas y excentricidades? Sin ella, ¿dónde estarías? ¿Quieres que muera, cuando gracias a ella tú estás vivo? ¿Quieres que muera esa criatura bella, dulce, adorable, necesaria para la luz del mundo, más divina que Dios? Mientras que tú, medio sabio y medio loco, vano esbozo de no se sabe qué, especie de vegetal que crees caminar y crees pensar, seguirás viviendo con la vida que le has robado, tan inútil como una vela en pleno mediodía. ¡Vamos, Gringoire, un poco de compasión! Sé generoso también tú, ya que ella lo fue antes.
El sacerdote hablaba con vehemencia. Gringoire lo escuchó con una expresión indeterminada al principio, luego se enterneció, y acabó dibujando en su lívido semblante una mueca trágica que lo asemejaba al de un recién nacido con cólico.
—Os ponéis patético —dijo, enjugándose una lágrima—. Está bien, lo pensaré… Pero vaya idea que habéis tenido… Después de todo —prosiguió, tras un silencio—, ¿quién sabe? ¡Tal vez no me cuelguen! No siempre se casa quien se promete. Cuando me encuentren en esa celda, tan grotescamente vestido con falda y toca, quizá se echen a reír… Además, si me cuelgan, ¿qué? La cuerda es una muerte como otra cualquiera, o, mejor dicho, no es una muerte como cualquier otra. Es una muerte digna del sabio que ha oscilado toda su vida, una muerte que no es ni carne ni pescado, como el espíritu del verdadero escéptico, una muerte absolutamente impregnada de pirronismo y de vacilación, que está entre el cielo y la tierra, que te deja en suspenso. Es una muerte de filósofo, y tal vez estaba predestinado a ella. Es magnífico morir como se ha vivido.
El sacerdote lo interrumpió.
—¿De acuerdo, entonces?
—¿Qué es la muerte, en definitiva? —prosiguió Gringoire con exaltación—. Un mal momento, un peaje, el paso de poco a nada. En una ocasión en que alguien preguntó a Cercidas Megalopolitano si moriría de buen grado, este respondió: ¿Por qué no? Después de morir veré a grandes hombres: Pitágoras entre los filósofos, Hecateo entre los historiadores, Homero entre los poetas y Olimpo entre los músicos.
El arcediano le tendió la mano.
—No hay más que hablar. Vendréis mañana.
Este gesto devolvió a Gringoire a la realidad.
—¡Ah, repámpanos, no! —dijo en el tono de un hombre que acaba de despertar—. ¡Ser ahorcado! Es demasiado absurdo. No quiero.
—Adiós, entonces. —Y el arcediano añadió entre dientes—: ¡Volveremos a vernos!
«No quiero volver a ver a este hombre endiablado», pensó Gringoire, y echó a correr tras don Claude.
—¡Eh, señor arcediano, entre viejos amigos no debe haber rencor! Os interesáis por esa joven, por mi mujer, quiero decir. Muy bien. Habéis ideado una estratagema para sacarla sana y salva de Notre-Dame, pero ese medio es extremadamente desagradable para mí, Gringoire… ¡Si tuviera yo otro…! Os advierto que acabo de tener ahora mismo una inspiración muy luminosa… Si se me ocurriera una idea apropiada para sacarla de este mal trance sin comprometer mi cuello con ningún nudo corredizo, ¿qué diríais? ¿No os bastaría? ¿Es absolutamente necesario que me cuelguen para que estéis contento?
El sacerdote tiraba con impaciencia de los botones de su sotana.
—¡Qué torrente de palabras! ¿Cuál es ese medio que se te ha ocurrido?
—Sí —prosiguió Gringoire, hablando consigo mismo y tocándose la nariz con el dedo índice en señal de meditación—. ¡Eso es! Los truhanes son buenos chicos… La tribu de Egipto la quiere… Se sublevarán en cuanto se les diga… Nada más fácil… Un golpe de mano… Aprovechando el desorden, será fácil sacarla… Mañana mismo por la noche… Estarán encantados.
—¡El medio! ¡Habla! —dijo el sacerdote, zarandeándolo.
Gringoire se volvió majestuosamente hacia él.
—¡Dejadme! ¿No veis que estoy elaborándolo? —Reflexionó unos instantes más. Luego se puso a aplaudir su idea gritando—: ¡Admirable! ¡Éxito asegurado!
—¡El medio! —repitió Claude, furioso.
Gringoire estaba radiante.
—Acercaos para que os lo cuente en voz baja. Es una maniobra verdaderamente audaz y que nos saca a todos del apuro. ¡Pardiós! Hay que reconocer que no soy un imbécil. —De pronto, interrumpió su discurso—. ¡Ah! ¿La cabrita está con la joven?
—Sí. ¡Que el diablo se te lleve!
—Porque iban a colgarla también, ¿verdad? Colgaron a una cerda el mes pasado. Al verdugo le gustan esas cosas. Después se come el animal. ¡Colgar a mi preciosa Djali! ¡Pobrecilla!
—¡Maldición! —exclamó don Claude—. El verdugo eres tú. ¿Qué medio de salvación se te ha ocurrido, bribón? ¿Habrá que sacarte la idea con fórceps?
—¡Es una maravilla, maestro! ¡Escuchad!
Gringoire se acercó al arcediano y le habló muy bajo al oído, mirando inquieto a uno y otro lado de la calle pese a que no pasaba nadie. Cuando hubo terminado, don Claude le dio la mano y le dijo fríamente:
—De acuerdo. Hasta mañana.
—Hasta mañana —repitió Gringoire.
Y mientras el arcediano se alejaba por un lado, él se fue por el otro diciéndose a media voz:
—Este asunto es de envergadura, señor Pierre Gringoire. ¡No importa! Que uno sea pequeño no quiere decir que vaya a arredrarse ante una gran empresa. Bitón llevó sobre los hombros un toro enorme; y las lavanderas, las currucas y las moscaretas cruzan el océano.