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HACEOS TRUHÁN

Al entrar en el claustro, el arcediano encontró en la puerta de su celda a su hermano Jehan del Molino, que lo esperaba y que había combatido el aburrimiento de la espera dibujando con carbón en la pared un perfil de su hermano mayor enriquecido con una nariz desmesurada.

Don Claude apenas miró a su hermano. Tenía otras cosas en que pensar. El alegre rostro de aquel bribón, cuya luminosidad tantas veces había despejado la gris fisonomía del clérigo, era impotente ahora para disipar la bruma que se espesaba cada día más en aquella alma corrompida, mefítica y estancada.

—Hermano —dijo tímidamente Jehan—, vengo a veros.

El arcediano ni siquiera levantó los ojos hacia él.

—¿Y qué más?

—Hermano —prosiguió el hipócrita—, sois tan bueno conmigo y me dais tan buenos consejos que siempre acabo volviendo.

—¿Y qué más?

—¡Ay, hermano! Qué razón teníais cuando me decíais: «¡Jehan, Jehan!, cessat doctorum doctrina, discipulorum disciplina.* Jehan, sed prudente, Jehan, sed docto, Jehan, no pernoctéis fuera del colegio sin motivo legítimo y permiso del maestro. No peleéis con los picardos, noli, Joannes, verberare Picardos. No os pudráis como un asno iletrado, quasi asinus illitteratus, en los bancos de la escuela. Jehan, dejaos castigar a discreción del maestro. Jehan, id todas las noches a la capilla y cantad una antífona con versículo y oración a nuestra gloriosa Virgen María…». ¡Ay, qué excelentes eran esos consejos!

—¿Y qué más?

—¡Hermano, tenéis delante a un culpable, un criminal, un miserable, un libertino, un hombre terrible! Mi querido hermano, Jehan ha convertido vuestros generosos consejos en paja y estiércol para ser pisoteados. Y he sido castigado por ello, pues Dios es extraordinariamente justo. Mientras he tenido dinero, he ido de francachela, cometido locuras y llevado una vida alegre. ¡Oh, con lo encantador que es el libertinaje de cara, y lo feo y ceñudo que es por detrás! Ahora estoy sin blanca, he vendido mi estera, mi camisa y mi toalla, ¡se acabó la buena vida! La hermosa candela se ha consumido y solo me queda una vulgar vela de sebo que me atufa. Las mujeres se ríen de mí. Bebo agua. Los remordimientos y los acreedores me torturan.

—¿Y qué más? —dijo el arcediano.

—¡Ay, queridísimo hermano! Quisiera llevar una vida mejor. Acudo a vos lleno de contrición. Estoy arrepentido. Me confieso. Me doy golpes de pecho. Tenéis toda la razón en querer que llegue a ser un día licenciado y pasante del colegio de Torchi. Siento ahora en mí una vocación magnífica para ese estado. Pero no me queda tinta, tengo que comprar; no me quedan plumas, también tengo que comprar; no me queda papel, no me quedan libros, tengo que comprar de todo. Necesito para todo ello algunos fondos, y acudo a vos, hermano, con el corazón contrito.

—¿Ya está?

—Sí —dijo el estudiante—. Un poco de dinero.

—No tengo.

El estudiante dijo entonces con un aire grave y decidido al mismo tiempo:

—Pues bien, hermano, lamento tener que deciros que me hacen, por otra parte, ofertas y propuestas muy atractivas. ¿No queréis darme dinero…? ¿No…? En tal caso, me haré truhán.

Al pronunciar esta palabra monstruosa puso cara de Áyax esperando ver caer el rayo sobre su cabeza.

El arcediano le dijo fríamente:

—Haceos truhán.

Jehan lo saludó haciendo una profunda reverencia y bajó la escalera del claustro silbando.

En el momento en que, cruzando el patio del claustro, pasaba bajo la ventana de la celda de su hermano, oyó que esta se abría, levantó la mirada y vio asomar por la abertura la cabeza severa del arcediano.

—¡Vete al diablo! —dijo don Claude—. Este es el último dinero que recibirás de mí.

Al mismo tiempo, el sacerdote le arrojó a Jehan una bolsa que le hizo al estudiante un buen chichón en la frente y con la que se marchó a la vez enfadado y contento, como un perro al que lapidaran tirándole huesos con tuétano.